MÉXICO. DOS CRÍTICAS DE TEMPORADA
Por Bruno Bert
México está inmerso en la lucha política de un fin de sexenio particularmente mediocre. No hay dinero en ninguna parte, los proyectos naufragan o se pierden en el mar de los sargazos, los discursos de los candidatos son una retahíla de descalificaciones y lugares comunes, mientras que el teatro sobrevive enredándose en imágenes intrincadas, miedos fantasmales y caminos que se bifurcan hasta lo infinito. Hay calidad en los trabajos, pero una cierta dificultad para tratar la inseguridad del entorno cara a cara y reconstruir un teatro que trate de política sin caer en las construcciones simplistas del pasado.
Aquí van dos críticas que ilustran tantito lo que estamos hablando.
EL VENTRÍLOCUO. El carnaval veneciano, sobre todo en el siglo XVIII, era enormemente estimulante, especialmente porque nadie sabía muy bien con quién estaba hablando o interactuando durante toda su duración. La máscara podía esconder a otra, los aparentes hombres ser mujeres y viceversa, y hasta existía el temor de llegar a entablar un duelo con la propia sombra vuelta personaje, hecho que, por supuesto, hubiera significado la destrucción de ambos contendientes. Algo de esto, aunque sin Venecia ni Carnaval, puede gustarse en la obra que acabo de ver en Santa Catarina. Se trata de El ventrílocuo, de Larry Tremblay, bajo la dirección de Boris Schoemann.
En el pequeño espacio de ese escenario semicircular Jorge Ballina, el escenógrafo, crea un juego de cajas, capaces de contener el todo y las partes de ese montaje. Es decir, que se apoya en el vacío sin anularlo, como si fuera la mente de quien escucha un cuento o sueña una pesadilla - en un juego convocante de continentes y contenidos perturbador, un tanto mágico y, por contagio, cercano a un aire infantil como el que pudo crear Carroll, por ejemplo, en sus cuentos sobre Alicia. Y lo hace con gran habilidad y no menor imaginación, por lo que es dable suponer que su relación con el director fue más que estrecha...casi una creación conjunta, pensaría, porque predominan las acciones combinadas con los objetos que, a su vez, se modifican a través de la acción realizada. Es decir, que el espacio se multisignifica fundiendo los límites tradicionales tanto del director como del escenógrafo.
Claro, dirá Ud. pero ¿de qué trata? ¡Humm, de tantas cosas, que es difícil realizar un deslinde entre ellas para señalar un tema principal! En todo caso es el de la identidad, como marcábamos al principio, pero como un río que se derrama en muchos brazos, cada uno capaz de volverse tronco de la propuesta. ¡Ah - insistirá usted - pero entonces todo es confuso y aburrido! Y no, más bien es polisémico y entretenido. Todo se narra con gran claridad, como un cuento. Sólo que este es capaz de metamorfosearse a mitad de camino para mostrar nuevas caras, otros cuentos, distintas interpretaciones del mismo y cambios de personajes que terminan generando un aspecto cíclico que termina por diluir cualquier estructura de seguridad en la interpretación de la o las anécdotas que se van describiendo. Y es interesante ver cómo los personajes se desdibujan a ojos vistas para ser otros, sin dejar nunca desnudo al actor, pero mostrándolo constantemente como soporte.
Así, podría ser una narración perversa, un particular ensayo sicoanalítico, un juego de habilidades actorales y de dirección, un ejemplo donde la literatura dramática se vuelve cuerpo...en fin, un poco a gusto del consumidor, aunque de un "gusto" un tanto inconsciente, generado por una historia personal que va siendo tocada un poco al azar durante el trabajo por tres actores con un importante rendimiento: Alejandro Calva, Alejandra Chacón y Miguel Conde. Excelentes los tres, aunque corresponde al primero el conducir la línea de acciones y llevar una parte sustancial de responsabilidad escénica.
En definitiva, un "teatro para armar", disfrutando del juego, del talento de Tremblay y de todo el equipo que interviene. Lejos de cualquier seguridad, pero indudablemente cerca del nivel que todos queremos encontrar en nuestros escenarios.
