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USA. FINAL FELIZ DE BRECHT Y WEILL
por Rosa Ileana Boudet
El Pacific Resident Theatre, en Venice, no tiene nada de pacífico
ni de residencial, y menos de "veneciano". Está
situado en un barrio y una calle donde nada indica que pueda residir
un teatro, salvo los espectadores a la entrada, esperando a que
abran el recinto, pues una de las malas costumbres de los pequeños
teatros de Los Angeles es que las puertas están cerradas
hasta segundos antes de la hora señalada para empezar la
función. Una pequeña pizarra con las críticas
de los periódicos reemplaza a la marquesina y estoy en mi
destino. En cartelera está "Happy End", la pieza
de Kurt Weill y Brecht, un melodrama con canciones. En el interior,
la atmósfera es artesanal, humana: una cortina gastada, un
decorado reciclado de una producción anterior y los actores,
en ocasiones tan próximos como me ocurrió en "Rocket
to the Moon", una comedia muy poco representada de Clifford
Odets -de la misma época en la que Brecht lo conoció
y y polemizaron sobre "Paradise Lost" porque el norteamericano,
según Brecht, traicionaba la escena de denuncia social de
"Esperando al zurdo" y se aproximaba al naturalismo de
Chejov. En la obra -que ocurre en el salón de espera de un
dentista- me parecía observar un set de cine de lo miniaturista
que era la actuación. La sensación de complicidad
y proximidad física eran nuevas como inéditos los
detalles naturalistas (un periódico de la época, lluvia
"de verdad" y los letreros de neón que asomaban
por la ventana). Era como revivir sentimientos que he leído
en Antoine, arqueología escénica o como ser transportada
a la época de las "salitas" cubanas de la década
del cuarenta. Una rara mezcla de antigüedad y Actor's Studio,
actores estupendos en la técnica de actuar sin actuar. Por
esa misma condición que a mí me seduce de cierto teatro
angelino, el gran Athol Fugard entregó su última pieza
a un pequeño teatro en Hollywood, el Fountain, todavía
ubicado en un sector más degradado y venido a menos de la
ciudad. El contraste entre el deterioro del afuera y la acción
sagrada dentro, ha hecho de "Exits and Entrances" una
de las más exitosas de la última temporada.
Aunque soy asidua del Pacific porque estrenan piezas que nunca he
visto representadas como "Anna Christie", de O'Neill,
"Happy End" se ha escenificado en Argentina, España
y Brasil, pero nunca en Cuba donde el tributo a Brecht ha sido tan
devoto como el dispensado a García Lorca. Los dos dan nombre
a sendos teatros, el modesto Café Teatro Brecht y el ostentoso
y barroco Gran Teatro de La Habana -y aunque en los 60 pudimos disfrutar
de casi todo el ciclo épico y las obras didácticas,
gracias a su introducción por Vicente Revuelta con "El
alma buena de Se Chuan" -que protagonizó su hermana
Raquel- y después sus atrevidísimos Galileos.... en
el último de los cuales integró a un coro de jóvenes
estudiantes que discrepaban con el científico -y hubo los
grandes montajes de Néstor Raímondi, Ugo Ulive, y
Julio Babruskinas, entre otros directores latinoamericanos que acometieron
o calcaron de los "libros-modelo" aparte de "La panadería",
dirigida por Mario Balmaseda y "La boda de los pequeñoburgueses",
de Miriam Lezcano o "La madre", del alemán Ulf
Keyn, nunca nadie se ocupó de "Happy End", ese
delirio anti-capital que se burla de las técnicas de construcción
ilusionistas del mejor teatro aristotélico.
Lo cierto es que para mí la obra era una novedad y puesta
en escena a casi veinte minutos del lugar donde Brecht viviera entre
1941 y 1947 -con largos intervalos de estancia en Nueva York-, el
Nº. 1063 de la calle 26 en Santa Mónica, una maravilla
del azar. Los antiguos chalets de madera del norte de la calle Wilshire,
como el 1063 donde habitó el dramaturgo y su familia, según
la fotografía, han sido reemplazados por mansiones burguesas
y el barrio, entonces un enclave de los obreros de la compañía
de aviación de Douglas, es hoy un emporio residencial de
nuevos ricos y sede de firmas relacionadas con la "industria"
y las nuevas tecnologías.
