TESTIMONIOS
FABRICANTES DE SOMBRAS (CONVERSACIÓN NOCTURNA CON ATAHUALPA)
Eugenio Barba
Se llamaba Capitán Matamoros, era un viejo actor que, según
Théophile Gautier, de tan flaco daba la impresión
de que su figura estaba compuesta por la unión de dos perfiles.
Era la sombra de sí mismo. Murió de pié, apoyado
contra un árbol, congelado. Al alba, contra el paisaje cubierto
de hielo y nieve, parecía una sombra negra, el monumento
a todos los fabricantes de sombras que son los artesanos del teatro.
Atahualpa del Cioppo era alto, flaco, casi ondulante, no era actor
("demasiado tímido, demasiado cohibido", decía),
pero si hubiese actuado hubiera sido un perfecto Capitán
de la antigua Commedia dell'Arte. ¿Un Don Quijote? No, no
lo creo. No combatía contra los molinos de viento. Se opuso
a enemigos mucho más peligrosos para él y para el
mundo. No fue un vencedor. Ni siquiera un derrotado. No era tan
exageradamente flaco como para parecer la unión de dos perfiles.
Fue un buen fabricante de sombras. Es más, hizo de sí
mismo una sombra.
Hablo de sombras muy particulares: sombras indelebles.
Encontré a Atahualpa varias veces, y cada vez constaté
en él esa luz del rostro que da a ciertos ancianos el aspecto
de la inocencia, una suerte de infancia sabia. También Julian
Beck fue así en sus últimos años. Me pregunto
qué es lo que determina esa luz sobre el rostro de las personas
que esperaron y lucharon por un mundo más justo -y que no
lo vieron.
¿Cómo es posible que no tengan alrededor de su boca
la mueca del sarcasmo? ¿Son ilusos? ¿Es la fe, para
ellos, más fuerte que la verdad? ¿Es la ingenuidad
más consistente que la experiencia? ¿O saben que,
en última instancia, la ilusión más peligrosa
es justamente la que llamamos desilusión?
El coraje, la inteligencia, la alegría impertérrita,
la fidelidad a las propias ideas y sueños, el sentido de
justicia, la voluntad de rebelión, el desagrado por la mediocridad
del mal y el placer por la luz de la razón, la agudeza del
análisis y el fervor de la esperanza, no bastan. Son dones
efímeros.
Cuando nuestra vida comienza a declinar con los años, el
mundo circundante corre también el riesgo de declinar y revelar
su cara árida. Atahualpa no se plegó a la tentación
de la vejez, no se rindió a lo que parece evidente y no perdió
la confianza en la acción.
Eludir la ilusión de la desilusión parece un juego
de palabras. Es, en cambio, la paradoja de la acción: el
mundo más justo padece de veras en el momento en el cual
se pierde la obstinación de pensarlo activamente.
Pero, ¿qué quiere decir un mundo más justo?
¿No es un oxímoron, una contradicción en términos
igualmente fuerte que la de la idea de una sombra indeleble? Y,
no es acaso cierto que un mundo más justo es la sombra de
un mundo que no existe, que nunca existió y que no existirá?
En 1984 Atahualpa cumplió ochenta años. La revista
Escénica de la Universidad Nacional de México le dedicó
gran parte de su número de julio. El artículo de introducción
era de Luis de Tavira y me impresionaron particularmente tres argumentos
que hicieron resonar algo perteneciente a mis valores y al mismo
tiempo despertaron mi lado escéptico y sarcástico,
esa parte de mí que se había vuelto adulta durante
los años transcurridos en la Polonia socialista, donde los
ideales y el optimismo acerca del futuro de un mundo más
justo estaban sometidos a una dura prueba.
El artículo comenzaba así: "El viejo de nombre
legendario, que nació con el siglo, nos describe el paciente
itinerario del retorno del sueño a la realidad, por virtud
del teatro". Y agregaba: "A diferencia de la ruta de Calderón,
al revés, el trabajo teatral de Atahualpa nos testimonia
el esforzado arribo entre naufragios de una América de ficción
al puerto de la historia".
¿Eran las palabras de Luis de Tavira optimistas e ingenuas?
