LA ESCENA IBEROAMERICANA. BOLIVIA
RISA Y LLANTO EN EL TEATRO ANDINO
César Brié
Premisa: este artículo fue escrito para una conferencia realizada
en Sicilia, cuyos oradores eran estudiosos universitarios especializados
en el teatro griego. Necesitaban visiones de otras realidades teatrales
y me propusieron el tema: risa y llanto en el teatro andino.
No soy un profesor universitario. Nunca estudié en una universidad.
Mis conocimientos son los de un autodidacta, hombre de teatro, artista
comprometido en la experimentación y en la búsqueda
de umbrales y espacios en los cuales el teatro pueda tener sentido.
Parte del título de esta conferencia, "Risa y llanto
en el teatro andino", habla de algo que en realidad no existe:
el teatro andino. Pero la otra mitad del título, risa y llanto,
encuentra en el mundo andino muchísimas formas de expresión,
muchísimas manifestaciones convencionales y rituales que
podrían ser teatro, o que el teatro podría reunir,
con esa milagrosa y rara capacidad que posee de cuestionar todo
y de iluminar por un instante el lado metafísico de nuestras
experiencias.
Hay muchísimas experiencias que se definen o son definidas
como teatro andino. ¿Cuáles son? ¿Cómo
sobreviven? ¿Dónde y cómo se expresan? ¿Qué
significan? Resulta imposible analizar en detalle, en tan poco espacio,
estas preguntas. Se necesitaría un largo trabajo de campo,
y unificar y comparar las búsquedas de antropólogos,
etnomusicólogos y artistas.
Trato solo de señalar algunas cosas.
En Bolivia existe, en la zona de Oruro, en el mismo período
del célebre carnaval, una representación popular del
suplicio del Inca Atahualpa por mano de los españoles. El
espectáculo se desarrolla en un patio, los actores son indígenas
en su mayor parte urbanizados, el idioma es el quechua y la transmisión
de los guiones o textos ocurre en modo similar al modo en que los
borradores "cannovaci" eran traspasados en las familias
de actores que en los siglos 16 y 17, en Italia, dieron vida al
fenómeno llamado Comedia del arte.
Obviamente, la representación de Oruro está del lado
del Inca, y muy seguido se le agrega un apéndice que muestra
la muerte bajo tormento de su asesino Pizarro. Es un pasaje que
los espectadores comentan en voz alta, con una participación
similar a la de una hinchada de fútbol. La muerte figurada
del conquistador les desagravia, por un instante, de la exclusión
secular que la presencia de los europeos ha provocado en los Andes.
Muchos de los actores son personas que no saben leer y escribir,
o que apenas pueden hacerlo, y que memorizan solamente algunas partes
del texto, improvisando variantes y agregados. Los que cuidan o
custodian los guiones o textos, si tienen veleidades o inquietudes
dramatúrgicas, o un grado de instrucción superior
al promedio, agregan y reescriben las partes.
De ese modo varían poco a poco los textos, adecuándose
a gustos de épocas diferentes y a diferentes sensibilidades.
Esta representación, que ocurre cada año en la localidad
de San Pedro de Caracollo, cercana a Oruro, era una vez el evento
en esos días, mientras que hoy, se ha vuelto una más
de las distintas comparsas del carnaval. Se desarrolla en un patio,
disturbada por el constante paso de las otras bandas y danzantes.
