LA ESCENA IBEROAMERICANA. ESPAÑA
ARGENTINOS EN ESPAÑA O LA IMPOSIBILIDAD DE LA TRAGEDIA
Por Nel Diago
Universitat de València

Más que un artículo agudo, una crónica meditada o un comentario sagaz, el presente escrito podrá parecer al lector objetivo una sarta de palabras y conceptos no muy bien hilvanados. Soy consciente de ello. Tanto es así que un principio pensé titular este trabajo del siguiente modo: “Teatreros «sudacas» (preferentemente argentinos) en España (y más concretamente en Valencia), moviéndose en circuitos alternativos, constatan la imposibilidad de la tragedia shakespeariana en nuestros días”. Pero me pareció un título muy largo, muy “Veronese”, y que tampoco expresaba con claridad su contenido. Así que opté por un enunciado sintético, a sabiendas de que era engañoso. Pido disculpas por ello, y, ya puestos, por todo lo que sigue.

ARGENTINOS EN ESPAÑA

Desde mediados de los años 70 del siglo XX, huyendo de las muchas dictaduras, primero, y de las varias deudas externas después, miles de latinoamericanos han encontrado momentáneo o definitivo refugio en la llamada Madre Patria. Exiliados o emigrantes (tanto monta), con papeles o sin ellos, con nexos familiares o a la brava, aspirando a labrase un porvenir, a arraigarse, o sólo esperando capear el temporal. Gentes de todas la razas (América Latina = crisol de razas), de todos los colores, de todos los rincones y todos los acentos. Gentes doctas, cultas, preparadas; y gentes silvestres. Gentes honestas, bienintencionadas; y aventureros sin escrúpulos. Odontólogos y traficantes; profesores y prostitutas, de grado o por la fuerza (es decir: siempre por la fuerza); campesinos y proxenetas; músicos ambulantes y atracadores… Todo lo bueno y todo lo malo. O sea: todo lo humano, aunque para el españolito medio (si eso existe) sólo cuente (fútbol aparte) el lado negativo. De ahí ese término despectivo, “sudaca”, que muchos sudamericanos (incluso algún que otro mexicano o cubano) han hecho suyo y reivindican. Como muchos “negros”, que prefieren ser llamados así y no con ese burdo eufemismo: “gentes de color” (el negro es la ausencia de color; el blanco, en cambio, es la suma de todos los colores). O como muchos “moros”, que no siendo propiamente de Mauritania, ven paradójico que los occidentales les denominen piadosa e ignorantemente “magrebíes” (magrebí significa, literalmente, occidental).

Pues bien, un buen número de esos “sudacas”, de más está decirlo, provienen de la República Argentina (en un tiempo fueron los más; ahora los superan colombianos y ecuatorianos). Y de ellos, una cantidad indeterminada, pero llamativa, está formada por teatreros de diverso orden (actores, más que nada, pero también directores, escritores, escenógrafos, técnicos, pedagogos…). Como sucede en el fútbol, donde no hay club de primera o segunda división que no tenga en sus filas algún crack o crackito rioplantense (incluyo aquí a los uruguayos, que son menos, pero también abundan), tampoco hay ciudad española grande, mediana y, a veces, hasta pequeña, que no cuente con algún nativo de allende los mares entre las huestes de la farándula.

Algunos de ellos ostentan un nombre famoso, un cierto prestigio, un cachét elevado. Otros, acaban de empezar, y quizá no lleguen nunca (¿adónde?, preguntará algún malicioso). Los hay que van y vienen, que cruzan el charco constantemente en las dos direcciones. Otros, por el contrario, han echado sus raíces hace tiempo y sólo vuelven a Argentina de vacaciones (si tienen, además de nostalgia, plata y estómago). Los hay que se han aclimatado perfectamente (por ejemplo: los descendientes de inmigrantes, gallegos, asturianos, andaluces…, que retornan a su lugar de origen). Otros, siguen anclados en el vos, el mate, el dulce de leche y el asado de tira. En todo caso, todos ellos, en mayor o menor grado, han contribuido a la difusión y el conocimiento de la dramática argentina (tómese la expresión en sentido literal, pero también metafórico).