¿O era su simplicidad enigmática? Sintetizaban una
idea de Atahualpa según la cual el teatro podía materializar
la imagen de la América soñada por Artigas, Bolivar,
Morelos, Pavón y Martí. Pero, ¿es esta la manera
de transportar el sueño a la realidad? ¿O es un sueño
aún más ilusorio porque al objetivarlo se lo vuelve
colectivo?
Luis de Tavira nos hacía escuchar la campanilla de una
alarma, e inmediatamente después dejaba que fuese acallada
por la música de la fiesta de cumpleaños. Ese cumpleaños
octogenario, coincidía con el año elegido por Orwell
para ambientar y titular una de las novelas más clarividentes,
desilusionadas y proféticas del siglo XX: "Hoy, 1984
de funestos presagios orwellianos, el viejo Atahualpa parece más
optimista que nunca porque presiente y siente tener a la historia
de su lado". ¿Sobre qué fundaba esa extraña
certeza que los hechos de la historia contemporánea contradecían?
¿Por qué debía Atahualpa presentir y sentir
que tenía a la historia de su lado? La respuesta era sorprendente:
"Quizá casi por la simple razón de saberse sobreviviente
de tanta persecución, asesinato y masacre".
En este momento -recuerdo- me vinieron ganas de arrojar el artículo
y toda la revista. ¿Cómo era posible reducir un tema
tan grande y terrible a la pequeña satisfacción personal
de llegar a los ochenta años de vida? ¿Cómo
es posible poner la ferocidad del siglo XX en un lado de la balanza
y, en el otro, la alegría de alguien que ha escapado indemne
a esa ferocidad? ¿Cuál es la proporción?
Es verdad que Atahualpa no se plegó a la tentación
de la vejez. ¿Hubiera debido por esto plegarse al optimismo
de la historia, es decir, a la más penosa de las mentiras?
¿Hubiera debido rociar todo el panorama circundante con su
satisfacción por una vida valiente, casi bendiciéndola
con el champagne de sus ochenta años? ¿Hubiera debido
entonces perder el sentido de la historia?
La afirmación de Luis de Tavira me parecía tan increíblemente
ingenua que me hacía sospechar que escondía algo más
profundo.
Proseguí mi lectura. El artículo era sintético
e interesante. El autor resaltaba la conexión entre la pequeña
historia de Atahualpa, su biografía y algunos puntos trágicos
y dramáticos de la Gran Historia. Mostraba a Américo
del Cioppo jovencito, en Canelones, su pueblo natal a 40 km de Montevideo,
asistiendo al paso del tren presidencial de Baltasar Brum. En el
siguiente cuadro mostraba al mismo Américo en los comienzos
de 1933 cuando ya había adoptado el nombre de Atahualpa:
había dejado de ser un campeón de futbol, trabajaba
en un banco y sobre todo era un poeta e intelectual comprometido
en la lucha política. Estamos en los días del golpe
de Estado de Gabriel Terra. Baltasar Brum, obligado a renunciar,
desciende a la plaza, grita "¡Viva la República!
¡Viva la Democracia!" y se dispara un tiro de pistola.
Atahualpa dirá: "Ese tiro me lo dieron en la conciencia".
Luis de Tavira entrelazaba en pocas páginas muchos nudos.
Colocaba el teatro de Atahualpa en contacto directo con el mundo.
Del contraste florecía una vitalidad que alarmaba. "Hacíamos
Brecht antes de conocerlo" dijo una vez Atahualpa hablando
de sus primeros años como director, cuando hacía puestas
de Miller, Odets, Ibsen, Hochwälder y Usigli. La similitud
con Brecht no se fundaba en la elección de estilo o estética
-ni siquiera en la ideología-, más bien en una actitud
preliminar, una fraternización de espíritu: la voluntad
de no dejarse eclipsar por los tiempos oscuros. El teatro de Atahualpa
era divertido, lleno de vida, denuncias y esperanzas. Una alegría
para los sentidos y la mente, "como la que se tiene por un
vino añejo o una nueva idea" decía Brecht a través
de Galileo Galilei. Esa alegría de los sentidos y la mente,
esa vitalidad jamás desesperada tenía sin embargo
una conciencia, y en el fondo de esa conciencia existía un
disparo de pistola, la imagen de un hombre justo que se mata en
el centro de una plaza en tumulto. Un mito.
