LA ESCENA IBEROAMERICANA. ESPAÑA
RAFAEL ALBERTI. FINAL DE PARTIDA:
LOS POEMAS ESCÉNICOS

Por José Monleón

Hasta llegar a los “Poemas escénicos” hay un largo camino que explica su nacimiento, su razón de ser dentro del panorama del teatro español contemporáneo y el valor que alcanzaron en la estimación del propio Alberti y en la proyección del escritor sobre un sector de nuestra sociedad. Vamos a intentar en este trabajo señalar algunas de las estaciones fundamentales de ese camino.

RAFAEL ALBERTI, LA PALABRA

En reiteradas ocasiones, Alberti hizo el elogio de la palabra y, por ejemplo, condenó ese teatro hecho de alardes escenográficos o de invenciones del director, que desvirtuaban o relegaban la palabra dramática. El cuidado literario puesto en su obra -independientemente de sus términos, en razón a sus propósitos, poéticas y circunstancias de cada caso- es evidente, y, cuando explica las razones por las que un día abandonó la pintura por la poesía, nos habla siempre del descubrimiento de unas posibilidades de expresión personal que no había encontrado en los pinceles. También en reiteradas ocasiones nos hablará de su amor a la palabra y del precio pagado por la urgencia,

Después de este desorden impuesto, de esta prisa,
de esta urgente gramática necesaria en que vivo,
vuelva a mí toda virgen la palabra precisa,
virgen el verbo exacto, con el justo adjetivo

Que cuando califique de verde al monte, al prado,
repitiéndole al cielo su azul como a la mar,
mi corazón se sienta recién inaugurado
y mi lengua el inédito asombro de crear(1).

En cuanto al valor de la palabra en el teatro sus juicios son también concluyentes y resultan ampliamente refrendados por el valor literario de sus dramas. En una entrevista que le hice en Madrid, en noviembre de 1980, afirmaba:

“Yo parto de la base de que el autor no puede desaparecer del teatro. En la actualidad se le escamotea muchísimo, aunque, inevitablemente, siga presente en un tanto por ciento. Si yo escribiera ahora teatro, procuraría hacerlo con la mayor desnudez, sin que esto significara una renuncia a la búsqueda expresiva, porque yo la he perseguido siempre, de un modo espontáneo. Pertenezco a la generación de Picasso y esa ha sido una característica de todos nosotros. Fuimos un día la Vanguardia, que hoy llaman histórica , pero que era una vanguardia natural y no una de esas vanguardias a toda costa como tantas de las actuales, que por eso resultan tan aburridas. No se puede decir que andaluz voy a ser todas las mañanas o que vanguardista voy a ser todos los días. Pero si yo escribiera ahora, ¡eliminaría tantas cosas! Dejaría al teatro en sus medios expresivos más propios, partiendo siempre de la base de que el teatro ha de tener un gran aliento poético. Esto no tiene nada que ver con que sea en prosa o en verso. Puede ser en versículos. El hecho es que el teatro que subsiste, tras mil experimentos a cargo de los mejores profesionales de la escena, es el teatro de los grandes poetas. Yo soy un poeta y no puedo ser de otra manera. Me gusta un teatro en el que la lengua, el idioma, tenga su gran valor, divertido, expresivo, dramático o el que sea, porque el español posee una cantidad de matices extraordinarios... Pero quisiera hacer un teatro despojado de esos elementos que permiten intervenir a los directores de la manera habitual. Lo cual no quiere decir que yo esté en contra de los directores. En nuestra época se han hecho maravillas en este campo y se cuenta con un elemento realmente extraordinario para el teatro como es la luz. También los sonidos son fantásticos. Pero no puede hacerse en detrimento del autor, convirtiendo a la luz, al sonido o a la escenografía en personajes protagonistas, mientras la palabra desaparece”. (2)

Era imprescindible empezar con esta precisión para que nadie vea en los “Poemas escénicos” a un autor que, simplemente, opta por lo más fácil. Rafael Alberti pasó algún tiempo en Alemania, la Unión Soviética y Francia, lo que le permitió conocer de primera mano la obra de algunos de los grandes directores europeos de los 30. El que, en un breve plazo, el nazismo de un lado, y el stalinismo del otro, cortaran aquel espléndido torrente de creación teatral, no es óbice para reconocer que Rafael conoció unos niveles de expresión escénica que no se daban por entonces en España. De ahí, unido a otros factores históricos y generacionales, su adscripción a una Vanguardia que se manifestó en todos los lenguajes artísticos y que hizo del experimentalismo, de la búsqueda y la ruptura de las normas establecidas su norte. Reflexión necesaria para no situar los “Poemas escénicos” dentro de un populismo marginal a las preocupaciones que, en términos totales, animaron la obra de Rafael Alberti y de otros como él.

ALBERTI Y EL TEATRO ESPAÑOL DE LA ÉPOCA

Alberti, como parte de los escritores incluidos en la Generación del 27 y, antes, los más significativos del 98 -entre los que uno citaría difícilmente a Benavente a la vista del conjunto de su obra, por más que inicialmente, por diversas razones puntuales, sí se incluyera en el grupo- se enfrentó al teatro español de su época y planteó la creación de otro distinto, alimentado por supuestos antagónicos. Supuestos inicialmente poéticos -los propios de una vanguardia, que no acepta las convenciones establecidas y rutinarias- y, en algunos casos, entre ellos el de Alberti, pronto impregnados de una reflexión social, directamente vinculada a la composición del público teatral español, que es como decir a la historia del pensamiento, de la cultura y de los intereses de nuestra pequeña burguesía.

Alberti expresó su juicio estético sobre el teatro español que dominaba con carácter prácticamente absoluto en los escenarios españoles en reiteradas ocasiones, y lo refrendó con el carácter insólito de su poética dramática, a mi entender generalmente mal entendida cada vez que sus obras han sido puestas en escena. Limitémonos ahora, a los efectos de avanzar en nuestro razonamiento, a resumir la opinión sobre el teatro español de su tiempo, recurriendo, nuevamente, a una de nuestras entrevistas, en esta ocasión fechada en París, en 1976.

“El teatro que entonces imperaba en España era el de Muñoz Seca, Arniches, Paso, Abati y toda esa gente, siendo el de Benavente el considerado más importante, junto a Marquina y autores que estrenaban más o menos esporádicamente o que comenzaban a incorporarse. Por entonces, empezaron Luca de Tena y otros así. También había un autor llamado Pármeno, que hacía un teatro social muy duro y muy violento, y del que yo vi una obra, cuyo título no recuerdo, que no me disgustó nada. Ese era el ambiente social que había. Y nosotros realmente no íbamos en esa época al teatro, porque no teníamos nada que ver con él, aunque conocíamos lo que existía. Más tarde, en algunos de nosotros, sobre todo en Federico y en mí, nació el deseo de intervenir en este asunto. Con el mismo criterio que teníamos sobre la nueva poesía, nos planteamos lo que podía ser el nuevo teatro. Federico empezó con un teatro menor, antes de “Mariana Pineda”, que tiene ya la pretensión de un teatro importante, y que para mí sigue siendo precioso. Me refiero a los “Títeres de Cachiporra” y a todo su teatro de guiñol, que es verdaderamente popular y verdaderamente nuevo en su momento, y aún ahora, porque tiene una gran frescura y un sistema de representar las cosas que difiere bastante de las formas conocidas”.(3)

