MERCADO Y TEATRO
por José Monleón
También aquí, cualquier generalización absoluta
está fuera de lugar. Las relaciones entre la representación
teatral y las leyes del mercado han sido muy distintas según
las épocas, lugares, sistemas económicos y políticos.
Establezcamos, pues, el supuesto de situar nuestra reflexión
desde el ámbito de la cultura euroamericana y dentro de una
democracia representativa. Lo cual tampoco sería suficiente
para plantear una reflexión general, pues es sabido que cada
Estado tiene su propia realidad cultural y es distinta la relación
entre poder y cultura según la ideología del partido
del gobierno.
Hecha está salvedad, y desde mi óptica de ciudadano
español de ahora, con un determinado pasado, que incluye
las dos últimas legislaturas sujetas al gobierno de la derecha,
bajo la presidencia de José María Aznar, y varios
meses de legislatura socialista, con José Luís Rodríguez
Zapatero, como Presidente del Gobierno, mi reflexión es la
siguiente:
1.
El teatro moderno nació bajo la suspicacia de la Iglesia
y del Poder. Sabido es que en la Edad Media existió una corriente
que condenaba tajantemente el teatro antiguo, a la que se oponía
otra corriente que afirmaba que el teatro no era malo en sí
mismo, sino que dependía de sus contenidos. La pugna se resolvió,
en muchos lugares, entre ellos España, ya en el Renacimiento,
permitiendo la representación, bajo un severo control, y
destinando los beneficios a instituciones piadosas o caritativas.
También son notables los ejemplos históricos de intervención
directa del poder, sea para prohibir todo o determinado teatro -incluso,
en cierta época española, los autos sacramentales-,
sea para regularlo a través de una censura previa. De ahí,
el desprestigio del teatro como instrumento de "formación
ciudadana" y la calificación peyorativa tradicionalmente
dispensada a sus creadores. Experiencia que, a mi modo de ver, ha
dejado un pensamiento que si cuadraba con los integrismos, políticos
o religiosos, como sigue sucediendo hoy en los países que
los padecen, es antagónico de una concepción democrática
de la sociedad, donde el poder expresa la soberanía popular
manifestada en las urnas. La significación que la democracia
ateniense otorgó al teatro, subvencionando a los ciudadanos
que carecían de medios para asistir a él, sería
un precedente importante que marcaría ya un pensamiento que
ha prevalecido también a través de los siglos y que
se opone a la idea de su "peligrosidad" social.
2.
Esta opuesta visión del teatro -como una expresión
social enriquecedora o como un peligro para el Poder, civil y/o
religioso- ha determinado una dinámica que llega a nuestros
días. En ella ha sido fundamental el hecho de que, en un
momento determinado, el Poder entendió que el teatro no sólo
debía ser controlado sino alimentado por él. El teatro
renació en la Edad Media justamente como una expresión
litúrgica o una ilustración de los episodios bíblicos
y las vidas de santos, para evitar que la imaginación construyera
silenciosas disidencias, historias repletas de preguntas improcedentes.
El teatro, en fin, se cargó de lo que siglos después
Zola calificaría de una "tendenciosidad" que desvirtuaba
el propósito de indagar en los comportamientos de la naturaleza
humana. Esta apropiación religiosa fue el precedente de las
usurpaciones de distinto signo que han seguido después: apropiación
política para mostrar la bondad del absolutismo, de la aristocracia,
del partido único, de la ideología oficial, de la
clase dominante, del régimen económico establecido,
de la familia patriarcal etc., sin necesidad de hacer condenas explícitas,
sino a través de historias que calificaban moralmente a los
personajes y les atribuían la felicidad o la desdicha según
se sujetaran o no al correspondiente credo. La imagen del Cielo
y el Infierno y la lucha del Bien contra el Mal, que estaban en
la base del teatro religioso, pasaron al teatro laico, con la mera
usurpación de ambos términos y conceptos. El Bien
y el Cielo somos nosotros y el Mal y el Infierno son nuestros enemigos.
Pero, una vez más, se hurtaba con ello al teatro la posibilidad
de interrogar a la realidad, de hacer del imaginario el contrapunto
a las justificaciones de un mundo cargado de dolores e injusticias
evitables. En ese mismo campo de batalla, siempre con dificultades,
y aprovechando las contradicciones y las ambigüedades inherentes
al comportamiento humano -que niega los prototipos lineales de todo
el teatro doctrinario, político o religioso- creció
otro teatro, más atento a los seres humanos que a los esquemas
dogmáticos. La idea de conflicto, que está en el origen
mismo del teatro occidental, fue recuperada, como situación
a la que se ve sometido el personaje por las nuevas fuerzas políticas
y económicas que ocupan el lugar de los antiguos dioses del
Olimpo.
