LA ESCENA IBEROAMERICANA. CUBA
"CONTIGO, PAN Y CEBOLLA" CUARENTA AÑOS DESPUÉS

Vivian Martínez Tabares


Maestro en la creación de la comedia de costumbres, fabulador de historias sencillas de los seres sin historia, ocurrente y hábil coleccionista de ocurrencias, de las que circulan de boca en boca por cualquier barrio habanero, el dramaturgo Héctor Quintero ha sabido captar como pocos la expresión de los fenómenos que caracterizan las situaciones cotidianas en la vida del cubano. Mujeres abnegadas, luchadoras y persistentes en sus decisiones, como Lala Fundora o Iluminada Pacheco, o humildes hasta el extremo de asumir como una esponja ideas y frases ajenas, en el afán de encontrar compañía y un pedazo de felicidad, como Esperanza Mayor, son las heroínas de sus mejores piezas.
Por estos días en que aún Héctor Quintero se regocija por su recién ganado Premio Nacional de Teatro -junto a la actriz Hilda Oates, también merecedora del importante galardón--, se celebran cuarenta años del estreno de la que es, sin dudas, su obra emblemática, "Contigo, pan y cebolla", escrita en 1962, ganadora el año siguiente de una mención en el Premio Casa de las Américas, y que en febrero de 1964 sería llevada a escena por Sergio Corrieri con Teatro Estudio. Un año más tarde, otro de sus grandes textos, "El premio flaco", se alzaría con la primera mención del Premio Casa, y luego recibiría lauros tan importantes como el Premio del Centro Cubano del ITI, 1965, Primer Premio del Instituto Latinoamericano de Teatro, Caracas, 1965, y Primer Premio del Instituto Internacional del Teatro, París, 1968.
De entonces acá, Héctor ha escrito numerosas comedias, "Si llueve te mojas como los demás", "Mambrú se fue a la guerra", o "La última carta de la baraja", entre otras, con Teatro Estudio llevó a escena populares revistas satírico musicales de actualidad creadas por él mismo, como "Algo muy serio" o "Esto no tiene nombre", teatralizó cuentos y representó "Los cuentos del Decamerón", dirigió el Teatro Musical de La Habana y rescató clásicos contemporáneos del género, prestó su voz para narraciones cinematográficas, recitó poemas, escribió una telenovela titulada "El año que viene", con argumento que recreaba el de "Contigo, pan y cebolla", e incursionó en el espectáculo de variedades desde un conocido centro nocturno. Traducido a numerosas lenguas, su teatro se ha publicado y se ha representado en diversas regiones del mundo.
Y a pesar de que en los últimos tiempos Héctor ha tenido períodos de alejamiento del teatro, algunos impulsados por reacciones airadas contra formas experimentales y búsquedas que no comparte, siempre termina en un regreso que tiene el cuidado de anunciar por todos los medios, pensando en un público amplio que concurre a su llamado. Ahora, ha querido celebrar los cuarenta años del acontecimiento que fuera "Contigo, pan y cebolla", con una extensa temporada en el Teatro Mella, que se abrió con la mencionada obra y en la que se presentarán además otros dos textos y montajes suyos: "Te sigo esperando" y "Sábado corto".
Siempre que acudo a encontrarme con los personajes y la trama de "Contigo, pan y cebolla" -centrada en el afán de Lala por poseer el refrigerador que, más que elevar su calidad de vida, representará el símbolo de status y prosperidad que necesita para alimentar sus utopías personales y para realizarse dándole a sus hijos lo que nunca pudo disfrutar-, admiro la dosificada mezcla de humor, sentido humanista, emoción y crítica social con que el dramaturgo concibió los avatares de la familia Prieto, marcada por valores tan perecederos como la apariencia, y heredera de las angustias de Luz Marina, Oscar, el padre y la madre de los Romaguera, aquellos que entre realismo y absurdo había creado Virgilio Piñera desde la vivencia de su propio calvario familiar y el referente de una sociedad sin opciones, en "Aire frío". Ya perdí la cuenta de cuántas reposiciones de "Contigo, pan y cebolla" he podido ver, y siempre me estremece la frase última de "Pobre hombre, ¿de qué vivirá en el invierno?", con la cual Lala Fundora revela el gesto de lucidez que culmina lo que ha sido también, ya encaminados y casados los hijos y tan pobres como al principio, su personal y dolorosa experiencia de aprendizaje.
Tuve la suerte de disfrutar la inigualable actuación de Berta Martínez y José Antonio Rodríguez en los papeles protagónicos, por allá por los años 70 en la sala Hubert de Blanck, y de escuchar alguna vez el testimonio de la primera, cuando narraba cómo había incorporado muchas de sus propias vivencias a la minuciosa cadena de acciones con que construyó los arreglos de su personaje. Y más de una vez la leyenda le ha responsabilizado incluso con una buena dosis de los rasgos que definitivamente conformaron el papel.
En la reposición de esta temporada, la construcción de la trama se me revela, en cambio -a la luz del tiempo y de las formas de recepción mucho más ágiles y elípticas en que está entrenado el espectador de hoy-, susceptible de síntesis, sin que pretenda renunciar a las reglas tradicionales del género, y del estilo del dramaturgo. Hay algunos momentos que resultan prescindibles por circunstanciales, como la visita de Alfredo, el joven que casi al final trae las fotografías de la boda de Lalita, puro pretexto para informar sobre el destino de los hijos y la familia en los últimos tres años -lo que se hace más sensible por el simple desempeño del actor que defiende el papel, dentro de un elenco desigual-, y que podría resolverse con otros procedimientos compositivos.
Alina Rodríguez consigue una Lala veraz en su voluntad inclaudicable para superar todos los obstáculos. La actriz incorpora la capacidad empecinada de soñar de la mujer y su vulnerabilidad, con un ritmo vital que sabe matizar en transiciones y breves momentos de flaqueza, por medio de gestos y reacciones físicas orgánicas y precisas para revelar la humanidad de su mundo interior. Ramón Ramos la sigue con discreción, y a veces se extraña un poco más de brío, más fuerza en su accionar para que su presencia crezca en lo interno, como contraparte más tranquila que es de la incansable mujer. Yuliet Cruz y Ernesto Tamayo construyen con soltura y dinamismo los dos hijos, defensores de posturas diferentes, Nilda Collado, desafortunadamente, no entendió los matices de Fefa, mucho más realista y práctica que Lala frente a la realidad, pero no despiadada ni indolente, y su asunción esquemática resta riqueza al rol de contrapunto conformista que propone el personaje.
Cuatro décadas después de su primera representación, la pieza sigue operando con eficacia en nuestro imaginario sociocultural, no sólo para sensibilizarnos acerca de las circunstancias del pasado prerrevolucionario, sino sobre todo para leer, desde el presente, contradicciones que reaparecen en el complejo contexto en el que nos movemos, y signos en la esfera de la conciencia que definen conductas del ser humano y repercuten en los valores esenciales del individuo. Como una suerte de sencilla parábola, la pieza se mueve entre la risa, la sonrisa o la pena, entre la empatía y la distancia, mientras nos enfrenta a nuestra propia realidad y nos reta a pensarla y a pensarnos en la batalla de cada día.
Entrañable y entretenida; remota y cercana; patética, jocosa y autorreflexiva, "Contigo, pan y cebolla" se reafirma como un momento imprescindible del teatro cubano contemporáneo.