LA ESCENA IBEROAMERICANA. URUGUAY
LA HORA DE LOS JOVENES

Jorge Pignataro Calero


La temporada teatral 2003 en el Uruguay amplió y profundizó una característica que se venía insinuando en los últimos tiempos, y que este año asumió proporciones dominantes: la presencia arrasadora de las últimas generaciones de teatristas que, al par que le han infundido al teatro uruguayo una llamativa dinámica fermental y removedora, se han constituido en garantes de su permanencia en los puestos de avanzada de la cultura nacional.
Posición que, a la luz de las últimas realizaciones, han pasado a compartir con el impetuoso desarrollo alcanzado a nivel local por el cine, un rezagado que ha venido a golpear las puertas de la atención pública con la bienvenida intención de quedarse, de instalarse al parecer definitivamente, reclamando un destaque que hasta poco tiempo atrás le era retaceado (por no decir negado); y que en la medida que constituye una fuente de trabajo -principalmente para los actores- multiplica las bocas de salida para sus aspiraciones e inquietudes expresivas. En todo caso, ambas áreas de la creación artística requieren perentoriamente impostergables soportes económico-financieros que, en una perspectiva de cambios sociopolíticos, tal vez no estén lejanos.
Para no dispersar el tema nos limitaremos a lo estrictamente teatral, dejando el cine nacional y su vasta y compleja problemática para otro momento y lugar; y para simplificar la base conceptual a la que apunta el presente comentario, glosaremos el fallo del jurado designado por la Asociación de Críticos Teatrales del Uruguay para distinguir -como lo viene haciendo anualmente desde 1981- lo más destacado de cada temporada en cada uno de los más de quince rubros que atañen al quehacer escénico.
En este punto se impone un paréntesis para recordar que tal distinción consiste en una estatuilla de bronce y mármol popularmente conocida como "Florencio" -imagen abstracta reminiscente de la figura del gran dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez-; fue establecida en 1962 por el entonces existente Círculo de la Crítica Teatral de Montevideo que cesó su actividad y desapareció en 1973 con el advenimiento de la dictadura militar; y cuya premiación ya tradicional fue retomada por la citada Asociación que se venía gestando cuando el gobierno de facto se encaminaba a su fin. Dicha premiación, además, se opera en dos instancias (con los consiguientes cónclaves de críticos): las precandidaturas o nominaciones, que de hecho son por sí mismas otras tantas distinciones, y la adjudicación final de cada Florencio.
Conviene precisar, de paso, que la opción de glosar el Florencio 2003 no obedece a mera comodidad expositiva sino también a que, en líneas generales, coincidimos con el obligado señalamiento de la dominante presencia generacional, más allá del hecho de haber integrado dicho jurado y al margen de algunas discrepancias puntuales que puedan darse como en todo pronunciamiento colectivo. Porque el fenómeno, como se dijo al principio, no es nuevo; y en esta ocasión se ha acentuado hasta límites no alcanzados antes. En ese sentido, en la temporada 2002 resultó harto significativo -y así coincidieron en señalarlo casi todos los medios- que los dos espectáculos que compartieron el Florencio ("La misión", de Heiner Muller, y "El último yanqui", de Arthur Miller), fueron dirigidos y puestos en escena por dos directores que también compartieron el lauro de su categoría, respectivamente Alberto Rivero y Mario Ferreira, que entre ambos apenas sumaban 60 años de edad. Pero en esa misma temporada fueron nominados, además, el ya antes laureado director y dramaturgo Alvaro Ahunchain (1962) que dirigió "La sangre", del catalán Sergi Belbel; y agregó otro peldaño a su ascendente carrera la inquieta Mariana Percovich, confirmando su notoria predilección por los espacios no convencionales con "El errante de Nod".