El carnaval de Oruro, la entrada campesina que lo anticipa, el despliegue
de decenas de miles de personas que dedican el año a preparar
este evento, las músicas, danzas, nuevos pasos, desarrollo
y decadencia de vestidos y máscaras son un argumento aparte,
sobre el que se ha escrito tanto y que sería imposible tratar
seriamente en este artículo. Digamos brevemente, que durante
tres días (y luego de una preparación de meses) decenas
de miles de personas se reúnen en comparsas con trajes extraordinarios,
máscaras y bailan sin cesar hasta caer. El arcángel
guía a los demonios en la diablada, las chinas supay coquetean
con sus cortísimas faldas, la morenada se mueve lentamente
con sus máscaras metálicas y sus trajes que asemejan
a gigantescos pasteles. Los incas saltan con pasos que sólo
deportistas resisten, el tinku, trasplantado del campo a los estudiantes
de la ciudad, ha perdido, en este contexto, su dimensión
de lucha ritual y ha incorporado pasos acrobáticos. El jueves
entran los campesinos, cuyas danzas han originado la mayor parte
de las otras, en un carnaval menos vistoso tal vez, pero radicado
más profundamente. La iglesia, que había expulsado
estas danzas de las procesiones en las que se habían originado,
hoy las recibe al final del recorrido, donde en una catedral abierta,
curas con baldes de agua bendita, bendicen a los danzantes agotados
que entran de rodillas, las máscaras en la mano y bañados
de sudor y lágrimas, a hacerse perdonar pecados cometidos
y a cometer en esas tres noches en las que todos los diablos andan,
se desatan, de la mano de la euforia, el alcohol, la sensualidad,
la alegría y la ofrenda.
En Perú existió un Teatro Incaico, con textos en quechua,
que tuvo su máximo momento de fulgor y participación
entre los años 30 y 40 del siglo XX. Pero este movimiento,
del cual podríamos situar sus orígenes en el poema
fundador "Ollanta" (probablemente de fines del siglo XVII
o inicios del XVIII) me parece sobre todo un intento de dar un teatro
a los excluídos de la sociedad peruana, a los indígenas,
o mejor, a los indígenas que habían ido a vivir en
las periferias de las ciudades peruanas.
El intento de los autores indigenistas era el de dar también
a la lengua quechua un propio teatro y de favorecer la representación
de los hechos y leyendas de los indígenas a través
de este medio.
Porque -y este es su horizonte y límite- el teatro era considerado
un medio para dar la palabra a personas y eventos que no habían
podido expresarse.
"Ollanta" cuenta la historia de un guerrero que por amor
se rebela al Inca y rapta a su hija. Es traicionado y aprisionado
y, según las versiones, es ajusticiado o perdonado.
La construcción de este poema revela, a mi modo de ver, la
mano de alguien que transfiere a la lengua quechua las estructuras
dramáticas del siglo de oro español. Probablemente
algún fraile o cura culto. Algunos quechuistas rechazan esta
hipótesis, porque sostienen que el teatro existía
desde antes en las comunidades indígenas. En realidad se
trata más que nada de un deseo, que esconde un conocimiento
reductivo, esquemático y fechado de lo que podemos llamar
hoy teatro. Porque en el mundo andino existían, y existen
todavía, muchas formas de expresión (y algunas de
representación) que hoy podríamos llamar sin ninguna
dificultad teatro, pero que no tenían ni tienen la forma
que los inexpertos consideran "teatro". Muy seguido, los
estudiosos de estos fenómenos, indigenistas y antropólogos,
consideran teatro las formas asumidas y sancionadas como tal por
la praxis de la escena occidental, en las cuales sin embargo, el
teatro manifiesta sobre todo su propia decadencia.
Cuando estudiaba "La Ilíada" para construir uno
de los últimos espectáculos del Teatro de los Andes,
me asombraba la actualidad, en relación a Bolivia, de muchísimos
fragmentos del poema en los que se describen sacrificios de animales
o invocaciones a los dioses. Cambiando sólo algunas palabras,
algunos de esos fragmentos podían funcionar como descripción
de los sacrificios de animales (una cabra o un cordero, normalmente)
que aún hoy se practican en Bolivia durante las ceremonias
de bendición de una nueva casa.
Ciertas ceremonias y rituales del mundo griego antiguo se me presentaban
como acciones que en Bolivia se practican hoy día. Usé
esta constatación, en modo algo terrorista, para callar la
boca a los ignorantes y nacionalistas de siempre que ponían
apriori mala cara, dudando que tuviera sentido y legitimidad proponer
un clásico griego en la Bolivia contemporánea.
