Sumario

Editorial

Cuarenta años
del Odin Teatret

Hacer teatro hoy

La escena
iberoamericana

Investigar el teatro

ARGENTINA. ¿POR QUÉ TANTOS JÓVENES
AÑO TRAS AÑO ELIGEN ESTUDIAR TEATRO?

por Roberto Perinelli


Algo más de 21 años al frente de la EMAD (tal como se conoce la que ahora hay que llamar Escuela de Arte Dramático de la Ciudad de Buenos Aires), me han puesto en diario contacto con este, para muchos, raro fenómeno de la educación teatral. Padecí una interrupción involuntaria en mi cargo pero seguí unido a la institución, y a sus avatares, porque nunca pudieron hacerme perder mi condición de profesor, por lo que, reitero, son más de 21 años de contacto con una actividad educativa que, advertí desde un principio, carece de leyes estrictas. Cada docente puede contestarse las mil preguntas que aparecen todos los días de mil maneras distintas, y todos tendremos razón si los resultados avalan la experiencia. Sin duda un desafío inquietante y atractivo, porque los resultados -y en esto se iguala la pedagogía artística a cualquier proyecto educativo de cualquier disciplina- se dan solo con el tiempo. Lo que parece confiable y útil hoy no necesariamente lo será mañana, de modo que solo se pueden sacar conclusiones cuando lo experimentado ha hecho un buen recorrido que inevitablemente no nos lleva a una línea de llegada definitiva e invulnerable, con seguridad ese punto será una transitoria meta, ya que trabajamos con materia viva, susceptible siempre de ser maleable. Y este es uno de los conflictos de las escuelas oficiales, porque los largos plazos inquietan a algunos funcionarios (por fortuna no a todos), ansiosos siempre de rápidos logros para contrarrestar la frecuente brevedad de su gestión.
Pero acaso el mayor problema que enfrenta la educación artística cuando se hace desde el ámbito estatal es la exigencia de la administración de contar con planificaciones exactas, resultados previsibles y la identificación de problemas pedagógicos por anticipado. Casi casi elasticidad cero, cuando la flexibilidad tendría que ser la condición de funcionamiento de cualquier institución de enseñanza artística, por ser el terreno educativo con más preguntas que respuestas, donde se hace más necesaria la búsqueda y la adecuación que desde afuera nos va exigiendo el medio, adonde por otra parte irán a parar nuestros egresados.
Anda por ahí una ley de educación artística de alcance nacional y de vaya a saberse qué vigencia, que repite como sonsonete, en cada párrafo de unos cuantos articulados, la palabra flexibilidad. Admito que invocar esa ley y esa palabreja parece no servir de nada, ya que la ley adquiere carácter de letra muerta por esos asuntos de falta de reglamentación o cualquiera de esos otros virus que atesora la burocracia. Entonces lo que podría ser un buen instrumento es herramienta inocua, que solo cubre un claro pero no lo administra.
Este país, al menos esta ciudad de Buenos Aires, se destaca en el campo de la pedagogía teatral y alcanzó los primeros planos en el ámbito de habla castellana precisamente porque los que asumieron la maestría tamizaron métodos y experiencias ajenas -con el proyecto de Stanislavsky a la cabeza-, y fueron creando puntos de abordaje cada vez más personales y lejanos de los grandes maestros, aunque siempre se los tuvo y se los tiene en consideración. Sin duda que este empuje se le debe a la buena cantidad de talleres particulares que asumieron la tarea de "enseñar teatro" desde ya hace mucho tiempo (¿desde los lejanos en que Fray Mocho decidió crear su escuela?), y lo que hemos tratado de hacer desde la EMAD, cuando en 1984 la gestión comunal decidió transformarla en una escuela de excepción, es copiar sin vergüenza alguna el espíritu y la inventiva de los maestros, algunos de los cuales nunca se acercaron a la institución, pero actuaron como referentes, a veces sin saberlo.
Esta introducción vale para contestar luego con alguna de las tantas respuestas posibles la pregunta que a mí me han hecho innumerables veces: ¿por qué tantos jóvenes año tras año eligen estudiar teatro?
Hay una primera respuesta: el joven, sobre todo si ha sido o está siendo maltratado por la pésima escuela secundaria, cuando accede a un taller o a una escuela de arte dramático se asoma al mundo de la vitalidad, del conflicto, del esfuerzo y de las alegrías y tristezas, y esto es la contrapartida de la mediocridad que padece o padeció en forma cotidiana. Algunos se asustan y escapan, pero otros quedan adheridos para siempre y serán los que harán crecer aun más la calidad de la escena porteña, manteniéndola en el lugar que ya ocupa, creo, con total legitimidad, la que le corresponde como la más importante plaza teatral de habla castellana, en el mismo nivel de calidad de las encumbradas metrópolis que antaño parecían dueñas del monopolio.
