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INVESTIGAR EL
TEATRO. VENEZUELA POÉTICA PARA EL ACTOR Por Juan Martins PARA UNA POÉTICA DEL DOLOR Se somete a un juego figurativo, sin que tenga tiempo de racionalizar conceptos que, después de todo, termina por encasillar su hallazgo creativo. Si él se permite conceptualizar, antes de “sentir”, su expresión habrá llegado tarde a las propias normas del acto creador. Esto es, dejarse llevar por cada uno de sus instintos. Pero aquí está su contradicción: reconocer cuáles son los límites de los mismos cuando organice intelectualmente, aunque parezca contradictorio, las figuras que determinan su instinto creador y plástico según lo exija la expresión rígida de su arte: actuar, descubrir el dolor. Aquí el dolor tiene una acepción más estética que orgánica. Es decir, el dolor definido como alocución interpretativa, rodeado, en su discurso, de su complejidad simbólica. Y al decirlo así nos introducimos en un problema mayor, puesto que nos queda, antes de seguir con cualquier otra idea, definir el propósito del arte para este actor y cómo se concibe en el contexto que le confiere, además, necesario para llegar a muchas conclusiones, de las cuales tendrá que conservar aquellas que reduzcan los métodos más estrictos a sus afectos e intuiciones actorales, en el que, después de esto, el actor se sentirá cómodo. Él sabe que se expresa pero puede llegar a ignorar cuáles son las características conceptuales que determinan ésa expresión, muchas de las veces poco le importa, y es libre de aceptarla. Y la acepta. Pero la técnica, conque ha llegado a cierta forma metodológica de su ejecución actoral, necesita ser organizada y clasificada. Y ello lo hace un actor en el cuidado de su artificio. Un actor que ha alcanzado el perfil de su proceso creador, asciende sobre el discurso. Despersonaliza su entorno para definir estéticamente todo lo que lleva a cabo y, él, su entorno orgánico y espiritual, lo ha entendido cómo arte, transformando su creación en un proceso sensual. Es cuando la intuición toma valor, adquiere su aceptabilidad poética y abandona cualquier visión meramente espectacular. Teniendo en cuenta que el hecho espectacular es el aspecto publicista del actor. Él quiere dejar, cuando obtiene tal proceso de reflexión, su noción empírica para denotar el tratamiento poético involucrado. Debemos distinguir cuál definición se ajusta. No sé, pienso que algunas formas del simbolismo (entendiéndolo como postura interpretativa de la realidad y no como categoría estética), permiten la compresión del recurso actoral. Me refiero al hecho de describir cuáles son las condiciones que determinan el momento actoral, por ejemplo, cuáles son las diferencias entre un día de actuación y otro. Mediante el análisis, en ocasiones señalamos cuál es la estructura literaria de una pieza dada, pero es justo decir, con la misma seguridad, cuáles son las determinantes que intervienen en el proceso actoral, lo que, a mi modo de entender, es una experiencia fundamentalmente corporal, eso corresponde a aquélla experiencia sensual. Y de ninguna manera está exento de cualquier análisis de rigor, sólo que la determinación semántica requiere de otras exigencias, cuya tarea facilitará la manera de ir abordando este anhelo. Dada la situación, hemos diseñado el dolor como una posibilidad de asociar el análisis, sin la arrogancia de revelar una categoría para tal propósito, requiere eso una mayor pesquisa que no procura esta breve ensayo, con suerte pueda que sirva de lectura iniciadora para un estudio más profundo. Lo cual sería pedir bastante. En el actor la alteridad, la búsqueda de la “otredad”, se exhibe en forma violenta, hacia una caída del “otro”, desde su “corporeidad”. Diagrama “voces” distanciadas y cuanto más distantes sean de su real personalidad, mayor éxito tendrá el actor. Éste atropella su cuerpo, por decirlo de alguna manera, en cada estreno de la noche. Quizá, en esta naturaleza del drama, la oscuridad funcione con algo de capricho. Por ahora el actor se determina como un lector funcional. Funcional puesto que la construcción de este “otro” es ocasionado por su “corporeidad” o, mejor aún, de cómo determina esa corporeidad del marco conceptual o del pensamiento racional a fin de transferirse en un procedimiento más corporal de la palabra, al expresar un conjunto de imágenes con su cuerpo. Ese encuentro con la palabra, bien lo sabemos, procura un espacio alterno o distante del yo vivencial del actor cuya voz nada tiene que ver con su yo poético. No se trata de trasladar la realidad literalmente, sin el placer creado por la acción poética, sino de construir nuevas realidades con nuevos significados. Entonces la acción está dada por la imagen declarada del texto. Es cierto, esto constituye un principio de comunicación: las relaciones contenidas, cultural y socialmente, existen porque el texto lo induce así. Este artificio semántico aparece inicialmente en el texto, al extremo de que descubrimos piezas que se han usado sólo para ser leídas y no representadas, es decir, son unidades verbales independientes del actor y de la puesta en escena, es suficiente con un lector. Es saludable describir cómo desplaza el actor su yo personal hasta separar su forma de alteridad. Muchas veces, lo hemos denominado “desdoblamiento”, obtener la posibilidad material de ser otra persona. Esto es, una alteridad, un juego de realidades en el que el actor recurre cuando compone las características del personaje que interpreta. Es cuando se establece una relación sensual, y si se me permite el término, se crea una “plasticidad semántica”. Ya que, al momento de la interpretación, el contenido del personaje, junto a todos sus signos y significados, es desplazado a un espacio y tiempo real, una vez consolidada esa “corporeidad” en la puesta en escena. Lo digo así por una razón muy sencilla: el proceso no es igual en cada personaje, en cada actor, es un vértice de posibilidades interpretativas, por consiguiente, discursivas: el cuerpo dice y desdice, interviene de modo polifónico, el cuerpo actúa en función de la palabra para unirse armoniosamente, cuya expresividad decodifica la naturaleza del actor. Esta interpretación del actor, transfiere la palabra en acción, en la decisiva puesta en escena y de aquí su plasticidad, su sensualidad. Pero tal sensualidad compila los signos que, inconsciente o deliberadamente, han estado en la imagen del autor. El autor, y lo sabemos, ha dejado decisivamente establecido el signo y cómo descifrarlo a través de los diálogos o indicios, dirigidos a la comprensión del intérprete. La puesta en escena viene definida, pero el actor, con arrogancia, crea nuevas posibilidades enriqueciendo el texto de nuevas expresiones. Esta intertextualidad, natural en el teatro, concibe lo que hasta ahora hemos indicado como alteridad poética del espacio actoral. A menudo, el actor busca el silencio a través de la palabra, se descubre él en ella, encuentra su propio espacio. Pero ese espacio viene dado por el fenómeno de la alteridad, vale decir, por una “realidad escénica” en la que se intercambian distintas formas de significación. El hecho de que pueda significar desde su propio espacio le otorga a la actuación el afecto necesario a la imagen. Y cuando decimos “afecto” lo encadenamos al proceso de la imagen creada por, éste, el actor-autor. Cuando éste ha llegado al estado de intervenir en su propia imagen, en cuanto a la puesta en escena se refiere, es porque alcanza liberar sus propios estados emocionales hasta “afectarlos” en la imagen deseada, lo que no debemos confundir con la construcción del personaje en sí mismo. En el caso de la imagen, anhelamos decir que el actor ha obtenido conciencia de su realidad escénica cuya