Sumario

Editorial

Cuarenta años
del Odin Teatret

Hacer teatro hoy

La escena
iberoamericana

Investigar el teatro

MÉXICO. ¿SE NECESITA UNA NUEVA ÉTICA?

por Jaime Chabaud

 

Las recurrentes preguntas sobre la crisis del teatro nacional parecen recibir siempre una misma respuesta, que a mí no me satisface en lo absoluto: “es la condición inherente del quehacer”. Y a partir de tan conformista conclusión, más el lamento de la orfandad presupuestaria a la que nos tiene sometido el gobierno federal, estatal o municipal o la mafia de la acera de enfrente (aunque sea caminando la misma calle), se procede a olvidar el asunto hasta nueva oportunidad. El ciclo se renueva y pareciera producir un sadomasoco goce al reiterarnos que todo está de la mierda y que no existe nada que podamos hacer. Esperamos, como Vladimir y Estragon, la aparición de Godot pero olvidamos que, como en la obra de Beckett, no llegará…
Es claro el repliegue del estado respecto de sus antiguos y paternalistas apoyos a la cultura; y para documentar nuestro optimismo podemos decir que la cosa va a empeorar. Por lo mismo no comprendo la sorpresa y la indignación de mucha gente de la cultura en general y del teatro en particular ante las políticas de un gobierno de derechas como el que experimenta México. ¿Qué pretendíamos conseguir con el gobierno panista “del cambio”? Nos han hecho extrañar al PRI con todo y su demagogia. Y por otro lado, ¿con montones de dineros se lograría construir la nación teatral que quería Rodolfo Usigli o cuando menos un mejor arte escénico? ¿Y cuál teatro es el que debe apoyarse si la diversidad del mismo no es mensurable pese a los profetas de la ruta única (o sea: la suya)?
Nuestro oficio en Argentina y Colombia, por ejemplo, vive un resurgimiento poderosísimo y sin contar con recursos económicos mínimamente importantes pero sí teatros concurridos si no llenos. Cuando uno les cuenta a los teatreros de estos países de los apoyos a las producciones y las becas que reciben sus pares mexicanos, simplemente no logran imaginarlo. Con esto no quiero decir que las instituciones de cultura estén funcionando bien cuando nueve de cada diez pesos dedicados al sector se emplea para pago de burocracia y trabajadores sindicalizados (muchos de ellos con horarios estúpidos que no corresponden a los de la vida teatral, obligando al pago excesivo de horas extra).
Lo que me preocupa plantear en esta breve reflexión –de manera muy generalizadora, ni modo- es el otro lado de la moneda, lo que nos toca en corresponsabilidad respecto al mal estado de cosas que guarda el teatro nacional. La confusión que impera quizá no es nueva pero no por ello nos debemos sumir en la inercia de “siempre ha sido así”. Al revisar algunas de las críticas que el investigador Armando Partida realizó a los espectáculos presentados en las Muestras Nacionales durante los años 80, nos damos cuenta que las carencias siguen siendo muy similares a los de hoy pese a que sí se establecieron, en la última década, programas formativos y mayores apoyos federales para fortalecer el teatro en los estados. Algunos de los buenos resultados se pueden ubicar dentro del Programa Nacional de Teatro Escolar que reformulara con inteligencia Mario Espinosa y que, como consecuencia, ha colocado a varios montajes realizados en él como elegibles para participar en las Muestras Nacionales. No obstante, parece paradójico que el teatro que no nace con las tutorías de este programa demuestra una inopia artística y, por tanto, tampoco resulta alentador que lo representativo de un estado sean precisamente esos montajes.
En los tiempos que corren me da la impresión de que se ha acelerado la desaparición de fronteras entre los teatros comercial, “de arte” (por llamarlo de algún modo) y el de aficionados. Tal pérdida de brújula, incluso, ha sido propiciada por las mismas instancias de cultura que han cobijado sin distingos esas tres maneras de producción y, sobre todo, de concepción del mundo. En pos de hacer rentable (léase necesidad de recuperación en taquilla cueste lo que cueste) lo que es un bien social así como la no jerarquización de los proyectos en un ánimo muy “democratizador”, ha desdibujado hasta la función y perfil de instituciones como el INBA que ahora busca enderezar el camino.