El ejercicio de la violencia y la locura de la guerra, argumentos
que analicé y sobre los cuales quise advertir a través
de la Ilíada, se han vuelto desgraciadamente en estos años
más actuales que nunca en el mundo entero, con el atentado
a las Twin Towers, los fundamentalismos de todo tipo y la así
llamada "guerrra preventiva". Y también en Bolivia,
con los hechos de febrero y octubre del 2003, en los cuales protestas,
revueltas y motines han dejado un centenar de muertos y hecho caer
un gobierno. Sin disolver el temor que se pueda resbalar hacia algo
mucho más grave: la guerra civil o el golpe de estado.
La otra parte del título de esta conferencia, risa y llanto,
puede darnos otras miradas sobre el mundo andino y sus representaciones.
También aquí debo advertir que no soy un antropólogo
para poder describir con todas las sofisticadas herramientas y las
pertinentes informaciones los eventos de representación en
el mundo andino. Mi mirada es siempre la de un artista de teatro
que ve o descubre, bajo la cáscara de una fiesta, de un llanto
fúnebre, de un ritual, de una danza, de una lucha, de un
cuento, los elementos fundacionales de ese vastísimo territorio
que hoy llamamos teatro.
Los Incas y las civilizaciones sojuzgadas por ellos no enterraban
a sus muertos, sino que los momificaban para luego encerrarlos en
pequeños espacios llamados pucullo. El día de los
muertos, se ofrecía a estas momias comidas y bebidas, se
las adornaba con plumas en la cabeza y se las vestía elegantemente.
Se las cargaba en las espaldas y se danzaba con ellas. Eran puestas
luego en especies de altarcitos con los que se iba de casa en casa.
A medida que pasaba el tiempo, diminuía la importancia dada
a estas momias, y su lugar era ocupado por los nuevos muertos.
A los indígenas les parecía una crueldad enterrar
a los defuntos. Toda esa tierra pesaba sobre ellos, y en los primeros
tiempos de la conquista, los españoles tenían que
trabajar duro para volver a enterrar los cadáveres que habían
sido desenterrados en la noche por los parientes de los difuntos.
¿Qué queda de todo esto, hoy, en Bolivia? A un muerto
se lo festeja, se lo recuerda durante tres años con una fiesta
que dura tres días. Sucede entre el último día
de octubre y los dos primeros de noviembre. Las casas donde ocurre
la ceremonia se abren, y las puertas se señalan con cintas
violetas y negras. Todos pueden asistir, todos están invitados.
Más huéspedes visitan la casa, mayor honor para el
muerto. Se prepara la habitación más grande de la
casa, las sillas contra la pared para dar espacio en el medio y
permitir bailar y rezar. En una mesa se colocan dulces, bizcochos,
comidas y bebidas. Al fondo de la mesa o sobre la misma, el retrato
del difunto parece dirigir la ceremonia. Tiene destinada una ración
de comida y bebidas que nadie puede tocar. Las visitas llegan, saludan
a los parientes, rezan o cantan y luego se sientan a conversar y
a beber. Los niños entonan coros y van de la casa del muerto
a la de otro cantando sus coplas y recibiendo en recompensa bizcochos
y muchas veces algo de chicha, por lo que no es raro verlos luego,
desplomarse a dormir algo borrachos en algún rincón.
El festejo aquí, no tiene un sabor edonístico, no
es sólo liberación sexual y aturdimiento sonoro. Se
festeja "para quitarse las penas". El júbilo nace
de la conciencia de la muerte, no de su remoción, y los muertos
forman parte del festejo y la zozobra.
