BOLIVIA. LO EFÍMERO EN EL ALTAR
por César Brie
Lo que se lee a continuación son los dos primeros capítulos
de una novela autobiográfica que se publicará en breve
en Bolivia. A pesar de ser un testimonio, la llamo novela, porque
muchos datos, personajes y situaciones fueron cambiados, sintetizados,
deformados para adherir más a aquello que llamo "verdad
de la ficción". O sea, para que reflejaran mejor eventos
que ocurrieron en forma menos ejemplar y más tortuosa.
CAPÍTULO 1
1.
Tenía 15 años y escribía. No sè por
què. Aún hoy, luego de un siglo, sigo sin saberlo.
¿Quería quitarme de encima una muerte inesperada e
injusta? ¿Darle palabras a un amor mudo, vencer una timidez
sideral? ¿Ponerle gasas a una piel despellejada, herida?
Escribir me aliviaba de un peso que me quitaba el aliento, me permitía
llegar con la frente alta a la mañana siguiente, me redimía.
De noche, insomne, encorvado en el borde de mi cama con una taza
de latón llena de un café aguachento, o en la silla
de un café semivacío, u oscilando en el último
colectivo que me devolvía a mi casa traspirado, desgreñado,
sucio, escribía, ensuciaba, corregía cuadernos y cuadernos
de mala poesía.
Pero cuando me tocaba hablarle a una mujer, las palabras escritas
no alcanzaban la boca. Temblaba, enmudecía...
Por eso me dediqué al teatro, me volví un actor para
poder hablarle a las mujeres. Aún hoy tiemblo, pero, al menos,
ellas no se dan cuenta.
Al fin y al cabo el teatro sirvió para eso: para disimular
un temblor.
Pero entonces buscaba algo que no sabía qué era, y
le daba un nombre oscuro. Lo llamaba sinceridad. La escritura me
hacía volar, pero mi cuerpo, mi timidez, se quedaban en la
tierra firme, con zapatos de plomo y voz quebrada frente a los demás.
Nunca hubiera imaginado que por el teatro dejaría, poco tiempo
después, a un gran amor. Lo que comenzó siendo un
motivo se transformó en la víctima propiciatoria.
Comencé a ser actor para poder hablarle a las mujeres, y
terminé renunciando a cualquiera de ellas que se interpusiera
entre el teatro y yo.
¿Por qué hablar de la fragilidad, del dolor, la rabia
y la urgencia encerrados en un cuerpo inadecuado, inexperto, virginal?
¿O de las pasiones que suscitan pura poesía escénica?
¿Del hambre de sinceridad, las peleas, los culos rotos, las
traiciones... las dudas infinitas? ¿El teatro es también
eso? ¿Una alquimia feroz de intuiciones, bajezas, gritos
sin voz, sueños vueltos pesadillas, cogidas en un coche,
desvelos, obstinación?
Niños hechos añicos, jóvenes a punto de ahogarse,
llevan en salvataje, aferrados a la escena como a una balsa, los
fragmentos de su adolescencia, para toparse casi siempre con capitanes
indolentes, con vigías ciegos, con energúmenos que
se encargarán de volver vidrio molido, el cristal tembloroso
que ellos habían rescatado de su íntimo naufragio.
Impregnado por la existencia, el teatro queda a un costado. El actor
lo sostiene como un fardo, a tumbos, medio arrastrado en el polvo
mientras lo lleva. Se parece demasiado a la vida para poder identificarse
con ella, y está a su lado. Como un juguete roto colgando
del brazo de un niño distraído.
¿Y el actor? Un desconocido se agita frente a otros desconocidos
que ni siquiera ve; enceguecido por las luces, tropieza, gesticula,
habla, traspira, tiembla. Los desconocidos aplauden, se desperezan,
se ponen de pie, se van.
El actor recoge sus objetos, los guarda, limpia el piso apenas ensuciado,
carga los bártulos en un camión y sale a buscar un
lugar donde le den de comer. Ninguna caricia nueva, nadie cayó
en su red. O tal vez alguna persona lo intentó, demasiado
tímida para tener éxito, o el actor pensaba en otra,
que obviamente, no estaba allí. Cuánto deseo, cuánta
soledad detrás de cada representación.
