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editorial

EDUCACIÓN Y CULTURA. LA FUNCIÓN DEL TEATRO

Por José Monleón

 

Mi primera observación giraría en torno al carácter ambiguo del concepto de educación. Es obvio que la historia de las catástrofes históricas está determinada por los intereses y las acciones de personas generalmente educadas. Es decir, que el problema no es tanto la educación como el de los contenidos de la misma. Todos los doctrinarismos, religiosos o políticos, tienen, entre sus postulados, la educación del mayor número posible de personas en torno a sus principios. Puede ser el infierno, el integrismo religioso, la democracia o un líder político. Se trata de construir un sistema de hipotéticos valores y dar por hecho que el mejor destino para un ser humano es aceptarlos y, si llega el caso, matar o morir por ellos.
El concepto de educación está, pues, vinculado a unos objetivos, al modelo de individuo y de sociedad que se quiere construir. Hace un siglo existían una serie de libritos para la educación de la infancia donde, en definitiva, cualquier acto de libertad era considerado un signo de mala educación. La educación perseguía, básicamente, la sumisión, traducida a un cúmulo de ridículos formalismos que inhibían la expresión personal. Pensemos, por ejemplo, en el valor que, en muchos órdenes, se da a la disciplina, que es, precisamente, una educación para la obediencia ciega y la destrucción del espíritu crítico. Recordemos, por ejemplo, la alegación de todos los criminales de guerra que se han limitado a citar la "obediencia debida".
Afirmar el valor de la educación durante toda la vida tiene, pues, una ambigüedad. Si la educación es el camino necesario para la construcción de una personalidad solidaria y consciente, se trata, en efecto, de un derecho permanente, que los gobiernos están obligados a satisfacer. Si, por el contrario, es una educación para el temor y la servidumbre, estamos en el ámbito de la más siniestra propaganda. Yo añadiría, incluso, que esta segunda manera de entender la educación se ha practicado siempre, y que si son muchos los adultos que, a partir de un momento determinado, dejaron de leer un libro, son muy pocos los que no han seguido, año tras año, sermoneados desde los púlpitos y los medios de comunicación, sujetos a un proceso educativo. Podríamos seguir poniendo muchos ejemplos, en muy diversas circunstancias. Pero no creo que sea necesario.
Sí importa, por lo tanto, comprender que la educación conlleva un debate sobre la misma cultura, y que la invocación del aprendizaje a lo largo de toda la vida parte, en el mejor de los casos, de un determinado discurso cultural y político, propio de la vida democrática. ¿Acaso, desde la perspectiva tradicional, no disponemos de un breve periodo biográfico para el estudio, seguido de una existencia dedicada estrictamente a la productividad? A producir coches, a producir hijos, a producir beneficios, o a producir conferencias, según un orden establecido que determina el funcionamiento de la sociedad. Y si nos preguntamos qué tipo de funcionamiento, la regla se rompe, en la medida que se hace necesario determinar el valor social del producto. ¿Acaso, como se ha dicho en determinados tiempos, las madres han de tener hijos para que haya buenos soldados dispuestos a morir por la patria? ¿Acaso, como se dice todavía, las guerras constituyen una buena producción para alcanzar la paz? Etcétera, etcétera.
Pienso, por ejemplo, en las generalizaciones impuestas por una educación que nos está impidiendo prácticamente el encuentro con los diferentes. El tradicional temor al distante se traduce en un esquematismo que lo unifica bajo un cúmulo de perversiones. Es el caso, por ejemplo, de la visión que la mayor parte de los palestinos e israelíes tienen hoy entre sí, o el súbito furor nacionalista que animó la guerra de la ex Yugoslavia, o la identificación del mundo islámico - tan complejo y con corrientes internas distintas y a veces antagónicas - con el integrismo islamista y el terrorismo sistemático. O, pasándonos a su mundo, la imagen de un Occidente uniformemente agresor e imperialista. Cada uno de los ejemplos citados conlleva su propio sistema educativo, que intenta o ha intentado someter a israelíes, palestinos, serbios, bosnios, croatas, musulmanes y occidentales. ¿Cómo defender la educación en tales países, en determinadas épocas, sin interrogarse por sus consecuencias? ¿Y qué pensar de la experiencia española del nacional-catolicismo?