El discurso va, pues, siguiendo sus pasos lógicos. Tocaba ya interrogarse por la condición del público tradicional para concluir hasta qué punto el nacimiento de un nuevo teatro español estaba vinculado a un cambio del público. Unamuno había insistido ya sobre el hecho de que el público teatral español no era un representante de la sociedad española, sino sólo de una parte de ella, y no precisamente la mejor. Por razones distintas, hubiera sido mejor contar con la aristocracia o con las clases populares; unos, por su hipotético refinamiento y porque, en definitiva, su status social les permitía ciertas libertades, y otros, porque estaban a favor del cambio y el teatro podía ser una fuente de experiencias, conocimientos y preguntas. Por contra, la clase media era, por definición, la expresión del inmovilismo, la menos segura de su situación, y, a su vez, lo bastante satisfecha para defenderla con uñas y dientes. La guerra de Cuba y Filipinas y la subsiguiente liquidación de las últimas colonias había contribuido a un debate sobre la reciente historia de España y su inmediato futuro, que afectaba a todo el país y alteraba seriamente su estructura social. Esta circunstancia, unida a la crisis que, en toda Europa, habían sufrido ciertos principios de la sociedad burguesa -cada vez más sometida a la presión de sectores hasta entonces excluidos del juego político-, generaron en nuestro país una exacerbación del conservadurismo y, también, una radicalización, en los diversos órdenes, de los movimientos de respuesta. Aunque, a menudo, como sucedió en el teatro, estos movimientos se vieron arrastrados a la condición de marginales o de difícil penetración, dado el dominio del conservadurismo sobre las estructuras profesionales de la escena española y sobre las áreas definitorias de la vida nacional.

SOBRE EL PUBLICO TEATRAL ESPAÑOL

Para Rafael Alberti, como para otros escritores de la llamada Generación del 27 -cuya vinculación con las aspiraciones que condujeron a la II República Española, y, más tarde, su toma de partido en la guerra civil, fueron sintomáticas-, parecía evidente que la mediocridad teatral española era una consecuencia directa de la condición del público, es decir, del pensamiento de nuestra clase media. Si esa clase conformaba la composición de la inmensa mayoría del público generador de la demanda teatral, era consecuente que la escena -que necesitaba de ese público para su supervivencia económica- intentara complacerle. Analizar el “estado de nuestra mesocracia”, como expresión del curso de la historia política de España era, pues, poco menos que una exigencia inseparable de la crítica del teatro español. Si este teatro era así y lo era porque el público -refrendado por la mayor parte de la crítica- así lo quería, el paso siguiente era interrogarse por los componentes ideológicos y estéticos de esa cultura de clase. Y, a renglón seguido, hacerse una nueva y delicada pregunta: dado que ese público determinaba ese teatro, ¿cabía cambiarlo para así cambiar el teatro? ¿Cabía construir otra cultura para construir otra demanda? ¿Qué sector social reunía las condiciones de base para interesarse en la operación? ¿Hasta dónde nuestra burguesía se había quedado atrás de otras burguesías occidentales que sí habían tratado y trataban abiertamente, en los escenarios y en la literatura, las crisis de sus principios y las exigencias de los nuevos tiempos? ¿Cabía imaginar una “puesta al día” de nuestra burguesía? ¿Hasta dónde la España eterna iba a seguir dictando los criterios del pensamiento y la definición de lo improcedente? Eran preguntas que, inevitablemente, nos sumergían en un discurso político, del que fueron claras expresiones, en el caso de Lorca, buena parte de sus declaraciones a la prensa -especialmente en la última época- y la creación de La Barraca. Y, en el caso de Rafael, aquel explosivo “Muera la podredumbre del teatro español”, al término de su primer estreno, “El hombre deshabitado”, o el escándalo generado por su “Fermín Galán”, ya en tiempos de la República, en el Español de Madrid. De este choque con el público, de esta búsqueda de un espectador socialmente distinto, le vino a Federico también su Teatro de Títeres y, con los años, a Rafael, la necesidad de sus “Poemas escénicos”. A los dos les preocupó como meter la calle en el teatro; y si a Federico se le ocurrió, en “Comedia que no acaba”, imaginar a una revolución golpeando las puertas de un teatro donde ni espectadores ni actores tienen idea de lo que sucede fuera de aquellos muros, a Rafael le entró la necesidad de ir él mismo a la calle, de definirse como un “poeta en la calle”, un poeta que busca lejos de los teatros a los espectadores que necesita. Los dos andaban con la necesidad de otros públicos, y querían que los espectadores de los gallineros bajaran a las plateas; o, puesto que quizá tampoco estaban en los gallineros, buscarlos en sus propio medio, el uno con La Barraca y el otro con los “Poemas escénicos”. Tras su experiencia escénica en el Teatro Maravillas de Madrid (1980), donde intervenía en el prólogo recordando la figura de Francisco Delicado, afirmaba:

“El público que va al teatro, el público que tiene 500 o 600 pesetas -en términos generales, porque no se va a ser necesariamente tonto por tener ese dinero-, tiene una actitud conservadora, recelosa ante cualquier novedad intelectual o poética, que, por ejemplo, choca violentamente con mi teatro. La verdad, yo he comprobado que en “La lozana andaluza”, en cuyo prólogo yo intervenía como actor, los jueves, que es cuando la entrada vale menos, y el teatro se llena de estudiantes y de gente nueva, sobre todo en las localidades de arriba, la proyección es extraordinaria, y el público lo subraya todo desde el principio, lo gracioso, lo dramático, lo divertido... Cuando en cambio viene sólo el público de las 500 o 600 pesetas, veo a muchos que no mueven un músculo de la cara, como si estuvieran oyendo hablar en chino y no entendieran absolutamente nada. Hay que abrir los teatros a las gentes que normalmente no pueden entrar, gentes que no tienen dinero, que se las considera marginales y de las que muchos piensan que carecen de sensibilidad para comprender las cosas. La idea sobre la escasa sensibilidad popular es mentira, ¡ojalá los verdaderos analfabetos entraran en el teatro! A mí me gustaría hacer un teatro nuevo, pero tendente a buscar a esos públicos, un teatro que no fuera populista, pero sí popular, con el margen grande que tiene esa palabra”. (4)

El debate ha tenido, a lo largo del siglo XX, sus propias respuestas estéticas, pero, evidentemente, estábamos más allá del teatro, porque se planteaba en realidad la relación entre teatro y sociedad o entre pueblo y cultura. De ahí el carácter inevitablemente político de la cuestión, afrontado de manera distinta por Alberti y Lorca, alineándose en un caso con el Partido Comunista, en el otro, permaneciendo fiel a la causa republicana y suscribiendo declaraciones contra el fascismo. En un caso pagando con la muerte a manos de la España combatida, o, en el lenguaje de Federico, “putrefacta”; en el otro, con cuatro décadas de exilio.

Los cronistas registran unas declaraciones de Federico en las que lamentó que Rafael Alberti hubiera abandonado la poesía por la militancia política. El episodio fue pasajero y la amistad se restableció muy pronto. Entre otras cosas, porque el propio Lorca, según prueban sus obras y reiteran las declaraciones de la última etapa de su vida, sintió también que los poetas, en tanto que seres humanos, debían hundir sus manos en la sociedad, entender que no existía ninguna disociación entre la poesía y la percepción solidaria del mundo.