Se danza, se bebe y se reza durante tres días. A un cierto
punto el muerto aparece, regresa. nadie lo ve, pero todos notan
su presencia. las personas lo sienten, la mujer, la hija, alguien
de los presentes le hablará. Caerá un silencio conmovido
y respetuoso, se rezará y llorará, se le hará
notar cuán bella es su fiesta y cuántas personas han
venido a visitarlo.
Una vez me tocó llevar a un grupo de amigos, actores italianos,
a visitar una de estas fiestas. La viuda los recibió con
alegría y gritaba a la foto del marido: "¨¡Mira
qué honor, desde Italia han viajado para visitarte!"
Cuando salimos, se había corrido la voz de nuestra presencia
y tuvimos que rechazar varias otras invitaciones. Corría
el riesgo de terminar con todos mis huéspedes borrachos de
chicha y con una probable salmonelosis en el cuerpo.
Pero al tercer día, cuando la fiesta se cierra y se retiran
los restos de comida y bebida, alguien se disfraza de cura, los
hombres se casan entre ellos vestidos de mujeres, se bendice a los
presentes con la escobita del inodoro. Se toma el pelo a todo y
a todos, se sigue cantando hasta que las fuerzas se acaban. La fiesta
de los muertos se vuelve una parodia donde se ríe de eventos
y convenciones. El muerto puede quedar muerto en paz. Con él
y por él se ha cantado, bailado, rezado. Ha sido recordado
a través de la risa y a través del llanto.
En los mitos de Huarochirí, texto quechua recopilado por
un cura "destructor de idolatrías" en el siglo
XVII, a unos escasos 60 u 80 años del inicio de la conquista,
se cuenta el momento en el cual el muerto decide no volver más.
La viuda lo esperaba para el séptimo día, y le había
preparado comida y bebida, pero el muerto no aparece. Llega recién
al día siguiente y su esposa le reprocha el atraso porque
la comida se ha podrido. Ofendido por el reproche, el muerto se
va y no regresa nunca más. Ignoro el origen de esta historia
pero sospecho que fuera un modo de transformar en leyenda o mito,
la nueva realidad, y permitir a los muertos, a través de
un cuento, de no volver, para no crear problemas a los vivos, oprimidos
ahora por otra cultura y otra religión.
¿Por qué creo que entre los Incas y en las civilizaciones
más sofisticadas que les precedieron, no existía el
teatro concebido como representación de un drama? Porque
poseían en lugar del drama varios y precisos rituales. Existían
danzas y procesiones contra el granizo, contra la sequía,
contra las enfermedades. Había yatiris (hechiceros) que interpretaban
los sueños. Se hablaba con los dioses. Cada momento de la
vida individual y comunitaria tenía su ritual. Había
fiestas y holocaustos. Se sacrificaban vidas humanas al Sol. El
teatro como hoy lo concebimos, comienza a existir cuando estos momentos,
y las representaciones rituales conectadas a ellos, se apagan. Cuando
la sociedad no tiene más mecanismos representativos que desahoguen,
prevean, auspicien y canalizen las relaciones.
Sin embargo existía el cuento, el relato, y creo que haya
sido éste, el puente entre una sociedad ritualizada y otra
que ha perdido el ritual. Por la noche, luego del trabajo, probablemente
alrededor del fuego, el aedo indígena contaba historias.
Y estas historias se traspasaban oralmente, a través de los
siglos, con variantes, enriquecidas de particulares, manteniéndose
siempre vivas en la memoria de los vivos.
Tuve modo de verificarlo. Hace poco leyendo un libro de cuentos
relatados por una niña aymara de once años; historias
que su abuelo le había contado, (y su abuelo no sabía
leer ni escribir). Me pareció reconocer uno de los cuentos.
Lo busqué en diferentes libros y finalmente lo encontré.
Era casi idéntico a uno de los tantos mitos recopilados en
el manuscrito de Huarochirí. Así verifiqué
que en el curso de casi quinientos años, la transmisión
oral de padre a hijo, de abuelo a nieto, había traspasado
la misma historia conservada en un manuscrito que leen sólo
los estudiosos y los antropólogos. Es necesario recordar
que en las comunidades indígenas quien cuenta hace todas
las voces, los rumores. El cuento, como para los actores en teatro,
depende de su capacidad.