Me parecía auténtico el modo en el cual Luis de
Tavira entrelazaba el teatro de Atahualpa a las grandes tragedias
del propio tiempo y del propio país. Pero a esto se agregaban
estallidos de optimismo que no comprendía, que me parecían
ilógicos y me inducían a tomar distancia. Sólo
más tarde me di cuenta que hablaban de cómo hacer
indelebles las sombras.
Atahualpa cumplía ochenta años, yo estaba en el
umbral de los cincuenta. En esos años me visitaban a menudo
las imágenes de Antígona. Debido a mi adulto escepticismo
"polaco", Antígona había sido para mí
casi lo contrario de un mito: un apólogo de la ineficacia.
Ese simbólico puñado de tierra que esparce sobre el
cadáver del hermano era un modo inútil de oponerse
al tirano. ¿Por qué no apuñalar a ese tirano?
Parecía que Antígona, la heroína del rechazo
que no intenta la revolución, fuese continuamente procesada
por el primer y el segundo Bruto, el que dio muerte al rey etrusco
de Roma y el que abatió a Julio César.
Oponerse a la ley injusta debería ser un acto de lucha política.
Antígona era, en cambio, un símbolo del rechazo practicado
con medios voluntariamente ineficaces: una contradicción
en términos, una ingenuidad, el sentimiento en lugar de la
lucha. Antígona se me aparecía como el emblema de
la heroína sentimental, sólo en parte rescatable por
su testarudez ciega y por padecer una muerte feroz, a pesar suyo.
Pensaba incluso poner en escena esta visión mordaz de la
heroína mítica. Pero a esta altura escuchaba la advertencia
de otra voz, que para mí mismo llamo la voz no-adulta. Esta
voz me decía: no, Antígona es mucho más que
su aparente ineficiencia. Comencé a darme cuenta que con
el conjunto de sus acciones y desobediencias ella había fabricado
una sombra.
Antígona es una sombra, no un ejemplo. Una sombra que no
se desvanece como los fantasmas, cada vez que canta el gallo. Una
sombra que se proyecta sobre nuestras certidumbres, más allá
de la cultura que ha perpetuado su historia y su mito, y que nadie
puede borrar de los muros de nuestra conciencia.
Al final de su artículo, Luis de Tavira unía el nomadismo
tradicional de los teatros a los viajes de exilio de Atahualpa,
nombraba las dieciocho ciudades latinoamericanas en las cuales había
sembrado trabajo y puestas. Los cómicos de la legua, decía
el autor, eran "portadores de cultura de un sitio a otro. Inquietantes
mensajeros de la diferencia".
Subrayé mentalmente inquietantes, no diferencia. La diferencia,
en sí misma, no es un valor. Es una condición. Puede
ser una condición de inferioridad, o una fase preliminar
a la integración; incluso una segregación elegida
o padecida. Resulta fecunda si se vuelve inquietante. Normalmente
los cuerpos extraños, los que calificamos como "diferentes",
generan indiferencia y son colocados en los márgenes de nuestra
mente y de nuestra sociedad. Si son sentidos como amenazantes, generan
hostilidad. Cuando no dan ya miedo, cuando no son sólo extranjeros
y extraños, y han sido vencidos, se convierten en museo y
espectáculo, adquiriendo la fascinación de lo exótico.
El teatro está fuera de esta lógica. Puede ser una
diferencia tolerada, subvencionada o incluso halagada. Puede ser
una diferencia satisfecha de sí misma. Pero puede también
resultar la práctica de una disidencia que logra fascinar,
hacerse respetar, mostrarse irreducible. Es inquietante porque no
se adecua a las reglas de la lucha. Luchar con ella sería
como luchar con una sombra, que cuanto más la aferras, más
se te escapa de las manos. Aún más, se convierte en
tu mano.
La lucha exige que haya un vencedor y un vencido, o -como tercera
precaria posibilidad- un armisticio, una tregua. Pero al final de
todo la lucha tiende a eliminar el problema, la contradicción;
tiende al triunfo de la homogeneidad y de la integración.
