TESTIMONIOS
LA RITUALIZACION DE LO INVISIBLE

José Monleón

 

Son muchas, y no voy a entrar en ese apartado, extenso, complejo y ajeno a los objetivos de este trabajo, las razones sociales, las funciones históricas, que han cimentado las representaciones teatrales. El teatro sería incomprensible sin su historia social. Pero yo quisiera ahora interrogarme por las razones del teatro situadas fuera de esa realidad histórica, y mucho más conectada con la existencia personal. ¿Acaso el teatro no satisface ciertas necesidades individuales, independientemente de que cada espectador conforme con los restantes ese destinatario colectivo que llamamos público? ¿Por qué en una época en la que el teatro parece a trasmano de los procesos de nuestra civilización y aún de nuestras costumbres sociales, hay una serie de personas que seguimos creyendo en su importancia? ¿Qué descubrimos en el teatro que no encontramos en ninguna otra parte?

Buena parte del público ha abandonado las salas -al parecer, sólo va a las grandes comedias musicales- porque el teatro sólo era un instrumento intercambiable de su vida social. Pero ¿y los que seguimos, erre que erre, atribuyéndole al teatro un valor fundamental? Evidentemente no es, salvo las excepciones, por costumbre, ni por reencontrar periódicamente a determinados actores, como sucedía en otros tiempos. Ambos objetivos han dejado de formar parte de la vida regular de los individuos, aparte de que ha disminuido ostensiblemente un tipo de teatro de consumo que sustentaba ese hábito familiar, por lo general vinculado a otras costumbres que también han desaparecido.

Así que quienes nos empeñamos en dedicar buena parte de nuestra vida al teatro, y quienes siguen siendo sus espectadores regulares, compartimos unas motivaciones -más allá de las razones singulares- sobre las que quisiera hablar en el resto de este trabajo, al que he dado ya el título indicativo de mis reflexiones.

Hace ya muchos años, cuando enfatizábamos el valor y la incidencia social del teatro, solía preguntarme a menudo por su singularidad poética, por sus valores independientes de las circunstancias históricas. Vuelvo ahora sobre aquellas reflexiones, maduradas con el paso del tiempo.

Recordemos la afirmación de Peter Brook sobre el hecho de que el "teatro hace visible lo invisible". ¿Qué es lo que hace visible? ¿A qué materia invisible se refería el director inglés?

Primera cuestión: ¿Por qué el teatro exige que el espectador asista a la acción que transcurre en el escenario, independientemente de la época en que se sitúe, como si pasara en ese momento? Respuesta: Porque, como sabemos, un elemento sustancial en el teatro es la copresencia de actores y espectadores, precisamente para que la acción que se está desarrollando en el escenario la percibamos como presente. El espectador que ve una historia como algo ya sucedido y que, simplemente, le cuentan, creo que no entra realmente en el juego poético del teatro. La primera exigencia es que el espectador "sepa" que aun cuando la obra ya está ensayada y fijada, podría cambiar, que el personaje podría hacer una cosa distinta. El teatro asume la condición poética de su contingencia, de que aquello que sucede, podría no suceder. Un actor y un director que nos transmitan el sentimiento de que todo está pautado y que las cosas se sujetan a una partitura preestablecida, que las emociones y las palabras no nacen en el momento de la representación, destruye el elemento sustancial de la poética dramática. El teatro es un arte de la existencia, no de la esencia, en el que todo debe estar poéticamente sometido a la temporalidad. Y en la medida en que es una representación de la existencia se vuelve para muchos de nosotros fundamental, porque necesitamos que nuestra existencia -no nuestra historia- alcance a hacerse visible, como sucede sobre un escenario. Los libros cuentan, narran, la historia de la vida, pero ¿y la existencia?. Esos momentos fundamentales, sujetos a la temporalidad, la intensidad y la fugacidad, de la existencia, ¿dónde guardarlos? ¿dónde reencontrarlos?

