Sumario

Editorial

Hacer teatro hoy

La escena
iberoamericana


Separata

Investigar el teatro

ARGENTINA EL QUIEBRE DEL OPTIMISMO:
TANGO Y GROTESCO CRIOLLO EN LOS HERMANOS DISCÉPOLO 1

Por Beatriz Trastoy

Universidad de Buenos Aires

 

El afluente inmigratorio, autorizado en 1853 por la Legislatura de la Confederación, y respaldado por la ley sancionada en 1874, provocó, tanto en el ámbito rural como en el urbano, un conflictivo reacomodamiento de los grupos sociales que, años más tarde, la producción artística se encargaría de reflejar.
La literatura argentina de la época evidencia esta problemática con matices variados que van desde la oposición entre gaucho e inmigrante bosquejada en Martín Fierro y la impronta positivista en narradores como Eugenio Cambaceres, Julián Martel o Manuel Gálvez; hasta la conciencia del cambio manifestada a través de la incorporación del paisaje regional, la recreación de los mitos locales, la exaltación de los motivos patrios y la nostálgica evocación del pasado perdido en la producción de autores como Joaquín V. González, Rafael Obligado y Ricardo Güiraldes, entre muchos otros.
Sin embargo, mientras que la literatura tiende a ser producida y consumida casi exclusivamente por la clase alta y los grupos ilustrados de los sectores medios, cierta vertiente del teatro y, en parte, también el tango, son los géneros que parecen demostrar una mayor preocupación por los conflictos individuales y existenciales que acompañan el proceso de cambio social, sus vicisitudes y sus múltiples contradicciones.

 

DEL SAINETE AL GROTESCO
La enorme difusión alcanzada por el teatro europeo influyó, sin duda alguna, en la producción dramática argentina. En especial, las piezas breves españolas (zarzuelas, tonadillas escénicas, sainetes líricos, petites-pièces costumbristas) las cuales, entre fines del siglo XIX y principios del siguiente, obtuvieron éxitos rotundos en los escenarios porteños, serán el punto de partida para el amplio repertorio que configura el llamado género chico nacional.2 Resultado de la evolución y adaptación a la realidad local de su similar español, el sainete criollo reflejó el cosmopolitismo babélico y conflictivo que caracterizaba a la Buenos Aires de los primeros años del siglo XX y llegó a convertirse en una de las formulaciones escénicas más exitosas y de más amplia productividad a lo largo de la historia del teatro argentino. Humor, sentimentalismo, caricatura del inmigrante, coloquialismo son los procedimientos fundamentales que engarzan los cuadros costumbristas en el espacio idealizado del conventillo porteño. Poco a poco el sainete deja su inicial aire festivo y asume visajes tragicómicos que, en una fase diferente, darán lugar al grotesco criollo. De la burla al gringo de hablar cocolichesco y estereotipadas actitudes se pasa, entonces, a la preocupación por el individuo desarraigado que ve fracasar sus ilusiones de mágico enriquecimiento y toma conciencia de la inmovilidad social a la que está condenado. El grotesco criollo es, por lo tanto, la evolución del sainete, su definitiva interiorización.3
El tango, por su parte, realiza un movimiento análogo al del sainete. Sus inciertos orígenes, su etimología, su ascendencia musical, fueron largamente polemizados por cuantos estudiosos intentaron explicarlo. No obstante, es innegable que el tango surge en los arrabales, en la confusa periferia que mezcla al heredero del gaucho que, poco a poco, va perdiendo sus hábitos rurales, con el inmigrante italiano, que no deja de soñar con el regreso. Para todos ellos, la infancia es el paraíso perdido, añorado pero al mismo tiempo rechazado, porque tampoco fue feliz; la ciudad, en cambio, la tierra prometida. El tango, que tardará en ascender y ser captado por los estratos cultos, surge, entonces, como un producto propio, capaz de dar la ilusión de una identidad necesaria en esa vida de tristeza y desarraigo. Si el ayer quedó atrás, el presente angustia y el futuro es incierto, resulta obvio que la nostalgia por el pasado y el hondo descontento que nunca llega a rebelión serán los temas que se repetirán con variantes mínimas. El tango-canción emparentado desde siempre al escenario,4 crea, como el sainete, su propio espacio mítico: casi todo sucede en el patio del infaltable conventillo o en la calle suburbana. Más tarde, el cabaret, el estaño de los cafetines, la pieza de pensión serán los escenarios indicadores de la incorporación progresiva del tango al ámbito ciudadano, pero también de su creciente proceso de interiorización.
Cuando el sainete y el tango se interiorizan, el grotesco aparece, entonces, como el emergente de un discurso común: el que corresponde al "fracaso de la inmigración propuesta por el liberalismo y que llega a sus límites de conciencia posible hacia 1930".5

