HIJOS DEL SILENCIO
por Eugenio Barba
Reflexiones a propósito de los cuarenta años del
Odin Teatret
Al pueblo secreto - los amigos del Odin Teatret
A menudo reacciono como hace cincuenta años. "Mira esa
persona anciana", me digo observando a un hombre o una mujer
de unos cuarenta años. Y en seguida me río de mí.
Me doy cuenta de que tiene la edad de mi teatro y todavía
estaba en la infancia cuando yo ya pensaba que cada uno de mis nuevos
espectáculos sería el último.
También me vienen ganas de sonreír cuando el Odin
Teatret llega a una nueva ciudad y encontramos jóvenes que
nos conocen de los libros. Nos creen un capítulo de la historia
del teatro y nuestra persistencia anormal trastorna su modo de pensar.
Los huesos duelen, la vista se ha debilitado y cuesta mucho más
esfuerzo trabajar doce horas al día. Y sin embargo, es como
si una fuerza insensata mantuviera mi necesidad de hacer teatro.
Son muchos los motivos por los cuales continuo. Puedo sintetizarlos
con una frase: el oficio teatral es mi única patria, y Holstebro
su casa.
Heme aquí celebrando los cuarenta años de mi teatro
preparando un espectáculo sobre H.C. Andersen y sus cuentos
de hadas. Tengo casi setenta años y me dirán que me
estoy volviendo infantil.
Yo también quisiera escribir un cuento de hadas. Explicaría
la historia de dos hermanos, hijos del Silencio, que van por el
mundo siendo uno la sombra del otro. Tienen aspecto de sinvergüenzas
y se llaman Desorden y Error.
DESORDEN
En los últimos años utilizo cada vez más
la palabra "Desorden" cuando hablo del oficio teatral
- y sé que este término crea confusión. Para
mí esta palabra tiene dos significados opuestos: la ausencia
de lógica que caracteriza las obras insignificantes; o esa
coherencia que provoca la experiencia del trastorno en el espectador.
Necesitaría dos palabras distintas. Utilizo un truco ortográfico
-la diferencia entre la inicial minúscula y la mayúscula-
para distinguir el desorden como pérdida de energía,
del Desorden que es la irrupción de una energía que
nos confronta con lo desconocido.
Lo que siempre he deseado con mis espectáculos es suscitar
el Desorden en la mente y los sentidos de particular espectador.
Quisiera sacudir su costumbre de pre-ver y enjuiciar, quisiera poner
en funcionamiento una oscilación emotiva, sembrar estupor.
El espectador del que hablo no es un extraño, una persona
a la que deba convencer o conquistar. En primer lugar soy yo. Quien
hace un espectáculo es también espectador. El Desorden
(con mayúscula) puede ser un arma o una medicina contra el
desorden que nos asedia, dentro y fuera de nosotros.
Sé que no existe un método para provocar el Desorden
en el espectador. Y sin embargo, tengo la certeza de que puedo acercarme
al Desorden con una particular forma de autodisciplina. Ésta
presupone una separación de los modos justos y razonables
de considerar los valores, las motivaciones y los objetivos de nuestra
profesión. Es una actitud profundamente individual que nadie
nos puede imponer o donar.
Se trata de una liberación y como todas las liberaciones
es dolorosa.
UN CLARO EN LA SELVA
El claro en la selva está a pocos kilómetros de
una ciudad. Un puñado de hombres y mujeres se reúnen
frente a una barraca. Pertenecen a la clase de los dominados y explotados
en una colonia, en África, a mitad del siglo XX.
Es una reunión secreta y prohibida. Parece una conjura, pero
no lo es, porque los fusiles son de mentira, como los que se utilizan
en el teatro. Tampoco es un espectáculo de teatro. Y sin
embargo, las personas se disfrazan y se transforman en personajes.
Abandonan su manera cotidiana de hablar y caminar asumiendo otra
distinta. Fingen. ¿Es un juego? Actúan en serio. Cumplen
de común acuerdo una acción transgresiva y violenta.
En el centro del claro, un perro hierve en una gran olla y su carne,
que para ellos es tabú, es devorada.
Las personas transformadas en personajes están poseídas,
pero no por los dioses de su pasado. En lugar de las tradicionales
divinidades se manifiestan sus actuales amos: el gobernador de la
ciudad, el jefe de la policía, las damas de la elite europea
en un país colonial. Durante algunas horas, los africanos
no están dominados por los blancos que los gobiernan. Al
incorporar a sus amos, se transforman momentáneamente en
dueños de sí mismos a través de la posesión.