Ser actor, colocar lo efímero en su altar. La eternidad del
instante... quisiera morir cada vez que termino de actuar.
Y todo esto comenzó porque necesitaba hablar con calma, con
soltura, a alguna mujer.
¿Para qué contarlo, si ya pasó todo? ¿A
quién le sirve? En ese pasado hay vientos que no percibí.
Recuerdo para dar luz a aquello que olvidé. No soy original,
ni único, soy un orejón más del tarro, pero
se que lo que me ocurrió, lo vivieron otros, en diferentes
formas, con diferentes salsas. Todos reconocen el olor que sale
de una ventana, aunque sea la comida del vecino. No comieron de
ese plato, pero reconocieron su sabor. Así comienza esta
historia. Hablo de mí, porque los abarco a todos dentro de
mí.
Recuerdo lo que depuro, depuro lo que deseo recordar. Invento entonces,
cambio, miento para acercarme a la sinceridad. Lo que ahora cuento
lo viví y no lo viví. Es cierto, pero tuvo otra forma.
Esto no es un catálogo, nies sólo un testimonio, es
también un relato. Aquello que invento se acerca más
a la verdad que aquello que viví.
2.
En 1971, Buenos Aires pululaba de escuelas de teatro y cursos
de actuación. Fui a ver varios. En uno de ellos un energúmeno
insultaba y maltrataba a una muchacha.
"¿Por qué está tan enojado?" -le
pregunté a uno de los alumnos.
"El maestro es así"- me respondió.
Ya, el maestro es así. El maestro es asá.
Basta con poner un anuncio en el diario y alquilar un espacio donde
reunir acólitos para llamarse maestro de teatro.
He visto tantas veces a esos energúmenos maltratar a jóvenes,
inhibirlos, confundirlos, destrozar la belleza que escondían
mientras trataban de encontrar algo diferente de la familia, la
escuela, los trabajos mal pagados, las relaciones de la calle.
Buscando el teatro buscábamos la diferencia. No para separarnos
de los demás, sino para gritar que era lícito ser
otro, algo más humano, algo más sincero; algo diferente
de la sorda violencia con que acomodábamos nuestras relaciones
adolescentes, entre chistes sexuales, baba a la boca, burdeles prematuros
y kilos de dolor escondidos bajo la tensa piel de nuestra juventud.
Eso que yo buscaba, lo buscábamos la mayoría de los
jóvenes, que andábamos dando tumbos de una escuela
de actuación a otra, entre falsos maestros, comerciantes
astutos, burócratas de la actuación, artistas frustrados
y, de vez en cuando, algún sujeto genial.
La hice caminar veinte kilómetros por media Buenos Aires
antes de atreverme a darle la mano. De San Telmo a Congreso, pasando
por Plaza de Mayo. De Congreso a Santa Fe y por Santa Fe hasta Palermo,
luego la hice volver por Las Heras hasta Plaza Francia.
Todo el viaje tenso, histérico.
- "¿Le doy la mano?... ¿Y si se ofende?... ¿Querrá
que le de la mano? ... La agarro de repente, le estampo un beso
en la boca, y que se joda... No, calma, así voy a arruinarlo
todo"-
Le di la mano finalmente... por cansancio, me dolían los
pies, estaba muerto. Cuando lo hice, nos derrumbamos en el primer
banco de la plaza en que nos encontrábamos y empezamos a
besarnos sin asco. Ella tenía veinte años, yo dieciseis,
era enjuta, pequeña, apagadamente bella, de cabellos castaños
y asistía conmigo a un curso de actuación. No estaba
enamorado de ella pero me atraía. Y además, sin saberlo,
ya trataba de olvidar, a través de ella, a mi primer amor.
Cogimos de un modo vergonzoso la primera tarde en que Bruno nos
dejó solos en la habitación que compartía con
él. No llegó a desnudarse, tenía aún
las medias collant, cuando acabé. Me dio una vergüenza
enorme ver mi semen desparramado sobre sus medias negras.