El perpetuarse de una sombra indeleble es completamente diferente.
Es la chispa de una pregunta que mina el compacto espíritu
del tiempo. En este caso no se trata de ser vencedor o vencido.
Se trata de preservar una presencia que no se adecua al espíritu
del tiempo y que no termina en las arenas movedizas de la indiferencia
circundante. La diferencia inquietante no vence cuando logra prevalecer,
vence cuando logra preservar su presencia trasmitiendo al futuro
la señal de la propia no-pertenencia. No es posible no estar
en este mundo. Es posible no pertenecer a él. Y es importante
preservar el testimonio y la trasmisión de que la disidencia
en práctica teatral es posible y eficiente.
Era esto lo que en realidad quería decirme esa frase en
apariencia tan ingenua de Luis de Tavira. Sí, podía
ser justo y sensato que Atahualpa se sintiese conciliado con el
mundo, con el futuro, casi por la simple razón de saberse
sobreviviente a tanta persecución, asesinato y masacre.
La primera dirección para el Teatro El Galpón la realizó
cumpliendo los cincuenta años, en 1954. Puso en escena una
obra histórica de Fritz Hochwälder, un texto contemporáneo
que se conectaba a la tradición de Schiller.
Hochwälder era un obrero austríaco educado a través
de cursos de teatro popular, que abandonó su tierra natal
cuando la Historia hizo irrupción y Austria se volvió
nazi. Vivió desde entonces en Suiza. El título español
de la obra -"Así en la tierra como en el cielo"-
tomado del verso de la plegaria cristiana más importante,
reproducía el título francés del drama de Hochwälder.
El título original era Das heilige Experiment, "El experimento
santo". Esta representaba la noche precedente a la decisión
de dar fin a las misiones, verdaderos Estados, que los jesuitas
habían creado en Paraguay y que portugueses y españoles
destruyeron a mediados del siglo XVIII con la autorización
del Papa. Un estado fundado en el comunismo, en la igualdad, la
defensa contra la esclavitud y en los ideales cristianos. O mejor:
en la teocracia. No creo que las misiones del Paraguay fuesen ese
mundo justo como nos lo presentó luego la leyenda. Sin embargo,
fueron ciertamente una defensa contra la crueldad circundante. Voltaire
dijo que los jesuitas administraban un territorio más vasto
que Francia con las reglas que se rige un convento. Podemos preguntarnos
qué hubiera sucedido si ese experimento santo no hubiese
sido ahogado en sangre, por sus enemigos. La experiencia enseña
que cuando se intenta realizar sobre la tierra un reino que encarne
un ideal, todo se invierte y, al final, de la libertad crece la
tiranía, de la independencia el fanatismo, de la búsqueda
de la felicidad el horror.
Estos pensamientos y estas preguntas se agitaban en el drama de
Hochwälder. Se representó por primera vez en marzo de
1943, en el oasis que era Suiza, mientras alrededor imperaba la
guerra, los alemanes ocupaban Francia, las ciudades eran bombardeadas,
y en Stalingrado apenas se había frenado al invasor. En la
posguerra fue una obra representada en todo el mundo. Luego, la
así llamada "guerra fría" no fue sólo
la hostilidad entre dos bloques, sino la contraposición entre
dos modos diferentes de soñar el mundo y su futuro. Uno pensaba
que el progreso podía ser el resultado de la complementariedad
de los intereses y de los mercados, de la energía y de la
racionalidad de la expansión capitalista a través
de la práctica de las democracias; el otro pensaba que era
posible realizar de manera científica la utopía, y
que para crear las condiciones fuese incluso justo que se renunciase
temporáneamente a la libertad. El primero condenaba la destrucción
y la violencia, y en realidad las ocultaba, las diseminaba en una
red de vasos capilares por todo el planeta, o en actos de fuerza
que presentaba como remedios necesarios para situaciones extremas.
El segundo predicaba el mito de la Revolución entre la intolerancia
y la tiranía.
