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LA LIBERTAD Y EL TEATRO

Por José Monleón

 

Creo que la libertad constituye el tema central de buena parte del mejor teatro de todas las épocas. No abordada como objetivo declarado, pero sí, de manera implícita, en tanto que los límites y riesgos de los comportamientos, el conflicto entre lo que se "quiere", se "debe" y se "puede" hacer y las consecuencias de la decisión, están en la base de cualquier historia dramática.
Cabe, desde luego, que la representación muestre claramente la disyuntiva entre un comportamiento recusable y otro rebosante de comprensión y solidaridad; pero, a menos que nos muestre las consecuencias y no haga como esos políticos que se declaran "opuestos a la guerra" y luego están dispuestos a suscribir y justificar cuantas supongan un beneficio, tales obras suelen quedarse en una ilustración de la mala conciencia. Es decir, en un modo de ajustar cuentas con la propia insatisfacción.
La libertad es un concepto dialéctico. Es decir, un valor que debe ser examinado considerando las circunstancias del personaje, del marco social y de la ocasión en que se ejerce. Y es también un valor inherente a una trayectoria y a la coherencia de un pensamiento y de una conducta mucho antes que el gesto ocasional, sujeto a impulsos de diverso carácter, incluido el afán de protagonismo. En última instancia, una misma decisión, según el discurso global de donde emerge, puede ser un acto de cautela o una claudicación.
La libertad fue ya, de hecho, el motor de las interrogaciones que poblaron la tragedia griega. Estaba, pues, vinculada a situaciones precisas, de las que formaba parte la condición del personaje y el ámbito circunstancial y cultural de la acción. Al concluir "Antígona", "Las troyanas", "Edipo" o "Las bacantes", por poner unos cuantos ejemplos ilustres, lo que prevalecía - y prevalece - era la interrogación sobre el tejido histórico y social que había condicionado los distintos comportamientos y generado las víctimas. Y, en definitiva, lo que se cuestionaba - y esa es la razón de que las tragedias de la Grecia del siglo V antes de C, sigan representándose hoy - era un status colectivo de la libertad, que imponía sus límites, exigía determinados comportamientos, y, en definitiva, castigaba gravemente a quienes los vulneraban. La mitología era una parte del infierno. Pero, en los mejores casos, esta presión no alcanzaba a anular el juicio del personaje, que vivía sujeto al conflicto entre lo que "quería" y lo que "podía" hacer, entre solicitudes ligadas a su exigencia personal y las que se derivaban de su condición social, de su pertenencia a un mundo compartido. Y, en razón de esto último, de las consecuencias que la decisión personal podía tener para terceros.
Otra reflexión que se cruza en el debate es la de los diversos planos en los que se instala. No tiene el mismo alcance la libertad de pensamiento o la libertad del imaginario, que se modelan en el interior de un personaje, y le prestan un potencial para la acción, que la acción misma. En el primer caso estamos ante espacios irrenunciables, en el segundo es forzoso y deseable el interrogarnos por sus consecuencias. No ya personales, sino en función de la causa que esa acción pretende defender.
Desde hace tiempo, se ha escrito a menudo sobre los límites de determinadas "libertades" reconocidas por las leyes, en el marco de la vida social de los individuos. Inevitablemente, la "libertad", en contra de lo que pareciera en un principio, sería la consecuencia de una norma social, en una realidad concreta. No es lo mismo, por ejemplo, plantearse el problema en una sociedad sujeta a cualquier tipo de integrismo religioso o político que en una sociedad laica y abierta a la pluralidad. Lo que en un caso puede ser un ejercicio arriesgado de la libertad, en el otro es un comportamiento cotidiano. Y aún en los ámbitos más democráticos, es obvio que el ser humano tendrá que afrontar su condición social, que supone el reconocimiento de los otros, con la consiguiente aceptación de normas que aseguren el recíproco respeto. Invocar la libertad - como vemos hoy en tantos discursos y acciones de carácter internacional - para imponer un modo de pensar, para destruir culturas que no lo comparten, es un contrasentido; como lo ha sido siempre, y lo sigue siendo, el que se apele al integrismo religioso para condenar o masacrar a quienes no siguen sus dogmas, o, en otro orden, el sistemático menosprecio o persecución de quienes no comulgan con la doctrina política oficial de cualquier estado. Supuestos que pueden darse en muy diversos grados, incluso en sociedades formalmente democráticas y, sin embargo, por razones económicas y estructurales, están sujetos a la voluntad de oligarquías que han construido supuestas "identidades nacionales" al servicio de sus intereses.
