Por Rodolf Sirera
Hace pocos días un amigo, involucrado, como yo, aunque quizá con más pasión y menos escepticismo, en estos negocios del teatro, me contaba un viaje reciente a Buenos Aires. Volvía maravillado de la vitalidad que, contra viento y marea, mostraba la escena de la capital argentina. Sobre todo, le sorprendía que la mayor parte de los espectáculos visionados contaran con repartos numerosos, algo, en la actualidad, completamente impensable en los escenarios españoles.
Y es que, en efecto, en España hoy solo podemos ver más de cuatro personas en escena en las producciones de los teatros públicos (y no siempre). Se me argumentará que esto es una hipérbole, que hay montajes, incluso privados, en que esa cifra se supera con creces. Y me consta que algún esforzado productor ha llevado a buen puerto y sigue llevando - en ocasiones con el concurso como coproductores de las instituciones públicas - espectáculos con elencos más bien numerosos. Pero como estamos obligados - en esto como en todo - a aplicar la ley de las medias aritméticas, esos dispendios quedan inmediatamente compensados por la infinidad de monólogos que, como ya hemos señalado en muchas ocasiones, nutren (y a veces se nutren de ella, cual vampiros) la cartelera de las principales ciudades españolas; monólogos que, en la mayor parte de los casos, no deberían ser siquiera calificados de teatro, sino que, con el debido respeto, convendría incorporarlos, como dice una amiga mía, excelente y siempre arriesgada productora (un caso extraño: además de vivir del teatro, le gusta), al multiforme apartado de circo y variedades.
Pero, en fin, no es de esto de lo quería hablar, sino de la tremenda servidumbre que para nosotros, autores dramáticos, comportan tales estándares. Las limitaciones - la autocensura, porque, a fin de cuentas, este también es un caso de autocensura, aunque sea por motivos económicos y de mercado - son evidentes a la hora de construir una pieza. Hasta hace poco, uno prefería andar economizando en decorados, en vestuarios y en comparsería para centrarse en el elenco. Aunque habían pasado ya los tiempos de las compañías tradicionales, con toda su complicada jerarquía (primer actor, primera actriz, galán, damita joven), los autores de mi generación seguían contando con los actores a la hora de escribir - tantos como fuera necesario para urdir sus tramas de un modo mínimamente creíble -, pero sin caer en excesos numéricos: a fin de cuentas, Ibsen o Chéjov tampoco hacían deambular por el escenario a tantos personajes. Pero nada de eso sirve en la actualidad: cada día que pasa, uno se siente impelido a hacer nuevas versiones de sus textos dramáticos, eliminando personajes a diestro y siniestro. Por si acaso.
¡Cuánto daño está haciendo al teatro este maldito por si acaso! Por si acaso se le ocurriera a alguien montar alguna de esas piezas, no sea que se asuste al hacer cuentas. Porque en eso reside el problema: en las cuentas. Porque este es un negocio, te explican, en el que casi nunca salen las cuentas: cuando no son los actores los que se desmandan exigiendo el oro y el moro (me consta que, en muchos casos, solo exigen algo tan prosaico como poder comer todos los días y tener una habitación decente en la que descansar), entonces son los técnicos. O los acomodadores, los porteros, hasta el avisador. El teatro cuesta hoy muy caro. O se vende muy barato, que también podría ser. En España, veinte años de apoyo institucional al teatro y la conversión de gobiernos autónomos, diputaciones y ayuntamientos en empresarios teatrales han traído, al lado de indudables progresos - como el hecho de que podamos contar en estos momentos para la práctica escénica con una importante red de espacios modernos y bien acondicionados - mucho capricho, mucho despilfarro y una más que notable incoherencia a la hora de programar. En vez de corregir el mercado, lo que se ha hecho ha sido condicionarlo, desorientarlo, pervertirlo incluso. Añadamos a esto los desmesurados costes que ha producido la tendencia al decorativismo apabullante que ha presidido en los últimos años muchas puestas en escena: a veces es preferible un decorado espectacular que un par de actores más, de carne y hueso, sobre el escenario.
Así las cosas, el dramaturgo, antes de plantearse sobre qué quiere escribir, debe seleccionar el formato. Y en ese formato, el número de actores es la primera - y más importante - de las variables a considerar. No sé ahora si ese más que alarmante descenso del número de personajes en las obras del último teatro español es consecuencia de exigencias económicas, o fruto de la narratividad cada vez más insustancial que nos aqueja (¿para qué hace falta que haya muchos personajes en escena si la mayor parte de los personajes no dialogan entre ellos?). O quizá es que las nuevas generaciones de dramaturgos, a fuerza de no haber practicado estas artes, han acabado por ignorarlas, como ciertos poetas rupturistas que no solo no escriben sonetos porque rechazan las convenciones, sino, además, porque desconocen la leyes de la métrica.
Yo, la verdad, no sabría qué contestar. Pero me apena el progresivo encorsetamiento que está sufriendo la escritura para la escena. O quizá debería decir empobrecimiento. Hasta hace poco, los monólogos eran la excepción. Cuando el dramaturgo se planteaba escribir uno, había en su decisión algo de desafío, de tour de force técnico. Y tan difíciles como los monólogos eran las obras para dos personajes. No se llegaba a ellas con el único objetivo de reducir costes, sino porque la intensidad de los personajes y la densidad del tema tratado exigían ese despojamiento. Hay ejemplos memorables de obras para dos, incluso para tres personajes. Pero eran piezas que, en la mayor parte de los casos, buscaban espacios de representación más íntimos, donde el contacto con el espectador resultara mucho más inmediato.
Todo esto me da a mí que el teatro se ha pervertido en los últimos años. Como reacción, confieso que he llegado a acometer proyectos de escritura en los que, tras asumir de partida su imposibilidad de subir a la escena en las actuales circunstancias, les he dotado de la lista de personajes que consideraba necesarios para el buen desarrollo del conflicto dramático, fueran estos cinco o veinticinco. Ha sido, lo garantizo, un verdadero ejercicio de libertad, un completo placer poder construir sin cortapisas. Sé que esos dramas no van a ser montados nunca, a menos que las condiciones objetivas de nuestro teatro cambien, que no cambiarán. Al lado de ellos, cuando encuentro posibilidades de acceder a los escenarios, agacho la cabeza y me impongo a mí mismo la disciplina de los cuatro personajes (¡máximo!, escucho gritar, a lo lejos, inquieto al productor). Pero no puedo dejar de pensar que, por culpa de todo esto, cada vez son más los personajes que vagan por el mundo en busca de un autor. Y me considero un poco traidor, qué quieren que les diga.