“Si Federico hubiera estrenado antes de empezar la guerra “Comedia sin título” lo hubieran metido en la cárcel y todo el mundo hubiese encontrado lógico que lo fusilaran en el 36. Era una obra subversiva cien por cien. Yo creo que, después de conocer esa obra, habría que modificar la imagen que muchos tienen de aquel asesinato. Cuando Federico murió ya no era el Federico de Dalí, ni el de ciertos juegos literarios. Había perdido cuanto pudo tener de color de rosa para convertirse en algo muy serio, tanto, que lo mataron.” (5)

LA CONCIENCIA TEATRAL. EL GUSTO POR LA COMUNICACIÓN PERSONAL

Tanto Rafael como Federico mostraron muy pronto su gusto por la comunicación personal. Es decir, por hacer orgánico su mensaje literario, ante un público, en lugar de transmitir las palabras escritas a través de terceras personas. Ninguno de los dos fue específicamente un actor, pero ha quedado memoria de los recitales de Federico, especialmente de su “Romanero gitano”, y también de sus pequeños conciertos de piano. Ambos tenían esa pasión por “intervenir” personalmente, por ser, y no sólo con sus palabras, uno de los polos de la comunicación. A Federico he de referirme por lo que otros cuentan, pero en el caso de Rafael soy testigo reiterado de su gusto por interpretar sus versos, por salir a escena, por encarar al público o al auditorio, en un teatro, o, cuando ha llegado el caso, en los mítines políticos, en campañas electorales que tenían toda la itinerancia y el sabor de una gira teatral. Con Nuria Espert hizo en torno a los 350 recitales, en España y en América. Y en ellos no sólo dijo sus versos, sino otros muchos en los que él percibía la dramaticidad que solicita la mediación de un actor. Sus interpretaciones de “Vientos del pueblo”, de su amigo Miguel Hernández, o de “Las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre”, le valieron la admiración y el aplauso de los públicos en esos términos que sólo se dan en la relación teatral. Incluso su campaña electoral, que le valió el único escaño andaluz del Partido Comunista al Parlamento de la nueva democracia, lo salpicó de versos y coplas más propios de un actor que de un líder político. Naturalmente, eran versos y coplas que tenían un determinado contenido, pero que le planteaban la necesidad de comunicarse, de manera inmediata, con amplios auditorios, incorporando los elementos lúdicos y emocionales que corresponden al arte dramático. Luego, ganado el puesto de diputado, presentó la renuncia alegando que no era justo que habiendo en el Partido Comunista andaluz personas que se dedicaban intensamente a la política y que conocían los problemas de aquella sociedad, fuera él, un poeta, el único diputado andaluz del Partido en el Parlamento. Sin duda, era una de las razones de su dimisión. Pero la otra, la fundamental, es que Rafael se aburría en el parlamento, con la disciplina de voto, la aplicación de un reglamento y las características de un auditorio que, de hecho, impedían la realización del “acto teatral” tal y como él lo concebía. Su participación como intérprete en el prólogo de “La pájara pinta”, con salto mortal incluido, cuando estrenó la obra en la sala Gaveau de París, o su paseíllo, vestido de torero, con la cuadrilla de Ignacio Sánchez Mejías en la Plaza de Pontevedra, sus recitales, con Nuria Espert o, en algún caso con Paco Ibañez o Vittorio Gassman, o su intervención en el prólogo del montaje español de “La lozana andaluza”, o el vigor de sus participaciones en los numerosos homenajes de los que era objeto, revelaban siempre esa pasión por la comunicación personal y directa que es propia del arte del actor, y que, en definitiva, constituye un elemento diferenciador entre el teatro y cualquier otra forma de mimesis, incluida la expresión literaria. Quizá, lo haya dicho o no, esa fuera una de las razones por las que un día dejó la pintura, donde, como en la literatura, estaba obligado a quedarse a un lado y entregar su obra al destinatario. Por contra, en tanto que actor, con sus textos o los textos ajenos, él estaba allí, la palabra ya era parte de su cuerpo, de su respiración, y el público dejaba de ser una entidad abstracta para manifestarse en términos concretos, en el aquí y el ahora, acusando la recepción, convertido en el polo necesario y vivo de la expresión artística. ¿Acaso no era esa también una de las razones por las que tanto Federico, como, sobre todo, Rafael se interesaron por la “fiesta” taurina, en sus mejores momentos, cuando no se impone la agonía del toro o el miedo y la agonía del torero, convertida en experiencia fulgurante por excelencia? ¿Y no ocurre otro tanto, salvando las distancias impuestas por la forma, con el verdadero cante jondo? ¿No es lógico que, al margen de toda la quincalla del cante o la crueldad de tantas corridas, cante y flamenco se hayan encontrado a menudo?

Hablo con Nuria Espert de sus recitales con Rafael. “Era un gran actor, que interpretaba los versos y que, además, sentía un enorme placer en la relación con el público. Yo le dije más de una vez que hubiera podido ser un magnífico Rey Lear. Y lo importante es que tenía un sentido innato de la teatralización; los versos eran tratados como tales, sin el menor naturalismo; y, sin embargo, había una verdad en su elaboración teatral, en su declamación, que emocionaba a todo el mundo y que nunca reducía su personalidad de actor, sino al contrario. Y eso tanto cuando decía “Las coplas de Jorge Manrique”, como un gran actor trágico, como cuando decía sus divertidos “Poemas escénicos”, sólo o, cuando eran de dos personajes, conmigo. Conseguía que la gente pasara rápidamente de la risa a la congoja no sólo por la distinta naturaleza de los versos, sino por su manera de decirlos. Y cuando le aplaudían no estaba nada claro si agradecía los aplausos más como actor que como autor de muchos de los versos que acababa de decir”.

Recuerdo que, con ocasión del Homenaje que le organizó el Festival de Mérida cuando yo lo dirigía, y en el que contamos con la colaboración de un grupo de notables artistas -Nuria Espert, Paco Rabal, Manolo Sanlucar, Montserrat Caballé, Manuela Vargas...-, Rafael intervenía sin abandonar la silla de ruedas a la que se había visto reducido tras un accidente de coche. Se había puesto una vistosa chaqueta y se cubría con una gorra de marinero. Teóricamente, según los médicos, no podía moverse de la silla ni ponerse en pie. Pero, al final, cuando todo el graderío del teatro romano lo aplaudió, inesperadamente, sin perder la sonrisa, con absoluta naturalidad, Rafael se puso en pie, y se quitó y agitó la gorra en un gesto de torero. Luego, con la misma placidez, volvió a sentarse y salió por la puerta grande, después del milagro de su momentáneo e inesperado restablecimiento, dictado por la energía de la comunicación, por el sentido último que separa a los grandes actores de los que sólo lo son por oficio o de los oradores y conferenciantes que andan por la vida hablándole a la gente sin saber que la tiene delante.

LA COMUNION CON EL PUBLICO

Hoy son muchos los autores y directores que sueñan con un público rigurosamente escindido. Se postula, sin advertir la relación existente entre esa supuesta teoría estética -la teoría de la recepción- y el pensamiento político dominante, la grandeza de la percepción estrictamente individual, considerándola como una garantía de la libertad. La referencia a colectivos sociales que participen de unas mismas o afines expectativas se relaciona con “masificación”, propaganda o imposición de una lectura única y lineal del drama. Lo importante, según esto, es que haya tantas lecturas incomunicadas entre sí como espectadores.

