TESTIMONIOS
LA RITUALIZACION DE LO INVISIBLE
José Monleón
Son muchas, y no voy a entrar
en ese apartado, extenso, complejo y ajeno a los objetivos de este
trabajo, las razones sociales, las funciones históricas,
que han cimentado las representaciones teatrales. El teatro sería
incomprensible sin su historia social. Pero yo quisiera ahora interrogarme
por las razones del teatro situadas fuera de esa realidad histórica,
y mucho más conectada con la existencia personal. ¿Acaso
el teatro no satisface ciertas necesidades individuales, independientemente
de que cada espectador conforme con los restantes ese destinatario
colectivo que llamamos público? ¿Por qué en
una época en la que el teatro parece a trasmano de los procesos
de nuestra civilización y aún de nuestras costumbres
sociales, hay una serie de personas que seguimos creyendo en su
importancia? ¿Qué descubrimos en el teatro que no
encontramos en ninguna otra parte?
Buena parte del público
ha abandonado las salas -al parecer, sólo va a las grandes
comedias musicales- porque el teatro sólo era un instrumento
intercambiable de su vida social. Pero ¿y los que seguimos,
erre que erre, atribuyéndole al teatro un valor fundamental?
Evidentemente no es, salvo las excepciones, por costumbre, ni por
reencontrar periódicamente a determinados actores, como sucedía
en otros tiempos. Ambos objetivos han dejado de formar parte de
la vida regular de los individuos, aparte de que ha disminuido ostensiblemente
un tipo de teatro de consumo que sustentaba ese hábito familiar,
por lo general vinculado a otras costumbres que también han
desaparecido.
Así que quienes nos empeñamos
en dedicar buena parte de nuestra vida al teatro, y quienes siguen
siendo sus espectadores regulares, compartimos unas motivaciones
-más allá de las razones singulares- sobre las que
quisiera hablar en el resto de este trabajo, al que he dado ya el
título indicativo de mis reflexiones.
Hace ya muchos años,
cuando enfatizábamos el valor y la incidencia social del
teatro, solía preguntarme a menudo por su singularidad poética,
por sus valores independientes de las circunstancias históricas.
Vuelvo ahora sobre aquellas reflexiones, maduradas con el paso del
tiempo.
Recordemos la afirmación
de Peter Brook sobre el hecho de que el "teatro hace visible
lo invisible". ¿Qué es lo que hace visible? ¿A
qué materia invisible se refería el director inglés?
Primera cuestión: ¿Por
qué el teatro exige que el espectador asista a la acción
que transcurre en el escenario, independientemente de la época
en que se sitúe, como si pasara en ese momento? Respuesta:
Porque, como sabemos, un elemento sustancial en el teatro es la
copresencia de actores y espectadores, precisamente para que la
acción que se está desarrollando en el escenario la
percibamos como presente. El espectador que ve una historia como
algo ya sucedido y que, simplemente, le cuentan, creo que no entra
realmente en el juego poético del teatro. La primera exigencia
es que el espectador "sepa" que aun cuando la obra ya
está ensayada y fijada, podría cambiar, que el personaje
podría hacer una cosa distinta. El teatro asume la condición
poética de su contingencia, de que aquello que sucede, podría
no suceder. Un actor y un director que nos transmitan el sentimiento
de que todo está pautado y que las cosas se sujetan a una
partitura preestablecida, que las emociones y las palabras no nacen
en el momento de la representación, destruye el elemento
sustancial de la poética dramática. El teatro es un
arte de la existencia, no de la esencia, en el que todo debe estar
poéticamente sometido a la temporalidad. Y en la medida en
que es una representación de la existencia se vuelve para
muchos de nosotros fundamental, porque necesitamos que nuestra existencia
-no nuestra historia- alcance a hacerse visible, como sucede sobre
un escenario. Los libros cuentan, narran, la historia de la vida,
pero ¿y la existencia?. Esos momentos fundamentales, sujetos
a la temporalidad, la intensidad y la fugacidad, de la existencia,
¿dónde guardarlos? ¿dónde reencontrarlos?