Eso es lo que distingue al teatro de las historias guardadas en soportes físicos, dispuestas para su reproducción mecánica. De ahí la apelación a la Ritualización de lo invisible. ¿Y en qué consistiría esa ritualización? Pues en conseguir recuperar, hacer visible, cuanto percibo no desde mi inteligencia, no desde mi interpretación de la realidad, no desde mis ideas, sino desde mi existencia.

Hagámonos una nueva pregunta: ¿Cuál es la materia básica de ese rito? ¿Qué percepciones ligadas a la existencia consigue rescatar? En primer lugar, estaría la fugacidad. Nuestra cultura, nuestra formación, giran siempre en torno a la construcción de lo perenne, a partir ya de las religiones, que tienen en la idea de eternidad su primer fundamento. Cualquier doctrina, y no sólo religiosa, aspira a establecer verdades colocadas fuera del tiempo, y todos los poderosos sueñan con pirámides, monumentos, o mausoleos que recuerden su existencia por los siglos de los siglos. Los humanos poseen una arraigada vocación de perennidad y, a distintos niveles, según su entidad social, intentan dejar obras del más distinto carácter, con la esperanza de que permanezcan y, en cierta medida, los perpetúen. Pues bien, el teatro -es decir, la representación dramática, y no el texto, que pertenece a la literatura- es la negación de esa exigencia, en tanto que acepta limitar su existencia al tiempo de la representación. Por lo cual estaría mucho más cerca de los elementos propios de la existencia humana que de las doctrinas de la perennidad.

El teatro pone de relieve el valor de lo fugaz, de un momento, de una escena. Y no deja de ser extraordinario que, durante el brevísimo tiempo de una representación, asistamos al nacimiento de un mundo, a la aparición de una serie de sentimientos que tejen la existencia de sus personajes y a la fabulación de proyectos que se consumen ante nuestros ojos. En dos horas alcanzamos a cruzar por la existencia -que no es lo mismo que la historia- de un grupo de personajes, viviendo en sus esperanzas y sus agonías.

Como sabemos, la identificación es el más antiguo y sostenidofundamento de la comunicación teatral, gracias al cual, paralelamente a cualquier juicio intelectual, el espectador comparte las vivencias del personaje y, en esa medida, tiene la posibilidad de entrar en su existencia. Y, en consecuencia, percibir su fugacidad escénica como una ritualización de nuestra propia fugacidad.

El teatro, cuando vale la pena y no se limita matar el tiempo del espectador, deja siempre al final un rescoldo de tristeza, aun mezclado con el placer estético. Y esto es así porque el teatro manifiesta siempre la brevedad de la plenitud, el tiempo limitado de la intensidad frente al tiempo sin medida del vacío. Ello se opone, como señalábamos, a la percepción de la vida como un todo. Si, por ejemplo, afronto la existencia de Romeo y Julieta, puedo sintetizar la historia y decir que concluye desdichadamente en la escena del sepulcro, o, por el contrario, vivir, paso a paso, cuanto sucede a lo largo del drama, con sus tiempos de amor, de luz y de agonía. La adopción de uno u otro punto de vista, supone una distinta interpretación de la existencia humana, un dilema anclado en la conciencia de la inmensa mayoría de los humanos. El teatro no es el balance contable de la vida de un personaje, no es el documento de un juicio final. En la medida que se detiene en la existencia, que hace de cada tiempo fugaz el centro de la vida, es lo contrario a un balance. El balance quisiera resumir la existencia, despojándola de su valor, en tres palabras, al modo de tantos epitafios. El teatro, en cambio, se detiene en el tiempo de cada personaje, rescata el valor de lo que aparece diluido o ausente en las biografías, hace del ser humano, del personaje, el centro de la acción, y, en definitiva, nos representa frente a tantas historias oficiales y doctrinarias de las que estamos ausentes. Necesitamos el reflejo de la percepción fugaz de nuestra propia vida y de la vida de los demás. Y eso nos lo da el teatro.