Sin embargo, la apacible calle de Venice Blvd, donde está
ubicado el Pacific tiene mucho más que ver con la atmósfera
de la California que recibió a Brecht hace más de
cincuenta años y la obra fue la escogida por esta compañía
para su primer estreno hace veinte años.
"Happy End" fue un estrepitoso fracaso cuando se estrenó
en 1929 en el maravilloso, acogedor y burgúes Schiffbauerdam,
sede después del Berliner Ensemble. La obra cayó en
desgracia y casi por su propio peso desapareció del expediente
brechtiano o al menos no se la consideró en la bibliografía
más ortodoxa. Sin embargo, en los Estados Unidos es una pieza
de culto. Broadway -la suprema fábrica de ilusiones y quizás
el teatro más "culinario" del mundo- resulta un
curioso destino para el marxista y anti-aristotélico alemán
que intentó con tan poca fortuna accederlo en incontables
ocasiones, como observa James K. Lyon en su prolijo y documentado
"Bertolt Brecht in America", y sobrevive, sobre todo,
gracias a la música de Weill que se impuso al olvido y desastre
de su estreno, y conserva la misma frescura que cuando fue escrita
o quizás todavía más porque las bellísimas
melodías -que han tenido un recorrido propio fuera del teatro-
hacen aparecer la obra en la tradición del musical de Estados
Unidos, sobre todo a partir de la versión del Yale Repertory
Theatre que llegó a Broadway en 1972 en la adaptación
de Michael Feingold con Meryl Streep.
Hace veinte años esta compañía californiana
comenzó con la obra. "Happy End" se escribe un
año después de "La ópera de tres centavos"
que trajo gran reconocimiento al binomio y que a juzgar por la película
de Pabst -una versión libre sin la intervención de
Brecht- gozaba de increíbles actuaciones: Ernest Bush como
el narrador, Carola Neher como Polly Peachum y Lotte Lenya en su
creación de Jenny. Sólo que la pareja no pudo repetir
el éxito berlinés de "La ópera..."..
Como siempre en Brecht el problema con las fuentes es oscuro aunque
se cita a Mayor Barbara, de Bernard Shaw o Salvation Nell, de Edward
Sheldon, pero está firmada por Dorothy Lane, seudónimo
de Elizabeth Hauptmann, su puntual colaboradora que también
tradujo la novela de John Gay. Ya se sabe que en "La ópera..."
utiliza la poesía de Francoise Villon, fue pródigo
en utilizar de aquí y allá sin escrúpulos y
si bien el resultado de la primera es denso, articulado y brillante,
"Happy End" es como su ensayo general, sólo que
posterior.
El espacio escénico remeda el ambiente del cabaret berlinés
de Karl Valentin y hay un pianista colocado en un plano superior
que actúa como ese telón imaginario que divide las
escenas y hace más evidentes las transiciones. La obra empieza
con una manifestación obrera: los actores enarbolan pancartas
con retratos muy desfigurados de magnates y millonarios norteamericanos
y acto seguido, nos hallamos en una taberna en Chicago en 1919 -como
en "Santa Juana de los mataderos"- donde un grupo de ladrones
planea un asalto y a dónde acude el Ejército de Salvación
a "predicar" bondad y religiosidad. Pertenece al grupo
de piezas donde el joven Brecht mitificaba la "América"
de la modernidad, el jazz, el cine y que al mismo tiempo era una
jungla en el desierto. En estos momentos tanto para Brecht como
para Weill, América es mítica, deseada, la ciudad
del progreso y los rascacielos que como Mahagonny era también
la de la desesperación y la competencia. La atmósfera
de "Happy End" es contrastada, agresiva y maniquea. Los
maleantes son caricaturas: Baby Face (Tassos Pappas) lleva una media
máscara que acentúa su rostro infantil, el Dr. Nakamura,(Christopher
Shaw) una prótesis facial, el profesor (William Lithgow),
una peluca y todos detalles estridentes, excesivos, ridículos.
