LA ESCENA IBEROAMERICANA. ARGENTINA
EL TEATRO ARGENTINO DEL NUEVO SIGLO: DIFERENCIA EN LA SIMILITUD (1)

Beatriz Trastoy


Con procedimientos escénicos cómodamente asimilados a la impronta globalizada y globalizante del clima posmoderno, que no sólo diluye los límites y los alcances de las categorías, sino también la relación entre originalidad y epigonalidad, entre centro y periferia, una parte importante de las producciones teatrales argentinas se consagra exitosamente en los escenarios internacionales, sin necesidad de forzar su estética ni de claudicar en sus convicciones. El neoliberalismo económico imperante conlleva procesos salvajemente desniveladores en el ámbito social, pero homogeneizadores en el campo cultural que, obviamente, involucra la creación teatral. De hecho, desde hace un par de décadas, muchos autores y teatristas argentinos apelan, sin conflictos, a textos de dramaturgos nacionales o bien a autores extranjeros como Heiner Müller, Thomas Bernhardt, Karl Kraus, Philippe Minyana o Bernard-Marie Koltès; a lecturas deconstructivas de mitos y textos clásicos como así también a los géneros consagrados por la propia tradición teatral. Quizás el ejemplo más relevante de esta capacidad de inserción sea el del prestigioso grupo El Periférico de Objetos que, por exigencias contractuales, estrena sus espectáculos en las principales ciudades de la Comunidad Europea antes que en Buenos Aires.
En el marco de semejante homogeneización posmoderna, no resulta del todo ocioso preguntarse en qué medida se puede seguir hablando de teatro argentino; o más exactamente, si hay algo del orden de lo esencial, de lo puramente identitario, que justifique el hecho de seguir llamando argentino a esto que hoy llamamos teatro argentino actual.
La oposición dinámica yo/el otro, que condensa la problemática de la identidad, se planteó muchas veces desde la perspectiva de un esencialismo transhistórico, cuya peligrosa radicalización, expresada en consignas abominables como "pureza de raza", "limpieza étnica" y similares desembocaron -y, lamentablemente, aún desembocan- en las más variadas formas de genocidios, segregación, exclusiones, discriminación, hechos que marcan hitos ignominiosos en la historia de la humanidad. Al mismo tiempo, ante la pretensión -no menos riesgosa políticamente y empobrecedora cultural y estéticamente- de disolver las diferencias, cabe preguntarse por qué no invocar en estos tiempos posmodernos el trajinado concepto de identidad.
Se sigue hablando, claro está, de teatro argentino. Sin embargo, la construcción nominal -lejos de convertirse en una fórmula iluminadora- se despliega en múltiples interrogantes, que limitaremos al aspecto exclusivamente literario. Las preguntas se han sucedido desde el momento mismo en que se intentó periodizar la noción de teatro argentino: ¿desde cuándo podemos llamar "argentinos" a esto que hoy llamamos "literatura" o bien "teatro" argentinos? ¿Cuándo empieza realmente la Argentina? ¿Antes de la conquista española? ¿Cuando en 1602 Martín del Barco Centenera acuñó poéticamente su nombre? ¿Con el primer gobierno patrio, en 1810? ¿Con la declaración formal de independencia en 1816? ¿O a partir de la organización nacional, en 1853? Si guiados por un afán de precisión, que ingenuamente se pretende objetivo, convenimos en determinar el inicio de la literatura y del teatro argentinos en términos cronológicos, entonces, tales fechas ¿deben señalar hechos institucionales o bien ceñirse a la publicación o estreno de sus textos fundacionales? En otras palabras, ¿el carácter nacional de toda literatura es independiente de los avatares históricos que dan origen a la nación misma? ¿Acompañó este devenir cronológico constitutivo algo parecido al ser nacional? Al respecto, a comienzos de los 70, una década abocada, entre otras muchas cosas, a la definición y revalorización del carácter nacional de nuestra literatura, Noé Jitrik advirtió que dicha peculiaridad estaba vinculada a la construcción de la imagen del supuesto ser nacional, una "imagen, que no podemos alcanzar a definir salvo que estemos poseídos de una petulancia esencialista que se quiere metafísica y que no es más que mecánica. Quienes la practican se imponen una definición del ser nacional que se basa en determinadas esencias y a partir de ellas organiza una especie de policía literaria; donde faltan esas esencias no hay literatura nacional" (2)
