LA DRAMATURGIA LATINOAMERICANA
ANTE LAS NUEVAS TENDENCIAS DEL TEATRO
por José Luis Ramos Escobar
Dice la sabiduría popular que para ver el bosque hay que
salirse de él. Buscando esa perspectiva más totalizadora,
estuve un año en España. Además de investigar
a fondo el asesinato en 1897 del Primer Ministro de España,
Antonio Cánovas del Castillo, a manos del anarquista italiano
Michelle Angiolillo y la posible participación en la conjura
de Ramón Emeterio Betances, dirigente del Partido Revolucionario
Cubano en París y a quien se le denomina en Puerto Rico como
el Padre de la Patria, aproveché la estadía para empaparme
del teatro que se realiza en España y del que llevan las
compañías internacionales. Este artículo surge
de la reflexión que produjo en mí esa inmersión
en el teatro internacional.
Tomaré dos obras como indicativas de tendencias que parecen
tener mayor significación y trascendencia: "I la Galigo"
del director estadounidense Robert Wilson y "Me cago en Dios"
del dramaturgo español Iñigo Ramírez de Haro.
Robert Wilson, mejor conocido en Europa que en su propio país,
a pesar de que montó el acto artístico de las Olimpiadas
de Atlanta, escogió un poema épico del sur de Sulawesi
en Indonesia como base para su montaje. El poema épico "Sureq
Galigo", que tiene seis mil folios, es el mito fundacional
del pueblo Bugi, mito que es pre-islámico. La adaptación
de Rhoda Grauer reduce la extensión aunque conserva los tres
mundos de la cosmogonía de los Bugis: el Superior, el Subterráneo,
ambos habitados por los dioses y el Mundo medio, reino de los seres
ordinarios y de la realeza de sangre blanca. La obra recoge en síntesis
la historia de la formación, destrucción y renovación
del Mundo medio y de la primera edad de la realeza blanca descendiente
de los dioses. Wilson produce un espectáculo que dura tres
horas y cuarto de acción ininterrumpida con más de
sesenta actores y músicos. La concepción de Wilson
es espectacular, es decir, privilegia los efectos visuales y sonoros
sobre la acción. El crítico Marcos Ordoñez
señala: "En I La Galigo hay coreografías pasmosas,
grandes árboles y navíos mágicos, cuentos sutiles
y sutilezas sin cuento, pero personas, lo que se dice personas,
pocas; ése es su juego, con todo su hueco y todos sus relieves."(El
País, 5 de junio de 2004, Babelia, p. 18)
Coincido en que la belleza plástica es inigualable. La correlación
entre música y ritmo escénico es de tal sincronización
que no hay un gesto, paso o ademán que no esté marcado
por la música. Lo que no hay en "I La Galigo" es
actuación. Es decir, se baila de manera magistral, se construyen
imágenes de una belleza inspiradora, pero no se actúa.
Hay un narrador externo, un sacerdote Bissu situado en el foso,
que narra la acción que vemos detrás. El tono litúrgico
es monótono, sin matices, sin inflexiones. Y los bailarines
cuando gesticulan, porque nunca hablan, asumen poses melodramáticas
que presentan un mundo maniqueo de bondad o maldad absolutas. Evidentemente
no es el propósito de Wilson profundizar en la caracterización.
Su labor se acerca más a los montajes espectaculares de La
Fura del Baus o los montajes orientales de Peter Brook, con un énfasis
excesivo en la lentitud escénica y en el preciosismo de las
imágenes.