Este es un tema importante para entender las posiciones de Alberti, de Lorca y de cuantos hablaron de “públicos populares”. Es evidente que el término es escurridizo, como tantos otros, en la medida que está condicionado por las circunstancias y las expectativas sociales de cada momento. Porque si, como individuos, hay zonas propias e intransferibles, como seres sociales creamos campos de afinidad y expectativas compartidas. De hecho la evolución política y la acción crítica son posibles cuando existen esas expectativas aglutinantes, que no cabe identificar con la masificación, con el dogmatismo, ni con la sumisión a ojos cerrados. Por supuesto, que esto último puede darse y de hecho se ha dado y se da en muchas manifestaciones, teatrales o no -ahí está la “inocente” televisión para probarlo-, declaradamente políticas o no, en las que, bajo la capa de la libertad individual, se consigue encaminar todas las “libertades” hacia el ideal de consumo de unos determinados productos o formas de comportamiento. La paradoja está en que en una época básicamente controlada por el pensamiento único, se crea la ficción de una interpretación individual de la realidad o, en nuestro caso, de la expresión artística.

En España, durante muchas décadas han coexistido una serie de programas de futuro, sostenidos por distintos grupos sociales. Lo que ha supuesto una dinámica -incluso en algunos aspectos de la vida española bajo la Dictadura- que desaparece cuando el conjunto de la sociedad tiende sólo a consolidar su presente, y, en consecuencia, a considerar a su semejante básicamente un competidor. Esta competencia entre los individuos es un componente importante de la vida social y supongo que, en un grado u otro, ha existido siempre. Lo que ocurre es que cuando las aspiraciones individuales se conjugan con las aspiraciones sociales, cabe la existencia de espacios definidos por expectativas compartidas, a cuya realización se suman, sin que ello suponga ninguna masificación o renuncia a la personalidad, quienes desean verlas realizadas.

Yo creo que el concepto de “público” teatral, puesto que ahora hablamos de teatro, es inseparable de esta noción. Y en ella, a mi modo de ver, se movieron Rafael y cuantos, en su día -es decir, en el gran proyecto social de la II República Española- hablaron de “público popular” o de “cultura popular”. No se trataba de ninguna abstracción ni de ningún populismo. Y si nuestro país conoció los horrores de la Guerra Civil del 36 fue, entre otras cosas, porque esas ideas encerraban un propósito de transformación cultural que chocaba, obviamente, con ciertos ideales e intereses conservadores, curiosamente defendidos como principios de nuestra identidad nacional, cuando, simplemente, eran o son las reglas que convenían o convienen al mantenimiento de una situación social.

En una entrevista que les hice a María Casares y a Rafael Alberti, en Paris, en vísperas del estreno de “El adefesio” en España (1976), la actriz me decía:

“El teatro es un lugar que quiere decir algo; en Francia me parece que ya no quiere decir nada. Yo sigo haciéndolo porque sigo siéndole fiel. Antes, hace 15 o 20 años, el público de una sala recibía, y salvo la excepción de dos o tres espíritus singularmente críticos, la misma sensación. Ahora todo ha cambiado, y lo notas cuando trabajas. Cada grupo tiene una diferente manera de recibir lo que se hace sobre un escenario. ¿Cómo, entonces, crear esa comunión o unidad que es imprescindible en el teatro?” (6)

Hay en esta reflexión de la actriz una especie de aporía importante. Porque si, de un lado, la libertad es un derecho individual que cada espectador debe ejercer en la percepción de una representación, no es menos cierto que el teatro no se dirige a un conglomerado de destinatarios, sino a un público, con el que tiene lugar esa comunión a la que se refería Casares, y que, por ejemplo, ella vivió en los mejores años del TNP. Justo los años en los que la mayor parte de la sociedad francesa reclamaba la construcción de un determinado país, en el que se conjugaran la vieja herencia democrática con los ideales de la Ilustración, y, por tanto, la atribución a la cultura y el arte de una importante función en la liberación y la educación popular. Cuando tuvimos nuestra conversación, en el año 1976, la situación era otra. El TNP de Jean Vilar y Gerard Philippe, el París de Sartre y Camus, el un día deslumbrante Festival de Avignon, ya eran historia. La última Vanguardia francesa, la de la mirada rebelada y la quema de las convenciones tenidas por normas de la escena, era ya Vanguardia histórica, mientras sus falsos hijos guisaban el absurdo en formalismos de consumo, y el país iba entrando en una vía muerta de la que, probablemente, salvando las excepciones, no ha salido todavía.

Este es otro dato importante. Porque detrás de los “Poemas escénicos” subyace la idea de esa comunión, de la que hablaba Casares, con un público, al que se dirige Alberti, como autor, y si es posible como actor, y al que espera reconstruir o recuperar en cada representación, no como un público meramente teatral, sino como un colectivo civil que, quizá sin saberlo del todo, comparte unas mismas expectativas, que el “Poema escénico” debe contribuir a revelar o afirmar. No se trata de una propaganda política, sino de un acto de afirmación colectiva. Como seguramente pretendía Lorca con La Barraca, y que no entendieron quienes le reprocharon la escasa significación política de su repertorio.

Releamos los “Poemas escénicos” de Rafael y encontraremos dos constantes: el humor y el amor. Es cierto que, en algunas ocasiones, los temas de sus Poemas proponen una situación vinculada a la realidad política. Pero suelen hacerlo en tono de humor. En el resto de los casos, los Poemas suelen hablar de la soledad, del desamor. Son los temas de la gran poesía lírica que Rafael traduce a una forma que anda a caballo entre la narración, la poesía y el teatro. No existe nunca, como no lo había en el repertorio de La Barraca, un ánimo directamente pedagógico. Como sucede en las letras del cante, todo el arco de la vida se asoma a las palabras. Aunque, en el caso de los “Poemas escénicos”, nuestro autor se valga de los dos caminos quizá más ilustres y probados del arte teatral: la emoción y el humor. Concepto este último del que no vamos a hablar aquí, por su extrema complejidad y diversidad de interpretaciones, pero que, en el caso de Rafael, está muy claro que nada tiene que ver con la comicidad habitual. El choque de “contrarios”, la superposición de dos acciones distintas que produce la risa y la sorpresa, está, pero hay también un discurso intelectual subyacente, una invitación al pensamiento que puede, según la personalidad de cada espectador, conducirle a esa mezcla de congoja y conciencia del carácter irrisorio del ser humano, sobre la que Pirandello escribió tantas páginas esclarecedoras y Miguel de Cervantes y Charles Chaplin hicieron algunas de las más grandes obras de arte de todos los tiempos.

SU INSEGURA EXPERIENCIA TEATRAL

La condición de Rafael Alberti dentro del teatro “profesional” español ha sido siempre problemática. Su primer y sonado estreno, “El hombre deshabitado”, acabó con el autor gritando en escena un “Muera la podredumbre del teatro español”, totalmente fuera de las maneras habituales en este tipo de situaciones. La representación había discurrido con clara división de opiniones, pero en términos que justificaron la salida al final del autor. El cual, en vez de dar las gracias a los actores, “a los que han hecho posible la representación y no salen a escena”, a estos y los de más allá, cumpliendo las habituales cortesías, quiso resumir su juicio sobre el teatro español de su tiempo. Juicio que, obviamente, entrañaba también un juicio sobre un público que, en buena o prácticamente total medida, ocupaba las butacas del teatro de la Zarzuela. Claro que España estaba entonces en vísperas republicanas y se exponían y radicalizaban las posiciones con una pasión y dentro de un clima muy distintos de los actuales. No olvidemos que la última representación de “El hombre deshabitado” fue un homenaje a Teresa Montoya, al que se adhirieron, desde la cárcel, muchos de los que pronto serían ministros del primer gobierno republicano o políticos destacados en el nuevo régimen. Rafael recuerda que se leyeron los telegramas de adhesión en medio del entusiasmo del público, que el de Miguel Unamuno fue el más aclamado y que poco después de cerrado el acto llegó la policía. La mayor parte de la crítica, obviamente, se sintió incluida en la “podredumbre” denostada por Rafael, y las respuestas fueron contundentes, incluso en los casos en los que se reconocían los valores literarios y dramáticos de la obra.

