CUBA. ILUMINACIONES DE UNA ESCENA EN PENUMBRAS
por Vivian Martínez Tabares
Mientras telespectadores de todo el mundo seguían de cerca
las incidencias de los XXVIII Juegos Olímpicos de Atenas
y la afición cubana se estremecía frente a los avatares
del equipo nacional de béisbol en su camino al oro, en la
escena se cocinaba un montaje que tiene como uno de sus personajes
protagónicos a un deportista, precisamente un gran pitcher
en declive, casi en vísperas del retiro. Se trata de "Penumbra
en el noveno cuarto", la tercera obra conocida de Amado del
Pino, que obtuviera el Premio de Teatro José Antonio Ramos
2003, que convoca la UNEAC.
Esta perspectiva no es nueva entre nosotros. Un estadio habanero
fue el escenario elegido por Ignacio Gutiérrez para la trama
de "Llévame a la pelota", visto desde el vestidor
de los guardias, que serían protagonistas involuntarios de
un enfrentamiento ético al verse involucrados en un hecho
represivo de la dictadura batistiana. Y recuerdo como el desaparecido
dramaturgo y director Jesús Gregorio situó en el centro
de dos de sus textos figuras cubanas históricas de las lides
deportivas: el corredor de fondo Félix Carvajal en "Cómo,
cuándo y dónde halló la fortuna el andarín
Carvajal", y el boxeador Kid Chocolate, en "Chocolate
campeón", ambas también ganadoras del Premio
UNEAC, en 1978 y 1981, respectivamente.
Pero si las dos tragicomedias de Gregorio tomaban como punto de
partida hechos reales de la vida de dos singulares atletas cubanos,
con un afán de tributo reconstructivo, Amado del Pino -fanático
del béisbol-- opta por una suerte de analogía de la
dinámica del juego, para abordar tensiones e ilusiones humanas,
carencias de cuatro seres atrapados en circunstancias que les han
impedido alcanzar la felicidad. Y aunque la trama es toda ficción,
la caracterización de Lázaro, el personaje principal,
se apoya en rasgos de notables jugadores de ahora mismo.
La acción transcurre en una posada, ese lugar reservado para
las aventuras amorosas pero también, hasta hace algún
tiempo, para los necesarios encuentros entre muchas parejas que
no disponen de un espacio propio e íntimo para su vida sexual
y, luego, para albergar provisionalmente a familias sin techo. El
título recrea la arista deportiva del tema pues el noveno
cuarto es, a la vez, una identificación de un espacio de
acción en la posada en el devenir de la composición
elegida, en cuadros; y la última entrada en la estructura
convencional del juego de pelota, que se traslada aquí a
nivel externo, y que, como me comentó un cercano intelectual,
hace de la pieza una reflexión sobre la metafísica
del noveno inning, en el que muchas veces se decide todo.
Lázaro, el pitcher, ha ganado la fama y la admiración
de muchos por la elegancia y la efectividad de su desempeño,
pero su brazo pierde potencia sin que haya logrado crear una retaguardia
personal y afectiva. La aventura japonesa con Tati, cuando el placer
sexual les sirvió para paliar distancia y otredades y ahogar
nostalgias, entre comidas frugales compartidas y la conciencia de
vivir el presente, no parece convencerle para mandarlo todo al diablo.
Tati, la mujer, se aferró tanto a una estabilidad sin bases
firmes que se ha quedado sola, y Lázaro es, más que
el hombre que le gusta, la esperanza de una compañía,
de un respaldo humano que está pidiendo a gritos.
En la posada, dos hombres muy diferentes esperan el cierre y mastican
incertidumbres. Renato, un tipo inescrupuloso, detrás de
cuyo machismo elemental se descubre una arista sensible cuando evoca
lo bien que se siente cuando ha logrado llenarle el congelador a
su mujer y a sus hijos. Y Pepe, un personaje cuya riqueza conmueve
y nos gana desde la primera entrada. Criado a golpes, entre pérdidas
y desencantos, es capaz de robar pero conserva una singular ética
de respeto a los otros, al dolor ajeno y a valores que para él,
todavía, son intocables. De vuelta de la cárcel y
de peligrosas adicciones, se mueve en una cuerda floja evitando
caer en un hueco negro que ya conoce, y su gracia natural, cierto
candor que ha sabido conservar, es una de sus mejores armas.
Lo marginal aliado de la precariedad y el desencanto, no reñido
con buena dosis de gracia y choteo -ingeniosas ocurrencias que matizan
el lenguaje, frases de moda del argot callejero y del "ambiente"--,
y hasta de ternura que sale de una faceta humana, solidaria, que
en el personaje de Pepe no puede desdeñarse; lo "marginal"
que se vuelve corriente o "normal" a fuerza de práctica
generalizada. Lo marginal que se sostiene aliado a cierta ética
masculina, de hermandad incondicional, de ver a la mujer del amigo
como un ente asexuado, pero también de "meterle mano"
a la ocasión, sin vacilar, cuando la hombría es retada.