Los protagonistas del ritual parecen locos y descompuestos. Sin
embargo, el europeo que captura sus imágenes en una película
los considera maestros y los llama "maestros locos": dos
términos inconciliables en el esfuerzo de definir el Desorden.
Una noticia que acabo de leer en el periódico me impulsa
a volver a ver esas viejas secuencias de una película de
hace medio siglo de aquellos poseídos en un claro de una
selva africana. Un guiño de la imaginación y la memoria
hace aflorar las figuras de otros maestros desaparecidos, para mí
queridos y siempre cercanos.
MAESTROS LOCOS
En la noche del miércoles 18 de febrero de 2004, en Nigeria,
a 600 km. al norte de Niamey, Jean Rouch murió en un accidente
de coche, a los 86 años. Era un maestro del cine francés,
uno de los padres de la "Nouvelle Vague". Lo llamaban
"Le maître du Desordre", el maestro del Desorden.
Hace cincuenta años, en los alrededores de Accra, la capital
de Ghana, que entonces era una colonia británica, había
rodado "Les maîtres fous", una película etnográfica
que muestra directamente, uno de los casos en que las cadenas todavía
pesan dolorosamente sobre la carne, y Desorden y tormento se mezclan
en el intento de liberarse.
Para el teatro europeo de la segunda mitad del siglo XX, esta película
era el testimonio de otra racionalidad, subterránea y subversiva.
La película impresionó a Jean Genet y le indujo a
escribir "Les Nègres". Influyó a Peter Brook
durante la creación de su "Marat-Sade" y acompañó
a Grotowski en sus reflexiones sobre el actor. En el ambiente teatral
circulaban anécdotas y leyendas sobre las influencias de
"Les maîtres fous". En aquellos años cada
vez eran más frecuentes los paralelismos y distinciones entre
teatro y ritual. Algunos artistas estaban elaborando un subtexto
que hoy es evidente: el teatro puede ser un claro en el corazón
del mundo civilizado, un lugar privilegiado donde evocar el Desorden.
Vayamos por un momento a Moscú, donde las calles están
blancas por el hielo. Uno de los primeros días de enero de
1889, Antón Chejov escribió una larga carta al rico
editor Aleksei S. Suvorin. Leyéndola, percibo el mismo incandescente
sabor de sufrimiento y desgarro que siento observando la ceremonia
africana: el ardiente tormento de la liberación. Con crudo
realismo Chejov describe anticipadamente las tensiones y los arrebatos
de los participantes de aquella ceremonia, cuando esboza a un hombre
"que exprime gota a gota el esclavo que lleva en sí".
Quien habla no es un ex-esclavo africano, es el gran y famoso escritor
ruso, hijo de un siervo. A pesar del relativo bienestar que lo circunda,
reconoce en sí mismo las llagas de cadenas invisibles. Ha
sufrido muchas veces los azotes del padre y de los profesores que
lo han educado a venerar las jerarquías, a besar la mano
del pope, a arrodillarse ante las ideas de los demás, a precipitarse
en agradecimientos por cada bocado de pan. Se había convertido
en un joven que atormentaba a los animales, almorzaba con placer
en casa de los parientes ricos, era hipócrita con Dios y
con los seres humanos, sin ninguna necesidad, sólo porque
era consciente de su nulidad.
El Chejov que confiesa la lucha contra las propias cadenas y el
propio sentido de nulidad es un sensible y auto-irónico escritor
de la muy civilizada Europa. Sus palabras no son descontroladas.
Pero su "control" se nutre del mismo Desorden que nutre
las acciones de aquella ceremonia africana, desconcertantes, turbadoras
y -a nuestros ojos- descontroladas.
Al enterarme de la muerte de Jean Rouch, maestro del Desorden, me
pregunto: ¿Sus maestros locos dicen alguna cosa también
sobre mí, mi historia, mis imaginarios antepasados teatrales?
¿De cuáles cadenas intentamos liberarnos?
No lo sé explicar, pero algo informulable, casi desvergonzado,
me impulsa a reconocer en algunos artistas teatrales del pasado
a maestros locos y poseídos.
SILENCIO
Tan pronto pienso en el extremismo de su pensamiento, los protagonistas
de la revuelta teatral del siglo XX, comenzando por Stanislavski,
se convierten para mí en "maîtres fous".