El segundo paso de Rafael en el teatro fue el “Fermín Galán”, con Margarita Xirgu y decorados de Burman. Teníamos ya República y tanto Fermín Galán como García Hernández, más allá de los reproches de ciertos políticos republicanos por haber precipitado el alzamiento y haber puesto incluso en peligro su resultado, gozaban del prestigio popular de los mártires. Todo parecía, pues, preparado, para que el estreno fuera un episodio feliz, o cuanto menos tranquilo, al socaire de las nuevas circunstancias. No fue así, sin embargo, y, como es sabido, la obra acabó con la obligada bajada del telón metálico y los insultos de la mayor parte del público. Probablemente, sin saberlo nadie, Margarita Xirgu se ganó aquella noche el exilio que habría de acompañarla después de la guerra civil, hasta su muerte, y el fracaso de sus intentos de regreso. Aquella repulsa tenía dos vertientes: una, referida a la reacción del público, que explica, entre otras cosas, su no identificación con el proceso político impuesto por la mayoría del país, es decir, la tantas veces denunciada dicotomía entre el público teatral y el conjunto de la sociedad española; y otra, referida a la estructura misma de la obra, que se definía como un romance de ciego y que, por tanto, contenía ya el embrión de lo que habrían de ser los “Poemas escénicos”.

“Fermín Galán” fue una obra ligera, de la calle. Era una crónica romanceada, como se podía hacer en la Edad Media, contando un hecho histórico, una batalla, un suceso amoroso, etc. tal como podían hacerlo los juglares o la gente que va tocando el tambor y la corneta. Con el levantamiento de Fermín Galán y García Hernández, que les valió ser fusilados, y con la leyenda que se formó en unos meses -más que con la historia real- hice yo un “romance de ciego”, que puede decirse que es la primera y casi única obra que se ha hecho así para la República, un teatro político con muchos errores, porque mi formación era débil entonces, con una técnica teatral muy ligera, pero que creo que sigue siendo interesante tal y como estaba planteada... Es una obra con muchas fallas, técnicamente dilatada, pero con cuadros muy eficaces, que quizá hoy, hecha de otra manera, podría tener un interés. En realidad, es una obra de la calle, completamente de la calle, no existe la pretensión que sí la hay en “El hombre deshabitado”. Es un romance de ciego... Yo creo que estamos viviendo un tiempo histórico en el que la gente está, en cierto modo, inundando la calle, desvalida, y probablemente sin capacitación ni tiempo para atender a ciertas cosas que nosotros quisiéramos. No nos queda respiro para preparar a la gente en nada. Y, sin embargo, los que fueran capaces de bajar a la calle, siempre partiendo de no dar gato por liebre, podrían ser escuchados. Yo creo que, auxiliadas por la poesía y por la música, podrían hacerse unas representaciones fantásticas y maravillosas para el hombre de la calle. Lo he creído y lo creo todavía”. (7)

Seguir paso a paso la obra teatral de Rafael Alberti y la suerte corrida en cada estreno, no es tarea de este trabajo, aunque es pertinente recordar que, junto a los textos presididos por un sentido de la experimentación y la renovación, ajustados a las vanguardias europeas de su época -dominadas, obviamente, por el surrealismo-, el itinerario cuenta con algunas experiencias en las que prevaleció la voluntad de tratar al público como un grupo social activo, con el que compartir unas interpretaciones de los acontecimientos, e incitándole a unos determinados compromisos frente a las realidades inmediatas. Me refiero, con todas sus limitaciones, a las farsas escritas para la campaña electoral del 33 –“Farsa de la Providencia” y “Farsa de los Reyes Magos”- a sus dos obritas satíricas, “Los salvadores de España”, que estrenó en el Español de Madrid en octubre del 36, y “Radio Sevilla”, y, aún con otras ambiciones estéticas, pero igualmente inscritas en esa voluntad de comunión popular, a su versión de “La Numancia”, de Cervantes -con el título escueto de “Numancia”- estrenada en diciembre del 37, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, y a la “Cantata de los héroes y la fraternidad de los pueblos”, estrenada en Homenaje a las Brigadas Internacionales, el 20 de noviembre del 38, en el Teatro Auditórium de Madrid, de la Residencia de Estudiantes.

Si a esto unimos cuanto escribió y postuló acerca del llamado Teatro de Urgencia en los años de la guerra civil, conjugado con sus numerosos recitales, en los frentes y en los actos más diversos, nos saldrá una línea siempre latente, aunque materialmente interrumpida cuando el exilio, primero en la Argentina -donde pronto hubo de sujetarse a una prudente calma para no ser expulsado por unas autoridades que recelaban de los “rojos” españoles- y, luego, en Italia, aunque en bastante menor grado, donde, entre otras razones, su condición de extranjero o la lengua fueron dos obstáculos para volver a la arena pública, separado como estaba de su ámbito natural, que no era otro que el de las luces y sombras del ruedo ibérico.

Durante estos años, sin apenas experiencias escénicas nuevas -a Margarita Xirgu le debió las dos fundamentales, el estreno de “El adefesio”, en Buenos Aires, y el de una nueva versión de “Numancia”, en Montevideo, los dos en el año 1944- Rafael Alberti se dedica a escribir, aparte de algunos de sus “Poemas escénicos”, una serie de dramas, por supuesto irrepresentados en España y que constituirán una parte importante del bagaje con que regresa a España en el año 77, uno después del estreno en Madrid de “El adefesio”, protagonizado por María Casares, bajo la dirección de José Luis Alonso, y al que no quiso asistir porque todavía no había sido legalizado el Partido Comunista, al que él, notoriamente, pertenecía.

Vuelto a España, se estrenaron “Noche de guerra en el museo del Prado”, “La lozana andaluza”, y, en circunstancias un tanto extrañas, ahogada en el ciclo de teatro español organizado en el 92, en el marco de la Exposición Internacional de Sevilla, “La Gallarda”, que no fue posible ver en otras ciudades. Breve encuentro, en el que la reposición de “El hombre deshabitado” fue, sin duda, la experiencia más plácida y mejor acogida. ¿Cómo no entender que a Rafael Alberti le bulleran de nuevo las antiguas ideas y se preguntara como establecer la comunicación dramática, a su aire, con la sociedad española?