definición se enmarca en el uso del espacio. Lo que, a su vez, no debe confundirse con el espacio del escenario que tiene una acepción más artificial o técnica. Y cuando declaramos la imagen del actor es porque se ajusta más a este discurso que, entre otras cosas, no pretende demostrar sino expresar irreverentemente. El “actor-autor” sobrepone una serie de elementos que no frustran su realización en el escenario. Es posible que su tarea no esté en diseñar aspectos del escenario y sus relaciones con la puesta en escena, sin embargo, los integra en la complejidad de la imagen que concibe en su condición de un excelente actor. Descompone su lectura del texto, considerando la unidad completa de la puesta en escena e intelectualizando sus niveles de apreciación. A fin de cuentas, las emociones no se desplazan de modo simple para su desahogo corporal, antes, ha clasificado esas emociones a la complexión ideal de su actuación, siempre haciéndose dueño de su centro creador. De acuerdo, hay restricciones dadas por el texto y que, inapelablemente, proceden de los diálogos del escritor —que el actor determinaría hasta dónde debe respetar—, por consiguiente, si elige un teatro, no del todo liberado del dramaturgo, en el que la escritura indica los roles actorales, tendrá que iniciar él, y sólo entonces, su desarrollo creador. En este momento surgen estas preguntas: ¿debe estar solo el actor? ¿Qué del resto que está involucrado en la puesta en escena, incluyendo al dramaturgo? Responder, exige un nuevo capítulo. Pero, dentengámonos por ahora en el actor. El actor, tendrá que destacar cuáles son las herramientas, como hace el poeta, para que determinen su estilo y los medios que enlace su técnica con la intuición y con el arte en general. Éste se libera a objeto de construir su lenguaje. Escritor y actor se complementan. Podría entonces definir el actor-autor que deseamos. Y el escritor, no sé, colabora. Ciertamente lo hace. Ambos se liberan en el intento mediante la alteridad. En el actor la alteridad es la construcción de su “corporeidad”. Ésta, la corporeidad le exige, conocer su cuerpo en todas las líneas de expresión. Por supuesto, esto requiere la reunión de algunos elementos, por ejemplo, cómo llega a saber que cierta geometría del escenario y del espacio —incluyendo cómo encontró su mejor desplazamiento— corresponden a la forma de su intuición cuando ensayaba y que, al día siguiente, tendrá que sistematizarlo, sencillamente porque esto le agrada y es más acoplado a su personaje. En parte todo viene de las sensaciones. Con Pessoa decimos que el sensacionismo es una categoría que nos permite acceder a una explicación más o menos modesta de cómo definir el hecho de la “corporeidad” que con tanta existencia hemos venido arrastrando hasta aquí. Para Fernando Pessoa tal concepto era, a su modo de ver, una explicación para todo aquello que fuera “sensacionista” y la categoría avanza en todos sus niveles estéticos, implacablemente. El poeta, por su parte, compone cada una de sus sensaciones. Recoge todo aquel pensamiento el cual registra estéticamente. Las sensaciones son clasificadas por el “poeta”-actor. El sensacionismo, contribuye de cuño estético para interpretar esa experiencia sensual del actor en el entorno del escenario. El actor percibe el contexto del escenario y su relación corporal con el resto de la puesta en escena. Él concentra todos sus puntos en el movimiento que requiere la escena. Juego geométrico en constante dinámica: el actor convoca la construcción de su espacio. Recrea la estructura de éste espacio de la misma manera en que se ha venido concentrando con el resto de la puesta en escena. El actor, es su revelación, percibe sensaciones. Impulsa su lectura hacia una unidad plástica y significante. Las sensaciones vienen de diferentes niveles de atención, no son sólo de hechos sentidos sino que las emociones adquieren su proceso intelectual: cada una de las emociones han abandonado la simple observación o la noción del estado anímico que las acompaña: se percibe la emoción que antes era, sólo un vago sentimiento para que obtenga su independencia intelectual. Es cuando el intelecto interviene en las emociones. La emoción ha dejado de ser percibida para, en cambio, ser decantada en un progreso mayor: la emoción se intelectualiza, se transparenta en una relación estética. Relación que caracteriza al poeta cuando adquiere mayor conciencia artística. Ya no es, en el caso del poeta, aquél lector conforme a sus emociones, donde el sentimiento no dialoga con el intelecto. Siendo así, las emociones en el “poeta-actor” son emociones intelectualizadas. Y en el actor todo adquiere su complejidad: él es el centro de la dilatación. En el escenario acertará sobre las emociones hasta que alcance su unidad corporal. En este momento nos descubrimos al máximo de su expresión: cuando agregue sus formas gestuales y sus contenidos al hecho teatral. ¿Acaso agregará sobre la página en blanco? ¿Se encontrará con el silencio? ¿Representa aquél vacío de encuentro, a la vez que agobiante, la página en blanco? Sí, pero no en forma literal. No se trata de asimilar la forma de la escritura como artificio del actor. Hay diferencias. Importantes diferencias. A fin de cuentas, estoy hablando de algún modelo poético para el actor y no de su apego escritural. O en qué momento la actuación se le presenta como un acontecimiento poético. Para ello, tendrá que establecer cuál es el modelo expresivo que le permite estar seguro de su composición, o sea, cuándo se halla ante lo poético. Cuando adquiera esta conciencia —la conciencia del poeta— hará inteligible su artificio. Pero poco puede estar seguro cuando no dé con su mejor estado sublime para comprender la realidad. De esta manera él puede, como dije, figurar su proceso creador. En este momento él se convierte en un actor-autor. Puesto que crea y define su animación poética en la visión del escenario. Con ese fin, el desarrollo de la emoción, como unidad intelectual, adquirió en Artaud un nivel de revelación para que, desde ese instante, tengamos una referencia ineludible a la hora de crear cualquier ruptura con la realidad. Lleva, esta forma libre, a coincidir con las condiciones de la intuición, insistimos, a coincidir con una experiencia orgánica. De manera que, a partir de este instante, las emociones adquieren su conceptualización mediante el teatro violento, en tanto es teatro orgánico, el cual comprometía al actor con una actitud ante la vida. Así es gran parte del teatro contemporáneo. Insistiremos con esta experiencia orgánica en más de una ocasión. El desarrollo de la intuición le confiere al teatro su carácter irracional —curioso encuentro con la página en blanco—. No para negarlo, como directamente se ha querido hacer ver, sino para afirmarlo, dejarle su mejor sustancia: devolverle su relación orgánica en el intérprete. No sé en que instante la literatura, con la poesía, se separó del canto y de su intérprete, esta vez, del actor. En estos momentos la clasificación de los géneros a conducido a ver el actor como intérprete «pacato» y limitado en su conceptualización. Se le impide manifestar una lectura sensual de la palabra, hemos dicho orgánica. Esta experiencia no ha sido considerada dentro de una nueva teoría. Al punto que el crítico poco piensa —y menos organiza en su escritura— estas posibilidades que permitan hallar formas expresivas en el actor. En todo caso, debe seducirnos el hecho de que la estética del actor adquiere su propia solidez en la misma medida de esos hallazgos. Sólo que, por ser una experiencia regularmente no registrada por los académicos, ofrece una resistencia a introducirnos complejamente en el asunto. Debemos entender algunos caprichos. En principio, el hecho de cómo