En un clima de renovación de la estética teatral,
anticiparon preguntas tan incongruentes que fueron acogidas con
indiferencia y burla. Puesto que el núcleo incandescente
de estas preguntas estaba envuelto en teorías profesionalmente
bien formuladas, algunos las consideraron como simples atentados
contra el arte del teatro. O también "utopías",
una manera inofensiva de decir que no era necesario tomarlas en
serio. He aquí algunos de estos núcleos incandescentes.
- buscar la vida en un mundo de cartón;
- hacer brotar la verdad en un mundo de disfraces;
- conquistar la sinceridad en un mundo de ficciones;
- hacer de la educación del actor -que imita y representa
a personas distintas de sí mismo- el camino hacia la integridad
de un Hombre Nuevo.
Además, algunos de estos maestros radicales, añadieron
demencia a la demencia. Incapaces de entender que aquellas "utopías"
eran irrealizables -las realizaron.
Imaginemos a un artista de hoy que pide una subvención al
Ministerio de Cultura para buscar la Verdad a través del
teatro. Imaginemos al director de una escuela teatral que escribiera
en su programa: aquí enseñamos el arte del actor con
el objetivo de crear un Hombre Nuevo. Imaginemos a un director que
exigiera a sus actores el dominio de la danza porque refleja la
armonía de las Esferas Celestes. Sería lícito
decir que desvarían. ¿Por qué entonces los
historiadores del teatro nos presentan a Stanislavski, Copeau y
Appia como si sus insensatas preguntas fueran nobles utopías
y originales teorías?
Hoy no cuesta nada ver en esa aparente demencia una reacción
certera contra los crujidos de una época que estaba poniendo
en crisis la propia supervivencia del teatro. Hoy es fácil
reconocer perspicacia, coherencia y pericia en el trastorno que
los maestros del Desorden llevaron al teatro de su tiempo. Renegaron
de su organización secular, invirtieron las jerarquías,
sabotearon las bien experimentadas convenciones de comunicación
entre el escenario y la platea, cortaron el cordón umbilical
con la literatura y con el realismo superficial. Despojaron brutalmente
el teatro hasta reducirlo a su esencia. Se justificaron con una
paradoja de la práctica teatral. Dieron vida a espectáculos
inimaginables por su radicalidad, su originalidad y su refinamiento
artístico para negar que el teatro fuera sólo arte.
Con palabras distintas, cada uno de ellos insistió en que
la vocación del teatro era romper las cadenas íntimas,
profesionales, éticas, sociales, religiosas o culturales.
Nos hemos acostumbrado a leer la historia del teatro moderno al
revés. No partimos de los núcleos incandescentes de
las preguntas y de las obsesiones de los maestros del Desorden,
sino de la sensatez o de la poesía de sus palabras impresas.
Sus páginas desprenden un tono de autoridad y seguridad.
Sin embargo, para cada uno de ellos hubo noches de soledad y espanto,
cuando sospecharon que los molinos de viento contra los cuales combatían
eran en realidad gigantes invencibles.
Hoy los vemos retratados en bellas fotos: rostros inteligentes,
bien nutridos e irónicamente plácidos, como el de
Stanislavski; rostros de reyes mendicantes, como el de Artaud; altaneros
y conscientes de la propia seguridad intelectual, como el de Craig;
con el ceño fruncido y combativos, como el de Meyerhold.
Es imposible percibir que en cada uno de esos espíritus brillantes
anidaba la incapacidad de olvidar o aceptar las propias cadenas
invisibles. No estamos en condiciones de aceptar que su eficacia
deriva en parte del esfuerzo por alejarse de una condición
de silencio impotente.
El arte capaz de suscitar la experiencia del trastorno, y por lo
tanto de transformarnos, esconde siempre la zona de silencio que
lo ha generado. Pienso en ese silencio que no es una elección,
sino una condición que se sufre como una amputación.
Un silencio que genera monstruos: autodenigración, violencia
hacia sí mismo y hacia los otros, negra ignavia y rabia ineficaz.
Sin embargo, a veces ese silencio logra nutrir el Desorden.
La experiencia del Desorden no se refiere a categorías estéticas.
Es la irrupción de otra realidad en la realidad. Como cuando
en el universo de la geometría plana cae un elemento tridimensional.
Como cuando inesperadamente la muerte fulmina a una persona querida.
