Sumario

Editorial

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VENEZUELA. PRESENCIA ESCURRIDIZA DE LAS TEORÍAS TEATRALES
EN EL TEATRO VENEZOLANO

Por Leonardo Azparren Giménez
Universidad Central de Venezuela

 

En abril de 1992, José Ignacio Cabrujas decía que nuestro drama nacional se representaba en dos cárceles, haciendo referencia al Cuartel San Carlos, donde estaba preso el teniente coronel Hugo Chávez por su intento de golpe de estado, y al Palacio de Miraflores, sede del Poder Ejecutivo venezolano, entonces presidido por Carlos Andrés Pérez. Venezuela oscilaba entre un teniente coronel fracasado y un presidente inestabilizado. Ese mismo año nos encontramos en la efervescencia de las conmemoraciones del V Centenario del descubrimiento de nuestro continente, o del Encuentro de dos mundos, o de lo que sea; del evento por el que quienes vivían por estos parajes equinocciales fueron incorporados a la modernidad europea en el primer movimiento globalizador irresistible.
Trece años después, el drama aún depende del mismo teniente coronel, ahora presidente empeñado en colocarnos más allá de un mundo global -moderno y capitalista- con 500 años de historia. Esta dependencia nos mantiene en un teatro de acontecimientos que me impele a interrogarme sobre la pertinencia de la estética ante la magnitud de algunas de nuestras contundencias. Nuestro teatro nacional y nuestro drama nacional claman por una teoría que los sustente y vincule o que, al menos, los explique de alguna manera. Es impostergable comprender el gesto que dibujamos en los escenarios y el que padecemos día a día. Clamamos por un Hamlet que nos aconseje, a nosotros sus cómicos, para saber actuar y representar la vida que queremos que vean. Es decir, estamos ante el gran compromiso de volver a tener un teatro representativo.
En el contexto y en la elocuencia de este trance, reviso una lista, seguramente incompleta: Antoine, Appia, Artaud, Barba, Barrault, Boal, Brecht, Copeau, Craig, Gemier, Grotowski, Kantor, Meyerhold, Piscator, Stanislavski, Vajtángov, Vilar... Son ellos a quienes endilgamos la teoría teatral en el siglo veinte, y de ellos hablábamos algunas veces en el pasado como si fuesen nuestros mejores allegados, cuando no conocidos de tú a tú. Debemos reconocer que hoy son poco o nada allegados del empíricamente profesional teatro venezolano. En ellos no buscamos ni sustentación ni explicación a nuestro teatro ni a nuestro drama nacional, lo que es una paradoja puesto que ellos son, de manera indubitable, el teatro, ese teatro que una vez aspiramos compartir y realizar.
Pío Miranda ("El día que me quieras", de José Ignacio Cabrujas) y Gabriel ("La revolución", de Isaac Chocrón) son los más inexplicados de nuestros personajes teatrales, y sus dramas surgen del intento por resolver una revolución; uno porque la quería social, colectiva y abrasadora mientras el otro la buscaba y deseaba en su más íntima intimidad. El que no sepamos explicarlos se evidencia en lo mal que los interpretamos. Seguramente habrá explicaciones, y habremos de encontrarlas cuando nos hagamos preguntas concretas sobre el punto donde estamos en relación con los pasos andados y por andar, cual caminantes de Antonio Machado.
Adelanto que para revisar cómo la teoría teatral anduvo entre nosotros y cómo se nos escurrió durante el siglo veinte, primero habría que revisar lo que fue la práctica teatral que anduvimos. No es necesaria mucha clarividencia para reafirmar que en el teatro, como en muchas otras cosas, la práctica valida una teoría y que ésta intenta explicar la otra. Lo planteo así porque si revisáramos con detenimiento la lista de notables mencionados constataríamos que los tales no fueron los teóricos que suponemos cuando pensamos en teorías teatrales. Porque teoría es una palabrita que, en teoría, significa una "construcción especulativa del espíritu, que relaciona consecuencias con principios", según André Lalande. Ellos, en cambio, no fueron especulativos sino hacedores de teatro que, viviendo su práctica, pensaron sobre ella y escribieron un pensamiento práctico. Para teorías nos basta Aristóteles con sus sabias especulaciones sobre hechos ajenos. En cuanto a las teorías a las que supongo referirme, nos bastaría hurgar bien en la práctica de la lista de notables para constatar que en sus textos no hay construcciones especulativas, que nosotros somos los especuladores en vez de ser practicantes pensantes como ellos.