 

LOS HERMANOS DISCÉPOLO Y EL GROTESCO
Del realismo romántico de las primeras obras, en las que ya se insinúa una cierta preocupación por las estructuras sociales vigentes, la dramaturgia de Armando Discépolo (1887-1971) evoluciona hasta consolidar una nueva especie teatral: el grotesco criollo. Si bien pueden hallarse elementos prefiguradores del mismo en Nemesio Trejo (1862-1916) y, especialmente, en piezas como "Los disfrazados" (1906) de Carlos Mauricio Pacheco (1881-1924),6 son apenas cinco obras las que fundan y definen el género: "Mateo" (1923) - cuyo subtítulo "Grotesco en tres cuadros" da nombre a esta nueva modaldiad escénica -, "Stefano" (1928), "El organito" (1925), "Cremona" (1932) y "Relojero" (1934). Un corpus textual reducido en número que, sin embargo, alcanzó una importancia decisiva en el desarrollo de nuestra historia teatral.
Nuestro grotesco coincide con el éxito y la difusión internacional del grotesco italiano.7 Comparte con el italiano la preocupación por mostrar el carácter absurdo y paradójico de las cristalizadas convenciones sociales, la desintegración del yo y la deformación de la conciencia que intenta autoenfocarse. Ambos géneros coinciden en el planteamiento básico de cierta problemática existencial, ya que sus respectivos protagonistas se desdoblan, sin poder conciliar jamás las exigencias del medio social o familiar con sus propias necesidades y expectativas individuales. El grotesco criollo se vale de personajes similares a los del grotesco peninsular, pero los recrea con la originalidad que les confiere el traslado inmigratorio y la incorporación a un nuevo código lingüístico y a un ambiente muchas veces hostil. De esta manera, el conflicto central se densifica: la desintegración familiar o el desarraigo social, propios de una Argentina modificada por el aluvión inmigratorio, predominan sobre el tema recurrente del triángulo amoroso que caracteriza al grotesco italiano. Sin embargo, a pesar de diferir en la construcción dramática y en las preferencias temáticas, es indudable que ambas corrientes parecen coincidir en ciertos rasgos fundamentales. El personaje del grotesco italiano es, en general, un emergente que cuestiona la estática escala de valores de una sociedad aferrada a esquemas y convenciones rígidas la cual, por consiguiente, lo excluye. Su condición grotesca se da al no poder trascender el absurdo de la vida cotidiana; de esta manera, la locura real o fingida y, en menor medida, el suicido serán las únicas salidas frente al estigma de una sociedad que no perdona. En las obras argentinas, en cambio, el fracaso, la marginalidad, provocan la crisis de las categorías morales y niegan la posibilidad de modificar una condición existencial absurda y paradójica.
A través del grotesco criollo, Armando Discépolo da cuenta del hondo conflicto del inmigrante que ve fracasados sus sueños de riqueza en una América mitificada desde su tierra de origen. A partir de la década del 20, con una similar visión grotesca de la vida, pero con diferentes formulaciones ideológicas, los tangos de su hermano Enrique Santos (1901-1951) parecen repetir, fragmentado, el desencanto de los personajes teatrales.
El dinero, elemento fundamental del proceso de deterioro individual y social del inmigrante, adquiere en las piezas de Discépolo una particular relevancia. Sus protagonistas lo buscan, lo desean, lo ambicionan, pero jamás lo obtienen por las vías legales del trabajo. Ante la desesperación, encontrarán pocas e ineficaces salidas: terminarán traicionando, de muy diversos modos, su propio código moral.