Hasta ese día había desparramado esperma en calcetines,
almohadas, baños, en perfecta soledad, placer y vergüenza.
Nunca una mujer había asistido a nada de lo que cometía
en su nombre, o en su imagen, o en su olor. Pero ella fue dulce
y el mal rato se disolvió en caricias y besos casi maternales.
No le importó que la dejara a mitad de sus ganas. Me hizo
callar cuando le pedí disculpas y días después,
cuando Bruno me dejó la habitación para que se quedara
toda la noche, recuperé en pocas horas, los años perdidos
en pensar en mujeres, en pajearme por ellas, en evocarlas, en temblar.
Cogimos hasta entrado el día, inagotables. Recuerdo que cuando
desperté había sangre en las sábanas. No era
suyo; era mi sexo el que sangraba. Era el frenillo roto, era mi
sangre.
Mi virginidad acabó con una compañera del curso de
teatro, apasionadamente, frenéticamente, sin mucho amor a
fin de cuentas. Tal vez ese fue el precio de la timidez que rompía
su cáscara, la cuenta que pagué por el rechazo de
la mujer que había amado toda mi adolescencia, demasiado
mayor que yo.
¿En qué lugar del amor está el deseo? ¿Cuándo
se mezclan ambos en esa alquimia incomparable que encontramos a
veces y por la cual atravesaríamos desiertos?
Mi virginidad se fue sin haber respondido honestamente a esa cuestión.
Me acosté con una mujer que era accesible, atraído
por ella y viceversa, pero poco más. Años después,
regresando del exilio, volví a encontrarla e hicimos el amor...
tan mal, tan tristemente, tan expertos y poco frescos, que lamenté
no haberme quedado con el recuerdo de aquellas primeras veces, el
esperma en sus medias, el frenillo roto, nuestro candor.
Y sin embargo esa virginidad que perdí, y deseaba perder,
y se había hundido a medias en las mil y una pajas, no era
importante. Hay otra que no es posible comprar en un mercado, porque
se esconde en una actitud. La virginidad del actor... del artista
de teatro.
Un viaje al revés, porque se parte de la incapacidad, ignorancia
y absoluta necesidad mezcladas a piel joven, al deseo, al candor
y se camina aprendiendo técnicas que debían ser armas
pero se vuelven escudos, detrás de los que nos escondemos
otra vez, ya con oficio, falsos e insinceros, hasta llegar un día
al sabor a bosta, al hartazgo, al nudo en la garganta, al grito
que nos hace echar definitivamente toda esa mierda por la borda...
llegar como llegué sin darme cuenta... a ninguna parte, en
realidad, allí donde aún me encuentro, en alta mar,
sin puertos, al timón de una nave obligada a avanzar, a ir
adelante, bajo pena de naufragio si se me ocurriera apagar el motor,
o arriara las velas, si me pusiera a mentir.
CAPÍTULO 2
Los vi en un teatro pequeño. Todos en blue jeans. Una historia
sencilla de enorme energía y pocas sílabas. El viaje
de un hombre del campo a la ciudad. Su automatización. Engranaje
de una máquina más grande que él. Sus recuerdos,
su rebeldía, el castigo y la tortura. El cuerpo de Carlos,
desnudo, obligado a funcionar como el cuerpo máquina de los
demás.
Me pareció grandioso. No estaba conmovido, sino revuelto
de sensaciones. Me había impresionado además, el hecho
de que estuvieran vestidos como en la vida diaria. Que no hubiera
diferencia entre la vestimenta de afuera y la del escenario. Eso
buscaba, o al menos, eso creía buscar.
El parecido entre la vestimenta dentro y fuera del teatro, me hacía
creer que la vida en la escena era sincera y real. Atribuía
así un rol al ropaje en la escena que nunca le hubiera dado
fuera de ella.
Potencia del teatro: me parecía honesto y verdadero lo que
fuera de él me importaba un comino. Tal vez quise creer que
no actuaban, sino que eran.
