Sumario

Editorial

Cuarenta años
del Odin Teatret

Hacer teatro hoy

La escena
iberoamericana

Investigar el teatro

USA. FINAL FELIZ DE BRECHT Y WEILL

por Rosa Ileana Boudet


Pedro Labra
El Pacific Resident Theatre, en Venice, no tiene nada de pacífico ni de residencial, y menos de "veneciano". Está situado en un barrio y una calle donde nada indica que pueda residir un teatro, salvo los espectadores a la entrada, esperando a que abran el recinto, pues una de las malas costumbres de los pequeños teatros de Los Angeles es que las puertas están cerradas hasta segundos antes de la hora señalada para empezar la función. Una pequeña pizarra con las críticas de los periódicos reemplaza a la marquesina y estoy en mi destino. En cartelera está "Happy End", la pieza de Kurt Weill y Brecht, un melodrama con canciones. En el interior, la atmósfera es artesanal, humana: una cortina gastada, un decorado reciclado de una producción anterior y los actores, en ocasiones tan próximos como me ocurrió en "Rocket to the Moon", una comedia muy poco representada de Clifford Odets -de la misma época en la que Brecht lo conoció y y polemizaron sobre "Paradise Lost" porque el norteamericano, según Brecht, traicionaba la escena de denuncia social de "Esperando al zurdo" y se aproximaba al naturalismo de Chejov. En la obra -que ocurre en el salón de espera de un dentista- me parecía observar un set de cine de lo miniaturista que era la actuación. La sensación de complicidad y proximidad física eran nuevas como inéditos los detalles naturalistas (un periódico de la época, lluvia "de verdad" y los letreros de neón que asomaban por la ventana). Era como revivir sentimientos que he leído en Antoine, arqueología escénica o como ser transportada a la época de las "salitas" cubanas de la década del cuarenta. Una rara mezcla de antigüedad y Actor's Studio, actores estupendos en la técnica de actuar sin actuar. Por esa misma condición que a mí me seduce de cierto teatro angelino, el gran Athol Fugard entregó su última pieza a un pequeño teatro en Hollywood, el Fountain, todavía ubicado en un sector más degradado y venido a menos de la ciudad. El contraste entre el deterioro del afuera y la acción sagrada dentro, ha hecho de "Exits and Entrances" una de las más exitosas de la última temporada.
Aunque soy asidua del Pacific porque estrenan piezas que nunca he visto representadas como "Anna Christie", de O'Neill, "Happy End" se ha escenificado en Argentina, España y Brasil, pero nunca en Cuba donde el tributo a Brecht ha sido tan devoto como el dispensado a García Lorca. Los dos dan nombre a sendos teatros, el modesto Café Teatro Brecht y el ostentoso y barroco Gran Teatro de La Habana -y aunque en los 60 pudimos disfrutar de casi todo el ciclo épico y las obras didácticas, gracias a su introducción por Vicente Revuelta con "El alma buena de Se Chuan" -que protagonizó su hermana Raquel- y después sus atrevidísimos Galileos.... en el último de los cuales integró a un coro de jóvenes estudiantes que discrepaban con el científico -y hubo los grandes montajes de Néstor Raímondi, Ugo Ulive, y Julio Babruskinas, entre otros directores latinoamericanos que acometieron o calcaron de los "libros-modelo" aparte de "La panadería", dirigida por Mario Balmaseda y "La boda de los pequeñoburgueses", de Miriam Lezcano o "La madre", del alemán Ulf Keyn, nunca nadie se ocupó de "Happy End", ese delirio anti-capital que se burla de las técnicas de construcción ilusionistas del mejor teatro aristotélico.
Lo cierto es que para mí la obra era una novedad y puesta en escena a casi veinte minutos del lugar donde Brecht viviera entre 1941 y 1947 -con largos intervalos de estancia en Nueva York-, el Nº. 1063 de la calle 26 en Santa Mónica, una maravilla del azar. Los antiguos chalets de madera del norte de la calle Wilshire, como el 1063 donde habitó el dramaturgo y su familia, según la fotografía, han sido reemplazados por mansiones burguesas y el barrio, entonces un enclave de los obreros de la compañía de aviación de Douglas, es hoy un emporio residencial de nuevos ricos y sede de firmas relacionadas con la "industria" y las nuevas tecnologías.