El fenómeno volvió a repetirse en 2003 considerablemente ampliado, a un punto en que ya no puede extrañar que se hable de una "generación del '60" en el teatro uruguayo. Por lo pronto los cuatro espectáculos nominados inicialmente fueron dirigidos y puestos en escena por otros tantos directores que no superan los 40 años de edad: María Dodera (1964) puso "Manhattan Medea", de la alemana coetánea Dea Loher; Mario Ferreira (1966) puso "Séptimo cielo", de la inglesa Caryl Churchill, sexagenaria según el almanaque pero muy actual en su propuesta; Mariana Percovich (1963), dirigió su propio texto "Yocasta", una lectura actual del personaje mitológico; y Alberto Rivero (1968) fue quien finalmente se llevó el Florencio poniendo con la Comedia Nacional una pieza de breve título: "45" (también conocida como "Calibre 45"), y cuyo varias veces laureado autor uruguayo Sergio Blanco (1971) es el más joven de esa promoción. Rivero, además, no se limitó a eso, y mostrando su afán de estar al día puso "Parásitos", del joven alemán Marius von Mayenburg, "Cruzadas" del contemporáneo francés Michel Azama, y "Medeamaterial" del paradigmático Heiner Muller.
Pero hay más, porque la realidad excede los márgenes que nos hemos impuesto. Así, el director Alfredo Goldstein (1958) que supera el límite generacional propuesto, y que en los últimos años ha orientado su labor creadora a poner en escena textos de última hora (Steven Berkoff, Heiner Muller, George Tabori, el citado Mayenburg en "Cara de fuego"), dio a conocer al jovencísimo autor español Miguel Angel Morillo (1975) de "Hamlet García", otro texto inquietante. Y la laureada actriz Gabriela Iribarren (1965) hizo sus primeras armas como directora de "La mujer de negro", de Stephen Mallatratt adaptada de un relato de Susan Hill, un asunto de sesgo predominantemente policial pero de atractivo resultado visual; y se probó como coautora y codirectora con Marianella Morena (1965) en la comprometida propuesta de "Elena Quinteros, ¡presente!" sobre notorio tema de la actualidad política uruguaya: el secuestro y asesinato a manos de la dictadura militar de la joven educacionista epónima.
Importa destacar, asimismo, que en la gran mayoría de los nombrados espectáculos y sin perjuicio de participar en realizaciones de otras figuras mayores ya consagradas o que gozan de cierta nombradía, aparecen integrando sus respectivas fichas técnicas una buena cantidad de figuras también jóvenes generalmente poseedoras de considerables valores curriculares, a menudo formados en el área técnica de la Escuela Municipal de Arte Dramático: escenógrafos, vestuaristas, iluminadores, ambientadores, que en ocasiones suman varias de dichas especialidades en un trabajo creativamente unitario. Cabe mencionar entre ellos, indiscriminadamente, a Diego Aguirregaray, Martín Blanchet, Pablo Caballero, Waldo León, Laura Lockhart, Verónica Loza, Hugo Millán, Raúl Núñez, Adán Torres, Paula Villalba y los tres integrantes del Grupo E.P.A. (sigla formada con las iniciales de los nombres de sus miembros: Eduardo Cardozo, Paula Kolenc y Alejandra Fleurquin). Y en el caso de los músicos que cubren la ambientación sonora, de formación propia y obviamente específica pero no menos exigente, Alfredo Leirós y Fernando Ulivi.
La precedente enunciación -necesariamente breve para no ser tediosa y, por lo mismo, incompleta-, resulta suficientemente ilustrativa de la presencia de todo un movimiento entusiasta y dinámico no solo por ser generacional y juvenil, sino también por la armónica sintonía apreciable entre los aspectos formales adecuadamente servidos por la pléyade de brillantes técnicos disponibles, y las inquietudes y preocupaciones de fondo, removedoras hasta la transgresión, expuestas por los autores y bien entendidas por los puestistas. De donde resulta un teatro uruguayo moderno, en gran medida al día con las últimas corrientes dramáticas y, por consiguiente, fiel continuador de una tradición escénica exigente, de hondo anclaje humanista y fuerte proyección social. Con jóvenes como éstos, el futuro del teatro uruguayo está en buenas manos. Sólo falta -y es imperioso subsanar tal carencia-, el ineludible apoyo oficial que de ordinario se le brinda en los países de avanzada cultura, donde más que los criterios economicistas importa la calidad de vida de sus ciudadanos.