Ubicados en nuestro territorio, y si se trata de historiar el asunto de pensar nuestra práctica, debemos remontarnos a 1895 cuando Eugenio Méndez y Mendoza tomaba partido, sin equívocos, por el naturalismo de Zola al tratar de describir y resumir lo que había sido nuestro teatro nacional hasta esa fecha y lo que debería ser en el siglo inminente; es decir, en nuestro siglo pasado. Lamentablemente, las andazas atrabiliarias de nuestro salvador nacional de entonces (Cipriano Castro) se interpusieron y relegaron, en nombre de su manera nacional de ver nuestra entidad nacional, lo que pudo ser una aventura teatral naturalista y burguesa bien orientada, en beneficio del costumbrismo y del sainete evasores y evasivos hasta bien entrado el s. XX. El teatro, acostumbrado a trabajar entre sombras cuando la política lo encajona e intenta domarlo, en nuestro caso no dejó de interrogarse; es decir, no dejó de andar y de pensar sobre su andar. Pensar teórico que no sólo significa elaboración o solución de teorías; sino también pensar sobre el hacer diario. Eran los dilemas sobre si nuestro teatro debía depender o no de temas nacionales para ser nacional, o si también valían temas universales validados por la calidad de la escritura como señalaba Carlos Guerra en 1932 (Fantoches Nº 472, 10-08-32):
"Ya es más que sabido, y está más que dicho, que una literatura no es propia de un país sólo porque se inspire en el propio ambiente, sino que se define por el talento y la personalidad de sus autores".
También nuestro teatro pensó su hacer cuando, siendo aún prelorquiana, Margarita Xirgu nos visitó en mayo en 1924 con un repertorio que incluía obras de Benito Pérez Galdós y de Gabriele D'Annunzio. Hubo entonces entre nosotros reflexiones aparentemente impensables para la época, sobre su desenvolvimiento escénico visto a la luz del desenvolvimiento actoral local.
Fue necesario un ambiente democrático para que se explicitara la necesidad de las teorías teatrales, de su conocimiento y asimilación e, incluso, de su rechazo en nombre de cualquier cosa, en particular cuando ser profesional devino una rutina artesanal. Haré, para hacerme entender, un ejercicio de memoria. Me ubico en el foyer del Teatro Juares de Barquisimeto, a mediados de 1958, y observo a un grupo de adolescentes enjundiosamente dedicados a asumir la magnitud cultural de "Un pedido de mano" y de "El canto del cisne" de Antón Chejov, en un acto de invención de un nuevo teatro venezolano, sutilmente sublimado con referencias a un país que había realizado la utopía en la que unos soñaban y a la que otros creían acercarse. Esa osadía chejoviana imponía una convicción y una fe casi religiosas por el descubrimiento del teatro mundial, incluyendo un repertorio de ejercicios que conectaban a esos jóvenes nada menos que con Constantín Sergueievich Stanislavski.
Esos adolescentes comenzaban a enfrentar y asumir no una teoría sino La Teoría; comulgaban con El Evangelio del Teatro escrito por el Gran Evangelizador ruso. Según cuentan también fue así años antes, cuando a mediados de 1947 otro grupo de jóvenes se reunía en Caracas cerca de la esquina de Puente República, en la parroquia la Candelaria, alrededor de un mexicano (Jesús Gómez Obregón) en buena hora aventado por estos lados, a quien podríamos considerar nieto de nuestro evangelizador por haber pasado por las manos de Seki Sano.
