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MÉXICO-DINAMARCA. BARBA Y VARLEY, EL DRAGÓN Y LA RUECA EN CUERNAVACA

Por Rogelio Luna

 

Tarde de martes. Diciembre en Cuernavaca, una ciudad donde el teatro se ha vuelto subterráneo.
El camino a Chalma sobre el cual avanzamos rebosa mochileros. Al cabo de un rato, los cartelitos color naranja aparecen cada cien metros: "Conferencia de Eugenio Barba", dicen. Y tienen una flecha que señala al norte.
El Dragón de Jade y La Rueca han debido trasladar el día anterior la conferencia "La historia subterránea del teatro" y el espectáculo-demostración "El tapete volante" del Odin Teatret a una nueva sede. La convocatoria que se pensaba íntima, apenas para los alumnos y amigos y teatreros locales, siempre reacios a acudir a estas actividades, ha rebasado cualquier expectativa. Hay más de quinientas personas confirmadas. Y la sede de El Dragón y la Rueca, ha devenido estrecha. ¿Autor, está llamando
Arecas se llama el centro de convenciones que ha alquilado su sala. A la entrada hay una cola de hombres y mujeres - jóvenes en su mayoría. Han llegado de la ciudad de México, de Puebla, de Colima, del Estado de México, convocados por los nombres y prestigios de este hombre legendario que es Eugenio Barba y de la no menos mítica Julia Varley.
Han venido a confirmar con sus propios ojos si la leyenda tiene carne y voz y sangre y hueso; si el creador que sólo conocen a través de libros es como se los han pintado. Eugenio lleva un largo tiempo sin venir a México con espectáculo, y hace varios años que no viene ni siquiera solitario. A una provincia como Cuernavaca es la primera vez en ¿décadas? ¿lustros?. De ahí el asombro.
No ha llegado por invitaciones oficiales, ni derivado de otras sedes. Ha venido directo del avión a casa de Susana Frank, su amiga y discípula desde hace más de veinte años. Ha impartido un breve e intensivo taller a los alumnos de Susana y han abierto esta pequeña puerta para la comunidad teatral del centro del país.
Lo primero que sorprende es verlo, a sus casi setenta años, tan joven y tan viejo como siempre. La misma energía, la postura impecable, la sencillez, la precisión de movimientos. A Julia, en cambio, se la ve cansada por el viaje y el trabajo intenso realizado.
La sala es descarnada, anónima, un sitio para ejecutivos de la web, con un escenario para conferencias donde el primer descarrilamiento lo produce Eugenio al anunciar que es posible sentarse en el piso, al frente de las sillas dispuestas en semicírculo. Oh, my God, deben exclamar los propietarios del lugar, pero... esto es teatro y teatreros somos...
Inicia Julia su performance didáctica. La voz que acciona, el texto que se desconstruye, se estira, acorta, danza, vuela, el sonido que se vuelve aire, ciénaga, lluvia. Muestra sus diferentes procesos de trabajo con el texto haciendo un recorrido histórico de los montajes en los que ha participado y los personajes que ha construido. El auditorio apenas si respira. Su concentración es extrema. Cualquier ruido involuntario es inmediatamente puesto a un lado, nadie quiere perderse ni un solo movimiento, ni el más mínimo gesto. La absorción es casi audible en el silencio místico de estos creyentes en la verdad varleyana que se revela frente a ellos.
Hay aplausos fortísimos que la modestia escénica de Julia detiene con un gesto. Cinco minutos de descanso.
Barba comienza hablando de la leyenda que nos han contado: el teatro griego no era absolutamente griego, era sólo de Atenas y, curiosamente, ninguna de sus obras sucedía en ella, siempre era en otra parte (Tebas, Persia...). Y queda ahí, en su esplendor y entre las ruinas, esparcido por sus colonias, contagiando a Roma y las suyas, sobreviviendo agazapado en Constantinopla hasta su indispensable caída (los imperios, todos, tienden a caer).