Atahualpa puso en escena "Así en la tierra como en
el cielo" el año en que se realizó en Caracas
la Conferencia Interamericana contra la Expansión del Comunismo,
el año en el que Getulio Vargas fue obligado por los militares
al suicidio, y un golpe de Estado en Paraguay llevó a la
dictadura de Alfredo Stroessner. Cada uno de estos golpes reforzaba
la esperanza de un rescate, cada "noche" hacía
más fuerte la creencia en un amanecer más justo, como
si la Historia tuviese una moral propia.
La pregunta fundamental que se agitaba en el trasfondo de "Así
en la tierra como en el cielo" hubiera podido formularse de
la siguiente manera: ¿Podemos esperar de la Historia un mundo
más justo?
Esta es la pregunta que Atahualpa no dejó de hacerse durante
toda su vida, intentando evitar que las respuestas se transformasen
en un veneno deprimente para la conciencia. Es la pregunta que no
podemos dejar de hacernos nosotros que, perplejos, dejamos el segundo
milenio a nuestras espaldas.
El prestigio de ciertos colores y de ciertas palabras se ha perdido.
Los colores de las banderas, el rojo, los slogan, palabras como
Pueblo, Patria, Progreso, Historia. Muchos símbolos están
carcomidos, y en la boardilla del siglo XX yacen bolsas y bolsas
de esperanzas marchitas.
Con los mitos no sucede lo mismo. Los mitos son sombras indelebles.
Se han ido del gran mundo de una vez y para siempre pero nutren
los pequeños mundos.
Vivimos en dos mundos. El Pequeño mundo es el ambiente en
el cual nos movemos, la trama de nuestras relaciones, el paisaje
que nos pertenece y que podemos adaptar a nuestras necesidades.
En el Gran mundo existen valles, islas, montañas y oasis
que intentan resistir a los vientos de sometimiento y destrucción
que llamamos Historia. Los Pequeños mundos logran algunas
veces ser lugares en los cuales se cultiva la excepción.
Algunos pensaron que el Gran mundo podía invertirse y reorganizarse
sobre el modelo más justo de los Pequeños mundos.
Otros piensan, por el contrario, que entre el Pequeño mundo
y el Grande existe un salto de dimensión, el pasaje de un
plano lógico a otro, de modo que aquello que en el Pequeño
mundo es fecundo, aquello que puede vivirse y transmitirse, corre
el riesgo de transformarse en su contrario -fracaso y violencia-
apenas pasa a la dimensión del Gran mundo. La regla del Gran
mundo no ha sido nunca digna de la palabra "justicia".
En el Gran mundo ha concluido recientemente un milenio. Ha sido
el milenio de las revoluciones. Del cristianismo al comunismo, el
programa de invertir las reglas del Gran mundo ha iluminado la tierra
y la ha incendiado. A menudo, la luz ha vuelto a resplandecer; y
también a menudo se ha transformado en profunda tiniebla.
El mundo más justo ha sido, a menudo entrevisto, porque nadie
lo ha realizado. ¿Existen, por lo tanto, sólo dos
caminos, la ilusión o el cinismo? ¿Qué nos
indica la expresión mundo más justo? ¿La línea
en el horizonte que se aleja a cada paso que nos acercamos a ella?
No sé responder a estas preguntas. Ni puedo creer en las
respuestas que los otros intentan darme. En este mar cada uno navega
solo, con su inteligencia y su corazón. Sé que ciertos
valles pueden defenderse y que en su interior se pueden crear pequeños
mundos en los cuales vivir parezca más justo. Sé que
el teatro ha permitido y permite habitar, fortificar y defender
algunos de estos valles. Pero si alguien me pregunta: "En definitiva,
¿en qué crees?", le respondería que creo
en la obstinación. Creo que la obstinación representa
el mundo más justo en nosotros, no un sueño, sino
algo concreto, corpóreo, que pertenece al cuerpo del pensamiento
que son nuestras acciones.
La obstinación es el mantenerse en pie. Mantenerse en contra.
Es la sombra que logra permanecer indeleble, que no se esfuma entre
la penumbra del mundo-tal-como-es y la luz deslumbrante de las ilusiones.
Es la sonrisa de animal inquieto y de niño del viejo Atahualpa.
Traducción: Rina Skeel.
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