Esto nos conecta con otro tema, impregnado de opciones históricas. La ética de lo fugaz es distinta a la ética de lo perenne. Pensemos en la degradación de tantas ideologías que, a lo largo del siglo XX, predicaron la construcción de sociedades más justas y acabaron perdiendo o traicionando su sentido. Y ello, visto desde el punto en que se encuentra esta reflexión, porque el "objetivo final" de tales ideologías, el hipotético balance venidero, acabó por imponerse a la estimación de la existencia de sus hipotéticos beneficiarios. Es lo mismo que cuando hoy determinados políticos parecen dispuestos a destruir el mundo para garantizar la seguridad. El mundo está habitado y los muertos anónimos que se citan como aportaciones necesarias para alcanzar un final feliz, son "existencias" personales, inmersas en un tejido de emociones, afectos, necesidades y frustraciones, cuyo mejoramiento debiera ser el verdadero objeto de la política. La ética de lo fugaz nos dice que hemos de atender a cada tiempo, a la existencia de quienes viven en cada tiempo, en lugar de invocar, ante cada dolor o injusticia evitables, un futuro e imaginario balance.

Otra materia "invisible" que el teatro hace visible es nuestra vulnerabilidad. El sentimiento de nuestra debilidad, e, incluso, del carácter irrisorio de un cierto discurso de la "grandeza", es común a la inmensa mayoría. El ser humano se defiende o disfraza de distintas maneras, pero todos sabemos que sobre la existencia personal gravitan una serie de circunstancias psíquicas, físicas, emocionales, políticas, económicas, y de muy diverso orden, que le confieren una dolorosa fragilidad. A menudo, tanto más evidente, cuanto mayores esfuerzos hace el personaje para ocultarla. Esa conciencia de la vulnerabilidad humana también la encarna y representa el teatro. Y no es casualidad que la tragedia griega, la mejor y más fecunda raíz del teatro occidental, naciera con héroes vulnerables. En realidad, una de las bases de la tragedia es la conciencia de quien se rebela inútilmente contra su destino de víctima.

¿Y qué hacer para afrontar esa vulnerabilidad? Pues, acogerse a la norma, en cuyo interior, precisamente, se diluye nuestra existencia singular, para pasar a ser parte de un rebaño, debidamente protegido por sus pastores. Vayamos todos por donde estos nos indican y, en teoría, estaremos a cubierto. Lo que nos lleva a otra conclusión íntimamente relacionada con el teatro: sus personajes, quienes animan los conflictos dramáticos, son siempre personajes que se enfrentan con la norma, lo cual, a más de hacerlos vulnerables, supone tener que construir su existencia, alimentarla de sus propias decisiones, a menudo cargadas de riesgo, en lugar de vivir a la sombra de la norma.

Y ahí surge una cuestión reiteradamente planteada por el gran teatro. ¿Por qué si el abandono de la norma nos hace vulnerables, los héroes del drama asumen esta opción? ¿Por qué millones de espectadores, a lo largo de los siglos, que han decidido vivir en la norma, necesitan ver en el teatro a personajes que eligieron lo contrario? ¿Acaso no son en los escenarios suficientemente castigados? ¿Acaso el teatro no ha reiterado hasta la saciedad que los díscolos son finalmente desventurados y vencidos? ¿Cómo explicar, entonces, la oscura admiración por tantos rebeldes derrotados? No es, sin duda, por el desenlace, pero quizás lo sea por lo que supone de rescate de un sentimiento secular, compartido por cuantos, en mayor o menor grado, han percibido el "orden histórico" como un profundo desorden ético y social. ¿Acaso esos personajes rebelados son portadores de una conciencia de su existencia personal que no poseen muchos de los que medran o viven tranquilamente en el orden de la norma? ¿Por qué los invoca la humanidad en determinadas circunstancias frente a los que han sabido, con astucia y prudencia, gozar de los beneficios del poder? ¿Qué atracción podría compararse a la de muchos vencidos ejemplares? ¿Por qué la vulnerabilidad otorga una dignidad y, frecuentemente, la invulnerabilidad una indecencia?

