Sumario

Editorial

Cuarenta años
del Odin Teatret

Hacer teatro hoy

La escena
iberoamericana

Investigar el teatro

BOLIVIA. LO EFÍMERO EN EL ALTAR

por César Brie


Lo que se lee a continuación son los dos primeros capítulos de una novela autobiográfica que se publicará en breve en Bolivia. A pesar de ser un testimonio, la llamo novela, porque muchos datos, personajes y situaciones fueron cambiados, sintetizados, deformados para adherir más a aquello que llamo "verdad de la ficción". O sea, para que reflejaran mejor eventos que ocurrieron en forma menos ejemplar y más tortuosa.


CAPÍTULO 1
1.

Tenía 15 años y escribía. No sè por què. Aún hoy, luego de un siglo, sigo sin saberlo.
¿Quería quitarme de encima una muerte inesperada e injusta? ¿Darle palabras a un amor mudo, vencer una timidez sideral? ¿Ponerle gasas a una piel despellejada, herida?
Escribir me aliviaba de un peso que me quitaba el aliento, me permitía llegar con la frente alta a la mañana siguiente, me redimía.
De noche, insomne, encorvado en el borde de mi cama con una taza de latón llena de un café aguachento, o en la silla de un café semivacío, u oscilando en el último colectivo que me devolvía a mi casa traspirado, desgreñado, sucio, escribía, ensuciaba, corregía cuadernos y cuadernos de mala poesía.
Pero cuando me tocaba hablarle a una mujer, las palabras escritas no alcanzaban la boca. Temblaba, enmudecía...
Por eso me dediqué al teatro, me volví un actor para poder hablarle a las mujeres. Aún hoy tiemblo, pero, al menos, ellas no se dan cuenta.
Al fin y al cabo el teatro sirvió para eso: para disimular un temblor.
Pero entonces buscaba algo que no sabía qué era, y le daba un nombre oscuro. Lo llamaba sinceridad. La escritura me hacía volar, pero mi cuerpo, mi timidez, se quedaban en la tierra firme, con zapatos de plomo y voz quebrada frente a los demás. Nunca hubiera imaginado que por el teatro dejaría, poco tiempo después, a un gran amor. Lo que comenzó siendo un motivo se transformó en la víctima propiciatoria. Comencé a ser actor para poder hablarle a las mujeres, y terminé renunciando a cualquiera de ellas que se interpusiera entre el teatro y yo.
¿Por qué hablar de la fragilidad, del dolor, la rabia y la urgencia encerrados en un cuerpo inadecuado, inexperto, virginal? ¿O de las pasiones que suscitan pura poesía escénica? ¿Del hambre de sinceridad, las peleas, los culos rotos, las traiciones... las dudas infinitas? ¿El teatro es también eso? ¿Una alquimia feroz de intuiciones, bajezas, gritos sin voz, sueños vueltos pesadillas, cogidas en un coche, desvelos, obstinación?
Niños hechos añicos, jóvenes a punto de ahogarse, llevan en salvataje, aferrados a la escena como a una balsa, los fragmentos de su adolescencia, para toparse casi siempre con capitanes indolentes, con vigías ciegos, con energúmenos que se encargarán de volver vidrio molido, el cristal tembloroso que ellos habían rescatado de su íntimo naufragio.
Impregnado por la existencia, el teatro queda a un costado. El actor lo sostiene como un fardo, a tumbos, medio arrastrado en el polvo mientras lo lleva. Se parece demasiado a la vida para poder identificarse con ella, y está a su lado. Como un juguete roto colgando del brazo de un niño distraído.
¿Y el actor? Un desconocido se agita frente a otros desconocidos que ni siquiera ve; enceguecido por las luces, tropieza, gesticula, habla, traspira, tiembla. Los desconocidos aplauden, se desperezan, se ponen de pie, se van.
El actor recoge sus objetos, los guarda, limpia el piso apenas ensuciado, carga los bártulos en un camión y sale a buscar un lugar donde le den de comer. Ninguna caricia nueva, nadie cayó en su red. O tal vez alguna persona lo intentó, demasiado tímida para tener éxito, o el actor pensaba en otra, que obviamente, no estaba allí. Cuánto deseo, cuánta soledad detrás de cada representación.
Ser actor, colocar lo efímero en su altar. La eternidad del instante... quisiera morir cada vez que termino de actuar.
Y todo esto comenzó porque necesitaba hablar con calma, con soltura, a alguna mujer.
¿Para qué contarlo, si ya pasó todo? ¿A quién le sirve? En ese pasado hay vientos que no percibí. Recuerdo para dar luz a aquello que olvidé. No soy original, ni único, soy un orejón más del tarro, pero se que lo que me ocurrió, lo vivieron otros, en diferentes formas, con diferentes salsas. Todos reconocen el olor que sale de una ventana, aunque sea la comida del vecino. No comieron de ese plato, pero reconocieron su sabor. Así comienza esta historia. Hablo de mí, porque los abarco a todos dentro de mí.
Recuerdo lo que depuro, depuro lo que deseo recordar. Invento entonces, cambio, miento para acercarme a la sinceridad. Lo que ahora cuento lo viví y no lo viví. Es cierto, pero tuvo otra forma. Esto no es un catálogo, nies sólo un testimonio, es también un relato. Aquello que invento se acerca más a la verdad que aquello que viví.