Sin embargo, la apacible calle de Venice Blvd, donde está ubicado el Pacific tiene mucho más que ver con la atmósfera de la California que recibió a Brecht hace más de cincuenta años y la obra fue la escogida por esta compañía para su primer estreno hace veinte años.
"Happy End" fue un estrepitoso fracaso cuando se estrenó en 1929 en el maravilloso, acogedor y burgúes Schiffbauerdam, sede después del Berliner Ensemble. La obra cayó en desgracia y casi por su propio peso desapareció del expediente brechtiano o al menos no se la consideró en la bibliografía más ortodoxa. Sin embargo, en los Estados Unidos es una pieza de culto. Broadway -la suprema fábrica de ilusiones y quizás el teatro más "culinario" del mundo- resulta un curioso destino para el marxista y anti-aristotélico alemán que intentó con tan poca fortuna accederlo en incontables ocasiones, como observa James K. Lyon en su prolijo y documentado "Bertolt Brecht in America", y sobrevive, sobre todo, gracias a la música de Weill que se impuso al olvido y desastre de su estreno, y conserva la misma frescura que cuando fue escrita o quizás todavía más porque las bellísimas melodías -que han tenido un recorrido propio fuera del teatro- hacen aparecer la obra en la tradición del musical de Estados Unidos, sobre todo a partir de la versión del Yale Repertory Theatre que llegó a Broadway en 1972 en la adaptación de Michael Feingold con Meryl Streep.
Hace veinte años esta compañía californiana comenzó con la obra. "Happy End" se escribe un año después de "La ópera de tres centavos" que trajo gran reconocimiento al binomio y que a juzgar por la película de Pabst -una versión libre sin la intervención de Brecht- gozaba de increíbles actuaciones: Ernest Bush como el narrador, Carola Neher como Polly Peachum y Lotte Lenya en su creación de Jenny. Sólo que la pareja no pudo repetir el éxito berlinés de "La ópera..."..
Como siempre en Brecht el problema con las fuentes es oscuro aunque se cita a Mayor Barbara, de Bernard Shaw o Salvation Nell, de Edward Sheldon, pero está firmada por Dorothy Lane, seudónimo de Elizabeth Hauptmann, su puntual colaboradora que también tradujo la novela de John Gay. Ya se sabe que en "La ópera..." utiliza la poesía de Francoise Villon, fue pródigo en utilizar de aquí y allá sin escrúpulos y si bien el resultado de la primera es denso, articulado y brillante, "Happy End" es como su ensayo general, sólo que posterior.
El espacio escénico remeda el ambiente del cabaret berlinés de Karl Valentin y hay un pianista colocado en un plano superior que actúa como ese telón imaginario que divide las escenas y hace más evidentes las transiciones. La obra empieza con una manifestación obrera: los actores enarbolan pancartas con retratos muy desfigurados de magnates y millonarios norteamericanos y acto seguido, nos hallamos en una taberna en Chicago en 1919 -como en "Santa Juana de los mataderos"- donde un grupo de ladrones planea un asalto y a dónde acude el Ejército de Salvación a "predicar" bondad y religiosidad. Pertenece al grupo de piezas donde el joven Brecht mitificaba la "América" de la modernidad, el jazz, el cine y que al mismo tiempo era una jungla en el desierto. En estos momentos tanto para Brecht como para Weill, América es mítica, deseada, la ciudad del progreso y los rascacielos que como Mahagonny era también la de la desesperación y la competencia. La atmósfera de "Happy End" es contrastada, agresiva y maniquea. Los maleantes son caricaturas: Baby Face (Tassos Pappas) lleva una media máscara que acentúa su rostro infantil, el Dr. Nakamura,(Christopher Shaw) una prótesis facial, el profesor (William Lithgow), una peluca y todos detalles estridentes, excesivos, ridículos. Ahora sabemos que el dramaturgo ha dispuesto unos gangsters artificiales como traído por los pelos es el añorado encuentro entre la hermana Lillian (Lesley Fera) y el dueño del negocio, Bill Cracker (Thimothy V. Murphy). La hermana -capaz de los más bellos sermones y prédicas- sucumbe a primera vista ante los encantos viriles de Bill y se escucha una de las más bellas canciones del binomio Weill-Brecht, "La canción de Bilbao" que en la versión de Víctor Manuel y Ana Belén dice: "No es fácil olvidar la luna de Bilbao, allá