Fue Alain Touraine quien, frente a la esquemática confrontación entre "sociedad" e "individuo", entre lo "público" y lo "privado", o entre "libre mercado" y "estado del bienestar", que con estos y otros términos se nombra la disyuntiva secular entre dos modos de concebir la ordenación de la sociedad, habló de la necesidad del "sujeto democrático", es decir, de la defensa de la libertad personal en el contexto de una norma democrática. Norma, y esta sería la sutil reflexión del escritor francés, que no emana de ningún Olimpo o Estructura Económica situada por encima del común de los humanos, sino de ellos mismos, en tanto que son quienes la establecen. Norma que, lógicamente, excluye la agresión - no sólo física, sino en todos los términos - entre los miembros y fija la protección, a un tiempo, del bien común y del propio sujeto. Un sujeto que se diferenciaría del que nos han propuesto las culturas políticas tradicionales por sentirse parte de la sociedad, en lugar de ver en los demás - y, especialmente, si piensan de distinto modo - el "enemigo" a batir o frente al que afirmarse.
Llegué a ser alumno de los colegios republicanos en tiempos de la guerra civil. Vivía en un pueblo de la provincia de Gerona al que llegaron centenares de niños refugiados madrileños. Aprendí un modo de convivir. Luego, entraron los "nacionales" y se impuso otra realidad, en la que, por ejemplo, era frecuente que quienes teníamos a algún pariente en la cárcel - como era el caso de mi padre - lleváramos la insignia con las cinco flechas en la solapa para hacernos perdonar. Pasé por las casi cuatro décadas de Dictadura. Durante años en Valencia fui estudiante de una facultad de derecho donde sólo unos pocos se interrogaban sobre la historia política. Me afectaron las "aperturas" y "retrocesos" del franquismo en Madrid como redactor de "Triunfo", entre personas que nos hacíamos preguntas y procurábamos responderlas con la cautela impuesta por las circunstancias. Cautela que era casi siempre un recurso para poder seguir y no ser condenados al silencio. Fui uno de los muchos españoles que recibió la democracia con entusiasmo e ingenuidad. He participado en los retrocesos, decepciones y esperanzas que ha vivido nuestro país desde entonces. Y, por supuesto, me he preguntado, durante la anterior legislatura, cómo proseguir una reflexión, teatral y política, sin gestualismos, atento a ese camino descubierto paso a paso, con el curso de los acontecimientos, y que, pongamos por caso, chocaba con el radicalismo religioso o la Guerra de Irak. A lo largo de todos esos años he aprendido que la "libertad" es una exigencia irrenunciable y responsable, que se mueve en realidades precisas, que, en ningún caso, deben operar como una "provocación" para guiar y empobrecer nuestra propia reflexión.
De todos los sentimientos depositados en el ser humano - como individuo y como ser social - quizá el temor ocupa el primer lugar, de donde emerge un deseo de liberación que, a mi modo de ver, no se corresponde con la libertad. El "acto liberador" se cumple con la rebelión puntual contra el origen del temor y está en la raíz de todas las revoluciones populares. La libertad, en cambio, implicaría la construcción de una conciencia que establece sus metas y sus caminos, en conexión con el ámbito social y las posibilidades personales. La liberación, la denuncia, la manifestación, pueden reducirse a mero gesto si no se encuadran en el ejercicio, continuado y coherente, de la libertad, en el interior concreto e histórico de la sociedad correspondiente.
Ser libre frente a los que han hecho de un determinado ejercicio de la libertad una consigna es parte de la confrontación con quienes la niegan. Y es en un espacio común, atento a nuestra singularidad y a la de los demás, donde, a mi modo de ver, se alza la construcción de lo que Touraine llamaba el "sujeto democrático", que no es otra cosa que "vivir con los demás", próximos o distintos, compartir la vida como un bien común, construyendo juntos la norma de justicia y convivencia, es decir, la "cultura democrática". Dado que esa realidad está lejos del mundo contemporáneo, se plantea el modo de cómo afirmarla, según el lugar y la circunstancia. En nuestro caso, desde la España de hoy, en el mundo del arte, de las ideas y de los comportamientos...

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