O SEA: EN LOS MÁRGENES

Comentaba yo esto hace poco (precisemos: julio de 2002) en el foro Teatro Latinoamericano Contemporáneo en España, organizado por el CELCIT y la sala Ensayo 100 (Jorge Cassino, Jorge Eines… más argentinos) y celebrado en el marco de la madrileña Casa de América. Más que de influencias, dije entonces, habría que hablar de afluencias y confluencias, de flujos y reflujos no siempre notorios. Como quiera que el teatro no es noticia de primera plana ni ocupa espacio en los telediarios, por lo general el fenómeno pasa inadvertido, pero no deja de existir: la globalización ha traído consigo un trasiego teatral (tráfico de influencias, podríamos decir) difícil de cuantificar[1]. Más que nada porque, en plena era de Internet, la labor del chasqui sigue siendo fundamental. Me pongo como ejemplo: a través de múltiples cursos, conferencias y seminarios he dado a conocer en América Latina un buen número de textos y autores españoles jóvenes; como consecuencia de ello, obras de Sanguino y González, de Zarzoso, de Peyró, de Alberola, de Rodrigo García, etc., han sido montadas en distintos lugares de Argentina, México o Chile. Y no ya en las grandes metrópolis, como Buenos Aires o el D. F., cuya maquinaria es muy pesada y cuesta más ponerla en marcha, sino en pequeñas poblaciones (Tandil o Cholula, pongamos por caso) teatralmente más abiertas y dinámicas. O sea: en los márgenes.

Moverse en esta zona (los márgenes, las orillas, los arrabales) no implica forzosamente marginalidad. Puede ser una opción consciente y meditada. Pongo como ejemplo a José Sanchis Sinisterra y su Teatro Fronterizo. En todo caso, es una ley natural: todo asedio al centro viene desde la periferia. Así pasó con el Teatro Independiente en el Río de la Plata, y así está pasando en España con el Teatro Alternativo. Un movimiento que surge hacia la segunda mitad de los años 80 como respuesta al teatro oficial (ostentoso, conducido por directores estrellas, basado en el repertorio universal) y que, por contraste, reivindica un teatro pobre (asentado en el actor y la palabra, en la investigación, en la mezcla de códigos y lenguajes).

Como era previsible, muchos de los teatreros argentinos llegados a España participaron de este fenómeno. En parte porque no tenían otra; en parte, también, porque era un modelo que les resultaba familiar: venían de una tradición parecida. Tanto es así que no es extraño encontrar hoy algún porteño, algún cordobés o algún rosarino relacionado en mayor o menor grado con cualquiera de la múltiples salas alternativas o con cualquiera de los grupos que trabajan en ellas.

Ahora bien, hay que advertir que tres lustros después de su nacimiento el teatro alternativo ya no es lo que era. Por lo menos en las grandes ciudades: Madrid y Barcelona. No es que hayan ocupado el centro, pero… en ello están. Las principales salas (La Cuarta Pared, Teatro Pradillo, Ensayo 100, Sala Beckett, Artenbrut, etc.) se han coordinado, organizan festivales, tienen publicaciones (Ubú, La cosa), programan regularmente, reciben subvenciones, han generado un nuevo público… En definitiva, llevan camino de ser una verdadera alternativa frente al teatro comercial o el oficial.