3.
Estas confrontaciones son las que establecen el presupuesto de
la reflexión contemporánea sobre las relaciones entre
teatro y mercado. A partir ya de la evidencia de que el teatro ha
solido funcionar en lo que pudiéramos denominar un "mercado
controlado", es decir, subordinándose, a un tiempo,
a la demanda y al criterio, expreso o tácito, del poder.
Porque, veamos, ¿quién es el sujeto de la demanda
teatral?, ¿quiénes han tenido tiempo y dinero para
ir al teatro?
Remitiéndonos a la época moderna, es obvio que el
público, lejos de representar al conjunto de la sociedad,
ha procedido en su casi totalidad de una misma clase social, la
más beneficiada por la situación. Es decir, un público
de tendencia conservadora, que ha rechazado -y, para ello, le ha
bastado desasistir un teatro que, para existir, necesitaba económicamente
de su presencia- todo aquello que cuestionara su status, o introdujera
preguntas y conflictos que pudieran turbar su cotidianeidad. Sólo
en situaciones extremas -como, por ejemplo, ocurrió en las
recientes dictaduras militares- el Poder ha intervenido directamente,
prohibiendo la representación de determinas obras, o imponiéndoles
severos cortes. Era el propio público y el grueso de la crítica
y de la información el que ejercía el trabajo de control,
simplemente porque estaba de acuerdo con los argumentos del Poder,
y aceptaba, por ejemplo, que determinados textos se representaran
una sola vez, en las llamadas sesiones de cámara, o que se
publicaran en ediciones de circulación minoritaria. Con lo
que se establecía el margen para la presencia de un teatro
"trasgresor" en términos de absoluta inoperancia,
a la vez que ello permitía un determinado discurso sobre
la "apertura" o tolerancia frente a obras marcadamente
críticas, y, en algún caso, de reconocido prestigio
en el mundo.
Tomando el ejemplo de España, era un teatro sujeto al mercado
e integrado en el sistema político vigente, al margen de
que un número de ciudadanos no estuvieran de acuerdo con
él. El Estado mantenía un par de teatros oficiales
por razones básicamente económicas y como escaparate.
Dados los costes de ciertos montajes -especialmente, de clásicos,
españoles o extranjeros- el Estado garantizaba la presencia
de ese teatro de prestigio asumiendo las perdidas y fijando un "precio
político" a las localidades. El hecho de que ambos teatros
estuvieran en Madrid determinaba también los límites
de esta política que no excluía, por supuesto, los
trámites de la censura previa. Fue un ejemplo más
de que identificar al mercado, en sí mismo, con la libertad
es una ingenuidad Pues si el mercado supone un paso adelante respecto
de los controles estatalistas o religiosos de la producción
-en este caso artística-, siempre queda en pie la cuestión
clave de saber "quienes pueden acceder o no" a ese mercado,
y , en consecuencia, quienes lo determinan. El mercado vive para
el consumidor y, en el caso del teatro, la condición del
espectador real establece la "exclusión" de quienes
difícilmente podrían serlo y los "límites
de la libertad" del creador. Los autores pueden escribir lo
que quieran, y quizá lleguen a ganar algún premio
y a ver editada su obra o a representarla en condiciones insatisfactorias.
Pero para entrar en "la industria teatral", para ser considerados
por el mercado, han de encajar con la demanda, con los gustos y
la cultura de un público social y económicamente delimitado.
Es forzoso, llegados a este punto, recordar las numerosas entrevistas
y textos de García Lorca, así como sus años
al frente de La Barraca. Federico acompañaba siempre sus
críticas al teatro español de su tiempo reclamando
la conquista de un nuevo público, que quizás no era
tanto un "público popular", en el sentido que luego
ha solicitado un determinado teatro político -es decir, el
teatro de una clase oprimida, frente al teatro de la clase dominante-,
como el de un público donde también estuvieran los
que padecían la historia y vivían sin voz y sin teatro.
Porque, aun rechazando la referencia a la "lucha de clases"
como el compendio de la historia de los seres humanos, es obvio
que el teatro ha sido, por razones económicas, el patrimonio
de un reducido sector, sea cual sea su nombre.