Tomemos ahora el ejemplo de la historia. Cada país la ha interpretado a su modo. Y de un mismo episodio existen tantas versiones como participantes. Cada uno se asigna la representación del Bien y atribuye a los demás la encarnación del Mal, y con esa pasta se construyen las historias que se enseñan a los niños y determinan modelos de conducta. El doctrinarismo consigue que las luchas por el poder, el dominio territorial o la hegemonía económica se transformen en batallas metafísicas, con principios, opuestos e indiscutibles, que obligan a los buenos ciudadanos a entrematarse.
Quizá hoy la información y la interdependencia nos están planteando un nuevo e importante problema: que no importa tanto la puesta en cuestión de determinadas posiciones en el ámbito de nuestra cultura, como la puesta en cuestión de algunos de sus principios fundamentales. Como si, al final, uno sospechara que posiciones formalmente antagónicas constituyen piezas complementarias de un mundo inaceptable. Es curioso, por ejemplo, escuchar a Bush, a Bin Laden y a tantos otros afirmando, como manifestaciones lógicas y razonables, las posiciones más opuestas e incompatibles. Como si a todos alcanzara una misma incapacidad para establecer una distancia clarificadora. De ahí el sentimiento de estupor y de lejanía con que escuchamos hoy muchas de las declaraciones del poder político. ¿Educar para qué? ¿Para tragarse tales discursos? ¿O para tener un juicio crítico? Los conceptos de "políticamente correcto" y "políticamente incorrecto" quizá sean un modo irónico y popular de hablar de la buena y la mala educación.
Ciertamente, la historia se ha movido siempre. Pero hay épocas, que pudiéramos considerar clásicas, en las que se vive alrededor de unos determinados modelos. Hay otras en las que, por el contrario, se siente la necesidad de construir nuevos valores, nuevas interpretaciones, nuevos proyectos, que responden a la conciencia de los cambios en curso. Supongo que ese es un drama social y personal, pues, llegados a esa situación, se produce una especie de dualidad histórica, de coexistencia de dos tiempos distintos, como si pasado y presente se enfrentaran y muchos supieran que viven en una cultura que no es la propia de su época. ¿Qué ha de hacer la educación ante el problema? ¿Debe potenciar los valores anacrónicos o buscar las nuevas respuestas? ¿Cómo no entender el desgarro de las personas situadas ante ese conflicto? Hoy, la sociedad de la información, el desarrollo de la comunicación personal, las migraciones, el avance tecnológico, el incremento de las armas de destrucción masiva, el deterioro ecológico y aun la imagen reiterada de la miseria y la riqueza, suponen una presión intelectual y emocional que, forzosamente, se traduce en perplejidad, soledad y petición de un nuevo discurso histórico. Ya la guerra de Troya fue un saqueo que buscó en el rapto de Elena y la consiguiente ofensa a los griegos, su justificación. Como han hecho ahora los Estados Unidos, alegando el armamento nuclear de Irak, para asegurar el control estratégico de la zona y el beneficio de su petróleo. Pongo un ejemplo antiguo y uno reciente. Pero toda la historia está llena de gloriosas explicaciones de las más dudosas acciones.
Esto conecta con otro hecho esencial: la traición de la ciencia a los intereses generales de la humanidad. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que se pensaba que el desarrollo de la ciencia iba a hacer más felices a los humanos. La ciencia no iba a descubrir aquello que diese más beneficios, sino aquello que ampliase las posibilidades de vida de los humanos, su conocimiento del mundo, su madurez intelectual y personal. No ha sido así, obviamente. Sabemos que en África mueren millones de personas simplemente porque no disponen de dinero para las medicinas. Como sabemos que la energía atómica, lejos de ser el descubrimiento de una energía alternativa, quizás necesaria dentro de algún tiempo, fue el resultado de una investigación que culminó en las tierras de Hiroshima y Nagasaki. Recordemos el episodio de algunos investigadores abrumados por su mala conciencia. O ese discurso que aparece en la última versión del Galileo Galilei de Bertolt Brecht, cuando aquel se pregunta si no deberían estar siempre los humanos por encima de las conquistas de la ciencia.