2.

En 1971, Buenos Aires pululaba de escuelas de teatro y cursos de actuación. Fui a ver varios. En uno de ellos un energúmeno insultaba y maltrataba a una muchacha.
"¿Por qué está tan enojado?" -le pregunté a uno de los alumnos.
"El maestro es así"- me respondió.
Ya, el maestro es así. El maestro es asá.
Basta con poner un anuncio en el diario y alquilar un espacio donde reunir acólitos para llamarse maestro de teatro.
He visto tantas veces a esos energúmenos maltratar a jóvenes, inhibirlos, confundirlos, destrozar la belleza que escondían mientras trataban de encontrar algo diferente de la familia, la escuela, los trabajos mal pagados, las relaciones de la calle.
Buscando el teatro buscábamos la diferencia. No para separarnos de los demás, sino para gritar que era lícito ser otro, algo más humano, algo más sincero; algo diferente de la sorda violencia con que acomodábamos nuestras relaciones adolescentes, entre chistes sexuales, baba a la boca, burdeles prematuros y kilos de dolor escondidos bajo la tensa piel de nuestra juventud.
Eso que yo buscaba, lo buscábamos la mayoría de los jóvenes, que andábamos dando tumbos de una escuela de actuación a otra, entre falsos maestros, comerciantes astutos, burócratas de la actuación, artistas frustrados y, de vez en cuando, algún sujeto genial.
La hice caminar veinte kilómetros por media Buenos Aires antes de atreverme a darle la mano. De San Telmo a Congreso, pasando por Plaza de Mayo. De Congreso a Santa Fe y por Santa Fe hasta Palermo, luego la hice volver por Las Heras hasta Plaza Francia.
Todo el viaje tenso, histérico.
- "¿Le doy la mano?... ¿Y si se ofende?... ¿Querrá que le de la mano? ... La agarro de repente, le estampo un beso en la boca, y que se joda... No, calma, así voy a arruinarlo todo"-
Le di la mano finalmente... por cansancio, me dolían los pies, estaba muerto. Cuando lo hice, nos derrumbamos en el primer banco de la plaza en que nos encontrábamos y empezamos a besarnos sin asco. Ella tenía veinte años, yo dieciseis, era enjuta, pequeña, apagadamente bella, de cabellos castaños y asistía conmigo a un curso de actuación. No estaba enamorado de ella pero me atraía. Y además, sin saberlo, ya trataba de olvidar, a través de ella, a mi primer amor.
Cogimos de un modo vergonzoso la primera tarde en que Bruno nos dejó solos en la habitación que compartía con él. No llegó a desnudarse, tenía aún las medias collant, cuando acabé. Me dio una vergüenza enorme ver mi semen desparramado sobre sus medias negras.