El billete de lotería premiado es para Mustafá, en el sainete homónimo (1921) que ya anticipa rasgos del grotesco: su única posibilidad de cambio social, de volver rico a Turquía y cumplir así con el viejo sueño del inmigrante. Pero la codicia lo enajena; esconde el billete y le niega a su vecino Gaetano la parte del premio que le corresponde. Muy poco hace falta para modificar lo planeado: apenas ratones que devoran junto con el billete, las ilusiones de Mustafá. Se cumple así la ley de la antropofagia: el protagonista viola sus pautas éticas - la honestidad que hasta el momento lo caracterizaba - y devora a Gaetano; pierde la noción de reciprocidad al aislarse en una demencial codicia que, a su vez, lo fagocitará.8 Por su parte, el cochero Miguel (protagonista de "Mateo") prefiere robar para mantener a su familia antes que aceptar la modernización y hacerse chofer de automóvil. Su paisano Severino lo desenmascara, lo expone en su miseria y, lejos de ayudarlo, lo incita a entrar en el juego de la canibalización recíproca. Pero cuando fracasa hasta en el desesperado intento de ingresar en el circuito delictivo, su confusión será doble: ya no puede predicar su antigua moral ni tampoco captar su nueva condición de trasgresor social.9
En "El organito" (1925), la única obra que Discépolo escribió en colaboración con su hermano Enrique Santos, Saverio pide limosna, no por hambre, sino para vengarse de la sociedad que lo humilló. Sin ningún tipo de escrúpulos, adiestró a sus tres hijos en el arte del engaño y la mentira, hasta que estos, hartos de castigos y privaciones, terminan por rebelarse y abandonarlo. Degradado moralmente, Saverio devoró a su familia del mismo modo en que él fue fagocitado por la sociedad. Con los hijos, el circuito se reinicia: como víctimas, lo devoran para no continuar siendo cómplices del victimario. En otros casos, traicionarse equivale también a prostituirse bajo las ominosas formas del servilismo y la delación ("Babilonia", sainete de 1925). Convertidos en sirvientes de otros inmigrantes triunfadores, ya no es el patio del conventillo el que los reúne, sino una siniestra cocina-sótano, que metaforiza la definitiva canibalización.
La preocupación por el dinero, propia del teatro de Discépolo, tiene su correspondencia significativa en los tangos de Enrique Santos, aunque resemantizada por el movimiento que va de la utopía colectiva de la inmigración al individuo solo y sin proyecto existencial. El dinero, entonces, es apenas la posibilidad de la subsistencia cotidiana ("Yira, yira..."), el único medio para alcanzar - al menos en apariencia - la identidad y para lograr, en consecuencia, el respeto social ("¿Qué vachaché?"). El quiebre de las categorías morales que los protagonistas de las piezas teatrales aceptaban como última chance de triunfo o de revancha, se transforma en los tangos de Enrique Santos, por un lado, en claudicación a la que la mezquindad del logro vuelve más patética ("Quien más, quien menos") y, por otro lado, en la consecuencia directa de una anomia social que llega a adquirir ribetes de carnavalización ("¿Qué vachaché?").
El sujeto enunciador de los tangos de Enrique Santos se identifica con el modelo de hombre convencionalmente bueno y honrado, que no encuentra su espacio en medio de la corrupción que siempre atribuye a los demás. Involucrarse sin perder del todo su pureza original le da la autoridad y la distancia necesaria para justificar su crítica ("Tormenta").
Las obras teatrales muestran siempre al protagonista del grotesco cuando la máscara cae, en el conflictivo momento de trasgredir su código moral (negarse a compartir el billete premiado, entrar en el circuito delictivo, delatar a sus pares) o bien, cuando avanza un paso más hacia una degradación que no parece conocer límites (Saverio, protagonista de "El organito", utiliza a su hija predilecta como anzuelo erótico para explotar a un deficiente mental). En cambio, el sujeto enunciador de los tangos de Enrique ni siquiera duda; su claudicación ya se ha consumado. Elige el rol de víctima y se abandona en la pasividad; es testigo, nunca protagonista. La queja, la denuncia, no llega a transformarse en rebelión; aún más, los cambios sociales lo desconciertan y, fundamentalmente, le desagradan. Reacciona, entonces, como un moralista escéptico frente a la disolución de las jerarquías y el orden ("Cambalache") o inclusive se transforma, paródicamente, en un nostálgico del Ancien Régime ("¿Qué 'sapa', Señor?").