ALGUIEN VA A VENIR. La prestigiada organización teatral Línea de Sombra, presentará una serie de trabajos en El Galeón durante los próximos meses. El primero de ellos acabamos de verlo: se trata de "Alguien va a venir", de Jon Fosse - un noruego bastante desconocido para nosotros -, bajo la dirección de Jorge Vargas.
Decía algún investigador que a veces el miedo hace presencia en un espacio social no necesariamente en paralelo con una inseguridad notoria de las calles. La violencia puede ser amortiguada y lejana. Entonces, el teatro suele esconderse en la cabeza de sus creadores, sobre todo de sus dramaturgos, y las indagaciones de estos, denuncian los fantasmas interiores que son una emergencia al peligro con que se viven "los otros", los hombres reales y acechantes. Algo de esto encontramos aquí.
La historia es sencilla: una pareja joven compra una vieja casa junto al mar, muy lejos de todo ser vivo, para estar juntos, para encontrarse en esa soledad. Pero entonces, el vacío parece volverse convocante, y los dos sienten que "alguien va a venir". Y así sucede finalmente.
Los temas son variados, pero siempre límites: desde los celos patológicos hasta los fantasmas casi corpóreos del pasado. Y así la casa, el extraño esperado, los objetos cotidianos de los que allí vivieron y murieron y hasta el mar con su sonido repetitivo en el acantilado cercano cobran, tanto para los espectadores como para los propios protagonistas, una fuerte ambigüedad de sentidos. No sabemos cuándo se está hablando del adentro-afuera de las cosas o de los seres, las cabezas llenas de imágenes deformadas de las que hablábamos antes.
Para esto, Edyta Rzewuska, responsable de la escenografía y vestuario (la iluminación es de Víctor Zapatero), vacía de límites el espacio escénico, dejando tan solo las sombras que rodean los pequeños ámbitos donde se trabaja. Al fondo, un video solarizado, casi una imagen en negativo, nos muestra por momentos la casa, el mar, una puerta abierta... como una onírica inclusión de nuestra parte, muy cercana a la pesadilla. Y en el espacio minimalista de un amplio piso de madera, una silla, una banca, una mesa y la lámpara que pende del vacío recortando una luz apenas fragmentaria. Como las estructuras textuales, como las imágenes visuales, como los miedos y las ansias apenas contenidas en los gestos de los actores.
Naturalmente, lo importante está en la ausencia, en el texto, en lo apenas intuido, en las sombras que cobijan vacíos pletóricos, en la inversión de los términos habituales. De alguna manera en el miedo, que puede trastocar las conciencias y las acciones destruyendo cualquier clase de seguridades. Y esto produce un cierto grado de saturación en el público. La dirección de Jorge Vargas es precisa y medida, pero tal vez tensa un poco demasiado las cuerdas, forzando las sensaciones de la espera. Y eso por momento quiebra la unidad, generando algo parecido a un distanciamiento, a una ruptura que nos permite reconocernos en la butaca y cobrar sentido del paso del tiempo.
Los tres actores son Sergio Cataño, Marina de Tavira y Rodolfo Arias. Un trabajo difícil porque debe mostrar por ausencia, porque debe jugar casi siempre a la resta para que dé más, porque el peligro de volverse triviales o banalmente "misteriosos" o "dramáticos" es el compañero permanente. Casi siempre logran su objetivo, bien acompañados por su director. Posiblemente con el transcurso de las funciones se profundice la calidad de los actores y esta logre afianzarse en lo impreciso de los límites.
En definitiva, una obra sugestiva y una propuesta interesante de un grupo que parece tener bastante claras tanto sus búsquedas formales como la trascendencia de sus preguntas artísticas.
Hasta aquí por hoy. Será interesante observar las modificaciones, tanto de lenguaje como de intereses, antes de fin de año, con un gobierno nuevo y un horizonte visible enfrente, lo que permite el ajuste de preguntas y necesidades.
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