VALENCIA

Pero el espíritu pionero de los alternativos se sigue dando en otros lugares. Pienso en la ciudad en la que habito, Valencia, la tercera capital de España en número de habitantes. Una urbe con bastante actividad escénica (la mayor parte de sus salas son oficiales o subvencionadas) y que es, al tiempo, cabecera de un sólido circuito teatral que se extiende por numerosos municipios de la región. Pues bien, en ese mismo ámbito malviven una serie de salas alternativas (Carme Teatre, Sala Círculo, Teatro de Bolsillo, Teatro de los Manantiales…) que todavía están lejos de haber alcanzado la estabilidad y el regular funcionamiento de sus homólogas madrileñas o barcelonesas. En todo caso -ya lo habrá adivinado el lector- es en estos espacios donde el teatro latinoamericano, el escaso teatro latinoamericano que se hace por estos lares, tiene su acomodo. Y, como es lógico, detrás de ello no falta algún que otro argentino. Porque también a Valencia llegaron. Algunos (Juan Mandli, Diego Braguinsky…) llevan décadas instalados: trabajan como actores (incluso se expresan en catalán), ocasionalmente como directores, y hasta prueban fortuna pergeñando textos, pero no le han dedicado especial atención a la dramaturgia argentina (Mandli, excepcionalmente, dirigió e interpretó una excelente adaptación propia del “Príncipe azul” de Eugenio Griffero). Otros, sin embargo, tienen menos años radicados, como Jerónimo Cornelles (joven actor, director y dramaturgo: “39 grados”, “Poniente”, “Amores de nicotina”) o Jorge Affranchino (director del Teatro de Bolsillo), pero se están integrando rápidamente.

Y aún queda un tercer grupo: el de las aves de paso. Teatreros que todavía no han fijado su residencia o que la tienen en otro lado, pero se acercan a Valencia para exhibir o producir aquí sus propuestas escénicas. Es el caso de Gisela Socolovsky, actriz bonaerense, formada en la escuela de Ricardo Bartís, que trabajó con Ximo Flores para montar en el Teatro de los Manantiales “Camisetas blancas de manga larga de mujer”, la única obra de Veronese que se ha visto en Valencia. Un espectáculo de gran dignidad estética, como señalé en su día en una crítica:

“Ajeno al devenir teatral rioplatense, que sólo conoce muy parcialmente, Flores se enfrenta al texto desde otras coordenadas (que no dejan, de algún modo, de ser argentinas por obra y gracia de la globalización): la telebasura, los «reality shows», la teatralización de la vida cotidiana, la intimidad convertida en espectáculo público, el exhibicionismo compulsivo. Y para ello se vale, amén del trabajo actoral, de una escenografía sugerente (Martina Botella y el propio Flores) y de un recurso que comienza a extenderse en el teatro: el circuito cerrado de vídeo. Fije su mirada en la actriz real o en su imagen en la pantalla del monitor, el público no sabrá muy bien jamás si se encuentra en un supuesto plató televisivo o si asiste a un interrogatorio policíaco o psiquiátrico. Como tampoco sabrá si Adela, el personaje, asesinó o no a su cuñado; si existe en verdad el vecino protector o es un invento de su mente enferma. Dicho de otro modo: cada espectador deberá asumir su propia lectura, decidir, mojarse… Participar, en suma.”

LOS REBOLUDOS CRUZAN EL CHARCO

El caso más reciente que conozco, en el apartado de aves de paso, es el del Teatro del Fuego, grupo dirigido por Gina Piccirilli e integrado, entre otros, por Sebas Bonavena, Carlos Orellana y Walter de la Reta. Los acabo de ver (julio 2002) en una muestra de teatro joven celebrada en Foios, un pequeña población agrícola cercana a Valencia, donde presentaron una obra de cosecha propia (la firma uno de los actores: Sebas Bonavena) titulada significativamente “Los reboludos cruzan el charco”. Desde luego no voy a entrar a valorar el montaje (la puesta en escena es muy endeble y la interpretación, limitada), pero me interesa destacar la pieza en cuestión por lo que tiene de testimonio, de pintura costumbrista, de autorretrato. En la línea de “Anclado en Madrid”, de Roberto Ibáñez, o “Lejos de aquí”, de Cossa y Kartum, Bonavena nos dibuja con humor y unas dosis de acritud el perfil de tres emigrantes argentinos residentes en España. Tres tipos de diferentes edades y estrato social, llegados en distintos momentos, con desigual grado de integración en el país de acogida, pero unidos por un origen común. Y así van desfilando una serie de tópicos (todo tópico esconde una verdad primigenia): la pasión argentina por el fútbol, el machismo tangueril, la idealización de la patria lejana, el sentimiento de superioridad (el chiste conocido: “¿El mejor negocio? Comprar un argentino por lo que vale y venderlo porque lo que él cree que vale”). Y tras los tópicos, la otra realidad: la desmembración familiar, la incapacidad de adaptarse, la nostalgia paralizante, la xenofobia, el fracaso del inmigrante. Lo de siempre: grotesco, inmigración y fracaso. Sólo que ahora el inmigrante es emigrante.