vivió el amor/luna de aquel Bilbao" [....] y es que no hay lugar donde una pueda estar/tocando el más allá/ como en Bilbao" y uno siente la total entrega del equipo al estilo épico aunque los norteamericanos acentúan más una cierta cualidad de opereta y no el estilo de Lotte Lenya o Gisela May de "decir" la música. La canción interrumpe la acción y traslada el imaginario de Chicago a Bilbao como en el filme "Guys and Dolls" (1955) Sky Masterson -Marlon Brando- intenta seducir a otra voluntaria de los ejércitos de salvación con la promesa, también exótica, de ir a Cuba. El musical de Frank Loesser, aunque posterior, es muy parecido al de Brecht-Weill quienes habían intentando antes historizar y distanciar la acción trasladándola a lugares extraños y poco familiares.
La policía busca a Cracker por una fechoría y la hermana está presa del dilema tan caro a Brecht, de ser fiel al bien y la bondad y decir la verdad -de manera inoportuna- o mentir y salvarse. Cuando decide salvarlo por amor, es expulsada del grupo religioso y los espectadores nos enfrentamos al juego de oposiciones bien-mal, riqueza-pobreza, estupidez-inteligencia, consciente-inconsciente que el dramaturgo subraya a lo largo de su obra, sólo que son unos gangsters de tiras cómicas y una atmósfera naif de novelita rosa. Lilian es expulsada del grupo religioso no sin antes declararle su amor a Cracker en el tango del marinero que popularizó Lotte Lenya, la actriz cantante y esposa de Kurt Weill. En el segundo acto, los gangsters preparan un último asalto -asistidos por la astucia de la Dama de Gris (Marta Hackett). Y en vísperas de la fiesta de la Navidad, los entuertos se resuelven: la Dama encuentra al esposo perdido en uno de los predicadores, la hermana Lilian se entrega a Bill mientras los gangsters, ahora reformados y virtuosos, entregan el botín al Ejército de Salvación que intenta lucrar salvando las almas de de los capitalistas.
El contubernio entre dinero, religión y mafia, al parecer no gustó demasiado a los berlineses del año 29 que vieron desconcertados como en el tercer acto, Helen Weigel -que hacía la Dama en Gris-interrumpía la acción con una arenga comunista: ¡Asaltar un banco no es un crimen comparado con poseerlo! o "el mundo nos pertenece a todos y marcharemos unidos para reconquistarlo", un añadido de agitación política que tampoco logra resolver el tercer acto. La actriz del Pacific resta grandilocuencia al momento, si lo tuvo, se quita la peluca y se dirige al público de manera muy natural. La dirección de Dan Bonnell extrae todas las posibilidades del pequeño espacio, la proximidad de los actores y la atmósfera del cabaret.
Brecht y Weill parecen autores antiguos y clásicos cuyas melodías se pueden tararear. Sus palabras supuestamente agresivas, suenan nostálgicas, aunque todavía poderosas y los actores se mueven tan maravillosamente dentro de la tradición del "musical" -única forma de teatro norteamericano que Brecht celebró- que tal parece que no se equivocó cuando consideró que el musical y las formas épicas están imbricados porque el movimiento, la escenografía y la danza de los "musicales", la irrealidad del vodevil y el circo, eran modelos para el teatro épico. Aquí se escucha "Surabaya Johnny", una canción de amor imperecedera y acaba el show en un hipnótico "final feliz", paródico, frívolo y hollywoodense, que resulta un corolario irónico a las vicisitudes de Brecht en su etapa norteamericana, en ese paraíso del exilio donde conoció el fracaso, la indiferencia y el rechazo y a pesar de sentirse como en el desierto, o en el que describe como un "Tahití metropolitano", se incubaron sus grandes piezas y su pensamiento se hizo más coherente.
Otro fue el camino de Weill, quien jamás pisó otra vez Alemania y cuya obra creció y se integró a la cultura norteamericana ayudando a conformar el musical que hoy conocemos y donde trató -en vano- de ser algo más que el compositor de Brecht. Acaso entonces la pobre acogida que recibiera su teatro en los 40 y sus difíciles relaciones con la izquierda, Broadway, el cine, las personalidades y la sociedad, preparaban el camino para su hoy paradójica y decidida aceptación en Estados Unidos.

Volver arriba