interviene las formas orgánicas del actor y, en segundo lugar, cómo ese instrumento orgánico desplaza su relación con el público. Otro de los elementos pocos estudiados. Y esto nos llevaría a otro apasionado capítulo. La estructura poética del dramaturgo, del texto, se interpreta con el actor. No es suficiente una «lectura lineal». El texto es precioso con toda la sensualidad del papel y la lectura lo cual lo hacen un arte, en el libro, lo suficientemente consistente e independiente. Pero aquí me detengo. Puesto que el teatro es lectura y algunas cosas más. Insistamos en que el actor es aquél lector que determina un cambio en la primera forma del texto. Él adquiere de su lectura todo el proceso intelectual necesario, a fin de que logre acceder a una realidad alterna, cuya expresión vaya más allá del desdoblamiento conocido. Y obtengamos una unidad más conceptual de su ocupación, cuando haya hecho de ese espacio un registro ascendente de su propia mirada. Mirar sobre sí mismo. Encarar una posibilidad más abstracta de lo que pueda componer. Siendo así, el ascenso es, a un tiempo, caída hacia el silencio. Porque ha tenido que desprenderse de cualquier vicio, el cual le exige ver la actuación como un portento artificial y artesano. Significa descartar una postura fácil, muy común en el medio actoral. El actor no es un hecho publicista. El dolor empieza en el momento que construye su poética, desarma su cuerpo hasta lograr el estado épico que tanto desea. Todo actor anhela estimular el otro cuerpo —deseo ineludible—, de los espectadores, quiere estimular al público en todo lo que sea necesario. Advierte en los espectadores hasta dónde ha llegado su arte. El público es un catalizador de sus necesidades creadoras. La reacción de dolor en el público manifiesta los logros de ese actor que queremos. Ahora, definir las características de dolor, en el auditorio, implica reconocer los diferentes estímulos dados. No se trata de clasificar reacciones simplonas, de fácil emociones. La audiencia se identifica con el conflicto del drama, pero no por si sólo, también, con las reacciones del actor en el escenario y cómo éstas involucran al espectador. El actor alcanza el dolor cuando lo ve manifestado en su audiencia. Éste se entrega al desenlace, a una muerte alterna. Crea, en este momento, una realidad que queda descifrada en el propio actor. NODO EXCÉNTRICO Se establece esa relación de centro escena que es el actor. Su corporeidad, en la estructura, compone su relación simbólica sobre la «puesta en escena». Habíamos dicho que compone su figura geométrica en el espacio escénico. Esa plasticidad en torno al espacio se figura conforme a un juego con el silencio y, hasta ahora hemos dicho, lo determina instrumentando su cuerpo. Cada vez que la acción viene dada por su interpretación del texto: cómo estructura su lugar actoral sobre el escenario. El emplazamiento del actor se logra a través de una conceptualización del espacio: los principios estéticos impondrán a la escena las formas que determinen lo que el actor, y el complemento de sus actores, hayan concebido estéticamente. Es cuando el espacio no es una «forma» regular o, si quieren, convencional. Por el contrario, crearán irrumpiendo con la realidad y estableciendo la imagen de sus intereses. De allí saldrá su “alteridad” del espacio y del tiempo. Las expresiones narrativas —de la historia dramática de los personajes— no quieren hacer de la realidad un traslado directo y, menos aún, un compendio de esa naturaleza. Plantea, el actor, finalmente, un cambio con el espacio: la respiración de su desplazamiento. Para decirlo de manera ilustrativa, responde a ese juego alterable del espacio. El espacio no es lineal ni circular. Línea y círculo se complementan en la figura. Lo mismo que arriba y abajo. El espacio se (re)creará con la respiración del actor. Respiración que se impulsa desde la pasión creadora del histrión. En nada, reiteramos, tiene que ver con la respiración natural del cuerpo. Me refiero, a una respiración que, si se me permite el término, “expira” el actor. Es decir, hay un proceso de abstracción el cual le ayuda a impulsar su plasticidad —lo que otros llaman interpretación— que expone tanto la estructura textual como corporal de la escena. Al “expirar” ostenta una idea abstracta de cualquier giro emocional que bien o mal haya tomado el actor. Esa abstracción no tendría ningún objeto si no define el espacio y su corporeidad. El actor, entonces, se vale de su rol protagónico en el escenario. Sólo así sabremos que el actor inicia las figuras de esta puesta en escena. Toda la abstracción sobre el escenario la construye a través de los ritmos de aquélla respiración. Para él, la respiración envuelve el proceso creador hacia un fin común: el espectador. Ya que el espectador se halla ante un resultado final y no querrá sino que lo satisfagan. Para el espectador estará bien si el actor ha sabido «dejarle un mensaje», si lo habrá emocionado o habrá entendido cómo recibir las sensaciones del espectáculo. Para el actor el público ya no está cerca o lejos, sólo se integra en la plasticidad de su expresión. En Antonin Artaud ello obtuvo su mayor representante. CUERPO DE ARTAUD El cuerpo del actor y el espectador rompe con cualquier línea divisora hasta el punto que se integran a un acto. Y las sensaciones intervienen en forma directa y rápida que no le da tiempo al espectador de crear una calzada divisora entre el espacio del espectador y el espacio del actor. Ambos se fusionan en una apariencia impredecible y violenta. El silencio, en el teatro de Artaud, consiste en agredir, hasta donde llegue la conciencia del actor, la moral de los espectadores, por lo que se involucra el contexto social. Pero no en el sentido épico, por el contrario, en una estructura cultural de las sensaciones. A todas las sensaciones que moralmente el espectador posee ocultas. Sus sensaciones responden, para Artaud, a elementos muy recónditos de una sociedad determinada: una sociedad moral, la cual guarda para sí pasiones prescritas, dentro de una escala de valores de una sociedad burguesa de posguerra. Cuando Artaud nos propone hallar esas expresiones, que violentan contra esa escala de valores, nos encontramos con una postura estética y no estrictamente transgresora del hecho cultural, porque el actor debe responder, por la vía del arte, a los niveles de agresividad que impone nuestra sociedad: cómo debemos concebir ese espacio teatral y cómo el actor se figura en la puesta en escena para darle frente. Terminamos por concebir una violencia del espacio. Elementos que se alinean desde el texto hacia el actor. El ritmo del actor, ante ésta y otras exigencias, nos facilita recientes formas expresivas. El ritmo funciona de acuerdo con las sensaciones que determina el actor. Hasta aquí la instrumentación de esa respiración dependía de su visión estética, pero de la misma manera debe saber cómo implicarla sobre el público, sobre su entorno. FORMA GEOMÉTRICA DEL ACTOR Con su visión estética el actor sabrá qué puede expresar sobre el espacio. Aportará una visión inesperada: él devuelve, en forma de símbolo, los iconos de su sociedad. Pero cuidado: en forma simbólica no épica, volvemos a decirlo, ofrece un arquetipo abstracto de sus sensaciones, de su sociedad. La línea que va ha adquirir es, por lo general, una ruptura con lo usado, con el espacio. Luego que la respiración del actor es el instrumento de esas sensaciones, el producto estético deviene de cómo ha intelectualizado aquél espacio. Es, como deseo decir, su forma geométrica. El espacio es “inspirado”. Esa inspiración le confiere de modo intuitivo su organización espacial. Conque, cualquier conformación expresiva —incluyendo los movimientos del actor— se componen en lo que