LA IMPOSIBILIDAD DE LA TRAGEDIA

Decía Osvaldo Dragún, y con él muchos otros, que el grotesco era el género teatral argentino por excelencia. Pudiera ser. En cualquier caso, lo cierto es que en el ámbito del Plata no se han escrito muchas tragedias. Y, desde luego, pocas memorables. Pareciera como que el hecho de la desaparición del texto del “Siripo” de Lavardén y la conservación, por contra, del anónimo sainete “El amor de la estanciera”, hubiera determinado un modo de hacer para siempre jamás. Pero no es así. No es una cuestión de idiosincrasia rioplatense. Tampoco en España parece ser viable tan digno género. Ya lo dijo Valle-Inclán hace una pila de años: "la tragedia nuestra no es tragedia". Sólo desde una estética sistemáticamente deformada, el esperpento, se puede reflejar la realidad de nuestro tiempo, ese siglo XX (y lo que va del XXI no difiere gran cosa, más bien es un calco) que Enrique Santos Discépolo definió con tanta precisión en “Cambalache”.

Claro está que se siguen representando tragedias: los griegos, Shakespeare… Ahora mismo, en la programación del Teatro Romano de Sagunto, veo anunciados un “Edipo”, un “Titus Andrónicus”, una “Fedra”. Pero son operaciones culturales, en el mejor de los casos. Textos consagrados y bendecidos que forman parte de un patrimonio universal y que pueden y deben ser revisitados periódicamente. Montajes, en algunos casos, muy bellos, con interpretaciones prodigiosas y escenografías deslumbrantes. Pero más vale que te olvides de la catarsis. Para eso ya no sirven. Lo señalaba Carlos Marqueríe[2] en su obra “120 pensamientos por minuto”:

"Shakespeare representaba las ideas por las que la gente mata o la acción de matar en sí misma: zas, saco la pistola, te pego un tiro y pum, tú te retuerces y luego con un gesto brusco nos das a entender que mueres. Pero eso no es la muerte. Eso no lo podemos creer como se lo tragaban los colegas de Willie, cuando por la tele tienes acceso a la retransmisión en directo de una ejecución, o puedas ver a un enfermo que vacía un cargador a la puerta de un cole, o esos charcos de sangre alrededor de un cuerpo sin vida, tendido y cubierto con una tela blanca. En cualquier telediario lo vemos. ¿A que sí?

A nosotros nos es difícil que nos cuenten la muerte y por tanto nos es difícil contar la muerte. Nosotros podemos poner en escena a un quinteto simpático y trágico: Bush, Sharon, Belusconi, Aznar y Toni, Toni Blair, debatiendo su santa libertad duradera; una reunión del G-8 planificando nuestro optimista futuro de dominio económico; o una panda de encapuchados con bombas bajo la gabardina y serpientes enroscadas al cuello. Podemos poner en escena ideas y signos de muerte, o ideas y signos que traen y traerán la muerte, o provocan y provocarán la muerte o que simplemente matan. Pero, ¿y la muerte?, cómo coño representamos la muerte.

Estoy hasta el culo de estas ficciones medio gore de sangre de mentira."