Eso es lo que distingue al
teatro de las historias guardadas en soportes físicos, dispuestas
para su reproducción mecánica. De ahí la apelación
a la Ritualización de lo invisible. ¿Y en qué
consistiría esa ritualización? Pues en conseguir recuperar,
hacer visible, cuanto percibo no desde mi inteligencia, no desde
mi interpretación de la realidad, no desde mis ideas, sino
desde mi existencia.
Hagámonos una nueva pregunta:
¿Cuál es la materia básica de ese rito? ¿Qué
percepciones ligadas a la existencia consigue rescatar? En primer
lugar, estaría la fugacidad. Nuestra cultura, nuestra formación,
giran siempre en torno a la construcción de lo perenne, a
partir ya de las religiones, que tienen en la idea de eternidad
su primer fundamento. Cualquier doctrina, y no sólo religiosa,
aspira a establecer verdades colocadas fuera del tiempo, y todos
los poderosos sueñan con pirámides, monumentos, o
mausoleos que recuerden su existencia por los siglos de los siglos.
Los humanos poseen una arraigada vocación de perennidad y,
a distintos niveles, según su entidad social, intentan dejar
obras del más distinto carácter, con la esperanza
de que permanezcan y, en cierta medida, los perpetúen. Pues
bien, el teatro -es decir, la representación dramática,
y no el texto, que pertenece a la literatura- es la negación
de esa exigencia, en tanto que acepta limitar su existencia al tiempo
de la representación. Por lo cual estaría mucho más
cerca de los elementos propios de la existencia humana que de las
doctrinas de la perennidad.
El teatro pone de relieve el
valor de lo fugaz, de un momento, de una escena. Y no deja de ser
extraordinario que, durante el brevísimo tiempo de una representación,
asistamos al nacimiento de un mundo, a la aparición de una
serie de sentimientos que tejen la existencia de sus personajes
y a la fabulación de proyectos que se consumen ante nuestros
ojos. En dos horas alcanzamos a cruzar por la existencia -que no
es lo mismo que la historia- de un grupo de personajes, viviendo
en sus esperanzas y sus agonías.
Como sabemos, la identificación
es el más antiguo y sostenidofundamento de la comunicación
teatral, gracias al cual, paralelamente a cualquier juicio intelectual,
el espectador comparte las vivencias del personaje y, en esa medida,
tiene la posibilidad de entrar en su existencia. Y, en consecuencia,
percibir su fugacidad escénica como una ritualización
de nuestra propia fugacidad.
El teatro, cuando vale la pena
y no se limita matar el tiempo del espectador, deja siempre al final
un rescoldo de tristeza, aun mezclado con el placer estético.
Y esto es así porque el teatro manifiesta siempre la brevedad
de la plenitud, el tiempo limitado de la intensidad frente al tiempo
sin medida del vacío. Ello se opone, como señalábamos,
a la percepción de la vida como un todo. Si, por ejemplo,
afronto la existencia de Romeo y Julieta, puedo sintetizar la historia
y decir que concluye desdichadamente en la escena del sepulcro,
o, por el contrario, vivir, paso a paso, cuanto sucede a lo largo
del drama, con sus tiempos de amor, de luz y de agonía. La
adopción de uno u otro punto de vista, supone una distinta
interpretación de la existencia humana, un dilema anclado
en la conciencia de la inmensa mayoría de los humanos. El
teatro no es el balance contable de la vida de un personaje, no
es el documento de un juicio final. En la medida que se detiene
en la existencia, que hace de cada tiempo fugaz el centro de la
vida, es lo contrario a un balance. El balance quisiera resumir
la existencia, despojándola de su valor, en tres palabras,
al modo de tantos epitafios. El teatro, en cambio, se detiene en
el tiempo de cada personaje, rescata el valor de lo que aparece
diluido o ausente en las biografías, hace del ser humano,
del personaje, el centro de la acción, y, en definitiva,
nos representa frente a tantas historias oficiales y doctrinarias
de las que estamos ausentes. Necesitamos el reflejo de la percepción
fugaz de nuestra propia vida y de la vida de los demás. Y
eso nos lo da el teatro.