Hay en el mundo andino diferentes danzas con vestidos magníficos
y pasos elaborados que se ejecutan en determinados momentos del
año. Muchas de estas danzas, al espectador casual o profano,
parecen aburridas, monótonas y repetitivas. Y lo son, si
uno asiste a ellas en calidad de espectador. Porque son danzas que
tienen un sentido y función ritual, que provocan algo dentro
de los danzantes. No son danzas ejecutadas para ser mostradas sino
para ser vividas. Por esto tienen tan poco éxito entre los
turistas, porque duran horas, y lo que hay para ver, se lo puede
observar en diez o quince minutos. Incluso muchas de estas danzas
se ejecutan en círculo y los bailarines dan las espaldas
a quien está fuera del círculo. ¿Pero qué
cosa ocurre en el círculo? Traten de danzar y tocar al mismo
tiempo un pinkillo (flauta) durante horas y se darán cuenta
de cómo cambia la percepción de las cosas. Así,
estas danzas tienen sentido en cuanto expresan una vivencia pero
no la muestran a quien está fuera.
¿Tal vez es el hecho de mostrar que disminuye lo vivido?
Lo ignoro, pero sé que diferentes rituales que llevan hacia
un estado de conciencia diferente, un trance, preven también
un reemplazante de dicho trance, un sustituto. Si el estado de alteración
de la conciencia, de percepción física superior a
las fuerzas no llega, si el dios no visita ese día al danzante
o ejecutor, entonces éste puede representar la posesión,
fingirla. Y los demás asistentes aceptan y fingen creer en
algo que es sólo la formalización, la representación
precisa pero mucho menos potente del posible original. En estos
casos, la representación funciona, como decimos en jergo
teatral, "para salvar el día".
En la isla de Itaparica, en Bahía, Brasil, asistí
a una reunión de todos los pai y mai de santo de la región,
en un ritual de candombé. Todos ejecutaban su parte, tocando
y danzando, esperando la aparición del dios, que se presentó
imprevistamente esa noche, dentro del cuerpo de una humilde pescadora
sentada en las últimas filas. La mujer, tímida, quieta
y silenciosa hasta ese momento, se lanzó a la arena reservada
a los santones y danzó durante horas con una fuerza increíble,
sensual, fortísima. Todos los santones danzaron a turno con
ella. Ninguno lograba tener su energía. A un cierto punto
de la noche el dios la abandonó y ella regresó apagada
y tímida como antes a su penúltima fila.
En los Andes, el yatiri que invoca al Mallqu (cóndor), hace
las voces del pájaro, pregunta, responde, sacude las alas.
A veces tiene fuerza, a veces no. Depende si ha sido o no ha sido
visitado. Pero el ritual no falla nunca. Cuando el dios (o la fuerza,
dénle el nombre que quieran) aparece, todo está lleno
de energía. Cuando no aparece, se utiliza una forma que sustituye
su presencia, y el ritual se desarrolla lo mismo, grotesco e impresionante.
¿Podemos entonces llamar teatro a la forma conocida, los
modos, los detalles ejecutados con precisión pero sin fuego?
¿Y llamar trance a la misma forma habitada por el dios? No
lo sé, creo que no.
Nosotros, actores contemporáneos occidentales, hemos sentido
envidia por la presencia que da el trance, y lo hemos buscado. Muchas
veces con resultados deplorables, imitando fuerzas que no nos están
permitidas y hurgando en culturas que no nos pertenecen. Con el
tiempo nos hemos dado cuenta que parte de nuestra búsqueda
estaba en otro lado. Que el teatro no podía reducirse a decir
un texto preexistente, que debíamos movernos en el umbral,
cuestionando nuestros conocimientos, nuestras seguridades, y así,
hemos aprendido a entrenar nuestro cuerpo y nuestra voz para descubrir
qué cosa pueden expresar más allá de nuestras
intenciones. Hemos vuelto a valorar nuestras tradiciones y descubierto
cuántas brasas encendidas hay escondidas bajo las cenizas.