Esta inútil búsqueda del dinero a través del trabajo implica, además, el enfrentamiento con el núcleo familiar y la consecuente disgregación de este. En los grotescos de Armando, especialmente en "Stefano" (1928) y en "Relojero" (1934), el autoengaño, el ingenuo fantaseo, constituyen la única salida de los protagonistas frente a la presión del grupo familiar. Sin embargo, serán desenmascarados y obligados a tomar conciencia de su propio fracaso, de su definitiva soledad.
Tanto en el teatro como en los tangos de los hermanos Discépolo, la desintegración familiar está estrechamente vinculada a la figura femenina que oscila entre la imagen de la madre abnegada, primer y único amor verdadero, y la de la mujer-amante, culpable de la caída del hombre. En el escenario, la interiorización y densificación del conflicto espacializa el lugar social de la mujer, que se inserta siempre en un núcleo familiar, en un adentro protector y clausurado. Sin embargo, tras la máscara de esposa sumisa y resignada a la miseria de una vida de fracasos, se oculta la madre que exigirá implacable el bienestar de los hijos. Para ello, impulsará al marido a tomar decisiones extremas: delinquir ("Mateo"), hundirse en una desesperación que lo llevará a la muerte ("Stefano") o bien lo castigará con el silencio, expresión definitiva de su odio ("El organito"). Pese a su deterioro por el fracaso y la insatisfacción, el ámbito familiar en el que se inserta la mujer-madre de las obras teatrales es, sin embargo, refugio y protección contra la amenaza exterior. Las hijas se encuentran en el riesgoso punto intermedio que va del adentro de las madres al afuera de las otras, deseado y al mismo tiempo temido. Dejar el hogar paterno (sin casamiento mediante) supone para la mujer su inexorable degradación. Por eso, los hermanos las cuidan: son los depositarios de su honra, los que, sin demasiado éxito ("Mateo", "El organito", "Relojero", "Babilonia"), pretenden evitar que trasgredan el idealizado modelo materno.
Menos humana, más cercana al estereotipo, la madre de los tangos de Enrique Santos no presenta la dualidad máscara-rostro verificable en sus equivalentes teatrales. Siguiendo el modelo convencional del imaginario tanguero, la madre pura, abnegada, perfecta, organiza el sentido primero de la existencia ("Tres esperanzas") y es la reserva de comprensión y paz a la que siempre se puede retornar, sobre todo después del abandono de la mujer-amante ("Victoria").Si algo se le reprocha, es su ingenuo ocultamiento de las miserias del mundo ("Desencanto"). Una vez muerta, se la evoca en el nostálgico conjuro del tango ("El choclo", escrito en colaboración con Carlos Marambio Catán) o se la identifica con las iniciáticas mesas del café ("Cafetín de Buenos Aires"). Pero en los tangos de Enrique Santos, buena es la propia madre, no la de los demás (especialmente en el caso de las mujeres): tan artera como su hija aparece la progenitora de Chorra, quizás por aquello de que sólo se educa con el ejemplo. Inscrita en la tópica de la poética tanguera, la mujer de los tangos de Enrique Santos es frecuentemente la chica llegada de la provincia o del suburbio para alcanzar la felicidad de la tierra prometida, que termina quemando su juventud entre alcohol, drogas y prostitución. Si triunfa momentáneamente, el tango se encargará de desengañarla, advirtiéndole su fin irremediable. Nunca elige; el hombre lo hace por ella y, si vale lo suficiente, se la disputa. La traición o la muerte causan la pérdida de la compañera en una relación en la