En alguna ocasión Stanislavski dijo que su sistema no era su sistema, que no lo había inventado sino que lo había tomado de la vida y de sus "propias observaciones sobre la naturaleza de las facultades creadoras de quienes actúan en el teatro" (1). Aún cuando esta frase es todo un programa para una práctica teatral bien pensada, nosotros optamos por seguir sus notas resultado de sus observaciones, en vez de observar aquí y ahora nuestra vida, hacer nuestras notas y no limitarnos a mimetizar las suyas. Así, pues, entre nosotros la teoría teatral comenzó siendo una cuestión de evangelio y fe. Durante años anduvimos con un evangelio que debía contener todo -decíamos y enseñábamos- porque estaba descontado que todo lo explicaba; de no ser así, desechábamos el hecho o el dato teatral que no sabíamos explicar; pero nunca pensábamos si había que revisar el evangelio o, simplemente, si necesitábamos inventar otra explicación.
Algunos resultados funcionales que nos deparó el evangelio ruso fueron actores esforzados, algunas veces contundente y rígidamente esforzados, y un compromiso social que nos alejó de eso que se llama teatro comercial hasta que, monólogo acá o allá y amparados en la profesión, descubrimos el negocio del público riéndose. Las "facultades creadoras" de nuestro evangelizados fueron metodizadas, hechas rutinas y ardides previsibles. El Judas Iscariote al que alude Sergio Jiménez (2) en "El evangelio de Stanislavski según sus apóstoles", los apócrifos, la reforma, los falsos profesas y Judas Iscariote, esperaba tranquilo. ¿Quién es el Judas que se escurrió en nuestro teatro y vendió a su Señor? Hay quienes en un balance de la historia teatral mayor conceden ese honor a Vsevolod Meyerhold, quien temprano vislumbró y teatralizó de manera distinta a la manera como su maestro entendía escénicamente el teatro; otros se lo conceden a Bertolt Brecht. Ambos serían los Judas mayores que vendieron a Stanislavski. Meyerhold llegó a decir:
"¡Cómo odié a Stanislavski cuando hice el papel de Tusenbach! Tusenbach entra, camina hacia el piano, se sienta enfrente a él y comienza a hablar. Pero en los ensayos, no había yo comenzado cuando Stanislavski comenzaba a objetar. Yo me enfurecía. Solamente después, cuando me convertí en director, me di cuenta qué razón tenía el viejo. No se debe dar la impresión de que el personaje está leyendo su parlamento. Las palabras de un actor deben sonar simplemente habladas". (Jiménez, 77).
Y el inefable autor alemán decía:
"Es interesante notar cómo Stanislavski admitía la acción razonada... ¡en el ensayo! De esa manera admito yo la identificación... ¡en el ensayo! (Y tanto él como yo tenemos que admitir ambas cosas en la representación definitiva, aunque en diferente proporción)". (Jiménez, 226).
En nuestro caso el asunto se resolvió de manera menos trascendente y muy pragmática, porque ni siquiera tuvimos un poder político aplastante que aniquilara a nuestros potenciales Judas teatrales como ocurrió con Meyerhold en la revolución stalinista. La realidad es que aún no sabemos si Stanislavski pasó con o sin gloria entre nosotros y, peor aún, si ha pasado realmente y si en verdad lo conocemos. La discusión en torno a las teorías teatrales que tuvimos aderezada con las disputas políticas de la década maravillosa de los sesenta, se asentó en conocimientos indirectos y aprendizajes más aún. Y es bueno recordar que gracias al espíritu revolucionario de esos años estábamos tratando de realizar, de buena manera y no sé si ingenua, una utopía progresista propia de la modernidad. Es decir, aquel diálogo disparejo con las teorías teatrales pretendía ser racional.