Hasta ese día había desparramado esperma en calcetines, almohadas, baños, en perfecta soledad, placer y vergüenza. Nunca una mujer había asistido a nada de lo que cometía en su nombre, o en su imagen, o en su olor. Pero ella fue dulce y el mal rato se disolvió en caricias y besos casi maternales. No le importó que la dejara a mitad de sus ganas. Me hizo callar cuando le pedí disculpas y días después, cuando Bruno me dejó la habitación para que se quedara toda la noche, recuperé en pocas horas, los años perdidos en pensar en mujeres, en pajearme por ellas, en evocarlas, en temblar. Cogimos hasta entrado el día, inagotables. Recuerdo que cuando desperté había sangre en las sábanas. No era suyo; era mi sexo el que sangraba. Era el frenillo roto, era mi sangre.
Mi virginidad acabó con una compañera del curso de teatro, apasionadamente, frenéticamente, sin mucho amor a fin de cuentas. Tal vez ese fue el precio de la timidez que rompía su cáscara, la cuenta que pagué por el rechazo de la mujer que había amado toda mi adolescencia, demasiado mayor que yo.
¿En qué lugar del amor está el deseo? ¿Cuándo se mezclan ambos en esa alquimia incomparable que encontramos a veces y por la cual atravesaríamos desiertos?
Mi virginidad se fue sin haber respondido honestamente a esa cuestión. Me acosté con una mujer que era accesible, atraído por ella y viceversa, pero poco más. Años después, regresando del exilio, volví a encontrarla e hicimos el amor... tan mal, tan tristemente, tan expertos y poco frescos, que lamenté no haberme quedado con el recuerdo de aquellas primeras veces, el esperma en sus medias, el frenillo roto, nuestro candor.
Y sin embargo esa virginidad que perdí, y deseaba perder, y se había hundido a medias en las mil y una pajas, no era importante. Hay otra que no es posible comprar en un mercado, porque se esconde en una actitud. La virginidad del actor... del artista de teatro.
Un viaje al revés, porque se parte de la incapacidad, ignorancia y absoluta necesidad mezcladas a piel joven, al deseo, al candor y se camina aprendiendo técnicas que debían ser armas pero se vuelven escudos, detrás de los que nos escondemos otra vez, ya con oficio, falsos e insinceros, hasta llegar un día al sabor a bosta, al hartazgo, al nudo en la garganta, al grito que nos hace echar definitivamente toda esa mierda por la borda... llegar como llegué sin darme cuenta... a ninguna parte, en realidad, allí donde aún me encuentro, en alta mar, sin puertos, al timón de una nave obligada a avanzar, a ir adelante, bajo pena de naufragio si se me ocurriera apagar el motor, o arriara las velas, si me pusiera a mentir.