Porque, a la amargura de la experiencia se unía la más que fundada sospecha de que el problema no había estado sólo en el conservadurismo del público habitual español, sino, también, y en gran medida, en el modo como habían sido representadas sus obras. Rafael sentía -y los juicios y argumentos vertidos en buena parte de las críticas se lo confirmaba- que su concepción profundamente plástica del teatro, los factores sensoriales de su lenguaje, habían sido gravemente dañados por la atención a otros elementos, y muy especialmente a las significaciones políticas, que debían de haberse derivado sin necesidad de darles el primer plano. Pero quizá ese era uno de los precios de su exilio. Pesaba su historia de viejo luchador y viejo comunista. Y, durante algún tiempo -como ocurrió cuando, durante años, se hablaba del teatro de Federico poniendo por delante su asesinato-, todos cuantos se movían en torno al estreno de sus obras, en la creación o como espectadores, proyectaban, con mayor o menor conciencia, la necesidad de reconocer esa biografía en cada uno de sus dramas o de sus versos. Incluso, por si alguien no lo tenía fresco, en el estreno de “Noche de guerra en el Museo del Prado” se rememoraba en un prólogo especialmente escrito al efecto. Con lo que Rafael, que había tenido que sacrificar buena parte de su posible creación poética, solicitado, alegóricamente, por la poesía de la espada -entre el clavel y la espada- se veía ahora, cuando había tendido la mano y volvía con otros ánimos a la España democrática, una y otra vez reducido a un personaje esquemático, perjudicado además por el conocimiento de los errores y violencias del stalinismo, con los que él, evidentemente, no tenía relación alguna. Más aún, cuando muchos de sus viejos amigos, algunos de la época de la guerra de España, habían sido víctimas de las purgas del Dictador.

¿Cómo no entender el ahogo de Rafael y su necesidad de buscar “campo” fuera de los terrenos a los que muchos querían reducirle?

Poco después de que “La lozana andaluza” fuera retirada de cartel, pasé con él, en una casita que yo tenía entonces en el Guadarrama, un fin de semana. De aquellos dos días surgió un poema, que guardo como se merece, y una larga entrevista de la que recojo un fragmento donde el autor hace balance y vuelve a asomarse a los “Poemas escénicos” como su esperanza de liberación.

“No vi “El adefesio” que se hizo en España antes de mi llegada. Pero sé que fue interpretado de una manera oscura, tenebrosa, cuando yo buscaba expresar un drama terrible, pero en medio de la claridad. Porque yo he nacido en una claridad inmensa, a la que sigo perteneciendo. Sí alcancé a ver el error que supuso “Noche de guerra en el Museo del Prado”. Nunca pensé que iban a salir unos personajes vestidos de guardarropía. Yo había marcado que los personajes fueran divididos en gris y en blanco, que fueran como de la noche, como una transformación que los saca de los cuadros; pero los personajes reales del Museo tenían que aparecer de otra manera. El montaje del María Guerrero no se ajustó a mis indicaciones. Me hicieron unas escenas de carácter galdosiano que le quitaban al drama toda la magia. Es una obra fantasmagórica, ante la cual el espectador debe quedar fascinado por lo que pasa en una noche, mientras la realidad está fuera. Una realidad terrible, en una ciudad asediada, mientras en el Museo una serie de gentes creen que está pasando otra cosa... Sin embargo, la obra me la han machacado y ha generado una serie de críticas idiotas, frívolas, cuando yo creo que es un texto que debía de haber espantado a la gente. En “Noche de guerra” la luz debía haber desempeñado un papel expresivo importante. La luz es una de las grandes adquisiciones del teatro moderno... Si nos referimos a “La Lozana”, imagínate lo que yo pensaba que debía ser la luz. Y, sin embargo, en el montaje madrileño no se ha jugado con la luz casi nunca. Aparecen penumbras que no tienen ningún sentido, junto a otras zonas iluminadas de un modo intenso y sin matiz ni intención. Yo le dije al director que no tuviera miedo en utilizar los colores, en emplear la luz para transformar las cosas, la fealdad de los trajes, etc. Pero todo eso acabó envuelto en una pobreza grandísima... La verdadera protagonista de la obra es la ciudad de Roma, y eso no está destacado para nada con todas esas cosas que han metido en escena. Es Roma la que mueve toda la historia, es Roma la que está en camino de ser destruida, con unos Papas tremendos y locos; aun cuando no se vean, están allí, y en íntima relación con todo lo que dice la Lozana, como lo está el crecimiento económico de la ciudad y la multiplicación de sus palacios, que favorecen el enriquecimiento de Lozana... Son elementos que no están puestos en primer término, de una manera muy visible, pero que deben jugar poéticamente, que contribuyen a trascender cuanto sucede...” (8)

Los juicios de Rafael, incluso frenados por respeto a quienes dirigieron o intervinieron en los espectáculos, son más amargos que otra cosa. Es la amargura de haber propuesto un orden poético que la representación se ha encargado de destruir. El hecho de que las obras hayan sido confiadas a directores y equipos artísticos que gozan de prestigio entre nosotros, conduce de inmediato a la conclusión de que no se trata de un problema de personas sino de un problema general, conectado con nuestras tradiciones teatrales, y, en definitiva, con esa “podredumbre” contra la que un día clamó en el 31 y por la que ha sido ampliamente derrotado. El sueño de cambiar el teatro, que sí logró la llamada Generación del 27 en el campo de la poesía, se saldaba, en la experiencia personal de Alberti, con ese sentimiento de amargura.

LOS POEMAS ESCÉNICOS

La conclusión a la que había llegado Alberti a finales de los 80, no podía ser otra que la de reafirmar su condición de “poeta en la calle”, expresada, en el campo del teatro, por los “Poemas escénicos”. Sus experiencias italianas, algunas de ellas tan sonadas, como la representación de “El matador”, con el propio Vittorio Gasman, a quien había dedicado el Poema Escénico, restallaban en la memoria del poeta:

“Yo, en vista de que el teatro largo, con muchos atores, es difícil de hacer, necesita de un empresario y cuesta mucho dinero, iba escribiendo una serie de Poemas Escénicos que, cada vez que los hacía, me iba muy bien. Ese era mi verdadero teatro. Antes de mis recitales con Nuria, en Italia hice varios con Gassman, a quien dediqué “El matador”, que había escrito en Buenos Aires. Gassman hacía de torero y yo de toro. Él en italiano, y yo en español. Con mis Poemas Escénicos, al lado de Gassman o de Nuria Espert he tenido los éxitos teatrales que el escenario tradicional me ha negado. Con Nuria he hecho más de trescientos recitales, de Cádiz a Nicaragua, siempre con una acogida fantástica”. (9)

Yo tuve oportunidad de ver a la actriz y al poeta-actor en algunos de esos recitales. Y, pese a que el marco solían ser los grandes teatros a la italiana, a menudo dentro de la programación de Festivales Internacionales, en todos los casos se rompía la ceremonia de las representaciones habituales para crear un clima de comunicación gozosa y cordial, con un público no sé sí muy distinto pero sí con una actitud y una disposición muy distintas, donde era perceptible la aproximación, la complicidad entre los actores-juglares y quienes escuchaban. En cierto modo, por su propia naturaleza y por el tipo de expectación creada previamente, el espectáculo -impropiamente llamado recital- nos remitía a ese encuentro entre el teatro y la calle siempre añorado por Rafael.