Esta sociedad en crisis que hace que sean los jóvenes las víctimas más directas (situación que muchos descubrieron después de Cromañón), cuenta, acaso sin saberlo, con nichos de salud donde los jóvenes se sienten protagonistas. Uno es el mundo del rock (Cromañón enseñó eso), otro es el universo del teatro, al cual los jóvenes se acercan con entusiasmo aunque paradójicamente muchos sepan muy poco de qué se trata (vale la pena hacer un rastreo de las inscripciones para este ciclo que comienza; doy las de la EMAD, simplemente porque las tengo a mano: 524 aspirantes a la carrera de Formación del Actor).
Ante este fenómeno de atracción masiva siempre salí al encuentro de la respuesta más obvia, con frecuencia argumento de padres y adultos: el joven sueña con el estrellato televisivo y entienden que estudiar en una escuela o taller de teatro es la manera de obtenerlo. Reniego de semejante conclusión, la rechazo. La experiencia me dice que es todo lo contrario, el joven que se acerca abomina de eso que por comodidad se ha dado en llamar "la farándula". Los propósitos son más románticos, y cuando informados de la cuestión ligan el deseo con la realidad, vale decir le quita lo difuso y lo enfrenta a lo que hay que hacer en lo cotidiano, ese romántico se transforma en lo que en definitiva queremos conseguir: un profesional, un teatrista. Profesional en el sentido del que profesa, de quien cuando ya se siente capaz del manejo de algunas técnicas comienza a armar sus proyectos, mantiene un pie en la enseñanza pero ya tiene el otro afuera, sobre un escenario. Y este es el mejor bichito que podemos inocular, convencer al alumno que ahora o poco después tiene que estar pensando en sus propios proyectos (adhiero a lo que alguna vez le leí a Carlos Ianni: no hay nada más patético que un actor sentado en su casa esperando que lo llamen).
Es indudable que a lo largo de estos mis 21 años esta cuestión de la
enseñanza teatral ha ido variando. Padres y adultos están comprendiendo que esta elección es una alternativa válida. ¿Qué se sigue pensando que el actor o la actriz carecen de "futuro"? Para dudarlo, porque tal vez lo que le espera sea mejor y más gratificante de lo que proponen las carreras tradicionales (es leyenda popular y recurso de humoristas retratar a un arquitecto manejando un taxi).
Este cambio se advierte en el interés que ponen los padres en enterarse y acompañar al hijo en la aventura, algo que, por supuesto, con las excepciones de siempre, era bastante raro encontrar en el pasado. Subsiste todavía esa especie de reaseguro que hace que los jóvenes compartan la enseñanza teatral con una carrera universitaria. Aceptando desde ya que la capacidad humana permite la diversificación de intereses y se pueden cubrir dos campos (ser violinista y físico, como Einstein), la realidad dice que este doble noviazgo tiene patas cortas, al fin hay que elegir el cónyuge y éste será el teatro.
Por otra parte la enseñanza teatral dejó de ceñirse a una sola especialidad -la formación del actor o de la actriz-, que actuaba de única llave maestra para acceder al mundo de la escena. Hace tiempo se abrieron otras puertas y la dramaturgia, por ejemplo y sobre todo, congregó el máximo interés. Contribuyó en mucho la labor pionera de Mauricio Kartun, que desde sus talleres o al frente del curso de dramaturgia de la EMAD fue maestro de muchos de los autores que estrenaron en la última década. Esta diversificación se ha extendido a otras ramas, a veces con intenciones de complementariedad de la formación actoral, tal como la actuación circense, la callejera, o rubros más acotados como la acrobacia, la narración o la dirección teatral.
Es feliz a mi criterio esta nueva concepción de desconocer los límites absolutos que ofrece la actuación y aventurarse en terrenos que completan la formación de un teatrista, objetivo más amplio y positivo que el de solo ser actor. De este modo no hay límites para la acción, una iniciativa puede tenerlos como partícipes en un rubro mientras que otro proyecto, con frecuencia coincidente en el tiempo, en otro distinto. Que esto ha enriquecido de sobremanera la escena de Buenos Aires es algo que creo indiscutible.
Y, por último, la zona de inserción del joven teatrista es terreno abonado por la rica herencia del Teatro Independiente Argentino, que nos legó, hace tiempo a los viejos y ahora a los muchachos, un espíritu estético-ideológico que hace que el teatro sea actividad de gente proba, comprometida y audaz. Con las excepciones, claro.
Esta nota es, por cierto, solo un acercamiento a ese maravilloso fenómeno que significa la vitalidad y el arraigo de la pedagogía teatral en Buenos Aires. Por cierto que hay mucho más para decir y todo lo que he dicho es para discutir. El debate se ha centrado en los últimos tiempos, y con total legitimidad, en medir el valor de la intensa labor escénica que ofrece la ciudad y que, es cierto, asombra a los colegas extranjeros. Esto tiene sus raíces, yo las advierto en la tarea de las escuelas y de los talleres que comprendieron lo tan maravilloso (y trabajoso) que es formar un teatrista.

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