El teatro griego está lleno de personajes que asumen su vulnerabilidad como una exigencia insoslayable. Pensemos, por ejemplo, en Edipo, que sabe que cuanto más avance en la investigación mayor es su riesgo, pero que, pese a ello, prefiere preguntar. Creo que ese es un sentimiento que sólo el teatro es capaz de transmitir.

Otra materia importante, sin la cual el teatro no existiría, es el amor. Palabra susceptible de diversas lecturas, según el marco cultural y el espacio concreto en el que centremos la atención. En todo caso no me refiero al amor como sentimiento que ata y desata parejas en numerosas comedias, con la función de generar un argumento, cuyo desenlace importa más que los personajes. Yo hablo del amor como ansiedad, como búsqueda imprecisa y nunca satisfecha. Cuando se afirma -y ese es uno los ejes recurrentes del teatro- que el amor acaba en el fracaso o en el vacío, se habla en realidad de una de las manifestaciones del amor, el que se da entre las parejas, donde la realidad y el curso de las circunstancias personales acaban lógicamente destruyendo buena parte del proyecto. La cuestión está, me parece, en que el amor, como exigencia humana, al menos entre una inmensa mayoría, no se resuelve ni en la pareja ni en ninguna relación concreta. El amor aparece como una voluntad de transformación, de elevación -espiritual, pasional, intelectual- de la existencia personal, que casa mal con la fugacidad a la que antes nos referíamos.

Cuando uno lee lo que escribían los sufís sobre el amor, o los versos de Santa Teresa dedicados a Cristo, o "El Cantar de los Cantares", por citar los tres grandes espacios culturales del Mediterráneo, advierte de inmediato que corresponden a un sentimiento donde el Amado o la Amada encarnan, más allá de su singularidad personal, una dimensión no anecdótica ni puntual que está en la razón misma de ser de la poesía, y, por tanto, de la poesía dramática. Desde esta perspectiva, el amor es una exigencia siempre irresuelta, y, por tanto, siempre abierta, dolorosa, que no cabe aquietar con ningún final anecdótico.

Y luego está la incidencia del amor en la conciencia que el personaje adquiere de su existencia personal. Sujeto, en sus palabras y sus comportamientos, a unas reglas que conllevan un proyecto de vida previsible, el amor es una ruptura, una carga de intensidad que -y esto es lo fundamental- hacen sentir al personaje su absoluta soledad y, como señalábamos, su vulnerabilidad. Por eso, más allá de su capacidad para generar una anécdota, el amor está en el corazón mismo del teatro, como rebelión del ser humano contra el orden gregario, como espacio íntimo donde el personaje ha de decidir, no sin espanto, y aceptar los terribles límites de la existencia. Por eso, y no es sorprendente, que el amor constituya, en el seno del pensamiento conservador, uno de los grandes peligros o fuentes de la temida rebelión, no ya referida a la impertinente elección de la pareja -tema de muchas comedias- sino, lo que es mucho más grave, a un proyecto de vida alimentado por esa ansiedad a la que antes nos referíamos. El teatro carecería de sentido si se limitara a ilustrar el cumplimiento de la norma, aunque justo es decir que ese ha sido el objetivo de numerosas obras; por el contrario, nace cuando se producen situaciones derivadas de su incumplimiento, de un desorden, en el que el amor es el primero de sus agentes.