veremos más tarde como su escena lograda. Desde luego, no es nada nuevo: se halla en las formas del arte contemporáneo: ninguna realidad es inalterable y unívoca. La palabra busca significar nuevas experiencias, anhela significar en sí misma. De alguna manera descubrirá un lenguaje que se identifique con sus emociones. Cuando el actor figura su expresión está coincidiendo con el lugar que ocupará en el escenario, si no, con nuevos contenidos en la palabra que aporten otro lenguaje. En tanto que para nosotros la palabra es constante búsqueda del silencio, éste, será el breve instante con el que podemos implementar un nuevo significado para el escenario. De aquí en adelante es cuestión de creatividad. En esta inapelable búsqueda con el lenguaje, no estamos seguros de lo que encontremos: es la búsqueda misma lo que nos interesa. La palabra se contiene del silencio para afirmarse: imponemos una nueva codificación en la medida en que el enredo es mayor: a nuevos significantes, nuevos significados. Allí la palabra se enfrenta a sí misma. En vista de que se contiene sobre sí, entenderemos que el silencio es su máxima expresión. Y el actor se halla en medio de todo esto. Él tendrá que dar con el silencio. Los impulsos del actor trazan las características expresivas de su silencio. Determina la palabra, el acierto con el silencio. Por consecuencia la naturaleza de esa expresión estará definida conforme a lo que vemos: “la palabra es vista”. Cada desplazamiento del actor lee la apariencia de su espacio. Tan pronto que el ritmo sea la condición corporal para decirnos, en un momento dado, cómo debemos ver la palabra sobre el escenario. Como decía ahora, la respiración, en tanto es instrumento del ritmo, contiene a la palabra, porque de allí el actor instrumenta todas las formas de su expresión: el movimiento, la dicción, la expresión corporal y el sentido del espacio físico. La respiración le permite alcanzar aquél proceso intuitivo: la imagen creada en escena la necesitamos “ver” en el actor como una extensión del desenfreno y del caos que todos queremos mirar sobre el escenario. Desde luego, esto es una manera particular de acceder al texto. Nada excluyente. El actor se encuentra con su respiración —lo que en el poeta es su voz. Puede confrontarla, identificarla y asimilarla hasta que se transfiere en técnica. Reconoce su respiración como una estructura poética: compone su realidad sensible y corporal. En ese instante, creado por la respiración, se involucra una serie de contenidos que darán forma a su expresión. Y tal vez esas fisuras intuitivas, decíamos, contengan un lenguaje que se traduce en aquél espacio del escenario. En principio, a mi modo de ver, nada está culminado.. Es el mismo proceso del ensayo lo que determinará finalmente cuánto verá el espectador de palabra escenificada. En sí, de texto escenificado. Los ritmos del actor varían según el método que aplique. Ahora método es una manera artificial o técnica y no el proceso en sí mismo. El método es abstracción y como tal debe definirse en su contexto teatral. Porque sencillamente él se vale técnicamente de uno u otro método, a objeto de aplicarlo como mejor le venga en gana. Es cuando debe hacer abstracción de los métodos adquiridos: instrumentar su ejecución por medio de un método, si se quiere, “sentido” y “emocional” que lo hace ser un método abstracto. Cuando apreciamos este proceso de abstracción, pueda que empecemos a darle el lugar correcto al actor. Decía entonces que el ritmo adquiere, acuñando el término, cierta arritmia propia del jazz, una música que en particular establece sus ritmos a partir de la improvisación musical y el mestizaje sonoro. Se impone la intuición y lo impredecible. Aquí lo mejor, el “hecho impredecible”. Los espacios son abiertos o cerrados, dependiendo de que así lo quiera el actor, el hecho se define por sí solo. Ahora que el actor interpreta del texto su personaje. Quiero decir que ese encuentro del actor no tiene una línea psicológica. La psicología aplicada aprecia métodos que aquí no están planteados. El hecho psicológico requiere de un arreglo científico. Y, sin querer desacreditar, la arritmia, en tanto lo aplique el actor no es racional. Los ritmos, cuando el actor domina su técnica, se valen del hecho irracional o intuitivo y espiritual. Y es hora de dejar claro que lo espiritual no se ajusta al concepto religioso del vocablo, por el contrario, es de carácter intelectual, si se quiere antropológico: a ello me refería cuando indicaba la importancia de intelectualizar las emociones. RESPIRAR A HAMLET 1. La experiencia se le torna como si aquello fuera un enfrentamiento con el espacio en blanco. Él lo ocupará con su, ya hemos dicho, corporeidad, al tiempo, que la corporeidad acopla la respiración: así Hamlet dependerá, en el marco de su interpretación, de cómo respira toda la naturaleza de éste, Hamlet. No se trata, en cambio, de “desdoblarse” en Hamlet. Creo estar seguro que este desdoblamiento implica el ritmo con que, dada la naturaleza de su respiración, descubre el perfil de su personaje. Siendo así, Hamlet encuentra en un actor —el personaje halla al actor— un sentido expresivo diferente de su naturaleza dramática y veremos a un Hamlet flexible al proceso intelectual. El actor no buscará el aprecio psicológico, —no tiene porque hacerlo más fácil— sino los estados emocionales que, según su criterio, haya en “Hamlet”, en la obra dramática propiamente dicha. El estado emocional que Shakespeare describe es para nosotros un pretexto, con todo su arcaísmo poético. De ser así, ¿tendremos tantos Hamlet cuantos actores tengamos? Cada actor clasifica las emociones que dibuja del personaje, sin embargo, éstas coinciden con Shakespeare en el proceso creador o con lo que tenemos como imagen literaria de “Hamlet”. Todo, nos da razón para decir que el actor debe asumir su carácter de “autor” sobre el escenario. Cuando atraigo a “Hamlet” de ejemplo lo hago junto a la imagen que gozamos del espectador: son múltiples. Todo funciona por medio de una imagen colectiva de la pieza, cuya representación se traslada de una visión a otra según su contexto. A esto se le agrega la visión del director de escena: diáspora abierta y de una gran riqueza estética. Con este modelo regreso a las primeras páginas: “el dolor”. Esta acepción del dolor se halla en la complejidad emocional y se delimita en el transcurso de toda la obra de Shakespeare. Sin embargo, Shakespeare no escribió con la finalidad de que sentenciáramos las cosas de manera unilateral. Me atrevo a decir, sin temor a equivocarme, que la escritura de Shakespeare se entregó al actor para que percibiera, por ejemplo, el dolor en Hamlet —según lo hemos definido estéticamente. O sea: percibir su dramatismo más intenso. Extrapolando a “Hamlet”, el dolor implica una cultura del poder que es negada en el contexto de la pieza por Hamlet, el personaje. El poder en Hamlet estará en función de eludir su odio: erradicar el dolor para vaciar su estado emocional: dejar de ser y entregarse a una verdad que, al mismo tiempo, dará con el fin de la historia: representar su amor por el padre, como modelo emocional, lo cual lo conducirá a la negación del poder a través de la muerte. Su dolor encuentra en la muerte una caída hacia el placer. Lo que hace que los giros emocionales se desplacen hacia el actor, el cual tendrá que representar, noche tras noche, el mismo número de emociones. La proeza poética será hallada cuando adquiera la técnica que necesitará al expresar la calidez espiritual de un personaje como éste, en el lapso que el actor asume la estructura literaria. Y cuando decimos estructura literaria lo decimos para que pueda entenderse qué texto, con toda su inclinación poética, tendrá como lectura el actor.