Y seguramente eran -vulgares, toscos como en la vida- pero llenos
de energía. La escena amplifica, dilata, ensancha. Y yo también,
amplifiqué lo que buscaba en esa imagen insospechada que
se acercaba mucho a mis oscuros, confusos sueños de sinceridad.
Inflé mi fe como el viento infla una vela. Les creí,
los seguí, partí con ellos.
Fuera del teatro, una alumna de ellos, con un aire entre intelectual
y puta de barrio, logró sacarme todo el dinero que tenía,
tal vez a causa de un vestido que le colgaba literalmente de las
tetas erguidas como semáforos rojos, para dejarme entre las
manos dos revistas que el grupo editaba y que luego devoré.
Mi primera, imperceptible decepción, fue ver que los actores,
cuando salieron, estaban mejor vestidos que en la escena. No les
dije nada, me parecían enormes y temía molestarlos.
El que estaba mejor vestido era el protagonista, Carlos, que se
fue parloteando con un muchacho que lo esperaba.
Carlos vive en Italia, da cursos de teatro, a veces actúa.
Luego de un psicoanálisis de varios años, dejó
de ser maricón y se casó. Aunque le ocurren enamoramientos
feroces con algunos hombres con que se cruza. Ignoro si su analista:
"me hice romper el culo por años por culpa de la relación
con mi viejo" tenía razón, o si era mejor que
se lo dejara romper en paz.
Cuánta gente se jode la vida al querer ser lo que no se es:
fiel, puto, macho, genio. Reyes de la infelicidad.
Cuando nos conocimos, Carlos se enamoró de mí. Él
tenía 36 años, yo 16. Quise ser maricón para
poder amarlo, porque me avergonzaba mi indiferencia frente a su
deseo, y terminé una noche, en casa de su madre, en bolas,
aterrorizado, agarrándome el pito con ambas manos para que
no me lo tocara, mientras él babeaba por mi cuerpo, hasta
que mi horror pudo más que su deseo y se echó en el
suelo, desnudo, al lado de mi cama, a llorar.
Pasaron delante de mí los que por años iban a ser
mis compañeros de trabajo: Ignacio y Dora, que aún
trabajan juntos en Italia. Los únicos que no se irían
de la Argentina cuando años después, el grupo escaparía
perseguido por la violencia que había tomado forma justo
con el secuestro y tortura de él.
Los actores iban a cenar. Los miraba con admiración. Pasó
Emiliano, fornido, musculoso, pelado, del brazo de una chica que
me pareció una diosa, alta, tetona, inalcanzable.
Emiliano se fue a Europa con nosotros. En el barco, durante el viaje
fue expulsado del grupo, por nuestro director.
Emiliano usaba su cabeza siempre, a veces para pensar, otras para
embestir. Era honesto. Decía lo que pensaba y hacía
lo que quería. Eso no era admisible para Alejandro, nuestro
director. No por razones de disciplina, sino porque nos dirigía
uno de esos genios que necesitan humillar a las personas para poder
reinar. Y Emiliano no había nacido para ser el trapo de piso
de nadie. En Italia se volvió un empresario de luces para
espectáculos. Llevó a su familia, y ahora que respiran
vientos de paz, ha vuelto a la Argentina, al pueblo de su infancia.
Ha comprado la casa que siempre soñó cuando era pibe,
con un terreno grande que cultiva. Tiene una hija, una mujer que
ama… me dicen que parece feliz.
Si volviera a verlo, no sabría expresarle el afecto que siento
por él. Una vez quise hacerlo, cuando yo recién había
llegado al teatro. Puse una mano en su brazo, sonriéndole.
Me empujó brutalmente, diciéndome: "ojo nene,
yo no tengo nada contra los putos, pero si me franeleás te
cago a trompadas". Yo era un adolescente, flaco, frágil,
Carlos me revoloteaba alrededor, todos se daban cuenta, pero yo
no había entendido, todavía, las razones de su interés.