El espectáculo llevaba el título de “Aire y canto de la poesía” (1979). Yo lo vi en el Festival de Caracas, ante un auditorio popular -como lo son los públicos que sostienen, multitudinariamente, los festivales de Caracas, Bogotá y, en sus buenos tiempos, Manizales-, y fue tal la resonancia que la editorial del Ateneo de Caracas, con la mediación de Luis Molina y de su CELCIT, me encargó y editó un libro dedicado al acontecimiento. Lo titulé “Rafael Alberti y Nuria Espert: poesía y voz de la escena española”, que expresaba, en caliente, el sentir del público caraqueño, que asoció absolutamente el espectáculo al hecho teatral mucho antes que a un recital literario. La poesía de Rafael estaba ahí, pero era una poesía dramática, es decir, siempre integrada a un gran Poema Escénico. En definitiva, era una afirmación personal de su vieja idea de que “el gran teatro lo han hecho siempre los poetas”, referido el concepto no a una “forma literaria” sino a una capacidad de desvelar el mundo creando otro distinto.

La memoria de esta experiencia y la frustración del estreno de “La lozana andaluza” -cuya producción caraqueña bajo la dirección de Carlos Giménez en el Maravillas de Madrid debió fraguarse durante la reciente estancia de Rafael y Nuria en Venezuela- situaron definitivamente a Rafael Alberti ante su último proyecto teatral, a partir ya de reafirmarse, en la hora del balance, como un poeta de la calle.

“Yo he estado haciendo una poesía muy simultánea a los hechos, una poesía directa, de urgencia, o como quieran llamarla los poetas puros, con premio, que dicen que esa no es la poesía que hay que hacer, cosa que a mí me tiene sin cuidado. Yo soy poeta directo, bueno o malo, como es bueno o malo un poeta subjetivo, sentado en una silla de su casa. Que no me vengan con el cuento de que sentado se hace mejor poesía que en la calle. ¡Eso es una tontería! Mi actual poesía es muy simple porque sé que la gente que me escucha es también muy sencilla. Si sale bien, es buena, si me sale mal, es mala. Como es mala si le sale mal a Vicente Aleixandre, a Jorge Guillén, o a quien diablos sea. Diariamente, y no me refiero a ellos dos, los poetas nos inundan de poesía que no por haberla escrito sentados ha de ser buena... Poesía de la calle ha habido siempre. Si uno se siente bien en ella, como yo me siento, la escribe. El que sea buena o mala es otra cuestión, de la que yo no tengo la culpa. A veces me sale mal y a veces me sale genial, exactamente igual a como me ocurre cuando estoy solo y sentado.” (10).

Llegado a este punto, Rafael se pregunta porque no intervino en los montajes españoles de sus obras. Porque no medió en los ensayos de “Noche de guerra en el museo del Prado” y de “La Lozana andaluza”, en los que, sin duda, habría sido escuchado. Las razones son tres: una, la dificultad que Alberti ha tenido, por las circunstancias de su biografía, de seguir de cerca el ensayo de sus obras, introduciendo de manera regular sus puntos de vista en diálogo con los directores; otra, la inseguridad derivada de su irregular experiencia, y el consiguiente margen de confianza concedido a los profesionales del teatro, máxime cuando se trataba de nombres de prestigio y cierta afinidad ideológica. Y una tercera, el temor a que su intervención creara problemas, dentro de la teoría generalmente aceptada -y que incluso influye en la preferencia a elegir autores ya fallecidos- de que los autores sólo están pendientes de sus textos y se resisten a los procesos de creación escénica. La última jugada está lista:

“No intervine porque siempre tenía la esperanza de que las cosas fueran mejor. Y porque si uno adopta una actitud crítica, aquí en seguida salen las espadas. Yo creo que mis poemas escénicos son de una eficacia extraordinaria. Algunos los he hecho con Nuria Espert y otros yo solo. Ahora quisiera hacer un montaje con tres personas, una de las cuales sería yo. Eso está muy cerca de la simplicidad que yo quiero. Alguno de esos Poemas podrían alargarse. Aunque lo que me gustaría sería coger tres de esas piezas, que no fueran muy largas, y convertirlas en un espectáculo, en el que pudiera experimentar tres cosas diferentes, dando entrada a cuanto hay en mi poesía de paisaje, de mitológico, de fantástico”.(11)

En el volumen de Aguilar dedicado a recoger su poesía del 24 al 67 (12), aparecen, bajo el título general de “El matador”, los siguientes Poemas Escénicos: “El matador”, “Lo que yo hubiera amado”, “La soledad”, “El que llegó en verano”, “La estatua”, “El muchachito”, “Leyenda”,”El testamento de la rosa”, “Un pintor de domingo, “Lo que yo hubiera sido”, “El viejecillo”, “La siesta”, “Funerales de arena”, “El olivo”, “El guerrillero”, “El regreso”, “El entierro”, “Más o menos”, “¿El borracho?”, “El mendigo”, “Coloquio de perros”, “El vendedor” y “El sexagenario (En tres barbas y un rostro)”.

La mayor parte de ellos los había escrito en la Argentina -incluido “El matador”- y otros en Italia. Es decir, que corresponderían prácticamente al periodo en el que Rafael decidió cambiar su residencia americana por su casa romana. Cambio importante en el que si bien perdió las ventajas de vivir en el ámbito de la lengua castellana, ganó el extraordinario afecto con que fue recibido en Italia, las numerosas incitaciones poéticas sugeridas por la ciudad de Roma y su rica y turbulenta memoria, y, también, una cercanía física respecto de España que hizo de su casa un lugar frecuentado por cuantos escritores e intelectuales militaban en la oposición y viajaban a Roma por cualquier motivo.

A esos Poemas Escénicos Rafael añadió otros, más ajustados a los públicos y circunstancias de los nuevos tiempos. Algunos de ellos piezas fundamentales en el éxito de sus espectáculos con Nuria Espert. La actriz me cuenta: “Nuestros recitales sufrían algunos cambios según el país donde los ofrecíamos. Pero había varios poemas, como “Las coplas de Jorge Manrique” o “Vientos del pueblo”, que prácticamente se mantenían. En cuanto a los Poemas Escénicos, había alguno, como “El guerrillero” o “La imprevisión” que a veces entraba y a veces no. Los que nunca fallaban y constituían tres momentos de gloria para el poeta y actor Rafael Alberti eran “Ese general”, “El mendigo” y “La condición”, este último interpretado por los dos. Los dos primeros tienen una declarada intención crítica, pese a su tomo de humor; el tercero, en cambio, es un eco de la misma Roma que inspiró “La Lozana”.

- Monseñor ya lo sabe.
- No es posible, señor.
- Esa es mi condición.
- No es posible, señor.
- Adiós. Beso su anillo...
- No se vaya, señora.
- Monseñor, no es posible...
- Si es posible, señora.
- Monseñor, Monseñor...
- Señora, mi señora.
- Sabe mi condición.
- No es posible, señora.
- Monseñor, ¡esa mano!
- Señora, mi señora.
- ¡Monseñor, Monseñor!
- ¿Qué pasa mi señora?
- Sabe mi condición.
- No es posible, señora.
- ¡Monseñor, Monseñor!
- Cálmese, mi señora.
- Monseñor, que se pierde.
- Señora, mi señora.
- Sabe mi condición.
- Etc., etc.

UNA ÉPOCA SIN SU TEATRO

Para Rafael era evidente que nuestra época no había sabido construir su teatro. Entre las conmociones generalizadas, los problemas sociales, las guerras, el avance del armamento atómico, la globalización de los conflictos, la torpeza o insolidaridad de la mayor parte de las respuestas políticas, e incluso la complejidad de las expresiones artísticas, y el teatro que se hacía en los escenarios había una diferencia insultante, una continua manifestación de impotencia. Tiempo atrás la Vanguardia había querido acortar la distancia, abriendo una serie de preguntas que no habían pasado de experimentaciones minoritarias, frustraciones o manifiestos, sin que los escenarios dieran el paso adelante.