2. La textura poética de la palabra, se complementa con el actor. Podemos notar diferentes propuestas escénicas —las hay hasta el cansancio—, en cada una de ellas se verá hasta dónde llega la estructura poética de Shakespeare, en cuanto a la exigencia que impone al actor. Miramos hacia la fuerza dramática de una puesta en escena en coherencia, si se quiere, con la «textura» del texto. La dinámica emocional se registra en la figura dramática que nos ha dejado el legado de Shakespeare. Y al referirme a “Hamlet” nos estamos refiriendo a formas involucradas en la puesta en escena. Miraremos las relaciones entre lo textual y la puesta en escena. El actor halla las exigencias en el mismo entorno de las palabras y no distante a ellas: el actor define los niveles emocionales en el momento que clasifica y conceptualiza aquéllas emociones, las organiza en un cuerpo conceptual. El actor desempeña su rol de poeta cuando instrumenta las emociones a fin de crear ese cuerpo conceptual: para Fernando Pessoa, he venido tratando de decir, el mayor nivel del poeta es aquél que logra intelectualizar las emociones hasta que adquieren una figura de sensación. Para Pessoa esto se le denomina “sensacionismo”. Ahora si aceptamos el término para el actor, diríamos, un actor “sensacionista”. Lo que quiero decir es que, para una compresión actoral de “Hamlet”, el actor puede valerse de esta categoría estética. Y más que categoría estética se quiere apresar algunas referencias estéticas para acoplar líneas expresivas en la estructura del personaje Hamlet. Pero la estructura dramática exige claridad para el actor. Él, aún así no quiera, debe aceptarse como poeta en cuanto nos dice Pessoa de lo que debe ser un poeta “sensacionista”. Ahora, ¿en qué puede servirle al actor esta relación entre el “sensacionismo” y la estructura dramática de “Hamlet”? Ciertamente “Hamlet”, en tanto que indicio poético, propone una corporeidad en el actor. Esta corporeidad pudiera tener una nueva explicación con esto del “sensacionismo”. De acuerdo con lo que podemos leer en “Hamlet” hallamos una serie de giros emocionales que le permiten al actor sentir toda esa poética, es decir, la muerte de Hamlet puede resultarnos fatal. No se trata de una apología a la muerte propiamente. Por el contrario, la muerte es contenida en el entorno de los giros emocionales. La muerte deviene como proceso liberador. Hamlet se libera al hallar su realidad, a saber, cuáles son sus verdaderos sentimientos, la muerte como un hallazgo de sus propios sentimientos y rendición al padre. Al brindar tributo al padre (como todos sabemos es lo que hace Hamlet), le rinde tributo al poder. Es cuando el actor tendrá la responsabilidad de asimilar la muerte en su naturaleza simbólica. Con Hamlet el actor se verá en la necesidad de descodificar la muerte. Esa experiencia es la que le permite al actor “corporeizar” toda esta relación de las emociones. La muerte en el actor transfiere la poética de Shakespeare en el breve contexto de esta pieza: las emociones se contienen en la medida en que Hamlet descubre la muerte: en el hallazgo de la naturaleza de sus emociones, de sus sentimientos. Los sentimientos aquí, como quería Fernando Pessoa, adquieren su expresividad simbólica cuando el poeta —insistimos, léase actor— pasa de la simple emoción a una unidad intelectual. Pasa a conceptualizar la muerte del personaje. En la medida que pueda conceptualizar la muerte podrá definir su complejidad sobre el escenario: la muerte de Hamlet es la síntesis del enfrentamiento entre el poder y la pasión o, mejor dicho, entre el poder y la verdad, y más, entre el poder y la sensibilidad. Hamlet se permite sensibilizar la realidad. Se complementan sentido y poder. El actor registra las características de esas emociones. Para él, es un cuerpo homogéneo, cuando haya conceptualizado este cuerpo de las emociones, habrá alcanzado un nivel importante. Se valdrá de las técnicas requeridas sin antes dejar de entender que las emociones forman parte de una sensualidad orgánica, impuesta por los sentidos. El cuerpo del actor percibe el perfil del personaje: en el caso de Hamlet habremos dicho de la relación entre la sensibilidad y el poder. Ahora, en el actor todo adquiere una realidad inmediata sobre la escena. Lo que resuelva en la escena será resuelto antes en este campo “intelectual” de las emociones. De este modo, en la medida que construya aquél cuerpo homogéneo en una postura escénica habrá para entonces un Hamlet creado con un “sentido del actor”. Esto es, repetimos, conceptualizar el proceso de la actuación. Hay que destacar que no necesariamente habrá tantos Hamlet como actores dispuestos. No. De aquí que el actor deba intelectualizar sus emociones y cuál es la lectura que hace de Shakespeare, cómo percibe las relaciones contenidas, los análisis de cada uno de sus textos, entre otras cosas. Es cuando puede organizar intelectualmente la experiencia. Ningún actor clasifica y organiza emociones de la misma manera. Un actor lo hace diferente al otro. Una emoción no es igual a otra. Conceptualiza aquél cuerpo homogéneo o, si preferimos, la “unidad textual”. Ésta se decodifica y la diferencia la establece el nivel con que el actor implementa este proceso intelectual sobre las emociones. Todos sentimos pero el actor debe sentir con marcada tendencia al intelecto. De manera que el texto se corporiza y el actor, sin necesidad de profundizar en el análisis semiótico, habrá determinado los diferentes signos hasta que logre codificar otros sentidos, otros significados.