4.
Quizá lo dicho hasta ahora nos permita dar un paso más
en la reflexión, en un momento en el que llevamos a nuestras
espaldas las enseñanzas de un siglo de frustraciones políticas
y dos décadas de integrismos de diverso tipo, alimentados
por argumentos diversos y, a menudo, comunes, pues se resumen, una
vez más, en el rescate del Bien contra el Mal y en la consecuente
negación de un proceso histórico racional. Es decir,
se quita el planeta a los humanos para entregarlo a los principios,
que es como decir a unos determinados y camuflados intereses.
Y el teatro, ¿qué pinta en toda esta historia?
Lo primero, una vez más, es saber de qué teatro hablamos.
No porque uno sea el Bueno y otro el Malo, que sería trasladar
al teatro el juicio final que hoy nos asfixia, sino, simplemente,
porque el teatro registra miles o millones de textos que han tenido
y tienen una distinta relación con la sociedad. Y ello, en
numerosos casos, con independencia de la intención del autor.
Pienso que una de las líneas para separar esos dos teatros,
igualmente legítimos, pero dotados de una distinta significación,
quizá podamos deducirla de alguna de las reflexiones anteriores.
Tenemos un teatro que se ajusta a la demanda de un sector social;
y tenemos otro que la excede. El primero descansa en un principio
de indudable lógica mercantil. Sólo puede venderse
aquello que alguien quiere comprar. Y para ello se invierten sumas
fabulosas destinadas a crear en el consumidor la necesidad de consumirlo.
Habría un teatro que conjuga el valor "mercantil"
de sus autores y de sus creadores escénicos con una publicidad
y una información encaminadas a despertar la atención
de sus posibles consumidores. Las razones del "consumo feliz"
de la representación pueden ser muchas y diversas, y ello
nos daría el censo de los "éxitos" teatrales,
la aplicación al teatro de los procedimientos habituales
del mercado con toda clase de productos.
Desde esta perspectiva, la función del empresario, que ha
de regir sus criterios con la previsión de beneficios, estaría
clara. Así funciona una buena parte de todo el teatro de
Europa y América.
¿Pero qué sucede cuando una obra plantea una cuestión,
en términos artísticos, que sobrepasa la demanda clientelista
y afecta a toda la sociedad? La producción dirigida al "consumo"
-artística o de cualquier índole- excluye a quien
no la necesita o a quien vive en condiciones que le impiden acceder
a ella. Si partiéramos de la base de que el teatro es sólo
un entretenimiento, tendríamos que encuadrar la reflexión
en el empleo del tiempo de ocio. Y a nadie se le ocurre decir que
los billares deberían ser subvencionados porque distraen
a muchas personas. Si el teatro sólo es un hermoso entretenimiento,
la competencia pertenece al Ministerio de Trabajo, y las consideraciones
económicas que procedan, al Ministerio de Economía
y Hacienda. Pero no es ese el caso, si nos atenemos a la historia
del arte y de la cultura, donde el teatro es una de sus líneas.
Ni tampoco, a la historia de las ideas políticas y las conmociones
sociales, donde, muy a menudo, el teatro diseña las realidades
que ocultan las crónicas oficiales interesadas. Hay en el
teatro, sumergida detrás de sus personajes y conflictos,
una historia que ensancha la comprensión del mundo, que nos
sitúa permanentemente frente al "otro", que descubre
las partes ocultas de nuestra propia identidad, que nos muestra
las razones legítimas de los personajes enfrentados, que
nos libera, en fin, de la visión simplona y maniquea que
nos proponen todos los catecismos.
¿Acaso, entonces, el teatro que cubre esos objetivos es un
bien social? ¿Como, por ejemplo, lo es la enseñanza
o la sanidad pública? De ser cierto, ¿tiene sentido
dejar el conocimiento del teatro a las posibilidades económicas
y sociales del sujeto? La historia nos ha dado respuestas concluyentes
al respecto. Sí, hay que dejar a la naturaleza operar con
la crueldad de sus leyes. Lo han dicho, de mil maneras, muchos líderes
de la violencia. El parlamentarismo, el diálogo, la interculturalidad,
el respeto al diferente, la democracia, la justicia internacional,
el apoyo a los débiles, son invenciones de los perdedores,
que niegan el derecho natural del más fuerte. Aquí
el viejo principio rehace su semántica para afirmar que el
Más Fuerte soy yo y el Más Débil es el otro,
escondiendo, una vez más, la sucia historia de las sociedades
bajo las sublimes exigencias de los principios.