Pasaron Leticia y Gofredo que aún eran pareja. Leticia llevaba
una permanente indestructible a las volteretas que daba en la escena
y Gofredo, indescifrable, cruel, tímido, estupendo actor.
Se separarían un par de años más tarde. Leticia
vive en Francia con Eric, un muchacho francés que se vino
a Buenos Aires con el teatro, cuando regresamos de nuestra primera
gira europea, poco antes del secuestro de Ignacio y de la consecuente
estampida hacia el exterior. Así pasaba ella del brazo de
Gofredo, sin saber que terminaría viviendo en París
con Eric, por actuar en una obra donde se hablaba de tortura (a
ella que jamás le importó la política) y por
pertenecer a un teatro cuyos actores se fueron a vivir juntos a
una casona de San Telmo para ahorrar plata y luego, gracias a la
megalomanía del director, terminaron poniéndose el
pomposo y peligroso nombre de Comuna, como la de París.
Pasaron Carmen y Gerardo, otra de las parejas que se hizo polvo
al poco tiempo. Ambos viven en Italia, en Milán, cada uno
por su lado. Carmen vivió por años con Gofredo. (este
con Leticia, antes con Carlos, luego Leticia con Eric, Eric antes
con Chantal y -ta te ti- la cadena se pierde, -figurita para mí,
para tí para quién?).
Los grupos de teatro son, también, eslabones aceitados con
la grasa del deseo. Un día te das cuenta del camote por ella
o por él, y el resto llega solo.
Carmen salta desde hace años de Buenos Aires a Milán
y viceversa. En Milán vive y trabaja, gana el dinero para
cruzar el océano y visitar a sus padres y amigos.
A veces se me ocurre que fueron agencias de viajes las que organizaron
toda la represión. Los milicos corrieron a la gente pagados
por las compañías aéreas. De Brasil a Chile,
pasando por Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, se fueron millones.
Podría ser una explicación acorde con los principios
del materialismo. Y bastaría como tesis para fundar un partido
de oposición del tipo: Partido del Pueblo Sedentario. Reivindicar
el derecho inalienable a quedarnos todos en nuestro lugar. Tesis
de la inmovilidad, escudo con una silla y un mate cruzados como
emblema, festival de música folklórica, himno con
letra: "no te vayas Corazón." Con poco trabajo
sacaría una diputación.
Gerardo, que pasaba con Carmen, hoy recorre Milán haciendo
mudanzas con un camión. Me alojó una de las veces
que regresé a Italia, pero nunca volvimos a hablar a fondo.
Nuestro reencuentro fue cariñoso, pero superficial. Tal vez
me siguió pesando aquella vez en que, cargando un camión
de instrumentos de una vedette, en una playa italiana, trabajo hecho
para sobrevivir en el exilio, comenzamos a insultarnos y pasamos
luego a las manos.
Él era mucho más grande que yo: me golpeó,
me hizo caer y cuando yo estaba en el suelo, lejos de detenerse
siguió con más saña sacudiendo con puños
y patadas mi piltrafa, con un gesto en la cara que no olvidaré:
el rictus de quien goza en humillar.
Pero Gerardo nunca fue mal bicho. Todo lo contrario. Según
las circunstancias uno saca lo peor o lo mejor de sí. Vivíamos
mal entonces, fuera del país, cagados de hambre, era difícil
mostrar lo más noble de nosotros.
Yo lo había insultado. Siempre fui débil, flaco, nervioso
pero hábil con las palabras. Desde chiquito aprendí
a herir con los insultos. El me sacudió el polvo, las costillas,
y las ganas de hablar. Me lo merecí.
Gerardo tiene un perro, una especie de pequeño fox terrier,
igualito a él. Los mismos ojos ladeados, la misma barba y
bigotes. Son idénticos. El perro se llama Pedro, el parecido
entre ambos le sirve a Gerardo para desatar intereses femeninos.
Las mujeres se ríen, acarician a Pedro y se detienen a conversar.
