HACER TEATRO HOY. ARGENTINA
DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE ESTRUCTURA

Luis Sáez

 

I.

"El que toca nunca baila" dice la voz popular. Cruel, paradojal destino del dramaturgo, que debe conformarse apenas (y sobre todo "a penas") con escribir la partitura. Partitura imperfecta, para colmo, que el director y los actores (en pleno canto y baile) se darán el lujo de "arreglar" con diversos grados de impunidad.
Si tenés la suerte de dar con un director medianamente profesional, o medianamente coherente, o medianamente respetuoso, que los hay, tendrás sin embargo que soportar, tarde o temprano, sus argumentos mutilatorios, que casi siempre terminan resumiéndose en uno: "hay que hacer caminar a la criatura". Aunque sea cortándole un brazo.

Si seguís con suerte (con muchísima, casi una lotería) un porcentaje prudencial de tu obra original sobrevivirá a la cirujía. Caso contrario, maldecirás al destino y a tu propio karma por haber elegido una profesión tan pero tan ingrata.

Nota: siempre tendrás la opción de decir no, no quiero, esto no se negocia, etc. Pero en la práctica, y ante el hecho virtualmente consumado de una fecha firme (?) de estreno, los actores y el director (esa cofradía, por no decir esa logia) le terminan torciendo el brazo (en el mejor de los casos) al solitario autor. En fin, que independencia y soledad están lejos de ser sinónimos.

Y nosotros, los autores, más lejos todavía de entenderlo.

Alguna vez le escuché decir a Tito Cossa, con su habitual e implacable lucidez, que nos "habían echado del teatro".

Peor, hasta de la dramaturgia nos desalojaron, con la varita mágica de la imagen más valiosa que mil palabras como estandarte.

Pero resultó que el teatro no es (por suerte) un slogan publicitario, no debe convencer a nadie de nada (no debería) y se diferencia de otras formas de expresión audiovisual (entre otras cosas) porque antepone la condensación a la síntesis, fenómenos mucho (muchísimo) más diferentes que similares.

Ocurrió entonces que el día menos pensado, a los iluminados-des-ideólogos de la magia de la imagen se les vino abajo la mampostería y resultó que atrás (o debajo, o sosteniendo) no había nada de nada, ni un punto, ni una coma, ni siquiera unos endebles puntitos suspensivos... y así comprobamos nueva, dolorosamente, que en el camino del arte (y la dramaturgia sería la no-excepción que confirma la regla) no hay atajos ni autopistas milagrosas.

Y no tiene porqué haberlos.

Ni imagen pura ni historia que se arma sola ni espejitos de colores. El teatro, además de todo eso (o de nada de eso) es palabra. Y no cualquier palabra. Entre unas decenas de miles de ellas, el teatro se aparea con el verbo y genera acción, se aparea con la poesía y genera su propio lenguaje poético, y sobre todo, se condensa a sí mismo y genera un discurso que le es propio; el de la palabra precisa en el momento oportuno. Y a eso, algunos estudiosos lo llaman "teatralidad". Y otros, simplemente magia. Magia que no pasaría de simple ilusionismo efímero si no se apoyara en la consabida, polémica y manoseada palabrita; estructura. ¿En qué sentido? En que aún en los casos de fenómenos escénicos transgresores y de ruptura formal, el hecho escénico se organiza en orden a cierta secuencialidad que busca provocar determinada repercusión en el receptor (si lo consigue o no es otra historia) y en eso, mis queridos colegas, amigos directores, los dramaturgos también tenemos nuestra verdad. Desatendida, manoseada, bastardeada, pero genuina. Mal que les pese, estamos para prestar una atención que en general a ustedes les fastidia y cuando no tienen más remedio que ejercer, les sale tal cual; forzada, "literaria", que es lo peor que le puede pasar al teatro.

Y por más que lo nieguen o relativicen, si ustedes son los grandes responsables de contarle la historia al público (menudo riesgo) a nosotros nos cabe su primitivo, básico registro; el papel. De alguna forma, la pre-historia de lo que ustedes van a contar. Ése y no otro es nuestro trabajo. Trabajo que pueden atender o destrozar en atención al grado de colectividad que se dispongan a provocar. Y al orden de vanidades que estén (que estemos) dispuestos a resignar. Así de sencillo.
¿O no tan...?

 

II.