CAPÍTULO 2

Los vi en un teatro pequeño. Todos en blue jeans. Una historia sencilla de enorme energía y pocas sílabas. El viaje de un hombre del campo a la ciudad. Su automatización. Engranaje de una máquina más grande que él. Sus recuerdos, su rebeldía, el castigo y la tortura. El cuerpo de Carlos, desnudo, obligado a funcionar como el cuerpo máquina de los demás.
Me pareció grandioso. No estaba conmovido, sino revuelto de sensaciones. Me había impresionado además, el hecho de que estuvieran vestidos como en la vida diaria. Que no hubiera diferencia entre la vestimenta de afuera y la del escenario. Eso buscaba, o al menos, eso creía buscar.
El parecido entre la vestimenta dentro y fuera del teatro, me hacía creer que la vida en la escena era sincera y real. Atribuía así un rol al ropaje en la escena que nunca le hubiera dado fuera de ella.
Potencia del teatro: me parecía honesto y verdadero lo que fuera de él me importaba un comino. Tal vez quise creer que no actuaban, sino que eran.
Y seguramente eran -vulgares, toscos como en la vida- pero llenos de energía. La escena amplifica, dilata, ensancha. Y yo también, amplifiqué lo que buscaba en esa imagen insospechada que se acercaba mucho a mis oscuros, confusos sueños de sinceridad. Inflé mi fe como el viento infla una vela. Les creí, los seguí, partí con ellos.
Fuera del teatro, una alumna de ellos, con un aire entre intelectual y puta de barrio, logró sacarme todo el dinero que tenía, tal vez a causa de un vestido que le colgaba literalmente de las tetas erguidas como semáforos rojos, para dejarme entre las manos dos revistas que el grupo editaba y que luego devoré.
Mi primera, imperceptible decepción, fue ver que los actores, cuando salieron, estaban mejor vestidos que en la escena. No les dije nada, me parecían enormes y temía molestarlos. El que estaba mejor vestido era el protagonista, Carlos, que se fue parloteando con un muchacho que lo esperaba.
Carlos vive en Italia, da cursos de teatro, a veces actúa. Luego de un psicoanálisis de varios años, dejó de ser maricón y se casó. Aunque le ocurren enamoramientos feroces con algunos hombres con que se cruza. Ignoro si su analista: "me hice romper el culo por años por culpa de la relación con mi viejo" tenía razón, o si era mejor que se lo dejara romper en paz.
Cuánta gente se jode la vida al querer ser lo que no se es: fiel, puto, macho, genio. Reyes de la infelicidad.
Cuando nos conocimos, Carlos se enamoró de mí. Él tenía 36 años, yo 16. Quise ser maricón para poder amarlo, porque me avergonzaba mi indiferencia frente a su deseo, y terminé una noche, en casa de su madre, en bolas, aterrorizado, agarrándome el pito con ambas manos para que no me lo tocara, mientras él babeaba por mi cuerpo, hasta que mi horror pudo más que su deseo y se echó en el suelo, desnudo, al lado de mi cama, a llorar.
Pasaron delante de mí los que por años iban a ser mis compañeros de trabajo: Ignacio y Dora, que aún trabajan juntos en Italia. Los únicos que no se irían de la Argentina cuando años después, el grupo escaparía perseguido por la violencia que había tomado forma justo con el secuestro y tortura de él.
Los actores iban a cenar. Los miraba con admiración. Pasó Emiliano, fornido, musculoso, pelado, del brazo de una chica que me pareció una diosa, alta, tetona, inalcanzable.
Emiliano se fue a Europa con nosotros. En el barco, durante el viaje fue expulsado del grupo, por nuestro director.
Emiliano usaba su cabeza siempre, a veces para pensar, otras para embestir. Era honesto. Decía lo que pensaba y hacía lo que quería. Eso no era admisible para Alejandro, nuestro director. No por razones de disciplina, sino porque nos dirigía uno de esos genios que necesitan humillar a las personas para poder reinar. Y Emiliano no había nacido para ser el trapo de piso de nadie. En Italia se volvió un empresario de luces para espectáculos. Llevó a su familia, y ahora que respiran vientos de paz, ha vuelto a la Argentina, al pueblo de su infancia. Ha comprado la casa que siempre soñó cuando era pibe, con un terreno grande que cultiva. Tiene una hija, una mujer que ama… me dicen que parece feliz.