Detengámonos por un momento en varios personajes femeninos, incluidos entre las víctimas paradigmáticas del Amor. Aunque, en este punto, no deje de ser revelador constatar que el teatro ha sido mucho más pródigo en personajes femeninos que masculinos, atribuyéndoles a estos, en general, la creación, la defensa y el beneficio de la norma, y a las mujeres la rebelión; los primeros, usando razonablemente la cautela, las segundas, haciendo del amor el centro de su existencia. Quizá porque en todas las sociedades dominadas por los hombres, estos han dispuesto de muchos planos en los que proyectarse, mientras la mujer se ha sabido igual o superior al hombre sólo en ese encuentro amoroso, asumido probablemente de un modo mucho más total y decisivo que el hombre.
Recordemos primero a Fedra. No basta contar que Fedra sufrió el desdén de Hipólito, ni que estaba casada con un viejo militar en nada interesado por sus sentimientos. O añadir que Hipólito, aparte del horror que pudiera causarle el amor de su madrastra, y la consiguiente traición a su padre, no era, al parecer, hombre a quien apasionaran las mujeres. Lo que quiero recordar ahora, en relación con lo que decía poco antes, es, primero, que la tragedia surge por la inoportunidad e intensidad del amor de Fedra por su hijastro. Y, segundo, que Fedra no renuncia a su amor por el hecho de que las dos circunstancias señaladas lo imposibiliten, sino que decide afirmar su realidad causándose la muerte, en términos que permitan acusar al mismo Hipólito. Si entendiéramos el amor de Fedra como una pasión puntual respecto de Hipólito, se trataría de una historia clínica en la que difÍcilmente nadie se vería representado. Sin embargo, Fedra ha significado en muchas ocasiones -por ejemplo, en la ex Yugoslavia, cuando los jóvenes se rebelaron contra la guerra dictada por los viejos líderes nacionalistas, y montaron varias versiones de la tragedia- una rebelión contra el "sistema" de los Creones, inscrita en esa ansiedad de libertad que se identifica con el amor. Y algo semejante podríamos decir de Medea, a quien se ha perdonado el hecho de que ayudara a Jasón en la muerte de su propio hermano -cuando los argonautas llegaron a la Cólquide en busca del Vellocino de Oro- o el matricidio de sus hijos, porque es un personaje que expresa una concepción totalizadora del amor que no cabe identificar con la mera pasión ni con el rencor de verse desdeñada. Argumentar que Jasón la utilizó en favor de sus propios intereses y que luego la abandonó para casarse con una princesa, también es, me parece, un modo de anecdotizar y minimizar la tragedia. Hay en la intensidad de Fedra y Medea, en el afán de su propio sacrificio y el de Hipólito y Jasón, las personas a las que aman, una oscura rebelión quizá más contra la vida que contra su desventura personal.

Si tuviéramos que hablar de heroínas del teatro español víctimas del amor, los primeros nombres que nos vendrían a la memoria procederían del teatro de García Lorca. Pensaríamos, por ejemplo, en Mariana Pineda, o en la Adela de "La casa de Bernarda Alba", o en la Yerma del drama del mismo nombre. Mujeres, para las que el amor está asimismo ligado a sentimientos profundos y complejos, en nada identificables con los que ilustran los habituales melodramas.

Tengo aquí varios textos, procedentes de los tres grandes ámbitos culturales y religiosos, vigente, del Mediterráneo. Comenzaré con unos versos del sufí murciano Ibn Arabí, quien tras aceptar el valor de las tres religiones, concluye:

Doquier cabalgue el Amor,
por su doctrina me oriento.
Sólo el amor, sólo, es mi única fe y mi creencia eterna.

La segunda cita es de Las Moradas, de Santa Teresa:

"¡Oh verdadero Amador!¡ Con cuánta piedad, con cuánta suavidad, con cuánto deleite, con cuánto regalo y con qué grandísimas muestras de amor curáis estas llagas, que con las saeta del mismo amor habéis hecho! ¡Oh Dios mío, y descanso de todas las penas. Qué desatinada estoy! ¿Cómo podría haber medios humanos que curasen los que ha enfermado el fuego divino? ¿Quién ha de saber hasta donde llega esta herida, ni de qué procedió, ni cómo se puede aplacar tan penoso y deleitoso tormento?