Ahora bien, si lo que sigue desvelando al hipotético lector es el "problema" de la estructura, sumerjámonos pues de cabeza en él, y veamos en qué desembocamos.
Según cierto heterónimo amigo (obsesivo estudioso de estas cuestiones) existen por lo menos tres tipos de estructuras dramáticas, considerando sus etapas de elaboración y posterior realización, a saber:

- La que el dramaturgo elabora y "cierra" en su "laboratorio", y de esa forma (y sólo de esa forma) pone en manos de un productor y/o director. Los semiólogos llaman a este modelo "actancial", por razones que no vienen al caso... (en realidad, cada vez son más los teatristas que consideran a la semiótica toda como un asunto que "no viene al caso")

- La estructura que cobra al menos un sentido o intencionalidad con el proceso de puesta en escena, y que llegó al director en forma de elemental guión o a lo sumo como paquete de sueños e imágenes sin cierre ni estilo. La voluntad artística del director, o su oficio, le otorgarán cuando menos un sentido posible.

- La estructura que, por voluntad de autor y director, cierra un ciclo de sentido en la subjetividad del espectador. Vayan como ejemplo de esta tendencia los espectáculos de teatro danza o del Periférico de Objetos donde la puesta y la dramaturgia (o ambas en una sola) apelan más a la sensación y a la metáfora visual que al sentido lineal propio de la estructura tradicional, ¿hasta ahí vamos bien?

Desde luego esta clasificación resultaría cuando menos arbitraria (toda clasificación en algún punto lo es) de no mediar una salvedad insoslayable: entre las categorías mencionadas existen innumerables estadíos de "hibridación", esto es, de modelos que no se ajustan extrictamente a lo expuesto y que son resultado
1- de una mayor comunión de trabajo entre director y dramaturgo, quienes completan la estructura del hecho escénico trabajando precisamente en escena el andamiaje o malla contenedora por donde el personaje transitará la historia o la no-historia en cuestión... Y
2- de la fusión de dramaturgo y director en una única voluntad que escribe y decide escénicamente, fenómeno radicalmente opuesto al mencionado en primer término.
Por lo demás no es menos cierto que todo hecho escénico (y por extensión, todo hecho artístico) completa al menos un ciclo de sentido en la subjetividad individual de cada espectador-receptor. Es decir, que de alguna forma existen tantas versiones de un hecho escénico como espectadores-sensibilidades lo hayan percibido. Llegados a este punto, no podemos soslayar una verdad de perogrullo: no será Aristóteles quien nos dé permiso para transgredir sus preceptos ni mucho menos violar sus mandatos. En otras palabras: si fuera por la bendita poética, jamás hubieran existido formas tan (hoy) aceptadas como la poesía en prosa, el monólogo, ni el más reciente y escurridizo micro-relato, que no sólo a Aristóteles le esquiva hábilmente el bulto; las polémicas en cuanto a su definición y campo de alcance corren parejas con la impresionante proliferación de sitios web que estimulan su creación y difusión.

Y la estructura, a todo esto, ¿adónde se nos quedó?

¿Se trata de una mala palabra? ¿De un término obsoleto, anacrónico, reaccionario?

Nada de eso.

No es por ahí.

 

III.

No existen, ya lo dimos a entender, normas o preceptos que nos garanticen a priori un resultado determinado. No en el arte, acaso sí en la ciencia o en la ingeniería. En tal sentido, ni Aristóteles ni Lajos Egri ni Syd Field (por más que este último se empeñe en demostrar lo contrario) son en modo alguno garantía de "eficacia" (en tanto que palabras como "eficacia", "seguridad" y "certidumbre" nunca se llevaron bien con el arte). Si podemos "profanar" cualquier preceptiva tradicional en procura de herramientas que nos permitan testear el grado de teatralidad y verosimilitud que alcanza nuestra criatura, deberíamos darnos por satisfechos. Pero como en verdad elegimos el arte porque padecemos la temible "neurosis de la insatisfacción", seguiremos dándonos golpes contra la página en blanco (o contra el monitor, peor de peores) caminando sin delicadeza por la flojísima cuerda que separa la premisa de la "alquimia del verbo". Cruel, paradojal destino del dramaturgo... trompearse con Aristóteles para que su criatura luzca con elegancia el impecable uniforme de la verosimilitud. Valerse de mentiras rezando con los dedos cruzados para que la verdad no falte a la cita. Hipotecar saludes y vanidades en una piel y un aliento que ya no nos pertenece, y que en rigor nunca nos perteneció, más allá de los insípidos formularios del Registro de Propiedad Intelectual...