Nuestro torbellino teórico comenzó con el manido y raído díptico epistemológico, estético y antitético, identificación " extrañamiento en el contexto del teatro experimental y experimentalista desbocado de esos años. Fue un torbellino porque cada quien intentaba evitar ser un Judas, porque al rechazar una de las partes del díptico estábamos rechazando a la madre de la revolución teatral o a la realización escénica de la teoría revolucionaria. En gran medida a esto redujimos nuestras aproximaciones disyuntivas y excluyentes en torno a Stanislavski y a Brecht.
En el entretanto, el método de la observación del que hablaba nuestro evangelista ruso quedó rezagado; así mismo rezagamos la razón meridiana del autor alemán. En suma, nos quedamos sin nada racional. Aunque a finales de los sesenta y en los setenta nuestra escena para nada tuvo pretensiones postmodernas, el proceso de desarticulación de su discurso sí tuvo por substrato el intento de superar en la práctica, ahora caigo en cuenta que sólo empíricamente, algunos rigores teóricos que estorbaban nuestras urgencias y arbitrariedades. En primer lugar, es decir en el nivel superficial del hacer diario, algunos dilemas remitían al desempeño actoral y a la composición visual de la escena. En ambos casos nuestros avatares buscaban desembarazarnos de la rigidez del antiguo estilo, pero sin la disciplina de los hallazgos teatrales de los que nos llegaban noticias tumultuosas. Había pasado por acá Jean Louis Barrault y hubo el gran descubrimiento de la maya y de la cámara negra. De todo lo que implican los escritos de Gordon Craig y Antonin Artaud derivamos en experimentalismos sin consistencia estética, que es decir sin teoría práctica. La escena era la realidad; la teoría sólo eso, teoría o no-realidad.
La iconoclasia y la irreverencia, en tanto conductas de los procesos constructores de un nuevo teatro, no podían detenerse en elucubraciones de discurseadores -léase: críticos- que, como tales, eran ajenos a la escena. La teoría fue estigmatizada como palabrería fatua, y se nos escurrió ante la necesidad y el atractivo del ejercicio y de la pirueta. Entonces se dio, bien es cierto, la desarticulación de nuestra escena tradicional, fatigada, exhausta y rezagada ante la modernidad acelerada de los sesenta, y se insinuó y delineó una nueva escena, un nuevo paradigma teatral poco amigo de hablar de sí, de concienciarse, de teorizarse. Por eso, con el correr de los años la riqueza del nuevo paradigma se esclerosó y hoy, por ejemplo, aún nos es difícil valorar el sentido histórico de algunas creaciones de entonces. La deslegitimación de los discurseadores se consumó con la llegada de los textos de los dos grandes desacralizadores: Artaud y Jerzy Grotowski. Con ellos el teatro venezolano sintió que tenía como validar su futuro. Ilusionados por tener la capital mundial del teatro, terminamos por deslastrarnos de las teorías que estorbaban la ruta del éxito.
Podemos decir, en consecuencia, que nuestro andamiaje teatral se construyó alrededor de dos ortodoxias y dos desacralizaciones, empleando ambos términos en un sentido aproximado por no disponer de otros más precisos o, por lo menos, más gráficos. Ortodoxia en el sentido de fe cuasi religiosa a una idea y a un propósito constructor según una norma evangélica, fuese stanislavskiana o brechtiana. Recordemos que Brecht se había transformado en el segundo evangelista del que también se deducían decálogos. Ortodoxia en el sentido de apego escolástico a un canon ideológico tanto teatral como político, acorde con las contingencias políticas, incluso cuando vino el desengaño ideológico para el que Artaud sirvió de justificación post facto. Pero frente a esta construcción moderna que proponían Stanislavski y Brecht la desacralización tomó cuerpo y el irrespeto adquirió solvencia frente a cualquier decálogo. Si ya no necesitábamos a Stanislavski gracias a las últimas noticias del Living Theatre y de Grotowski, junto con la invasión soviética a Checoslovaquia mandamos a Brecht al cajón de los recuerdos en desuso. Fue el momento de la desobediencia teórica activa, primero mediante la desacralización simultánea y después con el olvido y el desconocimiento. Estábamos en el umbral del colapso de las ideologías utópicas, del desapego a la política como había sido entendida pocos años antes, y en las vísperas de los reacomodos profesionales y postmodernos. Nuestro teatro se aprestaba a ser pragmático al igual que la sociedad que se ofrecía para consumir los productos teatrales.