que el amor aparece siempre signado por la disociación o el fracaso. Con gesto casi monacal y con una superficialidad que se repetirá en no pocos de sus tangos, el sujeto enunciador de los tangos de Enrique Santos culpa a la mujer de la caída del hombre, de la pérdida de sus categorías morales ("Esta noche me emborracho"), identificándola con una fuerza demoníaca ("Secreto"). Incapaz de reaccionar contra la perversidad que atribuye a la condición femenina, el hombre espera que el paso del tiempo le brinde la única revancha posible: contemplar el deterioro físico y moral de la noviecita que quería ser buena ("Quien más, quien menos") o de la causante de su genuflexa inmoralidad ("Esta noche me emborracho").
En los tangos de Enrique no hay familia; el tiempo se congela porque no hay hijos que metaforicen el futuro. El padre es el gran ausente; Cristo, paradigma del dolor y la redención, el gran invocado. No aparece nunca la pareja integrada: la madre y la mujer-amante son roles opuestos que no se visualizan como complementos de la vida afectiva. Escindido el afecto de la sensualidad, el amor es deseo nunca alcanzado, es la búsqueda del ideal, el doloroso e inútil intento de recuperar la felicidad perdida en un imposible regreso al seno materno ("Tu sombra", escrita en colaboración con Luis César Amadori). Pero si a pesar de todo el hombre se enamora, cambia; pierde sus atributos viriles metaforizados en el culto al coraje y se vuelve fatalmente ridículo ("Malevaje"). Ahora bien, si el amor viril no basta para salvar a la mujer de la condena social ("Infamia") o si ella no parece demasiado dispuesta a redimirse, el hombre se considera con el derecho (y quizás con el deber) de utilizar métodos más contundentes para su loable tarea redentora. Recurrirá para ello al castigo físico ("Confesión"), sintiéndose brazo ejecutor de la ira divina ("Sin palabras").
Pero la acusación indiscriminada y el maltrato no parecen suficientes para denigrar a la mujer. La marcada tendencia a la animalización que caracteriza a los personajes de las piezas de Armando (Miguel habla con su caballo en "Mateo"; Stefano se identifica con la cabra moribunda; Nicolás imita a los animales en "Muñeca") tiene también su correspondencia significativa en los tangos de Enrique. En efecto, salvo el "otario que un día cansado se puso a ladrar" ("Yira, yira..."), con reiterado gesto misógino, la animalización se plasma siempre en la figura femenina: la vedette decadente es un "gallo desplumado" ("Esta noche me emborracho"), la compañera que lo abandona se hubiera vuelto con el tiempo una carga pesada como "el bacalao de la emulsión de Scott" ("Victoria") o bien la fealdad puede alcanzar el punto máximo de la degradación caricaturesca ("Justo el ¡31!", escrito en colaboración con Ray Rada).
En los grotescos teatrales, la marginalidad y la separación llevan a un proceso creciente que va de la soledad al autismo y a la falta de reciprocidad con el medio, generando el abandono y desinterés por sí mismo. El conflicto social se interioriza en el cuerpo del personaje (rodillas dobladas, caminar pesado, hombros cargados, gestualidad torpe) que, al interferir con el discurso verbal, se vuelve un artificio adecuado para hacer visible, escénicamente, el patetismo de su condición. Risa y llanto se superponen, se fusionan en una grotesca síntesis que define a los personajes de Armando Discépolo y que señalan una de las diferencias fundamentales con la poesía de su hermano. Lejos de trasgredir el tono sentimental y lacrimógeno codificado en ciertos tangos que parecen deplorar las desgracias propias y festejar o augurar las ajenas, las letras de Enrique Santos más bien confirman los lugares comunes de la doxa tanguera: el yo enunciador no ríe; es objeto de risa. Su enfrentamiento con la sociedad encubre, una vez más, el conflicto hombre-mujer, nunca resuelto. El