MÉXICO. ¿SE NECESITA UNA NUEVA ÉTICA?
por Jaime Chabaud
Las recurrentes preguntas sobre la crisis del teatro nacional parecen
recibir siempre una misma respuesta, que a mí no me satisface
en lo absoluto: “es la condición inherente del quehacer”.
Y a partir de tan conformista conclusión, más el lamento
de la orfandad presupuestaria a la que nos tiene sometido el gobierno
federal, estatal o municipal o la mafia de la acera de enfrente
(aunque sea caminando la misma calle), se procede a olvidar el asunto
hasta nueva oportunidad. El ciclo se renueva y pareciera producir
un sadomasoco goce al reiterarnos que todo está de la mierda
y que no existe nada que podamos hacer. Esperamos, como Vladimir
y Estragon, la aparición de Godot pero olvidamos que, como
en la obra de Beckett, no llegará…
Es claro el repliegue del estado respecto de sus antiguos y paternalistas
apoyos a la cultura; y para documentar nuestro optimismo podemos
decir que la cosa va a empeorar. Por lo mismo no comprendo la sorpresa
y la indignación de mucha gente de la cultura en general
y del teatro en particular ante las políticas de un gobierno
de derechas como el que experimenta México. ¿Qué
pretendíamos conseguir con el gobierno panista “del
cambio”? Nos han hecho extrañar al PRI con todo y su
demagogia. Y por otro lado, ¿con montones de dineros se lograría
construir la nación teatral que quería Rodolfo Usigli
o cuando menos un mejor arte escénico? ¿Y cuál
teatro es el que debe apoyarse si la diversidad del mismo no es
mensurable pese a los profetas de la ruta única (o sea: la
suya)?
Nuestro oficio en Argentina y Colombia, por ejemplo, vive un resurgimiento
poderosísimo y sin contar con recursos económicos
mínimamente importantes pero sí teatros concurridos
si no llenos. Cuando uno les cuenta a los teatreros de estos países
de los apoyos a las producciones y las becas que reciben sus pares
mexicanos, simplemente no logran imaginarlo. Con esto no quiero
decir que las instituciones de cultura estén funcionando
bien cuando nueve de cada diez pesos dedicados al sector se emplea
para pago de burocracia y trabajadores sindicalizados (muchos de
ellos con horarios estúpidos que no corresponden a los de
la vida teatral, obligando al pago excesivo de horas extra).
Lo que me preocupa plantear en esta breve reflexión –de
manera muy generalizadora, ni modo- es el otro lado de la moneda,
lo que nos toca en corresponsabilidad respecto al mal estado de
cosas que guarda el teatro nacional. La confusión que impera
quizá no es nueva pero no por ello nos debemos sumir en la
inercia de “siempre ha sido así”. Al revisar
algunas de las críticas que el investigador Armando Partida
realizó a los espectáculos presentados en las Muestras
Nacionales durante los años 80, nos damos cuenta que las
carencias siguen siendo muy similares a los de hoy pese a que sí
se establecieron, en la última década, programas formativos
y mayores apoyos federales para fortalecer el teatro en los estados.
Algunos de los buenos resultados se pueden ubicar dentro del Programa
Nacional de Teatro Escolar que reformulara con inteligencia Mario
Espinosa y que, como consecuencia, ha colocado a varios montajes
realizados en él como elegibles para participar en las Muestras
Nacionales. No obstante, parece paradójico que el teatro
que no nace con las tutorías de este programa demuestra una
inopia artística y, por tanto, tampoco resulta alentador
que lo representativo de un estado sean precisamente esos montajes.
En los tiempos que corren me da la impresión de que se ha
acelerado la desaparición de fronteras entre los teatros
comercial, “de arte” (por llamarlo de algún modo)
y el de aficionados. Tal pérdida de brújula, incluso,
ha sido propiciada por las mismas instancias de cultura que han
cobijado sin distingos esas tres maneras de producción y,
sobre todo, de concepción del mundo. En pos de hacer rentable
(léase necesidad de recuperación en taquilla cueste
lo que cueste) lo que es un bien social así como la no jerarquización
de los proyectos en un ánimo muy “democratizador”,
ha desdibujado hasta la función y perfil de instituciones
como el INBA que ahora busca enderezar el camino.