El teatro ha dejado de ser una sola cosa para nosotros, y los actores,
hoy lo sabemos, no pueden seguir apareciendo impunemente de una
matriz hecha sólo de dicción y clases de aeróbica.
Hemos gastado nuestros mejores años en descubrir estas cosas
y hoy tratamos de transmitirlas a nuestros alumnos, para intentar
ahorrarles esfuerzos e inútiles espejismos. En fondo, un
actor, es alguien que trata de arrancarse a través de formas,
el presente que le quema dentro del cuerpo.
Esta relación de traspase entre teatro y ritual me apareció
clara en un relato de Gabriel Martínez, el gran antropólogo
chileno que fue durante muchos años también hombre
de teatro. En la década del 60, junto a verónica Cereceda,
su mujer, fundó un teatro en una comunidad indígena
boliviana. No tenían luz eléctrica ni agua corriente,
y en el lougar se hablaba solo quechua. Se encontraban por la noche,
luego de las faenas agrícolas y trataban junto a los indígenas
de hacer cosas "como si fueran verdaderas". Habían
decidido trabajar sobre el mito del Meqalo, un personaje con cola
de fuego que vigila entre las montañas y vigila el renacimiento
del Inca. Los indígenas, cada noche, llamaban al Meqalo con
tambores, alcohol, invocaciones y danzas. Pero el Meqalo no aparecía,
porque era un mito que no tenía, o tal vez había perdido,
su ritual.
Una noche subieron a buscarlo en lo alto de las montañas,
donde estaban las tumbas de los antepasados. Y tampoco esa noche
apareció el Meqalo. Comenzaban a intranquilizarse. Creían
en una entidad que se negaba a darles un signo. hasta que una noche,
algunos días más tarde, uno de los indígenas
cayó a tierra, se alzó, comenzó a sacudir las
alas y a correr alrededor de los otros. Todos se arrodillaron y
dijeron con respeto. "Meqalo". Y él respondió:
"¿Por qué me han llamado? Estoy muy ocupado.
Díganme... ¿qué quieren?". Y ellos: "Queremos
saber de nosotros, de nuestra vida, si nuestra vida va bien".
El los tranquilizó. Volvió a correr alrededor de ellos
y luego se derrumbó otra vez. Ese hombre había encontrado
el modo, me contaba Gabriel, para sacarlos del callejón sin
salida en que se habían metido. Había fingido ser
el Meqalo y había usado las formas que conocía para
representarlo. Sus compañeros lo habían seguido improvisando
y le habían preguntado lo esencial. Que muy seguido, como
en este caso, no puede tener respuesta.
El teatro había sustituido un ritual inexistente para dar,
por un instante, forma y desahogo a un mito que desaparecía
para siempre.
Debería acabar diciendo que estudio estos fenómenos
para aclarame y tratar de definir una vez más, y otra y otra,
el teatro que quiero hacer. Me encuentro en un espacio extraño,
donde trato de unir experimentación, búsqueda y tradición,
y formar actores sinceros y transparentes. Utilizo como recurso
el grotesco, la yuxtaposición despiadada de trágico
y humorístico. Me interesa el público en cuanto testimonio,
me interesa sacudirlo, inquietarlo, hacerle reconocer en mi trabajo
los rastros de su propia existencia. Busco todavía el milagro
de la presencia del actor, y cuando alguno de mis compañeros
por un instante lo logra, se lo agradezco largamente, porque eso
me paga. Se que los cuerpos y las voces se encienden, y pueden encenderse
cada día, y quisiera que en mi teatro fuera todo el presente
a incendiarse e iluminar un poco más nuestra existencia.
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