Y, todavía, una tercera cita, del gran poeta judío andalusí Salomoh Ibn Gabirol, del siglo XI:

"Al alba sube hacia mí, Amado mío, y ven conmigo,
sedienta está mi alma por ver a los hijos de mi pueblo!
Dorados lechos para Ti, dispondré en mi pórtico,
te aprestaré la mesa, te prepararé mi pan,
la copa te colmaré con los racimos de mi viña,
beberás con corazón alegre, te agradará mi manjar"

Versos últimos, entre otras muchas citas posibles, que reafirman el carácter "total", carnal y espiritual, trascendente y terrenal, con que el Amor irrumpe en la vida de tantos seres humanos, como una ansiedad por dar sentido a su existencia, por trascenderla a través del encuentro con valores que no pertenecen a la imagen y la norma palpables y aceptadas.

Algunos místicos han escrito que el amor encierra una añoranza del Paraíso del que un día fuimos arrojados. Quizá sea otra forma literaria de enunciar lo que yo quería decir. Tenemos una "ansiedad de Paraíso", de una realidad de naturaleza distinta a la que tenemos, sin la cual no tendría sentido la condición humana. La cuestión está en lo que cada cual entiende por Paraíso y los caminos para alcanzarlo sin tener que esperar a los dictámenes de ultratumba.

Otra ritualización importante en el teatro es la ritualización de la libertad. También creo que se trata de una ansiedad y una aspiración que cruza por la mayor parte del teatro. Los hombres y las mujeres queremos ser libres, necesitamos la libertad. Y esta necesidad va a chocar con muy diferentes obstáculos, a partir de la Otredad. Porque, claro, también están el Otro o la Otra, que reclaman asimismo su libertad. O lo que es igual, estamos frente a dos términos, Libertad y Sociedad, que son las grandes columnas del teatro. Libertad en todos los órdenes y también necesidad de construirla dentro de un orden social. Singularidad, pero singularidad con el otro, y con otro diferente, sin cuya circunstancia nuestra existencia personal carecería de sentido. Hay que buscar la libertad dentro de unas circunstancias dadas, con unos personajes determinados, a través de unos conflictos precisos. Libertad y Orden social dejan de ser una quimera a la vez que, dramáticamente, son arrastrados a menudo, respectivamente, por el mero voluntarismo o el doctrinarismo del Poder. Y así vivimos, frente a un mundo confuso, en el que, sin embargo, hacemos de la Libertad personal y del justo Orden Social, para todos los seres humanos del planeta, una exigencia, firme, pueril, y no sabemos si inútil, pero, en todo caso, reiterada, de mil maneras y mil poéticas, en los escenarios.

En definitiva, si los humanos no tuviéramos esa apetencia de libertad, desparecerían buena parte de los problemas. Aceptaríamos nuestras circunstancias y, por supuesto, el teatro no existiría, puesto que faltaría la carga de rebelión que lo anima. La historia pasaría por encima de todos nosotros como un caballo y la asumiríamos como algo fatal e irremediable. Pero, ¿por qué ese dolor en tantos episodios de nuestra vida? ¿Qué sentimiento de libertad no ejercida no tenemos todos los humanos?

El problema lo plantearon también los griegos, en este caso en "Las bacantes". En la ciudad de Tebas aparece Dionisos convocando las bacanales en su honor, en las cuales las participantes satisfacen las apetencias eróticas y subconscientes excluidas por el orden y la moral establecidos. Penteo, el rey de la Ciudad, se opone. Pero, ¿qué sucede? Pues que hay una mujer, Agave, la madre de Penteo, que quiere vivir esa libertad. La bacanal tiene lugar con la participación de Agave. Mientras Penteo, vestido con ropas de mujer, se une a la orgía para ver cuanto sucede. Hasta que Agave, tomando a su hijo por un león, le corta la cabeza. Inmediatamente después, sale de su trance, y comprende el horror de la acción cometida.