MÁSCARA, PERSONA EN LATÍN Detrás del artificio, la máscara establece aquella relación de desdoblamiento del actor con respecto al espacio creador, se traslada un espacio a otro hasta su propio límite, lo cual lo impone sólo el proceso creador. Se explica que la máscara sea un artificio, pero éste se involucra en al actor en forma compleja, armándose, el actor, de su unidad conceptual: invoca, a través de la máscara, a la palabra. Ahora, si evaluamos bien, para otras culturas la máscara adquiere una relación de tipo espiritual, por ejemplo, las sesiones del chamán en otras etnias. De algún modo ambos (actor y chamán), instrumentan la palabra, manipulan su estructura. Sólo que ahora los fines varían según el contexto. En uno, el actor, adquiere una noción estética y, en el otro, más bien religiosa. Hallan “personas”, se devuelven en ellas, usando la máscara como recurso, el cual le permite desplazarse a diferentes planos de creación. Ahora que de manera doméstica he establecido las diferencias, la noción estética no debe descuidarla nadie que se pretenda actor. A la máscara, en principio le conferimos una forma plástica, pero es necesario apreciarla también como figura simbólica. Entonces, alcanzar ese enlace con la otredad nos entrega un artificio nuevo: el actor como género estético. La estética, cabe definir aquí, halla una posibilidad sensual: el cuerpo. La máscara es entonces una unidad de separación entre el cuerpo del actor y el “otro”, representado en el personaje de la máscara. En lo que debemos detenernos es cómo la otredad se asienta en el actor. Su relación con el “otro” adquiere una figura, además de sensual, “respiratoria”. Todo procura el ritmo de aquélla respiración, puesto que le permite al actor establecer un espacio para el “otro”, cuando consideramos la corporeidad del actor, en la que se suma el hecho tan concreto como es la respiración fisiológica del actor. Ésta, compone su espacio: el lugar en el que se expresa con efusividad el “otro yo”, al personaje. Determina la respiración, en la sensualidad de esta experiencia, las formas y contenidos del personaje que vaya a interpretar. Y, en consecuencia, la respiración es una mesura de su cuerpo con la abstracción: el actor se identifica con el universo: el personaje deja de ser un hecho abstracto. Es otro yo quien se ocupa de él. Sus contenidos con la realidad sólo estarán dados por la modalidad de esta respiración, haciendo que el actor componga las formas expresivas del personaje al que induce la máscara. Por lo general, la forma expresiva de la máscara es la que hallará el actor en su respiración. Entonces máscara y respiración intimida ese espacio que necesita el personaje: decirle al público quién es, si se trata de un hombre o de cualquier personaje de la historia del teatro. En ocasiones ésas características del personaje, no corresponden a una caricatura «circense» del espectáculo. Todo va más allá: hasta la relación con su otredad. La respiración es un artificio para el hallazgo de su propia poética. Su ritmo es decantado por el mismo proceso de abstracción que se transforma en una condición de creación para la actuación, cuyo contenidos expresivos le son dados desde esta respiración, desde afuera hacia adentro y viceversa. Y no se queda allí, se filtra una vez que alcanza su espacio interior, en el que el desplazamiento desde el afuera al interior de la respiración compone al personaje en una modalidad de la otredad: el cuerpo y (no)cuerpo del actor. En donde a su vez, representa, en el mejor sentido de la palabra, a este personaje. Toda esta sensualidad del espacio creador se adhiere a un sentido mayor: el escenario. El instante y el espacio escénico forman parte del actor y, por ende, de la respiración, creando una indivisible línea de componentes. La respiración, decíamos, le sirve al actor para hallar su responsabilidad sobre el escenario, su razón de ser. Siendo así la respiración centra al actor en su presencia física, en un orden creativo y de unidad poética. Pero el feliz término está en la búsqueda instrumental de su respiración. Es la búsqueda lo que le da elocuencia, lo que han llamado “inspiración” y lo es, por más, de “expiración”. El actor suelta lo aprehendido bajo el aspecto del personaje, de movimientos o gestos: tomar y soltar, tal cual como se da en la naturaleza de la respiración. Ahora el gesto físico del actor le viene de esa respiración. No camina sobre el escenario sino su “otro”, su “yo” poético. Hasta aquí le hemos entregado una acepción estética a la respiración, siempre que aceptemos que ésta no sólo es una experiencia física imponderable. Sino que, en la medida que el actor halle su “expiración”, tendrá, con ello, cómo expresar una forma de carácter poético, eso que hemos llamado personaje. Lo que significa que “exhalar” es conducir su ansiedad estética a un temperamento expresivo por medio del cuerpo, haciendo del cuerpo, pensamos, un instrumento de la palabra. Sujeto a este rigor, el instante de la respiración es el arquetipo del actor con el que alcanzará, después de todo, la palabra y su edificación en el escenario. Al ser abstracto el procedimiento, el actor interpreta la estructura textual de todo aquello que congeniará para darle forma sobre le escenario. A objeto de que la respiración sea continua, el actor se vale del ritmo propio del personaje. Aquí es cuando interviene la máscara como artificio. Hace falta agregar cuál es la característica de esta máscara. En principio me estoy refiriendo a la máscara propiamente dicha, al instrumento físico que usa el actor. La máscara no facilita al actor la respiración por sí misma, es al actor quien artificia el proceso. Puesto que, de ser así, sólo con usar la máscara sería suficiente. No es así. Es una unidad compleja entre el actor y la máscara. Volvemos a decirlo: de “expiración”. Puede explicar el placer que tiene el espectador cuando se halla frente a una excelente interpretación del actor. El espectador revela el ritmo del actor, con toda su abstracción, es cuando éste, el espectador, ríe, llora y finalmente se entusiasma con el personaje al que ve. El espectador no se identifica con la presencia física del actor, sino con las condiciones emocionales o la psicología del personaje, por lo que la máscara puede ser un elemento más del vestuario. Es el actor quien le entrega el modo emocional a la máscara. Mejor: ahora el espectador percibirá la forma de aquélla respiración, verá al otro que no es él. En algún instante ello nos puede servir para ejemplarizar lo que podría ser la alteridad en el actor. Nos referimos al hecho de cómo crea una realidad alterna y simbólica a él. Para entonces el actor y el espectador están convencidos de que se hallan ante una nueva realidad, cuyos contenidos expresivos son descodificados de aquélla abstracción: de la respiración, de la “expiración” del actor. Cabe decir aquí, que tenemos la posibilidad de explicarnos las formas corporales de la alteridad en la que actor se afirma con la máscara, al tenerla de elemento decodificador de una composición simbólica, la cual tiene por camino a la respiración. A fin de cuentas, estamos hablando de que esta energía de la respiración significa para el actor la naturaleza de su desdoblamiento. Y haciendo comprender las cosas hasta donde hemos insistido, los mismos niveles de intuición, digresión, parodia e irracionalidad poética se dan a lugar en el actor como en Novalis con la poesía y en La commedia dell´arte con el teatro, sólo por nombrar algunos ejemplos. La respiración, en su alteridad, le permite al actor crear su unidad poética, representa para él nuevos significados de emociones o situaciones llenas de vida cuyo descifrado le dará a la puesta en escena toda la vitalidad que exige este arte: contar la historia en la que intervienen los personajes. Adquiere su sentido poético, puesto que esta respiración se hace unidad