En la dispersa e informe Europa de entonces, los humildes viajan de una zona a la siguiente, los artesanos vagabundos, los gitanos, los que no quieren atarse o ser atados a la esclavitud ni a la servidumbre de la gleba escapan. Para alimentarse comercian lo que pueden como pueden. En los mercados llaman la atención con gritos, gestos, ejecutan sus escenas con un objetivo: saciar su hambre. Algunos comienzan a notar los efectos: la gente se congrega, ríe, se emociona, compra: venden. Poco a poco sus discursos se hacen más efectivos: eliminan todo lo innecesario, pulen, miden intensidades, conducen a sus espectadores hacia el estupor, la risa, la sonrisa, el placer, la duda, la intervención que se requiere y luego ¡zas! le hacen comprar sus mercancías.
Un día, algunos ven que la ejecución per se de sus rutinas puede proporcionarles medios para subsistir e inician un periodo de sublimación del cual emergen arlecchino, pantalone: la commedia dell'arte acaba de nacer en los mercados.
Barba insiste en este surgimiento desde abajo del teatro que heredamos. No desde los griegos, no desde sus tragedias y comedias, no desde los esclavistas sino a partir de los esclavos liberados. No desde la comodidad intelectual sino de la necesidad, del hambre.
Y de las diásporas.
La caída de Constantinopla desparrama por el mundo todo el conocimiento de las civilizaciones, lo disemina y socializa pero, también lo pierde. Los clásicos griegos y romanos reaparecen durante el Renacimiento. A la par, sin embargo, la ruta del hambre prosigue su creatividad teatral. Se estructura y escribe para la escena sí, pero se lo hace para satisfacer el hambre de hoy y el de mañana, para pagar el alquiler; no para recibir el aplauso cómodo de los reyes sino para esquivar los improperios y objetos lanzados por de la plebe y recaudar una a una sus monedas. Tiene que estructurarse la escena y escribirse la obra de una manera eficaz, sin equívocos ni fallas. Una falla equivale a una comida menos. El teatro se pule desde la necesidad.
Barba dice que, en cierto modo, él extraña esta clase de hambre en la actualidad. Shakespeare, Molière y tantos otros conocidos y, en número mayor, desconocidos, escribieron y representaron desde la escena, para la escena, en la escena misma. Eran actores que escribían sus obras. Y los actores eran parias, comparables a las prostitutas, los mendigos, los gitanos y los vagabundos. Los teatros eran escasos, construidos por los reyes para la diversión de un puñado de hombres y mujeres poderosos en los momentos de ocio que les dejaban sus guerras, las ejecuciones y el despojo y explotación del resto de la población humana. Los actores representaban en corrales, en las plazas, frente al pueblo y, a veces, también frente a las otras clases.
El ascenso de la burguesía al poder dio como resultado cambios que nos llevan directamente a Gordon Craig, Adolphe Appia, Stanislavski y Meyerhold. A través, claro, de célebres y anónimos antecesores. Ellos proclaman que el actor es un artista y el mundo retrocede con asombro. ¿Un artista? ¿Cómo? ¿Por qué? Y los cambios se suceden.
A partir de Ibsen y Chéjov los personajes dejan de ser modelados sobre la base de los tipos y clichés elaborados desde la commedia dell'arte. Barba afirma que los actores de esa época manejaban alrededor de quinientos clichés cuyas combinaciones eran infinitas. Hoy, dice, los actores manejan apenas diez. Dice también que todo el teatro anterior a Ibsen fue escrito tomando como modelo esos clichés. Narra una anécdota que ilustra:
Cuando una obra de Chéjov fue llevada a una compañía de teatro ruso (la cual llevaba a escena las obras en un periodo de ocho días), los textos fueron repartidos a las actrices y actores; tres días más tarde fueron devueltos por ellos diciendo que no podían interpretarlos porque los personajes no correspondían a sus papeles.
Así, llegamos a nuestros días, donde se han creado escuelas de teatro, escuelas de dramaturgos, escuelas que, si bien cumplen una función necesaria, mantienen lejos del escenario a todos. En el teatro contemporáneo el entrenamiento actoral es indispensable, pero no garantiza que un actor sea eficaz en el escenario. Puede ser espléndido durante el entrenamiento y resultar inútil en escena. Así como la prueba del pudín está en comerlo, igual la prueba del actor está en la escena.