Esto nos conecta con otro tema,
impregnado de opciones históricas. La ética de lo
fugaz es distinta a la ética de lo perenne. Pensemos en la
degradación de tantas ideologías que, a lo largo del
siglo XX, predicaron la construcción de sociedades más
justas y acabaron perdiendo o traicionando su sentido. Y ello, visto
desde el punto en que se encuentra esta reflexión, porque
el "objetivo final" de tales ideologías, el hipotético
balance venidero, acabó por imponerse a la estimación
de la existencia de sus hipotéticos beneficiarios. Es lo
mismo que cuando hoy determinados políticos parecen dispuestos
a destruir el mundo para garantizar la seguridad. El mundo está
habitado y los muertos anónimos que se citan como aportaciones
necesarias para alcanzar un final feliz, son "existencias"
personales, inmersas en un tejido de emociones, afectos, necesidades
y frustraciones, cuyo mejoramiento debiera ser el verdadero objeto
de la política. La ética de lo fugaz nos dice que
hemos de atender a cada tiempo, a la existencia de quienes viven
en cada tiempo, en lugar de invocar, ante cada dolor o injusticia
evitables, un futuro e imaginario balance.
Otra materia "invisible"
que el teatro hace visible es nuestra vulnerabilidad. El sentimiento
de nuestra debilidad, e, incluso, del carácter irrisorio
de un cierto discurso de la "grandeza", es común
a la inmensa mayoría. El ser humano se defiende o disfraza
de distintas maneras, pero todos sabemos que sobre la existencia
personal gravitan una serie de circunstancias psíquicas,
físicas, emocionales, políticas, económicas,
y de muy diverso orden, que le confieren una dolorosa fragilidad.
A menudo, tanto más evidente, cuanto mayores esfuerzos hace
el personaje para ocultarla. Esa conciencia de la vulnerabilidad
humana también la encarna y representa el teatro. Y no es
casualidad que la tragedia griega, la mejor y más fecunda
raíz del teatro occidental, naciera con héroes vulnerables.
En realidad, una de las bases de la tragedia es la conciencia de
quien se rebela inútilmente contra su destino de víctima.
¿Y qué hacer
para afrontar esa vulnerabilidad? Pues, acogerse a la norma, en
cuyo interior, precisamente, se diluye nuestra existencia singular,
para pasar a ser parte de un rebaño, debidamente protegido
por sus pastores. Vayamos todos por donde estos nos indican y, en
teoría, estaremos a cubierto. Lo que nos lleva a otra conclusión
íntimamente relacionada con el teatro: sus personajes, quienes
animan los conflictos dramáticos, son siempre personajes
que se enfrentan con la norma, lo cual, a más de hacerlos
vulnerables, supone tener que construir su existencia, alimentarla
de sus propias decisiones, a menudo cargadas de riesgo, en lugar
de vivir a la sombra de la norma.
Y ahí surge una cuestión
reiteradamente planteada por el gran teatro. ¿Por qué
si el abandono de la norma nos hace vulnerables, los héroes
del drama asumen esta opción? ¿Por qué millones
de espectadores, a lo largo de los siglos, que han decidido vivir
en la norma, necesitan ver en el teatro a personajes que eligieron
lo contrario? ¿Acaso no son en los escenarios suficientemente
castigados? ¿Acaso el teatro no ha reiterado hasta la saciedad
que los díscolos son finalmente desventurados y vencidos?
¿Cómo explicar, entonces, la oscura admiración
por tantos rebeldes derrotados? No es, sin duda, por el desenlace,
pero quizás lo sea por lo que supone de rescate de un sentimiento
secular, compartido por cuantos, en mayor o menor grado, han percibido
el "orden histórico" como un profundo desorden
ético y social. ¿Acaso esos personajes rebelados son
portadores de una conciencia de su existencia personal que no poseen
muchos de los que medran o viven tranquilamente en el orden de la
norma? ¿Por qué los invoca la humanidad en determinadas
circunstancias frente a los que han sabido, con astucia y prudencia,
gozar de los beneficios del poder? ¿Qué atracción
podría compararse a la de muchos vencidos ejemplares? ¿Por
qué la vulnerabilidad otorga una dignidad y, frecuentemente,
la invulnerabilidad una indecencia?