entre lo fisiológico y la determinación espiritual. El ritmo que nos suministra la respiración es un ritmo unido al sentido universal, lo cual lo hace corresponder a la literatura moderma . La respiración es cadencia hacia una dilatación interior. Etiemble —cita Octavio Paz— nos explica cómo es placentero la respiración que nos reclama ciertos versos para determinadas lenguas, creando deleite a la hora de ser leídos, disponiéndose en un cuerpo indisoluble entre respiración fisiológica y placer poético. Ahora que la lectura del actor es hecha de manera no verbal, al momento que se instala la máscara, lo hará desde aquél espacio interior, junto a todas sus relaciones con el proceso creado, en el mismo minuto de la escena. Nos interesa, por ahora, el hecho de la alteridad, definido como la creación de una estructura simbólica en el actor. Alineada por los significados que intervienen en él. Puesto que la máscara adquiere una indumentaria técnica, es el actor quien le impone el ritmo. Donde cuerpo, respiración y poética se suman indivisiblemente. En el caso La commedia dell´arte, que es cuando se da inicio la alteridad en el teatro, los personajes están predispuestos a una única representación, al Arlequín. Pero hay algo importante: es el actor quien determina el ritmo, su respiración, desplazando su ánimo hacia una forma previa de los personajes. Y, paradójicamente, creándole, a estos personajes de La commedia dell´arte, una expresión independiente, explicado sólo por el efecto causado en el espectador. Por ejemplo, el Arlequín figura el entorno del actor, sin embargo, es el actor quien disfruta de su respiración y de su ritmo. La relación del actor con este ritmo es compleja: si el actor es inexperto en este tipo de experiencia, puede llegar a ser muy efusiva para él, creando una situación arrítmica y contraria. Se nos presenta entonces un «vacío inusual de energía», dispersando la respiración y el ritmo. Visto así, nos encontramos ante una situación mediocre porque el espíritu no interviene. Entendemos que en La commedia dell´arte se dispone de una técnica lineal y vertical. No obstante, no todo termina allí, el actor da y recibe un ritmo particular, se desdobla hacia un otro yo, un yo «respirado» en la acepción fisiológica del término. Cuando el actor respira deja de ser él, sólo comprenderá que él interpreta al Arlequín, que impulsa, sin saberlo, ¿sin saberlo?, sus movimientos, sus gestos y que intuitivamente construye ese personaje que veremos desarrollado en la puesta en escena. SYLVIA PLATH: PARA UNA DRAMÁTICA DE LA MODERNIDAD (A MODO DE EJEMPLO) Sylvia Plath nos dirige a una posibilidad extraña. El ambiente del lector en: “Soy vertical. Pero preferiría ser horizontal” es confusa a la vez que arrollante. Nos abandonamos o nos apegamos a la lectura. Nos introducimos en su instrumentación poética. Por un momento esa apariencia prosaica nos invita a “leer” con facilidad. Hasta aquí el engaño. Puesto que para entonces estamos involucrados en, si se me permite el término, su sensualidad simbólica. El símbolo se confunde con lo cotidiano. Lo cotidiano con la alteridad, en tanto se expresa la unidad del yo poético sobre la narrativa de la estructura, la historia en sí misma, de lo escrito. Se exhibe la puesta en escena de aquél corpus semántico: el poema es una pieza dramática y teatral expuesta mediante el diálogo de las voces. Delineadas en tres distintas alocuciones. Ahora es necesario destacar que este poema dramático no es estrictamente, en su rigor formal, una obra de teatro. No estoy seguro de que Plath expresamente se lo haya propuesto así. Aparece sí la escena para la disposición del lector. Se colocan en un escenario pero que está artificiado desde la palabra. Es la estructura cuanto vale para el lector. El escenario es simple. El diálogo no. El espacio se define en su forma simbólica: el dolor, cuya forma ejemplar es una emoción catalizada desde la naturaleza del símbolo y no de su realidad cotidiana, racional. Pienso que en este poema dramatizado —es una manera de definirlo— la emoción se desfigura y transmuta en una realidad distinta y a la vez compuesta de aquélla emoción. Parte de una sola idea: la “otredad” del autor. Aquella naturaleza de Plath que su cotidianidad no conocía y que llegamos a enterarnos cuando nos hacemos lectores de su poema. De allí lo extraño. Es, si se me permite el término, un diálogo de voces escenificados. Y todo ello es una trampa para el lector. Lo que está en juego es la estructura de los diálogos, en tanto sea una estructura del poema a lo que nos sometemos como lectores. Cada voz —que en la apariencia del texto es un personaje— pone en manifiesto un yo de la poeta y son tres las voces definidas durante el transcurso de los diálogos. Lo que hace comprometedor a su discurso poético: resolviéndolo de modo simbólico para el lector. Plath posee conciencia de su capacidad de alterar la realidad hasta el punto que el lector se descuida. Es firme ante esa posibilidad poética y no declina. No lo hará porque es de la manera en que puede hacerlo. No tiene otra —y esto es un nivel de conciencia del poeta—, lo sabe y lo desarrolla al máximo: el poema —si ustedes prefieren—, la pieza dramática nos dice de inmediato cuál puede ser el límite del símbolo mediante los ensambles de la palabra. Es decir cuántas alternativas se exhiben parra expresar una realidad que es inherente, y sólo así, a esa realidad simbólica:
“Pinto la antigua boca. La antigua boca que olvidé con mi nombre. Hace uno, dos, tres días. Fue un viernes.... (...) Y entonces me pongo de pie, la vista un poco borrosa. Echo a andar....”
Hasta esa realidad es comprensible que el lector rechace cualquier intento de continuar con la lectura. Pero no por una situación de incomodidad como lector, si no porque el lector esta consciente de los estados emocionales por los que esta siendo conducido: su rechazo es emocional y hasta vivencial. Si estoy en lo cierto, este poema alcanza una forma dramática muy especial: el lector-actor se enfrenta al hecho vivencial de sus emociones. Y hasta donde sabemos eso pertenece al teatro: el juego de emociones al que somete el espectador. Entonces el lector asume el perfil de un espectador (si de alguna manera aquéllas emociones han intervenido en el lector). Pero cabe decir aquí que la emoción no pertenece a aquél lector edulcorado o fácil. Antes se ha sometido al desplazamiento de las voces que —por no expresar los acontecimientos de la vida de una manera cotidiana—, a entrado a esa despersonalización que está significando la alteridad en toda la cultura de la literatura occidental (a su vez es el modo en que Plath asume el mundo). De acuerdo a esto, pone en escena —y así lo quiere al formarlo como poema dramático— la cotidianidad del “otro” por vía del dolor: la voz de la mujer no se halla satisfecha ante su nuevo perfil de madre-hija al momento que agota todas las posibilidades de su dolor, en tanto que está signando su condición estética de expresión cuando entran en juego el resto de las voces (tenemos que recordar que este poema se conforma de tres voces dialogadas en forma de libreto teatral). Como es de esperarse, ponen en escena otros niveles de la emoción y, por consecuencia, otra realidad, sin desprenderse de uso simbólico. Desde este momento una voz interviene por la otra de manera aleatoria y sin consecuencias, únicamente responde a su estructura poética. Si queremos entender que esta instrumentación simbólica es parte de lo que hemos asimilado como modernidad, notaremos que esto, la alteridad del personaje, se hace presente en nuestra poeta: lleva su artificio hasta las últimas consecuencias:
SEGUNDA VOZ: “Estoy en casa a la luz de una lámpara. Las tardes
se Cuan maravillosamente la luz abarca estas cosas Hay una especie de humo en el aire de la primavera, un humo que se apodera de los parques, de las pequeñas estatuas...”