Pero esto tiene que ver, en mucho, con las propuestas artísticas de los propios teatreros. Existe un frenesí por estrenar y estrenar obras en una sobreoferta que confunde a los públicos que no tienen ningún claridad a la hora de elegir sus preferencias. Para éstos es la ruleta rusa y para los creadores la inmolación en el fuego de sentirse vigentes. Se va de obra en obra sin que se aprecie un eje rector en el repertorio. Hoy se monta Shakespeare, mañana Tomás Urtusástegui, pasado mañana Pinter, la semana siguiente Alejandro Casona y el mes entrante Héctor Mendoza… ¿Para de-mostrar qué? ¿La ausencia absoluta de proyecto artístico, de algo “qué decir”? Y es que la falta de discurso es prueba de que aun en la capital se hace mucho teatro de aficionados sin más herramienta que la de sus ganas, la de su “pasión” que no nos lleva a ninguna eyaculación estética. El reino de Onán triunfa poderosamente sobre nuestros escenarios y uno se pregunta con insistencia: ¿y esta obra para qué la hicieron? ¿Y con estos actores? ¿En este contexto qué significa? ¿Para quién? ¿Qué quieren explorar? Buena parte de los casos no tienen respuestas y aunque las hubiera no se encuentra una relación artística entre las premisas creadoras, su resultado y su vinculación con el (los) público(s) ideales. Gana el demonio entendiéndolo como hace Peter Brook: el aburrimiento.
Así como se es intolerante a la lactosa, buena parte del gremio lo es hacia la crítica; y no hablo de aquella dolosa y llena de ponzoña estéril, sino de la razonada al calor de herramientas técnicas (ejercitada por críticos u otros colegas). El canibalismo hace del teatrero mexicano un ser que festina más el fracaso del vecino que el éxito propio y por ello vive a la defensiva, con la espada desenvainada y dispuesto a tapiar sus orejas para que nada penetre sus sensibles oídos. Sigue imperando en amplios sectores el acto reflejo protector de no escuchar: “no me entienden”, dicen, pero el público tampoco y ese es el único pecado mortal que no podemos continuar perpetrando. Bajo el pretexto de que el teatro es un arte elitista y de que le “hablamos a la inmensa minoría” (imagen que me gusta de verdad) atropellamos los derechos mínimos del espectador. Cuando se enarbola el discurso de “a mí no me interesa el público” me hace sospechar que hay algo podrido en Dinamarca. No es aceptable como coartada para ejercer la impunidad o, en todo caso, tampoco es un teatro que deba en momento alguno ser auspiciado por instancias estatales.
La intolerancia a la crítica no es más que un síntoma de la enorme incapacidad de autocrítica del gremio teatral. Vemos con mayor o menor acertividad los yerros en el ojo ajeno pero nos cuesta la vida ver el abismo que se suele abrir entre la idea estética y su ejecución sobre el escenario. Difícil tarea es cuando se cuenta con las herramientas técnicas y hacer el autodiagnóstico cuando se carece de ellas representa el común denominador. Entonces, ¿por qué ha de sorprendernos que Fernando de Ita pida que asumamos de una vez y para siempre que el teatro nacional resulta más un buen teatro de aficionados que uno profesional? En la medida en que el gremio se niega a la formación continua, a la confrontación de las ideas y de los productos, a defender los intereses de todos en pos de la construcción de la tan llevada y traída “comunidad teatral”, seguiremos en la autocomplacencia, en el diletantismo y en la práctica de la autoconmiseración.
Si la moneda en uso no fuese la descalificación del otro (que juegan de los gurús a los críos de teta del teatro), si el diez por ciento del tiempo que ocupamos en grillarnos unos a los otros lo usáramos para reflexión y estudio, si aceptáramos nuestras limitantes expresivas, si nos quejáramos menos y trabajáramos con más rigor, el arte escénico mexicano estaría gozando sin duda de mejor salud, cuando menos mental.

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