El teatro griego está
lleno de personajes que asumen su vulnerabilidad como una exigencia
insoslayable. Pensemos, por ejemplo, en Edipo, que sabe que cuanto
más avance en la investigación mayor es su riesgo,
pero que, pese a ello, prefiere preguntar. Creo que ese es un sentimiento
que sólo el teatro es capaz de transmitir.
Otra materia importante, sin
la cual el teatro no existiría, es el amor. Palabra susceptible
de diversas lecturas, según el marco cultural y el espacio
concreto en el que centremos la atención. En todo caso no
me refiero al amor como sentimiento que ata y desata parejas en
numerosas comedias, con la función de generar un argumento,
cuyo desenlace importa más que los personajes. Yo hablo del
amor como ansiedad, como búsqueda imprecisa y nunca satisfecha.
Cuando se afirma -y ese es uno los ejes recurrentes del teatro-
que el amor acaba en el fracaso o en el vacío, se habla en
realidad de una de las manifestaciones del amor, el que se da entre
las parejas, donde la realidad y el curso de las circunstancias
personales acaban lógicamente destruyendo buena parte del
proyecto. La cuestión está, me parece, en que el amor,
como exigencia humana, al menos entre una inmensa mayoría,
no se resuelve ni en la pareja ni en ninguna relación concreta.
El amor aparece como una voluntad de transformación, de elevación
-espiritual, pasional, intelectual- de la existencia personal, que
casa mal con la fugacidad a la que antes nos referíamos.
Cuando uno lee lo que escribían
los sufís sobre el amor, o los versos de Santa Teresa dedicados
a Cristo, o "El Cantar de los Cantares", por citar los
tres grandes espacios culturales del Mediterráneo, advierte
de inmediato que corresponden a un sentimiento donde el Amado o
la Amada encarnan, más allá de su singularidad personal,
una dimensión no anecdótica ni puntual que está
en la razón misma de ser de la poesía, y, por tanto,
de la poesía dramática. Desde esta perspectiva, el
amor es una exigencia siempre irresuelta, y, por tanto, siempre
abierta, dolorosa, que no cabe aquietar con ningún final
anecdótico.
Y luego está la incidencia
del amor en la conciencia que el personaje adquiere de su existencia
personal. Sujeto, en sus palabras y sus comportamientos, a unas
reglas que conllevan un proyecto de vida previsible, el amor es
una ruptura, una carga de intensidad que -y esto es lo fundamental-
hacen sentir al personaje su absoluta soledad y, como señalábamos,
su vulnerabilidad. Por eso, más allá de su capacidad
para generar una anécdota, el amor está en el corazón
mismo del teatro, como rebelión del ser humano contra el
orden gregario, como espacio íntimo donde el personaje ha
de decidir, no sin espanto, y aceptar los terribles límites
de la existencia. Por eso, y no es sorprendente, que el amor constituya,
en el seno del pensamiento conservador, uno de los grandes peligros
o fuentes de la temida rebelión, no ya referida a la impertinente
elección de la pareja -tema de muchas comedias- sino, lo
que es mucho más grave, a un proyecto de vida alimentado
por esa ansiedad a la que antes nos referíamos. El teatro
carecería de sentido si se limitara a ilustrar el cumplimiento
de la norma, aunque justo es decir que ese ha sido el objetivo de
numerosas obras; por el contrario, nace cuando se producen situaciones
derivadas de su incumplimiento, de un desorden, en el que el amor
es el primero de sus agentes.