Lo soez que revela sin ambages la atracción sexual, llevada
a instinto primario, es sublimado desde lo esencial y lo auténtico.
Y a cada momento aflora la poesía de la pelota, la mística
del deporte nacional, de un juego íntimamente ligado a la
masculinidad, al culto al cuerpo del hombre, diestro, dispuesto.
Los apagones de cierre de cada cuarto están trabajados en
función de rezumar pasiones contenidas, emoción por
el descubrimiento del otro, la amistad necesaria para echar pa'lante
y la admiración que estimula la autoestima lacerada.
"Penumbra en el noveno cuarto" desafía al discurso
positivo, al canon triunfalista del bienestar y la complacencia
para acercarnos, con humanismo y agudeza, a sensibles vacíos
de la vida cotidiana. Escollos para el bienestar que apuntan a conflictos
agudos del presente: el divorcio entre las expectativas y la realidad,
entre el esfuerzo y la recompensa, así como la presencia
de conductas y procederes que se mueven dentro de la ilegalidad
y que relativizan nociones como lo marginal. La obra mira al lado
oscuro de cuatro personajes ni típicos ni raros ni excepcionales,
hurga en la sordidez de la pobreza material que condiciona la pobreza
moral y del espíritu, recurre al espíritu que anima
conocidos eufemismos: "luchar", "escapar", "resolver",
como formas de soslayar la crisis, alternativas de emergencia para
la precariedad.
La puesta de Osvaldo Doimeadiós evidencia su talento y su
sólida formación en el lenguaje de las tablas al lograr
darle auténtica vida al pequeño mundo en el que estos
personajes cruzan sus dramas. Elige un ámbito minimal y escueto
en el que resalta el actuar de los cuatro roles. Las escenas se
alternan y se trasladan de lugar como para presentarnos diferentes
aristas de cada problema, de cada situación, de cada objeto
elemental y reconocible en su simpleza, para romper el estatismo
exterior y mover la perspectiva de las ideas. La austeridad del
espacio se afirma en los diseños escenográficos de
Ramón Casas, con un telón pintado lleno de nocturnidad
citadina, de evocación productiva, y que saben sacar partido
de la disposición de la escena y las entradas laterales para
prolongar el espacio imaginado más allá de lo visible.
Los actores defienden con sentido de creencia sus roles y consiguen
equilibrar el juego de la escena. Néstor Jiménez asume
el debate interior del pelotero y la inseguridad y la amargura se
dan la mano en su expresividad contenida. Gilda Bello fue creciendo
en la apropiación de la muchacha que ha madurado sin tener
mucho de que regocijarse, con una sensualidad juguetona y despierta
para alimentar su menguada dosis de ilusión en la relación
con Lázaro y Pepe. Aún debe cuidar cierta tendencia
a un tono vocal un tanto mecánico, como demasiado hecho.
Renecito de la Cruz saca adelante su Renato pobre de espíritu
y oscuro, sabichoso y luchador. Este rol, junto al Neruda de "El
cartero", confirman su capacidad y talento.
Y Omar Franco es la gran revelación de la puesta. Orgánico
y preciso, construye un Pepe que desborda humanidad, contradicciones,
dolor y verdadera gracia. El actor, hasta ahora conocido por su
desempeño humorístico en logradas imitaciones pero
sin haber enfrentado personajes de gran desarrollo sicológico,
sorprende por el arsenal de recursos físicos, vocales e internos
que despliega ante nosotros. Franco aprovecha su físico,
alto y enjuto, que torna más desgarbado cuando siente y nos
hace sentir el peso del pasado.
Especialmente memorable es la escena, casi al final, en que le cuenta
a Lázaro un episodio criminal en su vida, enronquecido y
tembloroso, notablemente verosímil y capaz de conmover a
la platea. Hay que reconocer el acierto de la dirección al
arriesgarse en elegir a este actor, "descubrirlo" para
el teatro dramático y potenciar sus recursos a un nivel que
no abunda en la escena de ahora mismo.
Desde la carne y la materialidad de la escena, desde la palabra
precisa y el gesto elocuente, Penumbra en el noveno cuarto consigue
reflexionar y construir eficaces ficciones sobre aristas de la realidad
de ahora mismo, por medio de la estilización y el aliento
creador del buen arte, con el empleo de metáforas e imágenes
en que lo crudo y lo poético se dan la mano e iluminan un
poco más en el sentido de nuestra propia vida.
|