De aceptar esta división, de admitir la exclusión
de una parte de la sociedad, reducida a la mera condición
de fuerza de trabajo, ¿qué sentido tendría
solicitar el interés de los poderes públicos para
permitir la existencia de un teatro que afecte a toda la sociedad?
¿No hemos quedado que sólo importa un sector? ¿Y
no está ese sector dispuesto a pagarlo de su bolsillo? Cuanto
más, póngase dinero público para hacer posibles
grandiosas o solemnes manifestaciones teatrales que no cabe dejar
en manos de los empresarios. Manifestaciones íntimamente
ligadas a la imagen del poder, en las que se complacen cuantos participan
de sus beneficios, a la vez que muestra a los adversarios su insignificancia.
¡Cuánto arte oficial no ha tenido y sigue teniendo
ese único propósito!
5.
Distinto es que nuestra concepción del mundo incluya los
llamados valores democráticos. A partir -para no alargar
el discurso- del hecho de que todos los ciudadanos y ciudadanas
de un Estado, desde una determinada edad y sin discriminación
alguna, eligen periódicamente a sus gobernantes. Si uno estudia
las vicisitudes por las que ha pasado el sufragio universal y las
trampas -y no me refiero sólo al recuento de los votos- a
las que siguen estando sometidos muchos procesos electorales, advierte
de inmediato hasta qué punto se trata de un sistema que inquieta
a todo el conservadurismo político. Canovas, uno de los hombres
fuertes de la España de la Restauración -segunda mitad
del XIX- lo repitió en un discurso memorable:" Si vota
todo el mundo, como hay más pobres que ricos, más
gente descontenta que satisfecha, la revolución va a ser
inevitable". Entre los mecanismos utilizados para que esto
no suceda, para que los pobres y los descontentos, al menos en buena
parte, voten a quienes no se interesan por su suerte, figura, muy
en primer término, la "exclusión" de la
vida social y política cotidiana de un sector al que sólo
se le pide, excepcionalmente, su voto, dejándolo el resto
del tiempo entregado a las tareas de la supervivencia, más
o menos dura o cómoda según los países. Lo
cual supone la existencia de una discriminación cultural,
asociada a la discriminación política.
Es aquí donde procede retomar la idea de que existe un teatro,
que podría ser mucho más rico y vigoroso en circunstancias
favorables, que constituye un espacio de encuentro y de reflexión
para toda la sociedad. Un teatro donde se alumbran los conflictos
y se hacen las preguntas para que la razón, la emoción
y la imaginación adentren a los espectadores en sí
mismos y en el mundo en que viven. Es uno de los más agudos
y hermosos ejercicios de la discrepancia, porque ésta no
se manifiesta en la mera oposición doctrinaria, sino en la
contemplación del comportamiento de los personajes, en la
credibilidad o falacia de sus argumentos. Las ideas son fundamentales,
pero nunca son principios, porque el curso de la acción las
altera y desvela el sufrimiento injusto y evitable que, a menudo,
determina su aplicación. Es un espacio libre e incruento,
donde el otro nos pone a prueba, y se generan percepciones de la
existencia sepultadas por el temor y la rutina de los adoctrinamientos.
Si el teatro es también eso, si lo es en algunos casos, y
situamos la estimación en el proyecto político de
una sociedad de votantes lúcidos, es evidente que el discurso
ha de ser muy otro del antes señalado. Sencillamente se trata
de un bien público, cuyo acceso indiscriminado es parte esencial
de la vida democrática. ¿No está reconocido
en las Constituciones democráticas? ¿No es la enseñanza
obligatoria uno de los pilares de esas sociedades? ¿Enseñanza,
para qué? ¿Sólo tecnológica? ¿Sólo
pragmática? ¿Sólo para aprender a obedecer?
Entonces ¿por qué pedir el voto a todo el mundo, por
qué hablar de soberanía popular, por qué invocar
desde los discursos políticos la representatividad de todo
un pueblo si sólo se habla en nombre de una reducida parte
de él?
Esta es quizá la primera cuestión, la más importante,
de un mundo cuya realidad -cinco millones de niños mueren
de hambre al año, y ochocientos millones de trabajadores
ganan un salario inferior a los dos dólares diarios, por
citar sólo dos cifras indicativas- dista mucho de los principios
democráticos y se ajusta a las viejas y renovadas ideologías
de la discriminación y del integrismo.