Lo mismo vale para el dramaturgo.
Barba habla de su genealogía teatral diciendo que uno va eligiendo su procedencia y buscando su camino; que él ha elegido apartarse, situarse a un lado, seguir rebelde a una sociedad y un sistema a los cuales desprecia; que ha perseguido la continuación del viejo sueño: una comunidad teatral en la que todos trabajan y reciben y dan en cantidad y cualidad semejantes, equitativas, donde la discriminación no existe y los discapacitados tienen un lugar idéntico al del resto; dice que esa utopía se llama Odin Teatret y es posible, está allí, en Dinamarca.
Hay otro aplauso, un estruendo mayor que Barba acalla igual, con otro gesto. Se inicia la ronda de preguntas. Como siempre que se nos ofrece el cumplimiento de deseos, vacilamos, oscilamos entre la pregunta hiperinteresante y la tontería absoluta y perdemos la ocasión.
Eso ocurre con algunos, pero el genio que tenemos enfrente es distinto y tiende a cumplimentar todo deseo. Barba responde con idéntica profundidad a las preguntas. Su habilidad para retomar algo banal y darle un giro a lo profundo es magnífica. Lo engrandece y engrandece al interrogador quien ve cómo su pregunta disparada al aire con nerviosa puntería es devuelta en una respuesta amable, directa, didáctica, sabia.
Así, Barba consigue responder a las diferencias entre el teatro y el espectáculo, a definir los tres autores que lee asidua y repetidamente, a expresar las preguntas que se hace al iniciar un proceso creativo, a responder, con absoluta calma y precisión, a la pregunta del idiota presuntuoso que nunca nos falta, y que suena inopinada y agresiva.
En una respuesta se extiende para definir lo que llama el tercer teatro. Dice que hay un teatro visible por todos, al que cubren los noticiarios, los críticos, la gente bien, los reflectores; hay otro que, si bien es más independiente, recibe un poco de la luz del anterior y disfruta de prestigio y fama; pero existe uno más, uno que es más extenso y voluminoso, uno que casi nunca aparece en las reseñas periodísticas ni en los anuncios espectaculares ni en la crítica especializada, uno que realiza su labor a diario, en espacios pequeños, ante tres o cuatro espectadores, iluminados apenas, con un máximo esfuerzo que logra mínimos resultados. Este es el tercer teatro, el que realmente importa, el que tiene un impacto social real y profundo, pese a las apariencias, es el que cambia la vida de sus espectadores, el que altera sus imaginarios, el que modifica lenta pero seguramente la realidad.
Pone un ejemplo: en la ciudad de Córdoba, Argentina, durante un encuentro con la comunidad teatral de allí, entre las preguntas básicas que se le hacían a los creadores había una que inquiría los nombres de sus maestros; al leerlas, esperaban hallar nombres reconocidos, pero no, la inmensa mayoría eran maestros anónimos, desconocidos. Quienes habían incidido en sus vidas transformándolas de una vez y para siempre eran personas que no figuran en los libros de historia ni aparecen en los periódicos ni en la televisión.
Ese teatro anónimo, rebelde, marginado por elección y, a veces, por hostigamiento, es la parte oculta del iceberg teatral que conformamos. Lo es hoy, al igual que ayer, que siempre, en esta historia subterránea del teatro que buscamos y necesitamos.
El teatro que creamos los parias eternos en las nuevas diásporas y rebeldías, los hambrientos de la postmodernidad, a pesar de las guerras, de las fronteras, de la aniquilación humana del planeta.
Desde Cuernavaca y su desierto cultural, desde México y su narcopoder y su idiotez política y su corrupción.
Desde esta tarde en que los jóvenes y sus mochilas han llegado a compartir más de cuatro horas de un encuentro con las ideas y la vida y la coherencia de un hombre, una mujer, una comunidad que han elegido el teatro como objetivo de sus vidas.
Y han renovado, con ello, la esperanza.

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