Si volviera a verlo, no sabría expresarle el afecto que siento por él. Una vez quise hacerlo, cuando yo recién había llegado al teatro. Puse una mano en su brazo, sonriéndole. Me empujó brutalmente, diciéndome: "ojo nene, yo no tengo nada contra los putos, pero si me franeleás te cago a trompadas". Yo era un adolescente, flaco, frágil, Carlos me revoloteaba alrededor, todos se daban cuenta, pero yo no había entendido, todavía, las razones de su interés.
Pasaron Leticia y Gofredo que aún eran pareja. Leticia llevaba una permanente indestructible a las volteretas que daba en la escena y Gofredo, indescifrable, cruel, tímido, estupendo actor. Se separarían un par de años más tarde. Leticia vive en Francia con Eric, un muchacho francés que se vino a Buenos Aires con el teatro, cuando regresamos de nuestra primera gira europea, poco antes del secuestro de Ignacio y de la consecuente estampida hacia el exterior. Así pasaba ella del brazo de Gofredo, sin saber que terminaría viviendo en París con Eric, por actuar en una obra donde se hablaba de tortura (a ella que jamás le importó la política) y por pertenecer a un teatro cuyos actores se fueron a vivir juntos a una casona de San Telmo para ahorrar plata y luego, gracias a la megalomanía del director, terminaron poniéndose el pomposo y peligroso nombre de Comuna, como la de París.
Pasaron Carmen y Gerardo, otra de las parejas que se hizo polvo al poco tiempo. Ambos viven en Italia, en Milán, cada uno por su lado. Carmen vivió por años con Gofredo. (este con Leticia, antes con Carlos, luego Leticia con Eric, Eric antes con Chantal y -ta te ti- la cadena se pierde, -figurita para mí, para tí para quién?).
Los grupos de teatro son, también, eslabones aceitados con la grasa del deseo. Un día te das cuenta del camote por ella o por él, y el resto llega solo.
Carmen salta desde hace años de Buenos Aires a Milán y viceversa. En Milán vive y trabaja, gana el dinero para cruzar el océano y visitar a sus padres y amigos.
A veces se me ocurre que fueron agencias de viajes las que organizaron toda la represión. Los milicos corrieron a la gente pagados por las compañías aéreas. De Brasil a Chile, pasando por Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, se fueron millones. Podría ser una explicación acorde con los principios del materialismo. Y bastaría como tesis para fundar un partido de oposición del tipo: Partido del Pueblo Sedentario. Reivindicar el derecho inalienable a quedarnos todos en nuestro lugar. Tesis de la inmovilidad, escudo con una silla y un mate cruzados como emblema, festival de música folklórica, himno con letra: "no te vayas Corazón." Con poco trabajo sacaría una diputación.
Gerardo, que pasaba con Carmen, hoy recorre Milán haciendo mudanzas con un camión. Me alojó una de las veces que regresé a Italia, pero nunca volvimos a hablar a fondo.
Nuestro reencuentro fue cariñoso, pero superficial. Tal vez me siguió pesando aquella vez en que, cargando un camión de instrumentos de una vedette, en una playa italiana, trabajo hecho para sobrevivir en el exilio, comenzamos a insultarnos y pasamos luego a las manos.
Él era mucho más grande que yo: me golpeó, me hizo caer y cuando yo estaba en el suelo, lejos de detenerse siguió con más saña sacudiendo con puños y patadas mi piltrafa, con un gesto en la cara que no olvidaré: el rictus de quien goza en humillar.
Pero Gerardo nunca fue mal bicho. Todo lo contrario. Según las circunstancias uno saca lo peor o lo mejor de sí. Vivíamos mal entonces, fuera del país, cagados de hambre, era difícil mostrar lo más noble de nosotros.
Yo lo había insultado. Siempre fui débil, flaco, nervioso pero hábil con las palabras. Desde chiquito aprendí a herir con los insultos. El me sacudió el polvo, las costillas, y las ganas de hablar. Me lo merecí.
