HACER TEATRO HOY. ESPAÑA
EXPLÍCITO Y TRAMPOSO COMO UN SUZUKI
Por Josep Benet i Jornet

Quiero hablar, si se me permite, de autores de teatro, de textos de teatro. No del entorno social que permite o dificulta crear teatro. No directamente de los acontecimientos históricos que pueden llegar a determinar la escritura teatral. No, por ejemplo, de los problemas que hoy comporta hacer teatro en Latinoamérica. Pero sí, de algún modo, de una vieja cuestión relacionable con ellos, de la responsabilidad del escritor ante su escritura. Quisiera referirme, por unos instantes, a uno de los fenómenos escénicos que han aparecido, mientras tanto, desde hace unos años, en las zonas de Europa más o menos seguras de sí mismas, más o menos ignorantes de que el desastre también desembarcará un día, definitivamente, en su pequeño, herido, confiado, desprevenido, insolidario territorio.

He nacido, vivo y trabajo en Barcelona, en la capital de un rincón mediterraneo del Estado Español llamado Cataluña. Si bien el teatro catalán apenas exporta autores dramáticos (aunque alguno exporta), a Barcelona, en cambio, nos llegan, importadas con mayor o menor puntualidad, obras europeas el ruido de cuyo éxito internacional ha penetrado en los oidos de nuestros directores más curiosos e inquietos, y que, también entusiasmados, deciden estrenarlas. Así, por ejemplo, se han representado aquí ultimamente títulos como “Unes polaroids explícites” (Some Explicit Polaroids) del británico Mark Ravenhill, “Ball trampa” (Bal piège) del francés Xavier Durringer o “Suzuki I, II” del alemán de adopción Alexei Xipenko. Durringer, el más viejo de los tres, creo que nació el 1963, de modo que estoy hablando, me parece, de autores jóvenes o relativamente jóvenes.

Y a eso voy. Tomando como ejemplo tales obras, quiero referirme a cierto tipo de teatro joven que en la actualidad está de moda. Un tipo de obras que no son, cuidado, el único teatro joven que se escribe hoy. Pero, en todo caso, textos que provocan auténtico entusiasmo. Podría citar obras de autores jóvenes catalanes o castellanos que navegan por parecidos caminos, pero prefiero no hacerlo; la proximidad me impediría ser mínimamente objetivo.
En todo caso me estoy refiriendo al fenómeno de un “nuevo” teatro que, como saben ustedes, abraza a toda una Europa más o menos tranquila y confiada, casi feliz con el avance, en muchos de sus enclaves, de una derecha dia a dia más brutal y desvergonzada. (Cada diez años aparece un “nuevo” teatro, y eso está bien, eso es inevitable y además, desde luego, eso es conveniente y necesario.) Pues bien, ¿qué hay que hermane a los creadores de ese “nuevo” teatro, si es que les hermana algo? ¿Qué hay de común en las piezas de Ravanhill, de Durringer y de Xipenko?
Son obras que “escandalizan”. No sé exactamente a quién, pero escandalizan. Lenguaje agresivo, violencia extrema, sexo más o menos explícito, conceptos cínicos y nihilistas... El público joven acude a verlas y sale encantada de la vida. El público maduro, en realidad, también. Parece que no hay tabús. Parece, tras una primera mirada superficial, que esas obras no hablan en nombre de ninguna ideología, quizá porqué las ideologías les/nos han decepcionado, etc. Bien. Parece que hablan desde la desesperación o desde la melancolía. Y que pretenden actuar como revulsivos. Bien, los revulsivos son positivos. De acuerdo. Pero...

Pero lo siento. Bajo las apariencias, bajo la carrocería de ese automóbil, en la imagen de esas fotografías, bajo el ritmo de ese baile, lo que se nos muestra, en realidad, son historias de buenos y blandos sentimientos, son cuentos de miel y azúcar, como cualquier película de Walt Disney. El amor en su concepto más tradicional y más cursi posible acaba triunfando, y tras la aparatosa pataleta del sexo y de la violencia... los protagonistas vuelven a sus casas, regresan al orden establecido de siempre y no cuestionan absolutamente nada. Absolutamente nada. Y bien, aceptemos que una obra puede ser interesante y no cuestionar nada. Pero al menos habrá en ella un sentimiento que nos afecte y que nos remita a la verdad de nuestra propia experiencia. No, tampoco. Clichés, tópicos, y basta. Son, en definitiva, piezas de una ingenuidad contundente. (O de una mala fe implacable.)