“Siempre oyendo hablar de muertos y de cosas terribles, que se van transformando en una parte de nosotros mismos. Si escribiéramos de una manera más libre, casi onírica, todo lo que hemos vivido y nos ha pasado, seríamos la verdadera expresión de nuestro tiempo. Nuestro tiempo no está bien expresado en la literatura, ni siquiera en la poesía que sería la más capaz de ello. No tiene la grandeza, la intensidad ni la profundidad de lo que hemos vivido. Son cosas enormes que nos han marcado y nosotros no las hemos sabido reflejar o las hemos reflejado a medias... Dante supo resumir todo lo terrible de la Edad Media, construyó un infierno donde metió a sus contemporáneos. Metió a los Papas e imaginó cosas tremendas. Con todo lo que ha pasado, necesitamos el gran poema de la desesperación y de la ceguera, antes de que venga la luz, que no sabemos cuando va a venir, porque yo creo que estamos todavía dentro de la explosión y que va a ser peor aún lo que va a llegar. Ni el amanecer ni el arco iris se ven para nada. Estamos metidos en un círculo candente, en una cosa tremenda que todavía tiene que explotar, después de Hiroshima y todas esas barbaridades. Los seres nacidos bajo estas sensaciones, bajo esta vida, bajo esta sobrecargazón cotidiana -abres la televisión o pones la radio y ves u oyes unas cosas terribles-, carecen de alguien que haya sido capaz de sintetizar su mundo. No existe el escritor o los escritores que hayan sabido llevar eso al teatro o a la literatura.” (13)

Alberti muere después de recibir el Premio Nacional de Teatro y los más prestigiosos Premios Literarios, desde la Medalla de Oro de las Bellas Artes, que recibe del Rey Juan Carlos en Valencia, al Premio Cervantes. En el 89 ingresa en la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando. El 14 de junio de ese año, bajo la Presidencia de la Reina Doña Sofía, el Ministro de Cultura, Jorge Semprún y el Director de la Academia, Federico Sopeña, se celebra el acto solemne. Con voz temblorosa, el actor, poeta, autor y pintor, lee:

“Yo nací para la pintura. Mi primera, intensa, alegre, vocación, fue ella, entre blancas paredes de cal, playas y olas, y, en el Puerto de Santa María, alternaba mis clases en el Colegio de San Luis Gonzaga con mis salidas a las playas para pintar olas, barcos, e inventar arenas.” (14)

Ese fue el último Rafael, desalentado por el curso de la historia y por las injusticias sociales, nunca corregidas, que descubrió cuando era un muchacho del Puerto de Santa María, vinculado, por razones familiares, a la industria y el arte de los vinos. Pronto iniciaría un largo camino en busca de la sociedad popular española, con la pintura, con los versos, con los dramas, y en el que, más allá de los compromisos políticos, portadores de esperanzas y de amargas evidencias, encontraría en los “Poemas escénicos”, escritos, dirigidos y actuados por él, a menudo con Nuria Espert, el espacio social y poético que siempre buscó. Y que, naturalmente, ocupa un pequeño lugar -como corresponde a un buen heterodoxo- en cualquiera de sus biografías académicas. .

“Mucha gente me ha tratado como un poeta malo por mis Poemas Escénicos y por esas coplas de la calle que han tenido una resonancia fulminante y que, en efecto, no se hacen en España. Hay mucho teatro rutinario, de puro oficio, pensado sólo para ganar dinero o que hablen de uno los periódicos. Yo cumplo, no sé si ya o todavía, ochenta y siete años. Son muchos, pero ahora voy a empezar a descumplirlos hasta llegar a los veintitrés en los que empecé. Y voy a seguir con mis Poemas Escénicos, que me permiten hacer teatro en sesenta versos”. (15)

Fuentes

(1).- Entre el clavel y la espada. Edit. Losada. Buenos Aires,1965, página 11.

Las citas de Rafael Alberti incluidas en el presente trabajo proceden del libro Tiempo y teatro de Rafael Alberti, editado en 1990 por Primer Acto y la fundación Rafael Alberti. Buena parte de dicho libro está dedicada a recoger la experiencia teatral de Rafael a través de una serie de entrevistas que recogen distintos momentos de su última etapa, desde las vísperas del estreno de El adefesio en el Reina Vitoria, de Madrid, en la casa de María Casares, de Paris, al balance, inevitablemente amargo, del autor respecto de su experiencia teatral española. Justo en el momento en el que los Poemas Escénicos se le revelaban como su más acabada experiencia teatral. He reunido a la misma fuente porque me permite establecer con cierta facilidad y continuidad el curso del pensamiento de Alberti , y porque, en definitiva, habiéndole hecho yo las preguntas, es lógico que abordara una serie de cuestiones inevitablemente ligadas a mi concepción del presente trabajo. El hecho de que el libro no tuviera una distribución regular, me permite pensar también que algunas de las ideas de Alberti pueden ser de cierta novedad para los lectores.

(2). Tiempo y teatro de Rafael Alberti, de J.M. Entrevista Tras el estreno de “La lozana andaluza”. La hora del desconcierto. Madrid, noviembre, 1980. Pág. 488

(3).- Libro cit. Entrevista De lo vivo lejano. España desde Saint Germain. Paris, 1976. Pág. 448 y 449.

(4).- Libro cit. Entrevista Tras el estreno de “La lozana andaluza”. La hora del desconcierto. Madrid, noviembre 1980. Pag. 489

(5).- Libro cit.. Entrevista Alberti, 87 años: Una mirada sobre la última década. Madrid, diciembre 1979. Págs. 518 y 519

(6).- Libro cit. Entrevista Vísperas de “El adefesio”: París, con Rafael y María. Paruis, 1976. Pág. 426

(7) - Libro cit. Entrevista De lo vivo lejano. España desde Saint Germain. Paris, 1976. Págs. 451 y 452

(8).- Libro cit. Entrevista Tras el estreno de “La Lozana andaluza”: La hora del desconcierto..Madrid, noviembre, 1980. De los montajes de “Noche de guerra” y “La Lozana andaluza” habla en las págs 491 y 492. Sobre el estreno español, que no vio, de “El adefesio” habla en otra entrevista del mismo libro. Pág. 486.

(9).- Libro cit. Entrevista Alberti, 87 años: Una mirada sobre la última década. Madrid, diciembre, 1979. Pag. 513 y 514.

(10).- Libro cit. Entrevista Madrid, recién llegado: La pasión del reencuentro. Madrid, 1977. Pág.468

(11).-Libro cit. Entrevista Tras el estreno de “La Lozana andaluza”: La hora del desconcierto. Madrid, noviembre, 1980. Pág. 490

(12).- Rafael Alberti. (Poesía 1924-1967). Editorial Aguilar. Madrid 1967

(13) - Libro cit.. Entrevista Tras el estreno de “La Lozana andaluza”: La hora del desconcierto. Madrid, 1980. Pág. 499 y 500 .

(14).-Libro it. Pag. 409

(15).-Libro cit. Entrevista Alberti, 87 años. Un mirada sobre la última década. Madrid, diciembre, 1979. Pag. 519 y 520