mundo materialista, carente de valores, que se encarna en la voz femenina, ridiculiza a quien no comparte el código moral y lo transforma, así, en un "disfrazao sin carnaval" ("¿Qué vachaché?"). Mucho más ferozmente burlado es, sin embargo, aquel que pretende, por amor, redimir a la mujer pecadora: al fracasar, el hombre pierde su condición humana y queda reducido a simple fantoche que deberá reír para disimular su dolor ("¡Soy un arlequín!", "Infamia", "Martirio"). Los personajes no saben reír; por el contrario, refuerzan su identidad en el llanto: ya sea por la decadencia ("Esta noche me emborracho"), por la nostalgia de la infancia lejana ("Quien más, quien menos"), por la muerte de la amada ("Infamia") o bien, por impotencia existencial ("Uno", "Canción desesperada"; "Desencanto", escrito en colaboración con Luis César Amadori), pues cuando el alcohol o el suicidio fracasan ("Tres esperanzas", "Secreto") solo queda la pasividad de la entrega ("Cafetín de Buenos Aires") o el quietismo en el que se confunden el sueño y la muerte ("Esperar").
Fracaso, marginación y soledad son los elementos fundamentales de la estética de los hermanos Discépolo. Un resquicio de esperanza parece vislumbrase, sin embargo, en las piezas teatrales. En efecto, la antropofagia que la sociedad ejerce sobre el inmigrante fracasado se reproduce en la relación padres-hijos, hasta despertar en estos últimos una despiadada rebelión que, en numerosas obras, culmina en parricidio.10 El determinismo social que aparentemente organiza las conductas de los personajes del grotesco criollo no permite alentar muchas esperanzas sobre el futuro de los hijos del cochero Miguel ni de los del organillero Saverio. Sin embargo, una vez producido el desenmascaramiento, la huida del hogar, la negación a reproducir modelos heredados, la aspiración a una vida mejor, representan, en cierta forma, una apertura dentro del asfixiante clima de clausura e inmovilidad social que caracteriza a los protagonistas del grotesco. Con estas piezas Armando Discépolo trasgredió las gastadas convenciones saineteriles. Cambió su principio constructivo, inscribió el conflicto de los personajes en un nuevo espacio que potencializa su incomunicación, reemplazó la caricatura del gringo por el personaje conflictuado que se vuelve metonimia del drama colectivo de la inmigración y, al mismo tiempo, metáfora del fracaso del proyecto liberal que eclosionó en los años 30. Sin embargo, Discépolo valoró muy poco esas piezas que tantas veces tuvo que explicar y justificar, ya que nadie parecía comprenderlas. Presionado por los cánones de la época, quiso ser un escritor para el público serio de las clases medias. Casi sin saberlo, casi sin proponérselo, Discépolo renovó nuestro teatro, pintando con maestría a aquellos ingenuos y soñadores inmigrantes que se iban convirtiendo en seres grotescos mientras luchaban, a contrapelo de la historia, por encontrar un lugar digno en el proceso de cambio y modernización de la sociedad argentina de la época.
Enrique Santos diseñó una travesía diferente. Muchos vieron en sus poemas el gesto hosco de la rebeldía,11 pero si habló del hambre y de la soledad no solo fue por denunciar la injusticia, sino porque eran tópicos ampliamente utilizados por los textos literarios de la sincronía cultural.12 Si su discurso poético casi no especifica las condiciones concretas de su enunciación es porque al eludir precisiones temporales y espaciales intentó deshistorizar y universalizar su mundo de referencia y asegurarse, así, una recepción más amplia. Trató de que el hombre medio, gris y cotidiano, se identificara con sus versos; quiso ser su voz, su poeta. Por eso se limitó a la convención; no innovó, no trasgredió géneros ni discursos; le dio a su público sólo lo que este esperaba, lo que ya estaba largamente codificado en la trajinada mitología tanguera.