Sucede, sin embargo, que este contraste operó entre nosotros sólo en su fase deconstructora. En medio de la crisis ideológica de finales de los sesenta los evangelios modernos y racionales de Stanislavski y Brecht los hicimos trisas. Artaud y Grotowski, hechos ideologías como nuevos evangelios, operaron entre nosotros como tales, es decir, los empleamos para validar conductas y haceres teatrales, no para cimentar y dar savia. Uno de los aportes liberadores de ambos, el que a nuestro entender tiene que ver con devolverle creatividad a la escena, lo confundimos con la carencia de rigor intelectual. Por eso en repetidas oportunidades he distinguido entre lo experimental y lo experimentalista, intentando describir con el segundo término nuestros desvaríos escénicos.
A estas alturas no cabrá duda alguna sobre el carácter eminentemente personal de lo que he venido diciendo. Debo aclarar que, por ello, mis apreciaciones no excluyen alguna experiencia que podrían respaldarlas. Me referiré a una de ellas, a la experiencia docente desde la universidad, en la que año tras año enfrentamos graves dificultades para favorecer una disposición comprensiva hacia lo que, vulgarmente, llamamos teoría teatral. No me refiero a la academia en términos bizantinos, sino a la academia como ámbito de aprendizaje creador y de creación de conocimientos. En los primeros pasos inciertos de este nuevo siglo/milenio, y demasiados inciertos en nuestro ámbito tropical, y sin aún entender si tuvimos o no experiencias postmodernas o si, simplemente, sólo ejercitamos variables manieristas, aún no estamos en el nivel de discutir y comprender, por ejemplo, las implicaciones estéticas y epistemológicas de la revolución grotowskiana en correlación con las acciones físicas de Stanislavski.
La situación del teatro venezolano no es la de una coyuntura, sino la del desafío de repensarlo en su totalidad y comenzar a rehacerlo. Y debo confesar que esta pretensión está envuelta en una paradoja. Se nos dice que vivimos tiempos revolucionarios, pero no percibo un espíritu revolucionario en el teatro, acosados como vivimos por la inmediatez y la eficiencia. Cuando nos referimos a los años dorados de nuestro teatro, que dependen de la ilusión que tuvimos de la Gran Venezuela, emerge el empeño típicamente moderno de superar lo aficionado, y asumir lo profesional como sinónimo de un progreso natural inexorable y positivo. En nuestro caso la profesión del teatro redujo el arte del teatro a oficio y rutina y expatrió la teoría. Como diría el viejo Brecht, perdimos el placer de pensar. Estimulados aún más por el falso eclecticismo del falso postmodernismo que nos aleteó, dejamos de interrogar y de interrogarnos bajo el subterfugio de que todo nos era próximo, de que todo podíamos resolverlo con la pericia. Harold Bloom nos dice que la verdadera utilidad de los autores de su canon es su contribución al crecimiento de nuestro yo interior (3). Y el primero de ellos es Shakespeare; es decir, coloca en primer lugar al teatro. A partir de esa afirmación, que me permito enmendar para colocar a Esquilo en lugar del inglés, concluyo diciendo que en nombre de la profesión hemos destruido los criterios intelectuales y estéticos del arte teatral. Deberíamos reconstruirlos en nombre del placer estético que una y otra vez invoca Bloom. Así aprenderíamos a degustar la razón práctica de la teoría teatral.


Notas

1 Konstantin Stanislavski (1968). El arte escénico, con un ensayo de David Magarshak, p. 146. México, Siglo XXI. Volver
2 (1990). México, Colección Escenología. Volver
3 El canon occidental (1995), p. 40. Barcelona, Anagrama. Volver

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