HACER TEATRO HOY. ESPAÑA
LITERATURA DRAMÁTICA Y DIÁLOGO
Rodolf Sirera
Recuerdo que uno de los primeros
libros sobre teoría teatral que cayeron en mis manos, hace
ya muchos años, incluía un extenso debate sobre las
relaciones entre teatro (representación teatral) y texto
(literatura). Los partidarios de la primacía del texto literario
sobre la puesta en escena -entendida como síntesis entre
diversas artes- se apoyaban en la auctoritas que proporcionaba el
catálogo de los grandes textos dramáticos, pero olvidaban
que el número de obras dramáticas decididamente mediocres
escritas a lo largo de la historia era infinitamente superior. Y,
por lo que respecta a la puesta en escena, se acogían al
tópico de que, si bien la literatura es un arte, la puesta
en escena no pasa de ser una técnica, y el espectáculo
teatral, si exceptuamos el texto, está formado por materiales
efímeros, es decir, claramente "inferiores".
Frente a éstas se exponían
otras opiniones radicalmente contrapuestas: el único elemento
absolutamente irrenunciable del teatro, aquel que constituye y define
su especificidad, es justamente la representación que realiza
un actor de un hecho, una situación, una historia, ante alguien
que mira, en un tiempo y en un espacio -el del espectador y el del
actor- que es siempre presente y coincidente. Y esta representación
puede contener -o puede basarse en- elementos procedentes de la
"literatura dramática", pero ello no es absolutamente
indispensable.
Y aunque entre ambas posiciones,
encarnadas la una por el hombre de letras (el autor) y la otra por
el hombre de escena (el director), el estudio se esforzaba por encontrar
una síntesis, hay un hecho sustancial que permite decantar
la balanza: es cierto que hay puestas en escena que no necesitan
de la literatura dramática, pero no lo es menos que toda
literatura dramática necesita de la puesta en escena para
llegar a ser "teatro". Y, de hecho, a medida que el siglo
XX avanzaba hacia su fin, siguiendo una tendencia pendular, sería
la puesta en escena y, en general, todo lo que constituye la parte
"espectacular" del teatro, la que, con el apoyo de un
número considerable de teóricos (curiosamente provenientes
en gran medida del campo literario) marcaría el camino a
recorrer.
Ahora -nuevo movimiento de péndulo- se está produciendo
una recuperación, lenta pero imparable, del texto dramático
como un elemento valioso, si no el que más, del teatro de
nuestros días. Pero, ¿qué es, en esencia, un
texto dramático? Según el diccionario, una "composición
literaria en que se representa una acción de la vida con
sólo el diálogo de los personajes que en ella intervienen
y sin que el autor hable o aparezca."
Y es que es justamente el uso
del diálogo -un diálogo muy específico, directo,
no referido por un narrador- aquello que, de entrada, caracteriza
el texto dramático y lo define per oposición a los
otros géneros literarios. Pero se trata de una definición
insuficiente. La obra dramática no la constituye exclusivamente
el diálogo: en el texto escrito hay, además, acotaciones,
y en la representación juegan signos no verbales (luz, decorados;
pero también movimientos, gestos de los actores, relación
con objetos, etc.) No sólo eso: hay obras teatrales constituídas
exclusivamente por un monólogo, y otras que ni tan sólo
utilizan la palabra; las hay que no se han escrito para ser representadas
y, pese a ello, se representan; y otras que, aun habiendo sido escritas
para la representación, han sido, a lo largo de la historia,
consideradas como irrepresentables.
Aquello que constituye la especifidad
del teatro residirá, por tanto, en la manera en que se produce
el proceso de comunicación con el consumidor. Un proceso
que no acaba, como ocurre generalmente en los otros géneros
literarios, en la simple lectura individual, sino que necesita,
por decirlo de una manera fácil, de la comunicación
pública. El lector del texto teatral -el único lector
absolutament necesario- sería, desde este punto de vista,
el actor (para construir el personaje) y el director (para construir
el espectáculo).
Así, el lector de teatro
-si es que de esta rara especie sobrevive todavía algún
ejemplar- se encuentra, al enfrentarse con un texto dramático,
con las voces y las acciones de los personajes, presentadas sin
la intervención de intermediarios (como por ejemplo el narrador
de la novela). Pero no es en modo alguno seguro que su interpretación
de hechos y personajes coincida con la que haga el director y/o
los actores, al llevar dicho texto a la escena. Y ya hemos visto
que, aunque el diálogo no constituya el único rasgo
diferencial del teatro, sí es cierto que lo que define un
texto literario destinado al teatro es fundamentalmente el uso del
diálogo.
Vivimos una época ciertamente
confusa, en la que no sólo el arte de la escena ha dejado
de ocupar un lugar de privilegio entre las aficiones y los hábitos
de entretenimento de nuestra sociedad, sino que se ha producido
también, por parte de los espectadores, una ruptura, posiblemente
irreversible, con una tradición literaria de siglos: Shakespeare,
Molière, Ibsen o Chejov, han dejado de ser nuestros contemporáneos;
los personajes y los conflictos que desarrollan no forman ya parte
de esta "cultura de la tribu" que, hasta hace poco, caracterizaba
el imaginario del hombre occidental.
El espectador, pues, ya no
lee teatro, pero tampoco tiene demasiadas oportunidades de ver esta
clase de obras sobre un escenario. El problema es que, a menudo,
muchos pretendidos autores dramáticos participan de ese mismo
desconocimiento. Y es que determinadas concepciones dramatúrgicas
contemporáneas, con el uso -y el abuso- de las situaciones
por encima de las tramas, y de los personajes en tránsito
permanente hacia la misma inanidad de la que provienen por encima
del conflicto, han llegado a hacer creer a este aspirante a dramaturgo
que el teatro sólo es diálogo.
De aquí que una parte
del teatro contemporáneo nazca ya falta de lo que constituye
la espina dorsal del drama, la fábula, según la construcción
teórica de Aristóteles. Y recordemos que fábula
no se ha de entender exactamente como sinónimo de argumento,
sino más bien como la estructuración de los hechos
que lo componen: para que un personaje -continuemos con la Poética-
pueda suscitar compasión y temor es necesario que se comporte
o actúe de forma que le sobrevenga un cambio de fortuna,
que vaya de la felicidad a la desgracia o al revés. Este
cambio se producirá por medio de la fábula, que ha
de ser construida casi como un silogismo, pero un silogismo formulado
no a partir de lo que es verdadero, sino de lo que necesario y verosímil
para la acción dramática.
Eso quiere decir que el diálogo
es un medio -el medio por excelencia- para desplegar las estrategias
que permiten alcanzar todos los objetivos anteriormente esbozados:
pero un medio, y no un objetivo en sí mismo. O, dicho de
otra forma, el solo hecho de que un texto esté escrito de
manera dialógica, y se refiera a acciones que suceden en
el presente de los personajes, no debería ser suficiente
para calificarlo como perteneciente a la literatura dramática.
Si se tuviera esto un poco más claro, las personas que formamos
parte de manera regular de jurados de premios de textos teatrales
nos ahorraríamos buena parte de nuestro trabajo, la más
decepcionante sin duda.
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