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![]() EL TEATRO COMO VÍA DE EVOLUCIÓN HUMANA Por Juan Carlos De Petre El teatro de afuera primero se representa adentro. Los personajes que deambulan por la cabeza, el corazón, la sangre, las piernas, un día –imprevistamente- toman forma y se exhiben. Escriben su drama a pesar de nosotros: nos obligan a predicar, condenar, padecer, seducir, enmudecer... y nada podemos hacer, apenas nos permiten mirar. Sin embargo esta conversión en espectadores, es moneda de oro: se concreta el principio de la oportunidad, la posibilidad humana de vencer lo inhumano. El lugar elegido es la clave, mirar para “ver”. Si estamos dispuestos, se inicia el aprendizaje: comienza la lectura del libreto, donde antes que nada reconocemos que somos todos los personajes, pero al mismo tiempo ninguno del todo. Que la obra está inconclusa, que “alguien”, falta. Justamente el actor principal, el protagónico del reparto. ¡Gran paradoja de lo obvio!... El ausente, el extraño, es precisamente “ese que ve”, aquel que observa, lee y tiene la posibilidad de comprender lo que se muestra. Claro, siempre y cuando se acepte legítimamente la enseñanza como fórmula de evolución. Yo el omnipotente, yo el engañado, yo el anhelante, yo el solitario, yo el incrédulo, yo el olvidado, yo el amante, yo el viajero, yo el iconoclasta, yo el pacífico, yo el negociante, yo el encadenado, yo el onírico, yo el justo... yoes y más yoes. ¿Cuál es el verdadero? ¿La trama es interminable? ¿Los roles y situaciones se suceden sin intervalos? ¿Cuándo se descubre quién es quién? ¿En qué momento se acaban las intrigas, los conflictos, las apariencias, y se sabe con certeza la realidad? ¿Cuál es el final de la comedia? Atravesamos escenas terribles o jubilosas; vivimos finales de actos como la muerte misma y, en otros casos, el inesperado nacimiento a una vida diferente. Seguimos y seguimos actuando, cambiando constantemente de vestuarios y de maquillaje; diseñando nuevas escenografías; modificando los decorados, pero deseando ferozmente en la intimidad del alma que la función termine, que el teatro acabe, que se apaguen las luces, se cierre el telón y podamos marcharnos a casa para descansar en paz. Esta posición obligatoria, forzada, ineludible nos puede llevar (si no somos cobardes y abandonamos la sala antes) a proponernos descifrar el argumento, comenzando por develar las causas de las acciones; a hacer una rastreo para entender el significado oculto de las palabras. Y lo más temerario: a decidirnos –si lo que pasa no es lo que queremos- a cambiar la historia. Aspiraremos entonces a otra visión: más consciente, desarrollada con mayor luminosidad, capaz de identificar las regiones superiores donde conviven arquetipos, mitos, parábolas, leyendas, fábulas o alegorías, aquel patrimonio esencial del hombre, de la humanidad, esa literatura universal que no caduca. Así, asumimos una nueva responsabilidad, la del escritor. Convertidos en dramaturgos de la obra (que ya aprendimos es nuestra propia vida), tomaremos su existencia para llevarla adonde consideremos sea más acabada, mejor estructurada, más auténtica, realizada y útil; tal vez lejos de la tragedia y el fatalismo, de lo indeseable o impúdico, de lo decadente o miserable, de lo ridículo o estéril... porque en definitiva se impone la búsqueda del sentido de crecimiento imprescindible para la conversión en “ser humano”. Se ha hecho carne, sudor y lágrimas la necesidad imperiosa de acabar con el descuartizamiento interno donde somos víctimas de destinos indignos; de arrasar con los tinglados en los cuales la pesadilla, la alucinación o el ensueño nos gobiernan. ¿Quién es el director que nos ha marcado los movimientos -que no nos pertenecen- en el escenario del mundo cotidiano; que nos exige determinadas reacciones aún cuando no las sentimos; que nos demanda padecimientos absurdos, sacrificios inexplicables; que sencillamente nos niega la libertad expresiva imponiéndonos cánones derivados de una noción convencional, fallecida, sobre la forma y manera de actuar? ¿Por qué debemos aceptar una puesta en escena con la que no comulgamos, que nos resulta ajena y huele a ficción, artificio... a fraude? El desprecio por la farsa no admite argumentos: yo quiero ser fiel al que pertenezco de cuerpo y alma, de voz y silencio, de dudas y afirmaciones... demando identidad, pido estar libre de condicionamientos para descubrir mi genuino papel, para saber qué y cómo me corresponde vivir. El ser, mi ser, debe manifestarse y obrar: “ser o no ser, he aquí...”. El teatro real debe ser jugado sin máscaras ni disfraces, se espera ver al hombre, no una imitación. Visto de este modo, el procedimiento teatral resulta una vía, ruta entre dos parajes: “El ajeno”, solar en el que resultamos extranjeros, donde ignoramos el idioma y no reconocemos a la gente... y “La tierra prometida”, donde ocuparemos el hogar real, dominio propio en el que los habitantes son mis semejantes, a los cuales me debo y por los cuales trabajo. El camino es ascendente, por lo mismo fatigoso, a veces extenuante, pero habiendo visto no queda otra alternativa que seguir viendo, presenciando aquel espectáculo en el que afortunadamente ya no estamos. Y para esto... desde más arriba, mejor. |
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