Este montaje de Robert Wilson nos lleva a cuestionarnos cuál
es la finalidad del arte teatral. Para algunos, Wilson ejemplifica
al teatrista posmoderno que se aleja de los lineamientos principales
de la representación, eliminando la caracterización
y sustituyendo la palabra por imágenes visuales, danzas y
composiciones pictóricas. Otros señalan que la búsqueda
de un poema épico oriental es parte de una tendencia de escapismo
que se manifiesta en el mundo occidental ante el agotamiento de
los temas y formas tradicionales de la literatura dramática
europea y americana. Sin embargo, el enfoque maniqueo de la representación
no es característico de la posmodernidad, así como
tampoco la visión épica, que estructura al mundo en
una gran narración de significado coherente, puede interpretarse
como afín al movimiento posmoderno que niega los grandes
discursos narrativos y elimina del teatro todo vestigio de ideología.
El montaje de Wilson es para algunos críticos muestra del
llamado arte por el arte, concepción que postula que el arte
no precisa de ninguna justificación más allá
de la búsqueda de la belleza inefable. Claro que en el caso
de Wilson esa búsqueda es muy onerosa porque sus montajes
son muy costosos. Estamos aquí ante el teatro espectacular,
con grandes recursos y artilugios que embelesan y sorprenden, pero
que no producen reflexión alguna y que relegan a los actores
al gallinero.
El otro montaje paradigmático es el de la controvertible
obra "Me cago en Dios". Desde que vi el título
supe que el montaje levantaría ronchas, sobre todo en un
país tan católico como España. Conozco personalmente
al autor y sé que su vena irónica, satírica
y burlona permea su creación dramática. Pero esta
obra iba más allá de toda expectativa. En el programa
de mano se plantea que la obra es: "Tu entrenamiento de autoayuda
espiritual para abrir las entrañas: tu entrañamiento.
¡Ya no más estreñimiento! Amigas, amigos, hay
muchos productos para combatir el vacío. Sin duda, os recomendamos
a Dios. Dios nunca falla. ¡Compra Dios, caga más blando!"
Además se le reparte al público un manifiesto de las
víctimas de las religiones que entre otras cosas señala:
Las religiones se siguen cebando perversamente en las mentes infantiles
de los niños... Mientras los curas y monjas obligados al
celibato anden sueltos, nuestros niños no estarán
seguros sino en peligro de toqueteos, violaciones, sodomizaciones
y otras torturas físicas y psicológicas. El Manifiesto
termina exigiendo que las religiones sean prohibidas hasta los 18
años y que se ponga "La religión mata" en
todos los productos de consumo religioso y, por supuesto, a la entrada
de iglesias, mezquitas, sinagogas y demás templos de cualquier
secta o religión, que para el caso es lo mismo. Obviamente
el desafío estaba servido. Lo que en México y Nueva
York había pasado sin pena ni gloria, más allá
de una crítica mojigata o un espectador que salía
de la sala ofendido, en Madrid provocó un escándalo
de grandes proporciones. La presidenta de la Comunidad de Madrid,
cuñada del autor, llamó a la obra blasfema. La mecha
estaba encendida. Unos días después, dos nietos del
ultraderechista Blas Pinar interrumpieron la función en el
Círculo de Bellas Artes, agredieron al actor Fernando Incera,
al dramaturgo y a una técnico de sonido, y rompieron parte
de la escenografía y del equipo de sonido. Posteriormente
se iniciaron procesos judiciales en contra del autor por ofender
la moral pública. La obra fue trasladada al Teatro Alfil
donde hubo que poner un fuerte dispositivo de seguridad para proteger
a los integrantes de la producción. La agrupación
Alternativa Nacional movilizó cientos de personas para protestar
todos los días frente al teatro. El título de la obra
fue cambiado. La palabra Dios fue sustituida por la producción
por una banda blanca sobre la que se leía la palabra Censura.
"Me cago en Dios" es una obra de palabra, es decir, existe
en virtud del texto dramático y no necesita de ningún
efecto escénico más allá de las dotes del actor
para encarnar al personaje del monólogo. Su fuerza dramática
depende de la actuación y logrará su mejor efecto
según de efectivo sea el actor. Sin embargo, el efecto de
la obra antecede a la representación, con consecuencias que
se extienden fuera del escenario. Es un desafío, una burla,
una crítica mordaz y una invitación al enfrentamiento
de ideas obsoletas y concepciones dogmáticas. ¿Es
la finalidad del teatro provocar al público, desatar pasiones
e invitar al enfrentamiento? ¿Puede uno maldecir el nombre
de una deidad que muchos consideran sagrada y a la que dedican toda
su devoción? ¿Existe un deber ciudadano para los dramaturgos?