Alguna que otra termina acariciando al dueño. Fue gracias
a Pedro, que Gerardo encontró a su actual mujer. Tienen un
hijo hermoso. Gerardo sigue rompiéndose el culo con su camión.
“Pero ahora tiene sentido, no es por la guita -dice- es por
amor.”
Pasaron también Roberto y Edgardo. Roberto, altísimo,
con ojos como lunas oscuras, el otro petiso y lleno de pólvora.
En la obra, Edgardo era el presentador. Una especie de pulchinela
enloquecido, risueño.
Roberto y Edgardo eran…el duo dinámico. Mezcla de forajidos,
lumpenes, mosqueteros, príncipes. Siempre tenían cigarrillos,
vendían cigarrillos a todos. Parecían contrabandistas…
eran ladrones. Habían descubierto cómo forzar, con
una llave maestra, la reja de un kiosco. Cada noche, a la misma
hora, como si fueran proveedores, llegaban con un par de cartones
vacios, entraban, cambiaban los cartones por otros llenos y se iban.
El kiosco era grande, el robo pequeño. El dueño nunca
se dio cuenta.
Si alguien los invitaba a cenar, llegaban con bolsas cargadas de
verdura y fruta, y con una caña de pescar. Había un
detalle, todo lo que traían tenía un agujero. Las
berenjenas, naranjas, lechugas, manzanas venían con orificio.
Algunas verdulerías en Buenos Aires, no se cierran herméticamente,
tienen una inmensa reja que las proteje de los ladrones y permite
al aire circular y ventilar la mercadería. Permite pasar
al aire… y al duo dinámico. A través de esa
reja, Edgardo insertaba una caña de pescar a la que había
atado en la punta un tenedor de trinchar pollos, y pescaba así
las frutas y verduras. Todo lo que estuviera frente a ellos y pudiera
atravesar la reja, terminaba en sus bolsas. Roberto vigilaba y silbaba
cuando presentía peligro o cuando alguien se acercaba.
Volví a ver a Roberto cuando regresé del exilio, se
acercó a saludarme luego de una representación. Por
él supe que a Edgardo lo habían matado en un operativo
militar en el que casi perdió la vida también él.
Roberto trabajaba con un furgón de mudanzas; aquel día
ayudaba a su viejo amigo a cambiar de casa cuando les cayó
encima el ejército. Edgardo trató de escapar, recibió
un balazo en la espalda… se los llevaron a ambos a un chupadero.
Roberto escuchó, atado, con los ojos vendados, los estertores
del amigo. Luego se llevaron el cuerpo… jamás apareció.
Al parecer, Edgardo estaba en la guerrilla, lo habían descubierto,
seguido, y cuando decidieron cazarlo, cayó Roberto junto
a él.
Roberto, contra toda regla elemental de sobrevivencia, pidió,
insistió, rogó hablar con el responsable. Lo pusieron
delante de un coronel. Explicó todo entre moco y llanto.
Dijo que Edgardo era un amigo de la infancia y del teatro. Que lo
había perdido de vista años atrás. Que no sabía
en qué andaba, qué era lo qué hacía,
hasta que apareció para pedirle ayuda en una mudanza. Que
controlaran por favor. Que él se había dejado de joder
con la política, el arte. Que había recapacitado...
ahora era un laburante... que no diría nada, que todo había
sido un error.
Ignoro qué Dios lo protegió. Tampoco sé si
lo torturaron. Lo que sí sé es que bastaba mirarle
los ojos a Roberto para creerle. Siempre tuvo ojos grandotes, asombrados,
uno al que le costaba mentir. Tal vez por eso no era buen actor
(o, en ciertas circunstancias podía llegar a ser el mejor
actor del mundo). El coronel habrá hecho sus controles, habrá
creído en su miedo, en su desesperación. Tal vez Edgardo,
antes de morir, habrá murmurado que su amigo no tenía
nada que ver. Tal vez Roberto dijo otras cosas que no me contó.