La consideración de las nociones de territorialización y desterritorialización de la literatura argentina no constituyen una cuestión menor en lo que atañe a su atribuible y atribuida identidad. ¿Lo argentino coincide con las fronteras territoriales? ¿Por qué llamamos argentino a cierto corpus textual? ¿Por qué los autores lo son? En ese caso, ¿dónde ubicar a Alfonsina Storni, Witold Gombrowicz, Syria Poletti, Margarita Abella Caprile, Pablo Urbanyi, por citar sólo algunos pocos ejemplos literarios? O bien, en el campo estrictamente teatral, deberíamos considerar acaso menos argentinos a los dramaturgos (3) Eduardo Borrás, Marcos Martínez, Luis Ordaz, Juan Pérez Carmona, María Luz Regás, Gerardo Ribas, José de Thomas, oriundos de España; a los franceses José María Campoamor, Virgina Carreño y Alberto Novión; a la polaca Roma Mahieu; al húngaro Andrés Balla; al cubano Antonio Bertolucci Tsugui-Mori; al brasileño Antonio Botta; al escocés William Shand; a los rusos Bernardo Graiver, Germán Ziclis, José Rabinovich; a los italianos Elio Gallipoli y Guillermo Gentile; al ucraniano César Tiempo; al yugoslavo Dinko Varga; a los uruguayos Clara Bitman, Roberto Talice, Carlos Perciavalle, Wagner Mautone? ¿Son acaso menos argentinos los actores, directores y escenógrafos (4) Manuel Aguiar, Sally Arrivillaga, Félix Blanco, Carlos Calderón de la Barca, Telémaco Contestabile, Guillermo Facio Hebequer, Vicente Amrtóinez Cuitiño, Carlos Muñoz, Ricardo Passano, José Podestá, Atilio Supparo, Luisa Vehil, Abraham Vigo, Román Vignoly Barreto, Alberto Waisbach, Pedro Zanetta y China Zorrilla, por haber nacido en tierra uruguaya?; ¿Debemos considerar extranjeros a los españoles Enrique Arellano, Juan Batlle Planas, José Brieva, José Casamayor, Alberto Closas, Antonio Cunill Cabanellas, Mariano Gale, Narciso Ibañez Menta; Gori Muñoz, José Palmada, Silvino Pereyra, María Luisa Robledo, Pablo Suero, Ernesto Vilches, José María Vilches; a la colombiana Ana María Campoy; a los austríacos Max Berliner, Hedy Crilla y Jorge Hacker; a los italianos José Lucio Bonomi, Catano Catrani, Arturo Mario, Dante Ortolani, Mario Soffici, Clorindo Testa; a los franceses Oscar Fessler, Augusto Mugnai y Daniel Tinayre; al jerosolimitano Yarir Mossian; a la ucraniana Galina Tolmacheva; al chileno Joaquín Pibernat; al ruso Emilio Satanowsky; entre muchos otros que tanto han aportado a la historia de nuestro teatro?
¿Se habla de literatura y teatro argentinos acaso porque los escritores y realizadores teatrales viven y producen sus obras en la Argentina? Si esto es así, ¿cómo clasificar, entonces, en el campo de la literatura a Julio Cortázar, Juan José Saer, Alicia Dujovne Ortiz, Juana Bignozzi, Reina Roffé, y en el del teatro a Víctor García, Jorge Lavelli, Emeterio Cerro, Copi, entre muchos otros? ¿O porque los poetas, narradores y dramaturgos escriben en algo que podemos denominar borgesiana -y muy justamtemente- "el idioma de los argentinos"? Fundamentalmente diría que sí, que lo lingüístico es la verdadera clave de la identidad cultural; sin embargo, ¿cómo definir entonces a Copi, a Héctor Bianciotti?
Lo argentino: destino de confluencias, de mixturas, de inmigraciones, de exilios. Después de todo, Gardel era francés o tal vez uruguayo, componía con el brasileño Le Pera, entonaba tangos, milongas y valsecitos criollos con la misma maestría que jotas, shimmies o fox trots; hablaba y cantaba en un castellano de inequívoca modulación argentina o, más exactamente, porteña, pero también cantaba en francés y en inglés; y esa imprecisión de origen, ese eclecticismo cultural no impidió o quizás, precisamente, motivó -en tanto condensaba la esencia de nuestro proceso inmigratorio- que se convirtiera, universalmente, en una de las figuras emblemáticas de la argentinidad.