¿Cómo enfrentar la concepción dominante de
la moral? ¿Hay una ética para los dramaturgos y teatristas?
¿No es ésta otra versión de lo que Salman Rushdie
hizo con sus versos satánicos o es tan sólo una reedición
de lo que el Living Theatre hizo en los sesenta? ¿Se atrevería
un dramaturgo de nuestras latitudes a escribir y representar una
obra así?¿Existen límites para lo que podemos
escribir y representar? ¿Cómo responderíamos
a una obra que plantease que el símbolo de nuestras creencias
más profundas asa su devocitud vos y elimina del teatro todo
vestigio de ideologe los temas debe ser maldecido? En fin, ¿cuál
es la función del público en una representación?
Sabemos que la teoría estructuralista establece que el receptor
es quien le da significado a la representación. Es decir,
la recepción establece la repercusión de la obra y
delimita su efectividad. En la medida en que el público receptor
varíe, cambia el significado, ya sea porque el contexto en
que se escribe difiere del que decodifica o porque las convenciones
de la representación no son compartidas por los espectadores.
En "I La Galigo", parte del público termina por
empalagarse por tanta imagen y abandona el teatro a las dos horas
de la representación. Otros permanecen hasta el final, aunque
la obra no apela a las emociones y es un puro ejercicio de contemplación.
En "Me cago en Dios", parte del público se indigna,
otros comparten la burla, los más cínicos son apáticos,
pero la opinión pública se estremece, sin entrar en
consideraciones de la calidad de la obra o del actor. A menudo,
las autoridades se escandalizan y prohíben, como hizo el
alcalde de San Juan de Puerto Rico cuando en 1899 se representó
en el hoy Teatro Tapia la obra "La entrega de mando o fin de
siglo" del cubano Eduardo Meireles. Los grupos religiosos pueden
movilizarse en contra de una representación que consideran
ofensiva, aunque en la mayoría de las veces no la han visto,
como sucedió cuando el obispo de Ponce, la segunda ciudad
de Puerto Rico, censuró la obra "Los ángeles
se han fatigado" de Luis Rafael Sánchez porque había
un desnudo de la actriz Elia Enid Cadilla, o como cuando se piqueteó
la versión teatral de "La última tentación
de Cristo" por parte de grupos fundamentalistas. Obviamente
el fenómeno no es nuevo. Ya en el siglo de oro, los espectadores
solían tirar objetos si la obra no era de su agrado. En Grecia,
las autoridades llegaron a multar a un dramaturgo por haber hecho
llorar al público, hoy probablemente le darían un
premio.
Lo que está plateado es la finalidad del teatro y su repercusión
en el espectador. El dramaturgo se enfrenta a un público
que define lo que es aceptable o rechazable de su obra, no por la
calidad de su escrito sino por la significación imputada.
Las fuerzas sociales tienden a intentar controlar la creación
dramática, de acuerdo a su concepción y su particular
visión de mundo. ¿Debe el dramaturgo someterse a esas
fuerzas ciegas y autocensurarse? ¿Puede la creación
teatral seguir siendo creación si está delimitada
por factores externos a la misma? Éstas y otras preguntas
surgen cuando nos enfrentamos a las nuevas tendencias del teatro
mundial, a veces no tan nuevas, y nos plantean cómo nuestro
teatro se inserta o se mantiene aislado de esas corrientes. La contestación
nos conducirá por caminos que se bifurcan y que pueden cuestionar
o sustentar la pertinencia y necesidad de nuestra actividad teatral.
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