Por Bruno Bert
Prácticamente debiéramos hablar de las puestas más significativas del 2006, pero en el número anterior de la revista CELCIT ya habíamos mencionado algunas (El ventrílocuo; Alguien va a venir; Congelados y Woyzeck), y para mucho más no da. Tal vez podríamos agregar Crack, o de las cosas sin nombre de Edgar Chias, un joven autor que desde hace ya unos años va lanzando a la escena mexicana una serie de textos provocadores. Ahora tenemos de él esta nueva propuesta, con la dirección de Martín Acosta.
Las "cosas sin nombre" son las que no existen, ya que todo lo que está en la conciencia de los hombres tiene necesariamente un nombre para convocarlo a la realidad correspondiente. Claro que a veces "lo que no existe" es lo que los políticos niegan o simplemente ignoran a pesar de nombrarlo repetidamente. Como el narcotráfico, específicamente, y dentro de él el fenómeno del narcomenudeo que está haciendo estragos y aumentando de manera vertiginosa en nuestras ciudades. Es este fenómeno urbano el que aferra Chias en su obra.
Tal vez, como fondo, no pueda menos que recordar a De la calle, aquella obra de González Dávila que con tanto éxito montara Julio Castillo hace ya casi veinte años. Como en la obra de Dávila, la cloaca y el submundo que real o simbólicamente vive en ella es la protagonista de la historia. Solo que allá la droga era un elemento más dentro de una poética de raíces clásicas (el viaje a los infiernos que lleva a la muerte), y aquí el crack se vuelve una escritura similar a un graffiti, con elementos de base realista-testimoniales que progresivamente se vuelven un "alucine" expresionista en donde el juego de las palabras constituye uno de los ejes fundamentales de la experiencia escénica - tejido, por supuesto, con las imágenes.
Nos encontramos frente a un hiperrealismo de carácter simbolista en la base, que luego escapa hacia la representación emocional de una sociedad que, a través de interminables redes de intermediarios y víctimas, estalla en sus valores e incluso en sus estructuras, hacia una marginalidad al servicio de los invisibles señores de la droga. Interesante, porque es una forma de reescribir un cierto tipo de teatro político, con una temática de absoluta actualidad y con un lenguaje teatral que muestra algunas de las características fundamentales de nuestra cultura, como son: la tendencia a la fragmentación y la anulación de la imagen del futuro derivada de cualquier tipo de herencia positivista, en donde el "progreso" aparece como algo lineal que nos espera indefectiblemente a la vuelta del mañana. No, siguiendo este camino lo que posiblemente encontremos sea la destrucción y el balbuceo.
La mancuerna entre autor y director resulta efectiva, con un muy buen nivel de impacto. Buen trabajo de Raúl Castillo en la propuesta espacial, tal vez como tímido homenaje a la puesta histórica que mencionáramos más arriba; y también el de Matías Gorlero en la iluminación, que a veces secunda el expresionismo visual, y en otras sigue el derrotero realista tan insertado en nuestra cultura teatral. Pero tal vez lo que más destaca es el trabajo de los actores, excelentes todos - mención especial para Gabino Rodríguez y Adrián Ladrón en el papel de dos adolescentes sometidos a la alta presión de las circunstancias y que casi literalmente se disuelven entre los efectos de la droga, el abandono y la violencia. E interesante el trabajo de Acosta con ellos, que escapa a cualquier efecto melodramático, tan fácil de ser convocado donde la sangre y los golpes parecen salidos de una película clase Z. En definitiva, un trabajo fuerte, con raíces históricas, que nos habla de nuestra realidad con palabras e imágenes que saben golpear sin obstruir la conciencia.
Y, además, Casanova o la humillación, escrita y dirigida por David Olguín, uno de nuestros más sólidos representantes de lo que podríamos llamar "teatro de arte", con una larga carrera, homogénea y muy significativa en nuestro medio. Va el comentario sobre ella:
La imagen de Giácomo Casanova ha sido siempre convocada por la literatura, el cine o el teatro, desde dos aspectos casi opuestos: como el intelectual inescrupuloso y brillante, conquistador infatigable, que lleva numeradas sus victorias eróticas y que deslumbra a toda la Europa libertina de mediados del siglo XVIII; o como el viejo capaz de sufrir todas las humillaciones para poder seguir viviendo, así sea bajo la sombra de lo que fue antaño y del poder que lo mantiene por lástima como una rara avis del pasado inmediato.