Gerardo tiene un perro, una especie de pequeño fox terrier, igualito a él. Los mismos ojos ladeados, la misma barba y bigotes. Son idénticos. El perro se llama Pedro, el parecido entre ambos le sirve a Gerardo para desatar intereses femeninos. Las mujeres se ríen, acarician a Pedro y se detienen a conversar. Alguna que otra termina acariciando al dueño. Fue gracias a Pedro, que Gerardo encontró a su actual mujer. Tienen un hijo hermoso. Gerardo sigue rompiéndose el culo con su camión. “Pero ahora tiene sentido, no es por la guita -dice- es por amor.”
Pasaron también Roberto y Edgardo. Roberto, altísimo, con ojos como lunas oscuras, el otro petiso y lleno de pólvora. En la obra, Edgardo era el presentador. Una especie de pulchinela enloquecido, risueño.
Roberto y Edgardo eran…el duo dinámico. Mezcla de forajidos, lumpenes, mosqueteros, príncipes. Siempre tenían cigarrillos, vendían cigarrillos a todos. Parecían contrabandistas… eran ladrones. Habían descubierto cómo forzar, con una llave maestra, la reja de un kiosco. Cada noche, a la misma hora, como si fueran proveedores, llegaban con un par de cartones vacios, entraban, cambiaban los cartones por otros llenos y se iban. El kiosco era grande, el robo pequeño. El dueño nunca se dio cuenta.
Si alguien los invitaba a cenar, llegaban con bolsas cargadas de verdura y fruta, y con una caña de pescar. Había un detalle, todo lo que traían tenía un agujero. Las berenjenas, naranjas, lechugas, manzanas venían con orificio.
Algunas verdulerías en Buenos Aires, no se cierran herméticamente, tienen una inmensa reja que las proteje de los ladrones y permite al aire circular y ventilar la mercadería. Permite pasar al aire… y al duo dinámico. A través de esa reja, Edgardo insertaba una caña de pescar a la que había atado en la punta un tenedor de trinchar pollos, y pescaba así las frutas y verduras. Todo lo que estuviera frente a ellos y pudiera atravesar la reja, terminaba en sus bolsas. Roberto vigilaba y silbaba cuando presentía peligro o cuando alguien se acercaba.
Volví a ver a Roberto cuando regresé del exilio, se acercó a saludarme luego de una representación. Por él supe que a Edgardo lo habían matado en un operativo militar en el que casi perdió la vida también él.
Roberto trabajaba con un furgón de mudanzas; aquel día ayudaba a su viejo amigo a cambiar de casa cuando les cayó encima el ejército. Edgardo trató de escapar, recibió un balazo en la espalda… se los llevaron a ambos a un chupadero. Roberto escuchó, atado, con los ojos vendados, los estertores del amigo. Luego se llevaron el cuerpo… jamás apareció. Al parecer, Edgardo estaba en la guerrilla, lo habían descubierto, seguido, y cuando decidieron cazarlo, cayó Roberto junto a él.
Roberto, contra toda regla elemental de sobrevivencia, pidió, insistió, rogó hablar con el responsable. Lo pusieron delante de un coronel. Explicó todo entre moco y llanto. Dijo que Edgardo era un amigo de la infancia y del teatro. Que lo había perdido de vista años atrás. Que no sabía en qué andaba, qué era lo qué hacía, hasta que apareció para pedirle ayuda en una mudanza. Que controlaran por favor. Que él se había dejado de joder con la política, el arte. Que había recapacitado... ahora era un laburante... que no diría nada, que todo había sido un error.
Ignoro qué Dios lo protegió. Tampoco sé si lo torturaron. Lo que sí sé es que bastaba mirarle los ojos a Roberto para creerle. Siempre tuvo ojos grandotes, asombrados, uno al que le costaba mentir. Tal vez por eso no era buen actor (o, en ciertas circunstancias podía llegar a ser el mejor actor del mundo). El coronel habrá hecho sus controles, habrá creído en su miedo, en su desesperación. Tal vez Edgardo, antes de morir, habrá murmurado que su amigo no tenía nada que ver. Tal vez Roberto dijo otras cosas que no me contó.