Sin embargo, hay quien todavía, ingenuamente, lo intenta. Como el rosarino Jorge Affranchino, que puso en escena en el Teatro de Bolsillo un “Macbeth”, con mucha voluntad y nulo resultado. Según el director:

"Nosotros los actores, envueltos por la magia de los versos de Shakespeare, nos disponemos a dar vida a una tragedia, a matar el sueño y a vivir la vida de estos personajes, con aguijones cargados con el veneno de la ambición, y a lavar sus conciencias en los mares de la culpa. Esta madeja de sensaciones y acciones son el oxígeno que nos mantiene inalterables ante la paranoia de saber que echar la vista atrás suele ser una tortura eterna."

Pero hay que echar la vista atrás. Porque viendo esta representación uno comprende las rabietas y los sinsabores de Leónidas Barletta en los primeros años del Teatro del Pueblo cuando los críticos, incluidos los más próximos ideológicamente, como Guibourg o Eichelbaum, hacían caso omiso de sus montajes. Quizá porque se parecían a éste: actores vocacionales, escenografía y utilería rudimentarios, escasa imaginación, sangre de mentira. Por este camino sólo se puede retroceder, y difícilmente crear una alternativa.

LA NECESIDAD DE LA TRAGEDIA

Sin embargo, la tragedia sigue siendo necesaria. No nos valen ya las fórmulas clásicas. Ni tampoco el esperpento a lo Valle-Inclán o el grotesco. Por lo menos no el grotesco canónico. Tal vez el de las pinturas de El Bosco o Goya, el Goya de “Los desastres de la guerra”, fuente y motor con Shakespeare del “Rey Lear” de Rodrigo García, del que hablaré a continuación.

Se advierte en muchos jóvenes creadores de hoy la persecución de una estética nada complaciente; a veces, deliberadamente fea. Es el caso de Rodrigo García, argentino de nacimiento, hijo de emigrantes asturianos, que ha realizado la mayor parte de su labor en España (aunque últimamente está trabajando casi más en Francia) y que sigue siendo un desconocido en su país de origen. Peor todavía, en la única ocasión que se presentó en Argentina con un espectáculo propio (“Conocer gente, comer mierda”, en el III Festival Internacional de Buenos Aires, septiembre 2001) le llovieron los palos. Como señala Susana Freire (Conjunto, nº 124): "la puesta decepcionó a la crítica especializada, que consideró su estética, aunque provocativa e irreverente, envejecida, ya que fue tratada por la vanguardia porteña en la década del 80, especialmente en el ya legendario reducto del Parakultural". Sin embargo, continúa la crónica, "la propuesta movilizó el entusiasmo juvenil". Y no creo, como comenta Freire, que ello fuera debido a que los jóvenes "no vivieron los 80 y necesitan, como pasó en el pasado, conocer esa experiencia".

Aquí hay algo que no funciona. Cuesta creer que un creador[3] como Rodrigo García se esté manejando con una estética "envejecida", porque eso se compadece mal con el interés que despierta su labor no ya en España, sino en buena parte de Europa (acaba de presentar tres obras en el Festival de Aviñón). Y tampoco creo que los jóvenes (menos aun los porteños) se entusiasmen con productos que llevan el marchamo de viejo; al contrario, se entusiasman cuando se les habla de hoy y con un lenguaje de hoy. ¿Qué es lo que ha pasado? Pues algo que suele ser común entre nosotros, los críticos: cuando nos enfrentamos ante un fenómeno nuevo, buscamos referentes para entenderlo y muchas veces, por pereza o por lo que sea, no vamos más allá. La crítica especializada porteña saboreó la cáscara, pero no probó la pulpa. Acertó con el referente de la vanguardia porteña de los 80 (al fin y al cabo es lo que mamó Rodrigo de adolescente), como podía haber atinado también citando a Heiner Müller, pongamos por caso, que es todavía más antiguo. Pero no advirtió que todos esos referentes estaban reciclados y cumplían otra función. Sólo Dios puede crear ex nihilo, a los humanos sólo no es dado el reciclaje. Por supuesto que si uno examina la poesía barroca de Góngora o Quevedo encontrará que muchos elementos ya estaban en el manierista Herrera. Pero los primeros eran barrocos y el segundo no. La vanguardia de los 80 (y de los 70, y antes) fue eso: un manierismo, una cuña, como diría Eugèni D'ors, entre una época de formas que se asientan y otra de formas que vuelan, entre el realismo de los 50 y 60 y el neobarroquismo finisecular y milenarista.