Todos conocen sobre la existencia de las voluminosas memorias de Casanova, pero muy pocos las han leído, al menos en su totalidad. Es decir, que es un personaje magnífico para el arte, sobre todo por el cúmulo de sus contradicciones y lo desmesurado de su porte. Ahora, David Olguín estrena como autor y director una personal visión del asunto: Casanova o de la humillación, que se presenta en la Casa de la Paz.
Gabriel Pascal, responsable de la escenografía e iluminación, nos propone un ámbito escénico de doble lectura, que tanto puede ser una habitación dieciochesca, como un escenario de la misma época, con sus candilejas frontales, sus telones de brocado y su decidida teatralidad. Es decir que la escenografía desempeña un papel de primer plano en toda la narración, desde el libro mismo de Olguín, permitiéndonos enlazar la serie de acciones que componen la narración con las discusiones filosóficas, tan al gusto del siglo de las luces, del que Casanova es un innegable representante.
Resulta entonces un material inteligentemente tramado donde las situaciones de carácter anecdótico y emotivo se mezclan con reflexiones históricas y consideraciones éticas muy al gusto del pensamiento de ese tiempo, pero con un lenguaje y tratamiento contemporáneos que siempre tienen en cuenta el puente que vincula lo esencial de origen con lo pertinente a nuestros espectadores. De allí la abundancia de juegos eróticos, la procacidad del lenguaje, la lucha de criados y amos, el teatro dentro del teatro, el eco filosófico en la duplicidad de los personajes y mil detalles más que vuelven el trabajo un complejo juego de referentes pero no subordinado a ellos, sino más bien como una partida entre intelectuales en donde el propio Casanova se hubiera sentido cómodo.
Claudio Obregón es el decadente conquistador veneciano y aquellos que lo rodean y azuzan en su último refugio en el Castillo del Dux están asumidos por Gisela García Trigos, José Carlos Rodríguez, Laura Almela y Rodrigo Espinosa. Un equipo sólido y dúctil a la mano del director que exige de ellos una desmesura más en cada escena. Obregón muestra a un ser cansado, cercano ya a la muerte, pero que, sin embargo, no puede dejar pasar a la criadita que se le ofrece tanto por corresponderle en el afecto con que él la trata, como por el halago de haberse acostado nada menos que con Casanova. Pero es un viejo lleno de miedos y demasiado lastimado y débil como para responder con eficacia a los que lo odian y envidian al mismo tiempo. Excelente trabajo donde el actor pone al servicio del personaje aun sus límites, mostrando que los que han vivido intensamente pueden recuperar, a través del arte, aquel goce ya perdido y retenerlo para siempre en la memoria de los hombres. El arte puede haber consistido en vivir sensualmente, o en revivir para los otros el pasado y el tiempo que se recupera (un poco proustianamente) en los libros y, por supuesto, en el teatro que ahora compartimos.
Un trabajo atractivo que invita a gozar y a discutir... no solo sobre la figura de Casanova.
Y hablando de seducciones y humillaciones, estamos políticamente en los primeros meses del nuevo gobierno del PAN, el mismo partido que gobernó en el sexenio anterior luego de arrebatarle el poder a un PRI que se había mantenido en las alturas por más de setenta años. Claro que la izquierda no está precisamente conforme y todos conocen las terribles polémicas que duraron toda la segunda mitad del año pasado y terminaron con la instalación de dos gobiernos paralelos, uno reconocido oficialmente y otro virtual. A esto se agregan sonados recortes presupuestales en el área de cultura y un malestar generalizado sobre el camino que la política cultural toma en estos momentos - errática, pobre y desvinculada como tantas veces hemos visto. Sin embargo, lo más preocupante tal vez sea la muy poco consistente respuesta de nuestros creadores, que más gastan en quejas que en remedios. Teatro hay, e incluso cierta calidad en algunos productos aislados como aquellos que hemos comentado. Sin embargo, insisto en la consistencia - en la ausencia de la misma. Bueno, la voz debe estar en encontrar en la diversidad una unidad cultural que reconstituya una muy debilitada identidad. Seguramente las nuevas generaciones deben ser protagónicas, pero eso no quita nuestra responsabilidad global, sobre todo en los próximos meses, posible espacio de gestación de una realidad más digna para el futuro inmediato de México.