Ya no importa. Lo que sabemos del horror de los campos, de los chupaderos,
lo conocemos por los sobrevivientes. Por regla sobreviven los afortunados,
los quebrados y los astutos. No los mejores. La mayor parte de los
que sobrevivieron fueron los que denunciaron inocentes, los que
arreglaron la picana rota del torturador, los que colaboraron, las
que se acostaron con sus represores, los que fueron serviles y útiles.
No todos los que colaboraron, lograron sobrevivir. A varios los
cargaron en el último transporte mientras gritaban "pero
si yo colaboré, yo colaboré". Esa es otra cuenta
que los asesinos nunca van a pagar… a algunos, antes de matarlos,
lograron destrozarles todo vestigio de dignidad. Y es también
un cheque a favor de los quebrados… además del horror,
las patadas, las torturas y los golpes… haber testimoniado
luego, ante los jueces, enfrentando, confesando la vergüenza
de la cobardía que les salvó.
El hecho es que unos días después, a Roberto lo sacaron,
vendado, en un coche. Lo bajaron en un lugar en el campo y le dijeron
“caminá, si te das vuelta sos boleta, caminá”.
-"… y te juro César que fueron los minutos más
largos de mi vida, porque estaba convencido que me iban a balear.
Sentí partir el coche, pensé que me iba a arrollar,
pero pasó a mi lado. Creí entonces que alguien me
seguía a pie para matarme.... hasta que no pude más,
me quité la venda y estaba solo, de noche, fuera de la Capital,
no había nadie. No podía casi respirar, me vinieron
arcadas, vomité... había unas estrellas… sólo
después de vomitar sentí el olor a mierda. Me había
cagado encima... caí de rodillas, me puse a llorar."
Roberto nunca había ido a avisar a la familia de Edgardo.
Le ofrecí acompañarlo, se negó. “voy
a ir solo”.
Ignoro si lo hizo. Hasta el día de hoy no le he vuelto a
ver.
Tenía razón Roberto: había sido un error...
había sido un error existir en esos años, donde el
espacio que te quedaba entre los guerreros de ambos bandos era ínfimo;
donde cualquier sueño conducía a la brutalidad, ejercida
o sufrida.
Crecí en un país violento, destrozado por odios, donde
la costumbre de los fuertes ha sido ensañarse con los débiles.
Y donde ahora se pretende que todos olviden. Todos, incluso las
madres, las viudas, que como Príamo frente a Aquiles, fueron
a rogar a los verdugos de sus hijos, pero en vez de obtener el cuerpo
de Héctor para sus exequias, se las reprimió, torturó,
desapareció, se les trató como a perros, se las tachó
de locas, y ahora se espera sólo que se mueran de viejas
para que no jodan más.
Así, desfilaron ante mí, saliendo de la sala, los
actores de una obra teatral que me había conmovido y con
los cuales trabajaría por mucho tiempo.
Yo tenía dieciseis años, quería hacer teatro,
hablar con calma a las mujeres, expresar lo que la literatura no
me daba. Cuando escribía, sublimaba todo, eran perfectas
las mujeres, puro espíritu y poesía, pero más
tarde, en las noches, solo, boca abajo en la cama, me desbocaba
en pajas, donde mi cabeza sublimaba imponentes, generosas tetonas
que me prodigaban improbables caricias, lamidas, besos, cálidas
palabras que mi mano transformaba en burdo, solitario, grotesco
placer.
Así empezó lo que hoy podría llamar mi carrera
artística. Pero que no lo fue. Fue mi vida, tan mezclada
a mi trabajo artístico y tan diferente a la vez. Distingo
los elementos de una y otro, pero no logro separarlos a la hora
del balance.
Cada vez que naufragó mi existencia, y he sido un especialista
en estrellarme contra escollos, la balsa en que me salvé
fueron las obras que hice. Cada vez que estuve desesperado, impotente,
absolutamente solo, con ganas de acabar de una vez por todas, me
quedaron fuerzas para contar una historia, ponerla en escena. Siempre
con la carne viva, como un gato sin piel. Y la historia contada,
que como toda historia es una gran mentira, terminaba por seducirme.
Lo bello de contar cuentos, es que uno acaba por creérselos.
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