 

NOTAS

1 Véase nuestro "Los Discépolo: la parábola del grotesco". Espacio de crítica y producción. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, núm. 7, 1989, p. 41-45. Volver
2 Luis Ordaz. "Historia del teatro argentino. Desde los orígenes hasta la actualidad". Buenos Aires, Instituto Argentino del Teatro, 1999. Volver
3 David Viñas, "Armando Discépolo: grotesco, inmigración y fracaso. Obras escogidas". Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969, p. VII-LXVI. Volver
4 El primer tango-canción, "Mi noche triste", con letra de Pascual Contursi y música de Samuel Castriota, se estrenó en el sainete "Los dientes del perro" de José González Castillo y Alberto T. Weisbach, en 1918, entonado por la actriz Manolita Poli. Volver
5 David Viñas, ob.cit., p. LXV. Volver
6 Eva Golluscio de Montoya, "Innovación dentro de la tradición escénica rioplatense: el caso de Nemesio Trejo", Boletín del Instituto de Teatro de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. 1984, núm. 4, p. 119-140; y Marta Lena Paz: "Prefiguración del grotesco criollo en Carlos Maurico Pacheco", Universidad. Universidad Nacional del Litoral, 1962, núm. 54, p. 119-155. Volver
7 Luigi Chiarelli da nombre a esta corriente dramática al designar a su obra "La maschera e il volto" (1916) "grottesco in tre atti". En esta misma línea pueden mencionarse al Pirandello de la primera etapa ("Pensaci, Gaicomino!",1916; "Il berretto a sonagli", 1917; "Il piacere dell'onestá", 1917); a Piermaria Rosso di San Secondo ("Marionette, che passione!", 1918); a Enrico Cavacchioli ("L'uccello del paradiso", "Quella che t'assomiglia", ambas de 1920) y a Luigi Antonelli ("L'uomo che incontró se stesso", 1923). Volver
8 Susana Marco y otros, "Teoría del género chico". Buenos Aires, EUDEBA, 1974. Volver
9 Osvaldo Pellettieri,"Las primeras obras de Armando Discépolo (1910-1923)", en Armando Discépolo, "Obra Dramática", vol. I, Buenos Aires, Eudeba, 1987, p. 23-68). Véanse también los artículos correspondientes al capítulo "El grotesco criollo" (1923-1930) incluido en Osvaldo Pellettieri (director), "Historia del teatro argentino en Buenos Aires. La emancipación cultural (1884-1930)", vol II. Buenos Aires, Galerna, 2002. Volver
10 David Viñas, "Armando Discépolo: grotesco, inmigración y fracaso. Obras escogidas". Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969, p. VII-LXVI. Volver
11 Noemí Ulla, "Tango, rebelión y nostalgia". Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982. Volver
12 Beatriz Sarlo, "Una modernidad periférica: Buenos Aires 1929-1930". Buenos Aires, Nueva Visión, 1988. Véanse especialmente los capítulos dedicados a la obra de Raúl González Tuñón. Volver

Volver arriba