Detengámonos por un
momento en varios personajes femeninos, incluidos entre las víctimas
paradigmáticas del Amor. Aunque, en este punto, no deje de
ser revelador constatar que el teatro ha sido mucho más pródigo
en personajes femeninos que masculinos, atribuyéndoles a
estos, en general, la creación, la defensa y el beneficio
de la norma, y a las mujeres la rebelión; los primeros, usando
razonablemente la cautela, las segundas, haciendo del amor el centro
de su existencia. Quizá porque en todas las sociedades dominadas
por los hombres, estos han dispuesto de muchos planos en los que
proyectarse, mientras la mujer se ha sabido igual o superior al
hombre sólo en ese encuentro amoroso, asumido probablemente
de un modo mucho más total y decisivo que el hombre.
Recordemos primero a Fedra. No basta contar que Fedra sufrió
el desdén de Hipólito, ni que estaba casada con un
viejo militar en nada interesado por sus sentimientos. O añadir
que Hipólito, aparte del horror que pudiera causarle el amor
de su madrastra, y la consiguiente traición a su padre, no
era, al parecer, hombre a quien apasionaran las mujeres. Lo que
quiero recordar ahora, en relación con lo que decía
poco antes, es, primero, que la tragedia surge por la inoportunidad
e intensidad del amor de Fedra por su hijastro. Y, segundo, que
Fedra no renuncia a su amor por el hecho de que las dos circunstancias
señaladas lo imposibiliten, sino que decide afirmar su realidad
causándose la muerte, en términos que permitan acusar
al mismo Hipólito. Si entendiéramos el amor de Fedra
como una pasión puntual respecto de Hipólito, se trataría
de una historia clínica en la que difÍcilmente nadie
se vería representado. Sin embargo, Fedra ha significado
en muchas ocasiones -por ejemplo, en la ex Yugoslavia, cuando los
jóvenes se rebelaron contra la guerra dictada por los viejos
líderes nacionalistas, y montaron varias versiones de la
tragedia- una rebelión contra el "sistema" de los
Creones, inscrita en esa ansiedad de libertad que se identifica
con el amor. Y algo semejante podríamos decir de Medea, a
quien se ha perdonado el hecho de que ayudara a Jasón en
la muerte de su propio hermano -cuando los argonautas llegaron a
la Cólquide en busca del Vellocino de Oro- o el matricidio
de sus hijos, porque es un personaje que expresa una concepción
totalizadora del amor que no cabe identificar con la mera pasión
ni con el rencor de verse desdeñada. Argumentar que Jasón
la utilizó en favor de sus propios intereses y que luego
la abandonó para casarse con una princesa, también
es, me parece, un modo de anecdotizar y minimizar la tragedia. Hay
en la intensidad de Fedra y Medea, en el afán de su propio
sacrificio y el de Hipólito y Jasón, las personas
a las que aman, una oscura rebelión quizá más
contra la vida que contra su desventura personal.
Si tuviéramos que hablar
de heroínas del teatro español víctimas del
amor, los primeros nombres que nos vendrían a la memoria
procederían del teatro de García Lorca. Pensaríamos,
por ejemplo, en Mariana Pineda, o en la Adela de "La casa de
Bernarda Alba", o en la Yerma del drama del mismo nombre. Mujeres,
para las que el amor está asimismo ligado a sentimientos
profundos y complejos, en nada identificables con los que ilustran
los habituales melodramas.
Tengo aquí varios textos,
procedentes de los tres grandes ámbitos culturales y religiosos,
vigente, del Mediterráneo. Comenzaré con unos versos
del sufí murciano Ibn Arabí, quien tras aceptar el
valor de las tres religiones, concluye:
Doquier cabalgue el Amor,
por su doctrina me oriento.
Sólo el amor, sólo, es mi única fe y mi creencia
eterna.
La segunda cita es de Las Moradas, de Santa Teresa:
"¡Oh verdadero Amador!¡ Con cuánta piedad,
con cuánta suavidad, con cuánto deleite, con cuánto
regalo y con qué grandísimas muestras de amor curáis
estas llagas, que con las saeta del mismo amor habéis hecho!
¡Oh Dios mío, y descanso de todas las penas. Qué
desatinada estoy! ¿Cómo podría haber medios
humanos que curasen los que ha enfermado el fuego divino? ¿Quién
ha de saber hasta donde llega esta herida, ni de qué procedió,
ni cómo se puede aplacar tan penoso y deleitoso tormento?