Ahora sabemos que el dramaturgo ha dispuesto unos gangsters artificiales
como traído por los pelos es el añorado encuentro
entre la hermana Lillian (Lesley Fera) y el dueño del negocio,
Bill Cracker (Thimothy V. Murphy). La hermana -capaz de los más
bellos sermones y prédicas- sucumbe a primera vista ante
los encantos viriles de Bill y se escucha una de las más
bellas canciones del binomio Weill-Brecht, "La canción
de Bilbao" que en la versión de Víctor Manuel
y Ana Belén dice: "No es fácil olvidar la luna
de Bilbao, allá vivió el amor/luna de aquel Bilbao"
[....] y es que no hay lugar donde una pueda estar/tocando el más
allá/ como en Bilbao" y uno siente la total entrega
del equipo al estilo épico aunque los norteamericanos acentúan
más una cierta cualidad de opereta y no el estilo de Lotte
Lenya o Gisela May de "decir" la música. La canción
interrumpe la acción y traslada el imaginario de Chicago
a Bilbao como en el filme "Guys and Dolls" (1955) Sky
Masterson -Marlon Brando- intenta seducir a otra voluntaria de los
ejércitos de salvación con la promesa, también
exótica, de ir a Cuba. El musical de Frank Loesser, aunque
posterior, es muy parecido al de Brecht-Weill quienes habían
intentando antes historizar y distanciar la acción trasladándola
a lugares extraños y poco familiares.
La policía busca a Cracker por una fechoría y la hermana
está presa del dilema tan caro a Brecht, de ser fiel al bien
y la bondad y decir la verdad -de manera inoportuna- o mentir y
salvarse. Cuando decide salvarlo por amor, es expulsada del grupo
religioso y los espectadores nos enfrentamos al juego de oposiciones
bien-mal, riqueza-pobreza, estupidez-inteligencia, consciente-inconsciente
que el dramaturgo subraya a lo largo de su obra, sólo que
son unos gangsters de tiras cómicas y una atmósfera
naif de novelita rosa. Lilian es expulsada del grupo religioso no
sin antes declararle su amor a Cracker en el tango del marinero
que popularizó Lotte Lenya, la actriz cantante y esposa de
Kurt Weill. En el segundo acto, los gangsters preparan un último
asalto -asistidos por la astucia de la Dama de Gris (Marta Hackett).
Y en vísperas de la fiesta de la Navidad, los entuertos se
resuelven: la Dama encuentra al esposo perdido en uno de los predicadores,
la hermana Lilian se entrega a Bill mientras los gangsters, ahora
reformados y virtuosos, entregan el botín al Ejército
de Salvación que intenta lucrar salvando las almas de de
los capitalistas.
El contubernio entre dinero, religión y mafia, al parecer
no gustó demasiado a los berlineses del año 29 que
vieron desconcertados como en el tercer acto, Helen Weigel -que
hacía la Dama en Gris-interrumpía la acción
con una arenga comunista: ¡Asaltar un banco no es un crimen
comparado con poseerlo! o "el mundo nos pertenece a todos y
marcharemos unidos para reconquistarlo", un añadido
de agitación política que tampoco logra resolver el
tercer acto. La actriz del Pacific resta grandilocuencia al momento,
si lo tuvo, se quita la peluca y se dirige al público de
manera muy natural. La dirección de Dan Bonnell extrae todas
las posibilidades del pequeño espacio, la proximidad de los
actores y la atmósfera del cabaret.
Brecht y Weill parecen autores antiguos y clásicos cuyas
melodías se pueden tararear. Sus palabras supuestamente agresivas,
suenan nostálgicas, aunque todavía poderosas y los
actores se mueven tan maravillosamente dentro de la tradición
del "musical" -única forma de teatro norteamericano
que Brecht celebró- que tal parece que no se equivocó
cuando consideró que el musical y las formas épicas
están imbricados porque el movimiento, la escenografía
y la danza de los "musicales", la irrealidad del vodevil
y el circo, eran modelos para el teatro épico. Aquí
se escucha "Surabaya Johnny", una canción de amor
imperecedera y acaba el show en un hipnótico "final
feliz", paródico, frívolo y hollywoodense, que
resulta un corolario irónico a las vicisitudes de Brecht
en su etapa norteamericana, en ese paraíso del exilio donde
conoció el fracaso, la indiferencia y el rechazo y a pesar
de sentirse como en el desierto, o en el que describe como un "Tahití
metropolitano", se incubaron sus grandes piezas y su pensamiento
se hizo más coherente.
Otro fue el camino de Weill, quien jamás pisó otra
vez Alemania y cuya obra creció y se integró a la
cultura norteamericana ayudando a conformar el musical que hoy conocemos
y donde trató -en vano- de ser algo más que el compositor
de Brecht. Acaso entonces la pobre acogida que recibiera su teatro
en los 40 y sus difíciles relaciones con la izquierda, Broadway,
el cine, las personalidades y la sociedad, preparaban el camino
para su hoy paradójica y decidida aceptación en Estados
Unidos.
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