Autores británicos de mi adolescencia como Osborne, Wesker, etc., o franceses como Adamov, Gatti, etc., también eran ingenuos, también eran esquemáticos, hoy lo sé, pero de todos modos abrían heridas. Salvando distancias, incluso dramaturgos germánicos como Brecht o Weiss eran con frecuencia, ustedes perdones, ingenuos y esquemáticos. Pero sí, constituían un revulsivo seguro. Esos autores jóvenes de los que hablo no ofrecen otra cosa que una aparatosa, brillante, ruidosa cáscara vacía.

Cuidado, no son los únicos jóvenes que hoy escriben teatro, lo sé y lo he insinuado. El problema es que se les mezcla a todos dentro del mismo saco. Como si fueran lo mismo unos y otros. Cierto, Sarah Kane en el Reino Unido, Michel Azama en Francia, o Marius von Mayenburg en Alemania también se saltan los supuestos tabús del sexo, también utilizan la violencia física y verbal... Pero son otra cosa. En sus obras hay OTRA cosa. Es decir, ALGUNA cosa muy concreta. Un análisis despiadado, desesperado y lúcido de la realidad que nos rodea. A pesar de las más superficiales apariencias, media una enorme distancia entre unos y otros.

Las apariencias. No nos deslumbremos ante unos cuerpos desnudos que fingen joder delante nuestro, en el centro del escenario, y que mientras tanto no están diciendo, como lo hacían antes, “te quiero, te deseo” sinó “te voy a meter la polla hasta el fondo del coño / del culo”. Dejemos que los personajes practiquen el sexo a su gusto y, a continuación..., veamos qué nos dice el autor a través de esas escenas. El sexo, hoy, no escandaliza, no preocupa a casi nadie; ahora bien, detrás de su libre exposición puede haber un intento honesto de explicar el complejo horror de nuestro mundo... o puede esconderse un retorno a las más rancias formas de entender la vida y la sociedad. No nos dejemos deslumbrar. Y separemos el grano de la paja.

Antes, el teatro de evasión, amable y comedido, no engañaba a nadie. Tenía (tiene) todo el derecho a existir... si estaba bien hecho. Pero a su lado, a menudo minoritario, por supuesto, había otros textos que intentaban entender o al menos expresar de forma más o menos iconoclasta la complejidad de los colectivos y la complejidad de los individuos. Un teatro que también tenía todo el derecho a existir, que era necesario... si estaba bien hecho. En todo caso no había fraude posible, las posiciones quedaban claras. Ahora, con frecuencia, se nos quiere engañar, y con frecuencia nos dejamos engañar. El capitalismo, por fin triunfante para siempre jamás, ha encontrado portavoces que se han apoderado de una serie de aparatosos “tics” dramáticos tradicionalmente reservados tan sólo a dramaturgias de denuncia. Queda claro que no eran esos “tics” los que en realidad comentaban, en un texto, por ejemplo, la evidencia de un poder siempre corrupto, o las perplejidades más íntimas del hombre a la caza de su identidad. No, esos “tics” no eran ya entonces y evidentemente no son ahora garantía de nada, ni para bien ni para mal.

Así pues, y termino, la decencia debe afinar sus procedimientos. Y por suerte, entre el fragor de batallas perdidas, a pesar del desaliento ante el espectáculo de guerras que quizá no llegaremos a ganar jamás, algunos autores buscan la voz de la honestidad y de la complejidad, la voz del desacuerdo. Hay que escuchar el sonido de esas voces, cada cual la suya, libres de retórica vacía o engañosa, y, de nuevo, una vez más, hay que alzar el telón.