Como cuando, en un segundo, los sentidos se inflaman y sabemos que
nos hemos enamorado. Como cuando al poco tiempo de haber emigrado
a Noruega alguien me llamó "dago" y me dio con
la puerta en las narices.
Cuando el Desorden nos asalta, tanto en la vida como en el arte,
nos despertamos de repente en un mundo que ya no reconocemos, y
que todavía no sabemos como volver a ordenar.
UN CLARO EN LA SELVA DE LA CONFUSIÓN
Los trayectos artísticos son siempre senderos personales
que intentan huir de los mecanismos prefabricados, de los raíles
y las recetas. Tienen que descubrir su propia organicidad, que es
nuestra "necesidad". Son senderos que respiran y viven
según una personalísima autodisciplina.
La autodisciplina no consiste en la voluntaria adhesión a
normas inventadas por otros. Lo repito, consiste en separarse de
los modos justos y razonables de considerar los valores, los objetivos
y las motivaciones de nuestra profesión. También implica
la fuerza de ánimo para entregarse a ese silencio interior
que nos encadena e infunde miedo, pero que, según nos dice
nuestra intuición, puede guiarnos, como un maestro loco en
un claro de selva africana.
La autodisciplina, que es una de las premisas para realizar el Desorden
en mi mente de espectador, nace de un grumo de silencio. Tiene una
naturaleza tan particular que permanece desconocida incluso para
mí cuando siento su alboroto. Por esto no existe un método
que guíe a la realización del Desorden.
Hay espectáculos en que los actores, el director y los espectadores
conocen de antemano la historia. Hay espectáculos en que
los actores y el director la conocen, pero los espectadores la ignoran.
Con los años cada vez me gusta más hacer crecer un
tipo de espectáculo en el que, al inicio del proceso creativo,
ni yo ni los actores imaginamos la historia que estamos contando.
Debemos descubrir no sólo cómo contarla sino también
qué estamos contando. Sólo el espectáculo al
que daremos vida nos puede desvelar lo que queremos decir.
Es una manera conscientemente arriesgada de perderme y reencontrarme
valiéndome de dos fuerzas contrarias: por una parte confío
en mi experiencia profesional, por otra intento invalidarla construyendo
condiciones de acción inconexas y agotadoras. Quiero paralizar
las certezas de mis conocimientos y los manierismos de mis reflejos.
Quisiera revivir la experiencia de la primera vez, revitalizando
mi saber a través del desconcierto frente a una situación
que no domino. Es una empresa que sólo puedo llevar a cabo
con los actores del Odin Teatret, cuyas fuertes personalidades se
han templado a través de esta exploración paradójica:
sabemos cómo buscar, pero todavía no sabemos lo que
buscamos.
Debo componer un nuevo espectáculo. El primer esfuerzo consiste
en saber crear un estado de incubación colectiva a partir
de "agujeros negros": dos, tres textos o historias distintas,
un núcleo de preguntas inconciliables entre ellas, el acercamiento
de temáticas discordantes. Los actores y yo dejamos que estos
"agujeros negros" actúen sobre nosotros para atraer
un flujo de ideas, recuerdos, fantasmas, episodios biográficos
o imaginarios, datos de crónicas. A través de improvisaciones
y un trabajo de composición consciente damos a este flujo
interior una anatomía, un sistema nervioso, un temperamento
dinámico y sonoro bajo forma de acciones físicas y
vocales. Estos materiales escénicos serán macerados,
mezclados y destilados en el transcurso de los ensayos dejando aparecer,
a veces, nexos sensoriales, melódicos, rítmicos, asociativos
e intelectuales imposibles de prever: aquello que ignorábamos
al principio.
Es un proceso en el que la incertidumbre y la aprensión acechan
sin tregua. Los días y las semanas vuelan y nos sentimos
atrapados en un lodazal de propuestas disparatadas, potencialidades
dispersas, un cúmulo de escenas con direcciones incongruentes:
la confusión. Procedo por saltos, coincidencias, incoherencias,
equívocos e interferencias fortuitas. Decido sin saber por
qué, e intuyo a intervalos inconexos. Sólo me guían
el cansancio y la terquedad. Con el tiempo he adquirido una cierta
familiaridad con mi manera de pensar y aferrar con palabras mis
pensamientos, que interpreto para mí y mis compañeros.
Los reflejos condicionados me advierten cuáles son los callejones
sin salida y cuáles los que me conducen a casa. Me dejo llevar
por presentimientos. Presagio la casa de los vientos que estamos
construyendo ciegamente.