Ya no importa. Lo que sabemos del horror de los campos, de los chupaderos, lo conocemos por los sobrevivientes. Por regla sobreviven los afortunados, los quebrados y los astutos. No los mejores. La mayor parte de los que sobrevivieron fueron los que denunciaron inocentes, los que arreglaron la picana rota del torturador, los que colaboraron, las que se acostaron con sus represores, los que fueron serviles y útiles. No todos los que colaboraron, lograron sobrevivir. A varios los cargaron en el último transporte mientras gritaban "pero si yo colaboré, yo colaboré". Esa es otra cuenta que los asesinos nunca van a pagar… a algunos, antes de matarlos, lograron destrozarles todo vestigio de dignidad. Y es también un cheque a favor de los quebrados… además del horror, las patadas, las torturas y los golpes… haber testimoniado luego, ante los jueces, enfrentando, confesando la vergüenza de la cobardía que les salvó.
El hecho es que unos días después, a Roberto lo sacaron, vendado, en un coche. Lo bajaron en un lugar en el campo y le dijeron “caminá, si te das vuelta sos boleta, caminá”.
-"… y te juro César que fueron los minutos más largos de mi vida, porque estaba convencido que me iban a balear. Sentí partir el coche, pensé que me iba a arrollar, pero pasó a mi lado. Creí entonces que alguien me seguía a pie para matarme.... hasta que no pude más, me quité la venda y estaba solo, de noche, fuera de la Capital, no había nadie. No podía casi respirar, me vinieron arcadas, vomité... había unas estrellas… sólo después de vomitar sentí el olor a mierda. Me había cagado encima... caí de rodillas, me puse a llorar."
Roberto nunca había ido a avisar a la familia de Edgardo. Le ofrecí acompañarlo, se negó. “voy a ir solo”.
Ignoro si lo hizo. Hasta el día de hoy no le he vuelto a ver.
Tenía razón Roberto: había sido un error... había sido un error existir en esos años, donde el espacio que te quedaba entre los guerreros de ambos bandos era ínfimo; donde cualquier sueño conducía a la brutalidad, ejercida o sufrida.
Crecí en un país violento, destrozado por odios, donde la costumbre de los fuertes ha sido ensañarse con los débiles. Y donde ahora se pretende que todos olviden. Todos, incluso las madres, las viudas, que como Príamo frente a Aquiles, fueron a rogar a los verdugos de sus hijos, pero en vez de obtener el cuerpo de Héctor para sus exequias, se las reprimió, torturó, desapareció, se les trató como a perros, se las tachó de locas, y ahora se espera sólo que se mueran de viejas para que no jodan más.
Así, desfilaron ante mí, saliendo de la sala, los actores de una obra teatral que me había conmovido y con los cuales trabajaría por mucho tiempo.
Yo tenía dieciseis años, quería hacer teatro, hablar con calma a las mujeres, expresar lo que la literatura no me daba. Cuando escribía, sublimaba todo, eran perfectas las mujeres, puro espíritu y poesía, pero más tarde, en las noches, solo, boca abajo en la cama, me desbocaba en pajas, donde mi cabeza sublimaba imponentes, generosas tetonas que me prodigaban improbables caricias, lamidas, besos, cálidas palabras que mi mano transformaba en burdo, solitario, grotesco placer.
Así empezó lo que hoy podría llamar mi carrera artística. Pero que no lo fue. Fue mi vida, tan mezclada a mi trabajo artístico y tan diferente a la vez. Distingo los elementos de una y otro, pero no logro separarlos a la hora del balance.
Cada vez que naufragó mi existencia, y he sido un especialista en estrellarme contra escollos, la balsa en que me salvé fueron las obras que hice. Cada vez que estuve desesperado, impotente, absolutamente solo, con ganas de acabar de una vez por todas, me quedaron fuerzas para contar una historia, ponerla en escena. Siempre con la carne viva, como un gato sin piel. Y la historia contada, que como toda historia es una gran mentira, terminaba por seducirme. Lo bello de contar cuentos, es que uno acaba por creérselos.

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