Sea como sea, de un solo montaje no pueden sacarse demasiadas conclusiones. Quizá si La Carnicería Teatro se hubiera presentado en Buenos Aires con algún otro espectáculo la opinión de la crítica hubiera sido diferente. Sobre todo si se tratara de obras con mayor peso literario, como “Rey Lear”. Aunque la verdad es que este texto nunca fue representado por su propio grupo. Rodrigo García lo montó en México; y en España lo han hecho dos compañías diferentes. El último montaje tuvo lugar en el Teatro de los Manantiales en el 2001 y en él se integró (a estas alturas del discurso nadie se sorprenderá) la actriz argentina María Stagnaro. La dirección corrió a cargo de Ximo Flores, que seleccionó (casi todos los textos de Rodrigo García son excesivos; tanto es así que ni siquiera el propio autor los monta íntegramente) los pasajes que mejor se ajustaban a las posibilidades de producción y a las necesidades de su concepción escénica. Una concepción que, como indiqué en su momento en una crítica:

"… pone su acento en los rasgos negativos de la sociedad del bienestar, en la cara oculta de esta sociedad ahíta y satisfecha. De ahí su apariencia agresiva, su feísmo deliberado, su humor negro y cruel. Las "Chicas Malas" (las estupendas María Stagnaro y Teresa Castro Rouco) o Lear (Nando Pascual) y su contrapunto, el bufón, son, con sus bofetadas, sus cabriolas, sus palabras hirientes, sus tortas en el rostro, sus gestos procaces…, como payasos de circo pasados de revolución. Sólo Cordelia (una Ruth Atienza a la que sólo vemos en vídeo, muy consecuentemente con su papel de exiliada) nos permite un atisbo de esperanza; sólo ella nos rescata de entre los escombros y nos brinda un débil leño para no ahogarnos de asco en esta mierda de mundo en el que nos ha tocado vivir."

Un débil atisbo de esperanza que Rodrigo García ejemplifica en el último parlamento de la obra:

“Construir edificios sin rencores
Habitar casas bajas sin miedo
Temer al que se acerca sonriendo y mirando a los ojos
Actuar antes de pensar
Cultivar patatas, berzas, tomates; mirar lejos, disfrutar de espacios amplios
Dejar las manos tranquilas, ser conscientes de las manos, a cada momento, hasta acostumbrarnos
Ser menos hipócrita y no quitarle importancia a lo que me irrita
Irritarse siempre por tonterías, que son fáciles para la reconciliación
Reconciliarse con la piel, oler al enemigo
Tener enemigos, pero tenerlos verdaderamente y darnos cuenta de todo
Hacer el mal, sabiendo dónde y en qué momento: ser justo conmigo
Oír mejor que nadie, lo contrario a pegar la oreja, más próximo a saber escuchar que a estar alerta
Y para terminar, las ideas que me gustan, cogidas de un libro que leo por la noche:
Diremos lo que sentimos, no lo que nos obligan a decir.
Los viejos aguantaron mejor que nadie: los jóvenes nunca veremos ni viviremos tanto”.

120 PENSAMIENTOS POR MINUTO

Pero si en ese texto de Rodrigo García (no así en otros posteriores del mismo autor; “Rey Lear” lo escribió en 1996) todavía nos queda ese absurdo y relativo atisbo de esperanza, no lo hay en “120 pensamientos por minuto”, obra de su compinche Carlos Marqueríe que se estrenó en Madrid en 2001, en la sala Cuarta Pared (yo la vi en Valencia, en el Teatro de los Manantiales), y en la que tomó parte como intérprete otro argentino: Gonzalo Cunill, un magnífico actor que estuvo vinculado durante muchos años a La Carnicería Teatro. No publiqué ninguna crítica de ese espectáculo, pero de haber tenido la oportunidad hubiera escrito algo como esto:

"También en lo horrible hay hermosura, decía el barroco. Y lo reflejaba en los lienzos angustiantes de El Bosco, en los versos retorcidos de Góngora, en los dramas sanguinolentos del bardo inglés. Shakespeare, Tito Andrónico, nombres inexcusables para esta propuesta escénica de Carlos Marqueríe. La seducción del terror, de la tragedia. Claro que… era otra época, otra la visión de mundo. ¿Cómo contar hoy la tragedia, cuando estamos vacunados, cuando la televisión nos bombardea con imágenes de cuerpos destrozados por la bombas, de ejecuciones sumarias, de lapidaciones…; imágenes que consumimos al tiempo que un sabroso solomillo o un fino lenguado? ¿Cómo contar el fuego exterminador, las vísceras desperdigadas, el miedo que paraliza, el vértigo y la locura, el silencio de la nada, la pulsión religiosa del sexo…? ¿Cómo contar Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, la Escuela Mecánica de la Armada, Sabra y Chatila, Srebenica, el World Trade Center, Yenín…? Ya no caben los héroes, ni siquiera grotescos y deformes, reflejados en espejos cóncavos. Ya no hay malvados dramáticamente gloriosos, ya no hay rostros, aunque la industria de los mass media sigue empeñada en fabricarlos: Bin Laden, Milosevic, Fidel Castro… En realidad sólo hay siglas: G7, FMI, ETA, CIA… Lo malo es que tampoco nos queda ya el consuelo de la redención, la esperanza de la emancipación, el sueño del Hombre Nuevo. Se acabaron los Grandes Relatos. Como decía aquél: Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo no me siento muy bien últimamente.

Es lo que ocurre a Marqueríe, no se siente bien, le duele la vida, y lo grita desde un escenario, sin alharacas ni aspavientos, al desnudo. Es el suyo un teatro pobre en lo formal, precario incluso, sin más apoyatura que algún vídeo o las intervenciones musicales de su hermano Carlos. Pero es un teatro de gran intensidad, que cuenta con dos buenos intérpretes, Carlos Fernández y Gonzalo Cunill, y con un texto que persigue ansiosamente la belleza."

FINAL

Releo lo escrito hasta aquí y recuerdo, al tiempo, una anécdota. A principios de los 80 un amigo argentino recién llegado a España me decía con asombro: "¿Pero acá nadie habla de la Revolución?" Y era cierto. Todavía no había caído el muro de Berlín, ni había desparecido la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, pero la Revolución se había esfumado. Creo que todos teníamos claro que el final de la Guerra Fría estaba llegando y cuál sería el bando vencedor. Pero desconocíamos las consecuencias de la derrota o la victoria, según se mire. Es decir: el Fin de la Historia, el Pensamiento Único, la Globalización y sus secuelas. Este es el mundo que ha heredado la generación de los 80-90 y contra él alzan sus voces los creadores más sensibles. No tienen respuestas ni soluciones, como otrora, pero sí rabia y dolor. Si, como dice el célebre tango, el mundo fue y será una porquería, todo lo que sea llenar el escenario de lucecitas y colorines es escapar a la realidad. Pongamos un espejo, y si al espectador se le revuelven las tripas ante esa fealdad, que tome conciencia: el teatro es ficción, el verdadero horror está afuera.

Notas

[1] Sólo abordando la presencia de teatreros argentinos en España durante los últimos 25 años habría para elaborar varias tesis doctorales. Hay quien ya ha comenzado a trabajar en esta dirección.

[2] Autor y director de escena, vinculado a La Carnicería Teatro, el grupo de Rodrigo García (otro argentino españolizado).

[3] Utilizo este controvertido término, creador, porque Rodrigo García, salvo la iluminación, que la deja en manos de Carlos Marqueríe, lo hace todo en sus espectáculos: escribe el texto, dirige la puesta en escena, diseña el espacio escénico y el vestuario…