Ciertamente este modo de proceder no es un ejemplo a seguir, sobre
todo para un director novato o que se deja seducir por la fascinación
de la serendipidad: los descubrimientos fortuitos y las soluciones
inesperadas a través de un errar (equivocarse y vagar sin
objetivo) por un penoso período de ensayos.
Cuando intento apoyarme en reglas seguras muy pronto me encuentro
ridiculizado por mi ingenuidad. Si me resigno a un mundo absolutamente
privado de reglas, pago esta ingenuidad con fracasos igualmente
radicales. Entonces ¿qué hay entre las reglas y la
falta de reglas, entre la ley y la anarquía? Si pienso en
abstracto, parece que no hay nada. Pero la práctica me enseña
que hay algo que tiene al mismo tiempo las características
de la regla y las de su negación.
A este algo normalmente lo llamamos error y es lo que me ayuda a
superar la confusión. Reconozco dos tipos de errores: sólidos
y líquidos. El error sólido se deja medir, modelar
o modificar hasta perder su carácter de inexactitud, equívoco,
insuficiencia o absurdidad. Se deja reencuadrar en la regla o transformar
en orden.
El error líquido no se deja apresar o valorar. Se comporta
como una mancha de humedad detrás de una pared. Indica algo
que viene de lejos. Veo que una cierta escena es "errónea",
pero si tengo paciencia y no hago un uso inmediato de mi inteligencia,
me doy cuenta de que en vez de corregirla la tengo que seguir. Precisamente
el hecho de que sea tan claramente errónea me hace sospechar
que no es simplemente disparatada, sino que sigue un camino lateral
que todavía no sé adónde conduce.
Lo más difícil de aprender es la capacidad de agarrarse
al error, no para rectificarlo, sino para descubrir adónde
nos conduce.
Este saber tácito está enraizado en mí, en
mis nervios, en el músculo del corazón. No se deja
enseñar o transmitir como un método formulable y aplicable.
Cada cual, enredándose en la confusión, pasando por
deslumbramientos y desbandadas, dando cabezazos en el propio silencio
y la propia soledad, tiene que saber subvertir la propia seguridad
profesional y adivinar cómo abrir una grieta para que irrumpa
su Desorden.
ANARQUÍA DE LOS CUENTOS DE HADAS Y ARTE DEL ERROR
El Desorden no construye nada. A veces es intensamente desagradable,
pero colabora a romper las cadenas.
Me han enseñado: ama a tus enemigos. En la vida cotidiana
es una tarea de santos. En la vida artística es la práctica
normal del oficio. Cuántas veces, preparando un espectáculo,
caigo en la confusión y me doy cuenta de haber tomado un
camino erróneo. Confusión y desorientación
son enemigos a los que hay que amar.
Me han enseñado: la vida es un sueño. No es verdad.
La vida es un cuento de hadas. Es un mundo de pura anarquía
donde quien intenta con perseverancia conseguir su objetivo y se
esfuerza para seguir un camino razonable pierde. Por el contrario,
quien se comporta de una forma disparatada al final encuentra una
princesa.
El mundo de los cuentos de hadas es pura anarquía porque
se concentra esencialmente en la necesidad de romper las cadenas.
El cuento de hadas rompe las cadenas que atan los relatos al mundo
tal como es. Pero paga esta libertad con el riesgo de la arbitrariedad.
Por esto está poblado de monstruos, de sombras dotadas de
vida autónoma, de mujeres y hombres medio humanos medio animales,
de muertos que hablan y de objetos que viven y piensan. No es el
mundo del mito o la fantasía. Es el mundo de la confusión.
Los niños aman ese mundo, pero ese mundo no ama a los niños.
En los cuentos de hadas los niños muy a menudo mueren; son
abandonados y aplastados; experimentan la realidad desnuda: ansiedad
y pavor entremezclados con relámpagos de justicia insensata.
La pura anarquía de los cuentos de hadas, ¿qué
me enseña para mi trabajo teatral?
Durante los ensayos, cuando toma la delantera la confusión,
todo se vuelve indeterminado. La niebla me impide encontrar cualquier
dirección. Para orientarme me esfuerzo en condensar la evanescencia
de la confusión en sólidos errores que deben ser corregidos
y eliminados para restituir orden a las circunstancias. Paralelamente
debo saber individuar los errores líquidos sobre los cuales
resbalar hacia donde no había imaginado ir, donde no quería
o no creía poder ir.
