VENEZUELA. CONFESIÓN
Por Juan Carlos De Petre
Nunca he podido defender el teatro por el teatro mismo. Proclamarlo en abstracto, como bandera o ideal, como acción o arquetipo, se asemeja demasiado a los eternos discursos quiméricos (aquellos de la perenne demagogia intelectiva) que sirven apenas para autogratificar a sus protagonistas mediante el despliegue verborrágico o literario.
¿Convencer a quién, a quiénes, sobre la importancia de la existencia del teatro? Es lo mismo que persuadir sobre el valor de la vida: cuando se la niega, sencillamente se está del lado de la supresión, de la muerte; sólo queda entrar en la clandestinidad como estrategia de sobrevivencia, nada más hay que hablar. Igualmente, cuando se proscribe el teatro habrá que seguir ejerciéndolo, aunque sea para un espectador o para ninguno. Porque este es otro tabú que me cuesta reconocer: aceptar que el teatro es más puro, más real, más auténtico, durante el proceso de gestación, en la soledad creadora, sin testigos... cuando se hace público y entra en exposición a la vista de todos algo se desnaturaliza, con la exigencia social comienza el inevitable síndrome de agrado y seducción. Todas las noches, un actor consciente, dedicará el mayor esfuerzo de la representación a desprenderse de esta perversión, a practicar la necesaria "soledad pública" de Stanislavski, como forma de restitución al origen casto de su arte.
Aquí radica un principio ético: cómo ser uno mismo frente a los demás. Y en este juego el teatro traiciona, engaña, desacredita, se burla. Es implacable con imágenes y máscaras (¿se opone a sí mismo?), nos muestra tal cual somos detrás de un personaje o del rol. Habría que sumarle esta alternativa a la proclama de Artaud: el verdadero teatro es cruel en sí mismo, no perdona la simulación, el fingimiento, la hipocresía.
He invertido días y noches en ensayos y pruebas, soportando confusiones y dudas, descubriendo misterios, vibrando con exaltaciones, sintiéndome inútil o sabio, estéril o fecundo, encontrado o perdido, ejerciendo de actor, director, como escritor o simple testigo. Una historia de casi cincuenta años recibiendo halagos y felicitaciones, insultos o censuras, homenajes y repudios, reconocimientos o negaciones... pero por sobre todo, realizando el teatro que en cada caso he creído.
Por último, es difícil determinar si yo hice el teatro o el teatro me hizo a mí. De allí que no puedo separarlo como sujeto externo, sería como enajenarme o enajenarlo, el teatro se convirtió en una manera de vivir haciéndome vivir de esa manera, me corresponde como yo le pertenezco, sin saberlo o desearlo consumamos una boda espiritual donde la fidelidad nos obliga a no engañarnos mutuamente, cueste lo que cueste. ¿Felices o desdichados? En el largo viaje un poco de ambas cosas... pero lo que no podemos negar es que somos el uno para el otro, inseparables hasta el fin.
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