Y, todavía, una tercera cita, del gran poeta judío
andalusí Salomoh Ibn Gabirol, del siglo XI:
"Al alba sube hacia mí, Amado mío, y ven conmigo,
sedienta está mi alma por ver a los hijos de mi pueblo!
Dorados lechos para Ti, dispondré en mi pórtico,
te aprestaré la mesa, te prepararé mi pan,
la copa te colmaré con los racimos de mi viña,
beberás con corazón alegre, te agradará mi
manjar"
Versos últimos, entre otras muchas citas posibles, que reafirman
el carácter "total", carnal y espiritual, trascendente
y terrenal, con que el Amor irrumpe en la vida de tantos seres humanos,
como una ansiedad por dar sentido a su existencia, por trascenderla
a través del encuentro con valores que no pertenecen a la
imagen y la norma palpables y aceptadas.
Algunos místicos han escrito que el amor encierra una añoranza
del Paraíso del que un día fuimos arrojados. Quizá
sea otra forma literaria de enunciar lo que yo quería decir.
Tenemos una "ansiedad de Paraíso", de una realidad
de naturaleza distinta a la que tenemos, sin la cual no tendría
sentido la condición humana. La cuestión está
en lo que cada cual entiende por Paraíso y los caminos para
alcanzarlo sin tener que esperar a los dictámenes de ultratumba.
Otra ritualización importante en el teatro es la ritualización
de la libertad. También creo que se trata de una ansiedad
y una aspiración que cruza por la mayor parte del teatro.
Los hombres y las mujeres queremos ser libres, necesitamos la libertad.
Y esta necesidad va a chocar con muy diferentes obstáculos,
a partir de la Otredad. Porque, claro, también están
el Otro o la Otra, que reclaman asimismo su libertad. O lo que es
igual, estamos frente a dos términos, Libertad y Sociedad,
que son las grandes columnas del teatro. Libertad en todos los órdenes
y también necesidad de construirla dentro de un orden social.
Singularidad, pero singularidad con el otro, y con otro diferente,
sin cuya circunstancia nuestra existencia personal carecería
de sentido. Hay que buscar la libertad dentro de unas circunstancias
dadas, con unos personajes determinados, a través de unos
conflictos precisos. Libertad y Orden social dejan de ser una quimera
a la vez que, dramáticamente, son arrastrados a menudo, respectivamente,
por el mero voluntarismo o el doctrinarismo del Poder. Y así
vivimos, frente a un mundo confuso, en el que, sin embargo, hacemos
de la Libertad personal y del justo Orden Social, para todos los
seres humanos del planeta, una exigencia, firme, pueril, y no sabemos
si inútil, pero, en todo caso, reiterada, de mil maneras
y mil poéticas, en los escenarios.
En definitiva, si los humanos no tuviéramos esa apetencia
de libertad, desparecerían buena parte de los problemas.
Aceptaríamos nuestras circunstancias y, por supuesto, el
teatro no existiría, puesto que faltaría la carga
de rebelión que lo anima. La historia pasaría por
encima de todos nosotros como un caballo y la asumiríamos
como algo fatal e irremediable. Pero, ¿por qué ese
dolor en tantos episodios de nuestra vida? ¿Qué sentimiento
de libertad no ejercida no tenemos todos los humanos?
El problema lo plantearon también los griegos, en este
caso en "Las bacantes". En la ciudad de Tebas aparece
Dionisos convocando las bacanales en su honor, en las cuales las
participantes satisfacen las apetencias eróticas y subconscientes
excluidas por el orden y la moral establecidos. Penteo, el rey de
la Ciudad, se opone. Pero, ¿qué sucede? Pues que hay
una mujer, Agave, la madre de Penteo, que quiere vivir esa libertad.
La bacanal tiene lugar con la participación de Agave. Mientras
Penteo, vestido con ropas de mujer, se une a la orgía para
ver cuanto sucede. Hasta que Agave, tomando a su hijo por un león,
le corta la cabeza. Inmediatamente después, sale de su trance,
y comprende el horror de la acción cometida.