Por momentos esa aparente forma prosaica no es otra cosa que la intención de confundirnos en el tratamiento con la palabra. Jugar con el uso prosaico dentro de su entramado signo: las cosas no nombran, son nombradas. Nombran la realidad y, lo más importante, a sí mismas: despersonalizándose. Todo se dispone a esa relación con la naturaleza: “el espejo me devuelve una mujer sin deformidad”. El yo se impulsa desde una metafísica de la cotidianidad, cuando el pensamiento viene acompañado de aquéllas cosas cotidianas de la mujer. El hogar se envuelve en el espacio. Se construye en torno a su espacio poético, si se quiere algo lúdico: el hogar es un espacio del juego e irracional. Todos los objetos en él se transmutan, se transfieren a las formas del pensamiento que le son fieles a las voces del poema. Las voces están allí expresándose y no por lo que quiere expresar el poeta, sino por lo que puede expresar. Es el poder de estas voces que le confiere a la unidad del poema una construcción simbólica y artificial que la hace, a su vez, edificante. Es edificante sólo porque los signos recrea la naturaleza de aquél espacio que se reconstruye constantemente, el hogar. En el instante que las voces se edifican, los signos, referente y significado arrollan al lector-espectador en espacios distintos y polivalentes. De aquí su alteridad: el espejo, el dolor. El “otro” se pone en evidencia y avasalla la naturaleza del espacio, de la cotidianidad del hogar: el nacimiento del hijo es una manera de ver al “otro”. Desde la madre, su mirada es un constante desplazamiento de la cotidianidad, una salida de ella. Busca salir mediante el diálogo. No lo logra: “el rostro en el estanque era hermoso, pero no era mío”. Se halla en medio de la estructura. No tenemos otra salida que involucrarnos en las voces, delineadas como personajes: voz primera, voz segunda y tercera voz. A esa única estructura responde el lector, al diálogo. Las formas del diálogo se expresan desde esa relación sígnica que bien determina la alteridad: el “otro” se sobrepone a las emociones. La emoción es el reflejo de la realidad, en tanto que dispone mirar hacia el otro. Entonces decía que su modernidad viene dada no por el hecho de componer el lugar de la alteridad, sino en la manera en que trata ese material de la emoción: la narrativa y la cotidianidad de la historia es un encuentro con las posibilidades que le otorga el símbolo, la palabra. Haciendo que la simple vida del hogar sea una reflexión sublime, pero dramática. Debemos entender que no le es exclusivo a los poetas contemporáneos el uso del símbolo. Pero si tenemos que tener claro que la forma de hacerlo mediante del teatro tiene una pretensión determinantemente clásica, puesto que el teatro no es una forma nueva, ni nació con este siglo. Le confiere a su poesía un uso clásico, en tanto usa esta forma teatral en el poema. Lo que nos devuelve, por otro lado, al canto. La emoción es sólo el escenario para una puesta en escena de un hecho que en estos momentos es más importante para nosotros: el drama de la otredad, la puesta en escena del dolor, de la alteridad. El otro toma como escenario esta aparente emoción —el hecho de que la mujer se encuentre ante el nacimiento de su hijo— para hallar, con toda su plasticidad, que hay más allá de reflexionar sobre nuestras vidas como hombres y mujeres. Toma prestado del teatro la forma para expresar su impostura lírica, en tanto su disposición a la modernidad. Esto es, el tratamiento del yo, la búsqueda del otro. Esto de alguna manera le otorga un carácter místico a la poesía de Sylvia Plath. Considero que Plath es, distinto a lo que muchos pueden pensar, una poeta clásica. Y desde luego humanística, tiene a su haber aquellas formas de la literatura que no desean prescribirse a ninguna línea rígida, escribe desde su propia conciencia de escritor. Pero esta conciencia se vale de cierta forma de su estado anímico. Halló en su modelo de escritura una libertad para su pensamiento. A esto me he atrevido denominar a una poeta «metafísica». Cuando trata de hacer entender su realidad: su modelo de escritura se encuentra en sí misma. Siente su realidad, comprende y nos hace comprender esa naturaleza. Ahora bien decíamos que esa naturaleza se exhibe de manera simbólica y que al mismo tiempo esa naturaleza simbólica dispone del alma del canto. El diálogo es una forma de entregarnos a la definición de ese canto que “pone” sobre la página. Para ese instante Silvia a encontrado, sin proponérselo, una manera de esconder su yo vivencial, su naturaleza de mujer al tiempo que la niega. Entonces el cuerpo es el vínculo con su realidad y el cuerpo adquiere su unidad de ente cognoscitivo. Por una parte —quizás para recordarnos que está usando las formas del teatro— habla (dice) el cuerpo de la mujer que se encuentra frente a la naturaleza de ser tal, ese cuerpo de la mujer, de su naturaleza. ¿Cómo lo resolvió?, con los diálogos y la forma de su pensamiento: su entidad cognoscitiva, la cual se desprende del hecho de ser mujer: esa mujer que entendemos ha desconocido su propio sentimiento de ser mujer y su acto consumado: la sala de parto, como espacio de esa entidad. Cuando su pensamiento se desplaza entre aquélla unidad cognoscitiva (el yo o la alteridad) y la verdadera naturaleza de las cosas (la vida cotidiana), entonces, se nos presenta, el pensamiento, como un vacío que debe resolver el lector-espectador que es también el actor. A su manera pero debe resolverlo. No sé, cómo esta poesía ha sido comprendida hasta ahora, pero me interesa como hallamos un ejemplo el cual nos evidencia aquella relación entre teatro y poesía, puesto que estamos hablando de una obra de teatro escrita por una poeta. Hasta entonces eso puede resolvernos algunas inquietudes que he venido planteado en este ensayo. Si entendemos, en todo lo que he dicho hasta ahora, que la poesía en estos momentos está involucrando al teatro como género. En este caso la poesía, al presentarse como teatro, hace lo mismo que hicieron los clásicos: presentar el pensamiento universal —si deseamos entenderlo así— mediante el género literario: el drama. Tenemos con nosotros a una poeta clásica. Pero recordamos que un poeta de la Norteamérica de los años 60 tenía que hallar un medio aprehensible para ésta: el símbolo. Toma de la modernidad esa forma de expresión pero al mismo tiempo con arraigo en lo tradicional. Y sostenemos ambas lecturas en el poema. La forma del poema. Puesto que ahora tenemos ambas cosas reunidas aquí, el símbolo y la tradición complementándose en unidad que es el poema: se desespera ante la naturaleza de la mujer, pero a cambio nos obsequia toda esa naturaleza femenina, mediante un distanciamiento estético. Se ha distanciado para ampliar las posibilidades de otra realidad, restringida, como ya lo he dicho, a lo que puede decirnos con el lenguaje. Es decir, tenemos que desarrollar este poema dramático hasta las últimas consecuencias: el escenario. Desde luego, no es una pieza teatral en el estricto sentido. Sin embargo, su teatralidad es consecuente a su forma. Para hacer “ver” este texto sobre el escenario, nos vamos a encontrar con una serie de circunstancias que nos obligan a desprendernos de una visión de la puesta en escena convencional. Debemos (para entenderlo) exhibir su lenguaje tal como está, como poema. Esto nos reduce el espacio escénico a una carga simbólica, cuya expresividad, en tanto éste sea exhibido con imágenes a destiempo y con un sentido de ruptura del espacio o con recursos experimentales y contenidos de una vanguardia estética, muy usados por el teatro contemporáneo. Por ejemplo, si el director de escena se rige por los términos del poema tendrá sólo la lectura. Pero si somos un poco osados, sabremos que no tenemos otra alternativa que la que nos propone la estructura del poema: su figura surrealista. Claro, no pretende —el método escénico usado— otra cosa que no sea un recurso estilístico. Eso nos pide el poema. Y, por lo demás, lo estilístico nos coloca en las cosas fáciles. Aquí la estructura dramática está planteada mediante el dolor. Este dolor adquiere matices místicos. Si separamos un poco su forma alegórica y nos quedamos con el contenido del poema de Plath. Lo decía al principio de este ensayo: el dolor asume su plasticidad. En esta acepción del término es que insistimos. Es en el dolor que este alcanza su teatralidad. De manera que el espectador tendrá que sufrir, junto con las voces, el «dolor sufrido», el cual acentúa la angustia que contiene a cualquier obra de teatro que pretenda algo de drama con su público. Dado a su forma estilística el escenario no da por vencido esas formas del dolor. La conciencia del poeta se levanta ante cualquier rigidez dramática. Su preocupación no es desde la dramatización sino desde su condición de poeta. Por ello su estructura poemática, si se me permite el término, se arraiga más al sentido del poema que al hecho teatral propiamente dicho. Ante estos giros estilísticos se halla el director de escena que quiera echarle mano a este poema y quiera poner en ejercicio a sus actores excelentes.
Publicado por primera vez en The Latino Press. |
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