Educación, ¿para qué? La creación de un mundo en paz, que asuma cuanto hay en el legado histórico que no sea incompatible con ella, que descubra el valor de la singularidad en la armonía general, que acabe con la hostilidad entre el Estado y el individuo, que elimine la pobreza y el hambre, es una respuesta que aúna las viejas demandas éticas con la percepción de la incidencia decisiva de las nuevas circunstancias. Las Naciones Unidas se han comprometido a que en el año 2015 haya desaparecido el hambre del mundo. No parece, en absoluto, que estemos en ese camino. Los neoimperialismos y la lucha por el dominio de la economía del mundo se mantienen, y cada vez, aseguran las encuestas, los ricos son más ricos y es mayor el número de pobres.
Educación, ¿para qué? Por lo pronto, ya no cabe reducirla a una transmisión de los valores establecidos. Carecemos de modelos, entre otras cosas, porque sabemos que las respuestas no caben a nivel estrictamente personal, familiar, regional o nacional. El Otro, ese sujeto lejano, anónimo, pintoresco, adversario en las batallas, está en nuestra tierra. Físicamente y a través de la información. Y todo el mundo ha de construirse, cada vez más, con todo el mundo. Y si antes la "ciudadanía del mundo" era una hermosa retórica, ahora es una realidad. Esa es la paradoja, que cada vez somos más ciudadanos del mundo y hay quien pelea por su estatuto local o es incapaz de entender el porqué de una constitución europea.
La educación es una conquista, es una búsqueda. Por eso, está lleno de sentido que miles o millones de adultos reclamen hoy el derecho a la educación a lo largo de su vida. Educación para romper el rebaño, educación para una solidaridad libre y responsable, educación para construir entre todos una nueva ciudadanía.
¿Cuál es la función del teatro en esta demanda? Cierto es que buena parte del mismo no ha hecho otra cosa que cooperar con las ideologías dominantes. Es decir, se ha limitado a ilustrar comportamientos que resolvían los conflictos según la moral establecida. Ganadores y perdedores salían a escena para demostrar las ventajas de la obediencia y los peligros del desacato. Cada doctrina necesitaba, aparte de sus prescripciones y argumentos, de un imaginario complementario. Estaba el Cielo o el Infierno, el futuro feliz de una sociedad sin clases o la victoria del imperio; razonar, estimular la conciencia crítica, no era un buen camino para el poder. Necesitaba mitos, líderes, dioses, patrias, convicciones, para comprar la imaginación de sus súbditos. Por eso, libró numerosas batallas con el teatro, ora prohibiéndolo, ora censurándolo, ora empleándolo para sus propios objetivos. Y construyó una historia, una teoría y una crítica a favor de un teatro del apaciguamiento, o quizá mejor, del embaucamiento, para que el público creyera estar soñando otra vida y siguiera soñando la vida del poder.
No ha sido así siempre, sin embargo. Por eso hablamos aquí de teatro. Como tampoco la educación ha sido siempre la sumisión de las ovejas a las voces del pastor. En los dos ámbitos, en el de la educación y en el de la imaginación, se han alzado preguntas inoportunas, perplejidades ante el dolor innecesario, rebeliones contra el destino. Supongo que el mundo siempre ha sido oscuro para una gran mayoría, pero es lo cierto que esta, o no sabía que vivía en la oscuridad, o aceptaba las explicaciones de la Compañía Eléctrica. Hoy no es así. Al menos, para mucha gente. Y, otra vez, le corresponde al teatro, como ya hiciera con la tragedia griega, preguntar el porqué del hambre, del miedo y de la guerra; el porqué de tanta bandera entrecruzada; el porqué de tantos dioses a la greña; el porqué de tantas leyes del espanto. El pez gordo sonríe y se come al chico, porque así está dispuesto por las leyes de la naturaleza. Pero, otra vez, otra vez, se arremolina la corriente de los insumisos, del imaginario rebelado, y se multiplican, aquí y allí, las preguntas prohibidas, los grandes vacíos sin respuesta. ¿Educación para qué? ¿Teatro para qué? Los millones de muertos de hambre y las víctimas de las guerras esperan la respuesta. Lo que no sabemos es si el instinto de supervivencia conseguirá formularlas. Otro teatro, para otra educación, para otra sociedad. Así estamos, mientras los "Señores de la Guerra" renuevan su armamento.

 

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