Esta historia, dotada de una fuerte carga mitológica, y, por tanto, inverosímil o simplista a la luz del realismo moderno, contiene, sin embargo, quizá el primer gran conflicto de la existencia. Porque, ¿cuál era la solución? ¿Que Agave no hubiera ido a la bacanal? En ese caso, habría vivido con la frustración de no haber aceptado una exigencia fundamental de su libertad. ¿Que, como realmente hizo, participara en ella? Las consecuencias fueron la muerte de Penteo. ¿Qué hacer entonces? ¿Autocastrarnos o no hacerlo para no causar la muerte de nuestro hijo? Estamos ante una alegoría que, lógicamente, sobrepasa en mucho los términos de la anécdota. Yo creo que es un conflicto inseparable de la lucidez y quizá la causa primera del dolor de la existencia, en tanto que los seres humanos, ante realidades de muy diverso orden, han de elegir continuamente entre dos órdenes, a su vez antagónicos e igualmente exigentes, entre la necesidad de la norma y la necesidad de su transgresión.

Tendríamos, pues, otra realidad esencial sin la cual el teatro no existiría: la necesidad de la norma y la apetencia de la transgresión.

Otra realidad que el teatro hace visible es la muerte. Por supuesto, nuestra vida cotidiana está orillada de muertos, pero la civilización nos oculta la conciencia de nuestra muerte personal. Cuando yo dirigía el Centro Dramático 1 de Madrid con el argentino Renzo Casali, recuerdo que hacíamos un ejercicio que intentaba colocar a los actores ante la propia conciencia de su muerte personal. Y descubríamos que la inmensa mayoría de los actores no "sabían", no tenían presente, su futura muerte. Ignorancia existencial -puesto que, conceptualmente, no existe la menor duda- que explica, en buena medida, la banalidad o la estupidez con la que gran parte de la sociedad acepta la historia, en la que quienes mueren son siempre "los otros". Reclamar una conciencia de la propia muerte no significa, sino más bien lo contrario, negar o empobrecer la plenitud de la existencia, pero sí introducir un elemento que, además de ser real, dotaría a la vida personal y social de una responsabilidad, una coherencia, una profundidad y, probablemente, una ecuanimidad, de la que carece. Volvemos al principio. Lo importante del teatro es que ritualiza la muerte en tanto que realidad en la existencia de un personaje y no como abstracción que afecta a todos los seres vivientes.

EL ESPACIO Y EL TIEMPO DEL DRAMA

A modo de resumen, señalaría, pues, que los conflictos entre norma y transgresión, vulnerabilidad y seguridad, libertad personal y orden social, racionalidad e instinto, fugacidad y perennidad, soledad y otredad, o la percepción del amor como origen de la muerte o/y la liberación, entendidos no como dilemas anecdóticos, ligados a determinadas situaciones, sino como centro de la existencia humana, conforman un tejido del todo coherente, que es, precisamente, el espacio y el tiempo de la creación teatral. Espacio que ha sido utilizado de muy distinto modo, pero en el que se conjugan una serie de fuerzas y agonías que agudizan la conciencia personal, haciendo del teatro, paralelamente a su condición histórica, una expresión esencial de los seres humanos y de las sociedades.

¿Y qué está sucediendo? Está sucediendo que hoy, en buena medida, ese espacio teatral del que hablo lo confinamos en nuestro imaginario, en lugar de abrirle puentes para que incida en el orden social y en la construcción de la cultura. Es una conciencia encerrada, que se presenta, una y otra vez, como la creación marginal de los "artistas", en lugar de lo que realmente es: un desafío que deberían encarar las sociedades y los individuos, supongo que como vía imprescindible para que fueran reales ciertos valores, a menudo proclamados, pero reducidos a mera palabrería entre los escombros de un moralismo formal.