Si fuera cierto que los cuentos de hadas enseñan algo, tendría
que reconocer que aleccionan sobre la bendición del error.
La estupidez o la falta de memoria de un protagonista, un intercambio
de personajes, un sueño que dura años, un cuervo muerto
que te metes en el bolsillo son a menudo las premisas y las condiciones
para un final feliz imprevisto.
¿Existe por lo tanto un arte del error? Hoy, después
de cuarenta años con el Odin Teatret, creo poder afirmar
que hay errores que potencian la confusión y errores que
liberan. Más que en la inspiración, la voz de las
musas, el daimon, el duende o el ángel de la guarda, creo
en algo mucho más concreto: los errores que liberan cuando
tenemos la sagacidad de presagiarlos y seguirlos. Son un signo que
se desprende del silencio. Provienen de aquella parte de nosotros
mismos que no conocemos. Deberíamos considerarlos como un
mensaje que nos ha confiado el maestro loco.
MATERIALES ORGÁNICOS
Todo esto tiene que ver con la totalidad del cuerpo, no sólo
con la carne y los huesos, sino también con los músculos,
los nervios, las relaciones complejas entre órganos, la circulación
sanguínea, las sinapsis. El cuerpo es lo que más se
asemeja al pensamiento precisamente porque es organismo-espíritu:
cuerpo-mente.
Por esto siempre me han apasionado los materiales orgánicos
de los cuales está hecho el teatro. Y las irradiaciones que
se desprenden de estos materiales. Me gusta trabajar con esta materia
viviente para trenzar diálogos silenciosos con espectadores
antropófagos -aquellos que vienen con la necesidad de devorar
con los sentidos. Me place servirme de ellos para abrir senderos
que apenas abiertos se volverán a cerrar dentro de mí,
pero que permiten que yo y mis actores permanezcamos en transición.
El choque inesperado con una realidad teatral que siembra el trastorno
dentro de mí lo viví varias veces durante mi aprendizaje.
Permanecen indelebles en mi médula y en mi cerebro "La
madre" de Gorki-Brecht en el Berliner Ensemble, un espectáculo
Kathakali en la húmeda noche india, "El príncipe
constante" de Grotowski.
De manera igualmente imprevista e involuntaria he experimentado
y continuo experimentando el Desorden en el trabajo con mis actores.
Desde los primeros años ciertos diseños de sus acciones
físicas y vocales, a base de ser repetidos y refinados, saltaban
hacia otra naturaleza o realidad de ser.
Lo he constatado personalmente: procedente de un más allá
que no sé dónde está ni qué es, en mi
arena de gallos emerge un cuerpo más denso, incandescente
y luminoso que los cuerpos que poseemos. Este cuerpo-en-vida irrumpe
sin preocuparse del buen o del mal gusto, por la conjunción
de la causalidad y del oficio, o a causa del carácter imprevisto
en un elaborado cálculo.
El teatro ha constituido para mí -hoy me doy cuenta con claridad-
una herramienta preciosa para hacer incursiones en zonas del mundo
que parecían lejos de mi alcance. Incursiones en las tierras
ignotas que caracterizan la realidad vertical o espiritual del ser
humano. E incursiones en el espacio horizontal de las relaciones
humanas, de los ámbitos sociales, de las relaciones de poder
y de la política, en la viscosa realidad cotidiana de este
mundo en el que vivo pero al que no quiero pertenecer.
Todavía hoy continúa fascinándome el hecho
de que el teatro proporciona instrumentos, caminos y coberturas
para incursiones en la doble geografía: la que me circunda
y la que yo circundo. Por un lado el mundo externo, con sus reglas,
su vastedad, sus zonas incomprensibles y seductoras, su maldad y
su caos; por otro, el mundo interior con sus continentes y océanos,
sus pliegues y sus fecundos misterios.
¿Qué ha sido el entrenamiento de mis actores sino
un puente entre estos dos extremos: entre la incursión en
la máquina del cuerpo y la apertura de vados para la irrupción
de una energía que rompe los límites del cuerpo?
El teatro es el oficio de la incursión, una isla flotante
de disidencia, un claro en el corazón del mundo civilizado.
Raramente, algunas privilegiadas veces, es también la turbulencia
del Desorden que confunde mi manera familiar de convivir con el
espacio y el tiempo circundantes, y a través del trastorno
me obliga a descubrir otra parte de mí.
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