Esta historia, dotada de una fuerte carga mitológica, y,
por tanto, inverosímil o simplista a la luz del realismo
moderno, contiene, sin embargo, quizá el primer gran conflicto
de la existencia. Porque, ¿cuál era la solución?
¿Que Agave no hubiera ido a la bacanal? En ese caso, habría
vivido con la frustración de no haber aceptado una exigencia
fundamental de su libertad. ¿Que, como realmente hizo, participara
en ella? Las consecuencias fueron la muerte de Penteo. ¿Qué
hacer entonces? ¿Autocastrarnos o no hacerlo para no causar
la muerte de nuestro hijo? Estamos ante una alegoría que,
lógicamente, sobrepasa en mucho los términos de la
anécdota. Yo creo que es un conflicto inseparable de la lucidez
y quizá la causa primera del dolor de la existencia, en tanto
que los seres humanos, ante realidades de muy diverso orden, han
de elegir continuamente entre dos órdenes, a su vez antagónicos
e igualmente exigentes, entre la necesidad de la norma y la necesidad
de su transgresión.
Tendríamos, pues, otra realidad esencial sin la cual el
teatro no existiría: la necesidad de la norma y la apetencia
de la transgresión.
Otra realidad que el teatro hace visible es la muerte. Por supuesto,
nuestra vida cotidiana está orillada de muertos, pero la
civilización nos oculta la conciencia de nuestra muerte personal.
Cuando yo dirigía el Centro Dramático 1 de Madrid
con el argentino Renzo Casali, recuerdo que hacíamos un ejercicio
que intentaba colocar a los actores ante la propia conciencia de
su muerte personal. Y descubríamos que la inmensa mayoría
de los actores no "sabían", no tenían presente,
su futura muerte. Ignorancia existencial -puesto que, conceptualmente,
no existe la menor duda- que explica, en buena medida, la banalidad
o la estupidez con la que gran parte de la sociedad acepta la historia,
en la que quienes mueren son siempre "los otros". Reclamar
una conciencia de la propia muerte no significa, sino más
bien lo contrario, negar o empobrecer la plenitud de la existencia,
pero sí introducir un elemento que, además de ser
real, dotaría a la vida personal y social de una responsabilidad,
una coherencia, una profundidad y, probablemente, una ecuanimidad,
de la que carece. Volvemos al principio. Lo importante del teatro
es que ritualiza la muerte en tanto que realidad en la existencia
de un personaje y no como abstracción que afecta a todos
los seres vivientes.
EL ESPACIO Y EL TIEMPO DEL DRAMA
A modo de resumen, señalaría, pues, que los conflictos
entre norma y transgresión, vulnerabilidad y seguridad, libertad
personal y orden social, racionalidad e instinto, fugacidad y perennidad,
soledad y otredad, o la percepción del amor como origen de
la muerte o/y la liberación, entendidos no como dilemas anecdóticos,
ligados a determinadas situaciones, sino como centro de la existencia
humana, conforman un tejido del todo coherente, que es, precisamente,
el espacio y el tiempo de la creación teatral. Espacio que
ha sido utilizado de muy distinto modo, pero en el que se conjugan
una serie de fuerzas y agonías que agudizan la conciencia
personal, haciendo del teatro, paralelamente a su condición
histórica, una expresión esencial de los seres humanos
y de las sociedades.
¿Y qué está sucediendo? Está sucediendo
que hoy, en buena medida, ese espacio teatral del que hablo lo confinamos
en nuestro imaginario, en lugar de abrirle puentes para que incida
en el orden social y en la construcción de la cultura. Es
una conciencia encerrada, que se presenta, una y otra vez, como
la creación marginal de los "artistas", en lugar
de lo que realmente es: un desafío que deberían encarar
las sociedades y los individuos, supongo que como vía imprescindible
para que fueran reales ciertos valores, a menudo proclamados, pero
reducidos a mera palabrería entre los escombros de un moralismo
formal.
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