Pero esto tiene que ver, en mucho, con las propuestas artísticas
de los propios teatreros. Existe un frenesí por estrenar
y estrenar obras en una sobreoferta que confunde a los públicos
que no tienen ningún claridad a la hora de elegir sus preferencias.
Para éstos es la ruleta rusa y para los creadores la inmolación
en el fuego de sentirse vigentes. Se va de obra en obra sin que
se aprecie un eje rector en el repertorio. Hoy se monta Shakespeare,
mañana Tomás Urtusástegui, pasado mañana
Pinter, la semana siguiente Alejandro Casona y el mes entrante Héctor
Mendoza… ¿Para de-mostrar qué? ¿La ausencia
absoluta de proyecto artístico, de algo “qué
decir”? Y es que la falta de discurso es prueba de que aun
en la capital se hace mucho teatro de aficionados sin más
herramienta que la de sus ganas, la de su “pasión”
que no nos lleva a ninguna eyaculación estética. El
reino de Onán triunfa poderosamente sobre nuestros escenarios
y uno se pregunta con insistencia: ¿y esta obra para qué
la hicieron? ¿Y con estos actores? ¿En este contexto
qué significa? ¿Para quién? ¿Qué
quieren explorar? Buena parte de los casos no tienen respuestas
y aunque las hubiera no se encuentra una relación artística
entre las premisas creadoras, su resultado y su vinculación
con el (los) público(s) ideales. Gana el demonio entendiéndolo
como hace Peter Brook: el aburrimiento.
Así como se es intolerante a la lactosa, buena parte del
gremio lo es hacia la crítica; y no hablo de aquella dolosa
y llena de ponzoña estéril, sino de la razonada al
calor de herramientas técnicas (ejercitada por críticos
u otros colegas). El canibalismo hace del teatrero mexicano un ser
que festina más el fracaso del vecino que el éxito
propio y por ello vive a la defensiva, con la espada desenvainada
y dispuesto a tapiar sus orejas para que nada penetre sus sensibles
oídos. Sigue imperando en amplios sectores el acto reflejo
protector de no escuchar: “no me entienden”, dicen,
pero el público tampoco y ese es el único pecado mortal
que no podemos continuar perpetrando. Bajo el pretexto de que el
teatro es un arte elitista y de que le “hablamos a la inmensa
minoría” (imagen que me gusta de verdad) atropellamos
los derechos mínimos del espectador. Cuando se enarbola el
discurso de “a mí no me interesa el público”
me hace sospechar que hay algo podrido en Dinamarca. No es aceptable
como coartada para ejercer la impunidad o, en todo caso, tampoco
es un teatro que deba en momento alguno ser auspiciado por instancias
estatales.
La intolerancia a la crítica no es más que un síntoma
de la enorme incapacidad de autocrítica del gremio teatral.
Vemos con mayor o menor acertividad los yerros en el ojo ajeno pero
nos cuesta la vida ver el abismo que se suele abrir entre la idea
estética y su ejecución sobre el escenario. Difícil
tarea es cuando se cuenta con las herramientas técnicas y
hacer el autodiagnóstico cuando se carece de ellas representa
el común denominador. Entonces, ¿por qué ha
de sorprendernos que Fernando de Ita pida que asumamos de una vez
y para siempre que el teatro nacional resulta más un buen
teatro de aficionados que uno profesional? En la medida en que el
gremio se niega a la formación continua, a la confrontación
de las ideas y de los productos, a defender los intereses de todos
en pos de la construcción de la tan llevada y traída
“comunidad teatral”, seguiremos en la autocomplacencia,
en el diletantismo y en la práctica de la autoconmiseración.
Si la moneda en uso no fuese la descalificación del otro
(que juegan de los gurús a los críos de teta del teatro),
si el diez por ciento del tiempo que ocupamos en grillarnos unos
a los otros lo usáramos para reflexión y estudio,
si aceptáramos nuestras limitantes expresivas, si nos quejáramos
menos y trabajáramos con más rigor, el arte escénico
mexicano estaría gozando sin duda de mejor salud, cuando
menos mental.
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