El teatro es sólo uno de los instrumentos de que dispone
una sociedad para integrar, en la expresión de los conflictos
y en su percepción como espectadores, a la inmensa mayoría
de sus miembros. De donde el concepto de "teatro público"
deja de ser un mero servicio caritativo, un acto de beneficencia
cultural, para ser parte de una política democrática.
Para que el debate y el voto tengan sentido.
6.
Ocurre, además, que el teatro es un producto económicamente
complejo. El texto puede escribirse con un lápiz y un cuaderno.
Pero la representación supone no sólo la atención
por lo escrito sino una inversión económica importante
en sus ensayos, en su montaje y en su mantenimiento. Necesita de
salas adecuadas, sujetas, a su vez, a un régimen económico
y a unas leyes gubernativas que determinan su viabilidad. El teatro,
en fin, es una estructura y entrar en ella supone una inversión,
que el mercado contempla únicamente desde sus previsiones
habituales -costos, posible público, márgenes de éxito
o de fracaso- dejando fuera a cualquier texto que, independientemente
de sus valores estéticos y sociales, no satisfaga esas exigencias.
Esa ha sido la razón primordial de muchos teatros públicos:
salvar de la ley de la taquilla una serie de textos considerados
parte del patrimonio cultural del país o, en algunos casos,
de la humanidad y asegurar su representación adecuada. En
la España del 36, cuando en la zona republicana se quiso
hacer también la revolución teatral, Cernuda se preguntó
por dónde empezar en un país donde casi nadie había
visto representar un Shakespeare o un Moliere. Estaban en los libros,
como las tragedias griegas, pero había sido la II República,
con una "Medea", estrenada por Margarita Xirgu en el Teatro
Romano de Mérida, en el 33, la que había permitido
que un público, en buena medida popular, supiera de su existencia
por primera vez. Los libros no son el vehículo ni estético
ni social de la comunicación dramática. Lo es la representación,
para un público indiscriminado, no especializado, de quien
se solicita su atención y su entrega personal. La cultura
teatral, en fin, no está en los libros sino en las experiencias
escénicas. Y la historia de los distintos teatros nacionales
contemporáneos nos muestra que los grandes títulos
han llegado al gran público allí donde el Estado ha
establecido los medios necesarios para su representación.
El que, a menudo, esta protección haya ido acompañada
de dudosos dirigismos o descarados intervencionismos es otra cuestión
a la que antes aludíamos. Pero no hay que confundir los términos.
Una cosa, lamentable, es que el apoyo sea una forma de control;
y otra, distinta, es que, sin apoyo, mucho del gran teatro representado
en Europa en el último siglo, el teatro que de hecho constituye
nuestra acervo cultural más vigente, no existiría.
7.
Llegamos al final de mi reflexión. El mercado, que es buena
norma en determinados campos, se vuelve un instrumento inmoral cuando
maneja productos de interés general. Es indecente que mueran
millones de personas en África porque su nivel económico
les impide comprar la medicación contra el Sida; es inmoral,
que mueran de hambre quienes no tienen dinero para comprar su comida;
es inmoral que mueren sin asistencia médica ni sanitaria
quienes carecen de medios económicos para procurársela,
es inaceptable que millones de personas no tengan posibilidad de
acceder a los libros o a las artes y llenen su vida en la simple
lucha por la subsistencia... Ahí está la clave de
la cuestión. Para quien considere que eso es, como se pregonaba
en el "Mein Kampf", una expresión del orden natural,
el teatro debe vivir dentro del mercado. Quien tenga dinero que
lo pague y si quienes tienen dinero no quieren verlo, no se hace
y en paz. Pero si creemos que el teatro es un bien común,
si el voto democrático parte del respeto a cada uno de los
votantes, al Estado le corresponde velar porque cada ciudadano esté
en las mejores condiciones para participar en los procesos sociales
y políticos del país. Y entonces, el teatro, como
la enseñanza o la salud pública, son parte de su propia
naturaleza,
El modo de llevarlo a la práctica es otra cuestión.
Yo sólo quería llegar hasta aquí: hasta el
punto donde un teatro de interés público ha de estar
por encima del mercado, apoyado -que no intervenido- por el Estado,
como representante del conjunto de la sociedad.
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