Pero esa argentinidad -cuya existencia hemos aceptado, pero no necesariamente descripto en esta ocasión- producto de muchas tradiciones, de muchas lenguas, de muchas culturas, tiene otros matices también problemáticos para los teóricos y para los historiadores de la literatura y del teatro. En efecto, podríamos preguntarnos si es más argentino lo que se escribe, se representa o se narra oralmente en mapuche o en guaraní que en castellano; si es más argentina una literatura de inspiración indígena que aquella que habitualmente llamamos argentina y que recoge la lengua y las tradiciones europeas de los conquistadores e, inclusive, la de las generaciones de inmigrantes de diferente procedencia que, más tardíamente, se asimilaron a estas tierras.
Por lo tanto, desde la perspectiva de estas nociones de periodización y de regionalización, que problematizamos aquí a fin de replantearnos críticamente la cuestión de una identidad difícilmente atribuible al teatro argentino actual -o al menos, al teatro argentino que circula sin desentonar en los escenarios internacionales- podríamos también preguntarnos en qué tradición cultural se inscriben la literatura y el teatro argentinos. "En la tradición universal" sería la inmediata respuesta. Sin embargo, no es posible ignorar el hecho de que lo que se denomina literatura (o teatro) universal no es otra cosa que occidental y, más precisamente, eurocéntrica. Sin embargo, ese verificable euromorfismo -valga el neologismo- evidente en sus modalidades discursivas, en sus géneros, en sus repertorios temáticos, en sus formas de producción, circulación y recepción que, junto con sus reconocidos y valiosos rasgos originales, caracteriza a la literatura y al teatro argentinos, ¿hace a nuestra producción literaria y teatral menos argentina?
¿Puede hablarse, entonces, de algún rasgo de identidad capaz de permitir señalar como argentino esto que hoy llamamos teatro argentino? La noción de identidad resulta tan conflictiva ideológicamente como estimulante para la especulación crítica. La identidad es un concepto inevitablemente fundado en la dualidad semejanza/diferencia: yo y el otro; ser igual a uno mismo, ser diferente de otro, pero también ser semejante a los otros individuos del grupo de pertenencia, grupo que, para ser tal, debe a su vez poseer rasgos propios que lo distingan de otros grupos similares. En consonancia con casi toda la escena occidental, la preocupación política y social que signó la escena argentina en décadas anteriores deja lugar a cuestionamientos metaescénicos, que ya no pretenden hacer caer la máscara de los personajes ni de lo que ellos representan, sino la del teatro y, por extensión, la del arte mismo. Se reitera así en los espectáculos argentinos la idea posmoderna de pérdida de credibilidad en las metanarraciones, en los discursos manipuladores, desarticulando las nociones de verdad y de realidad e induciendo al espectador a reflexionar no ya sobre las certezas, sino sobre las ambigüedades, las imprecisiones, las hipótesis, las conjeturas. Sin embargo, es difícil concebir la producción escénica argentina de los últimos años como un simple juego de artificios y estrategias autorreferenciales, disueltas en la reversibilidad cultural que impone el actual universalismo homogeneizante. Esto se debe, por un lado, al ineludible aquí y ahora específico del teatro, que siempre lleva al público a actualizar los contenidos y a remitirlos a su propia experiencia, y, por otro lado, al hecho de que, a lo largo de su historia, el teatro argentino fue un ámbito adecuado para la reflexión, entendida como meditación y como especularización tanto de las condiciones existenciales del espectador como de preocupaciones de orden puramente artístico, que excedían los particularismos locales y las coyunturas aleatorias. En efecto, al revisar (y recuperar) en forma permanente y crítica la propia tradición escénica, al pensarse como discurso estético inscripto en una sociedad que ostenta rasgos específicos, el teatro argentino reciente demuestra una vez más que es capaz de insertarse en la problemática de la cultura occidental, sin por ello dejar de mirar y cuestionar la propia interioridad individual y colectiva.



Notas

1. El presente artículo amplía la conferencia: "Nuestros cuentos, una marca de identidad", pronunciada en ocasión de la inauguración del VIII Encuentro Internacional de Narración Oral "Cuenteros y cuentacuentos: de lo espontáneo a lo profesional", organizada por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina-IBBY /UNESCO, Buenos Aires, abril de 2003. Volver
2. Noé jitrik, "El proceso de ancionalización de la literatura argentina", en su Ensayos y estudios de literatura argentina, Buenos Aries, Galerna, 1970, p. 185. Volver
3. Los datos fueron extraídos de Perla Zayas de Lima, Diccionario de autores teatrales argentinos (1950-1990), Buenos Aires, Galerna, 1991. Volver
4. Los datos fueron extraídos de Perla Zayas de Lima; Diccionario de directores y escenógrafos del teatro argentino, Buenos Aires, Galerna, 1990. Volver