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HACER TEATRO
HOY. PUERTO RICO COMO NO ESCRIBIR UNA OBRA O LA CONSTRUCCIÓN DEL EQUÍVOCO Por José Luis Ramos Escobar Departamento de Drama, Universidad de Puerto Rico Decía George Bernard Shaw en 1909: La fórmula para el “well-made play” es tan fácil que se la ofrezco para beneficio de cualquier lector que se sienta tentado de tratar de hacer la fortuna que le espera a los fabricantes exitosos con esta mentalidad. Primero, usted debe tener una idea para una situación dramática. Si le suena como una idea original espléndida, aunque sea tan vieja como el sol, mucho mejor. Por ejemplo, siempre se puede confiar en la situación de una persona inocente a quien las circunstancias hacen aparecer como culpable. Si la persona es una mujer, ella debe ser convicta de adulterio. Si se trata de un joven militar, él debe ser culpado por vender información al enemigo, aunque en realidad se trate de una encantadora espía femenina que ha logrado seducir al oficial y robarle un documento incriminatorio. Si la esposa inocente desaparece de su hogar y sufre terribles agonías por la separación de sus hijos, y aún más se entera de que uno de sus hijos está a punto de morir (la enfermedad queda a discreción del dramaturgo), entonces se disfraza como enfermera y atiende a su hijo moribundo hasta que un médico, que debe ser un personaje serio-cómico y si es posible un fiel admirador de la dama, anuncia simultáneamente que el niño se ha recuperado y que se ha descubierto la inocencia de la esposa, si todo esto ocurre entonces el éxito de la obra está asegurado, si es que el escritor conoce el artificio de su trabajo. La comedia es más difícil porque requiere un buen sentido del humor y de vivacidad, pero el proceso es esencialmente el mismo: se trata de la construcción del equívoco. Después de haberlo manufacturado, usted debe colocarlo en el punto culminante del acto final. Su primer acto debe ser necesariamente la presentación de los personajes al público; luego debe proceder a elaboradas explicaciones sobre el equívoco, ofrecidas por sirvientes y otros personajes de baja calaña (los protagonistas deben ser personajes superiores). En su último acto debe usted aclarar el equívoco y sacar al público del teatro lo más complacido posible. Por favor, no me malinterpreten y crean que presento este proceso de manera tan mecánica como para excluir el talento. Al contrario, es tan mecánico que sin un talento evidente nadie puede ganarse una reputación al utilizarlo, aunque muchos obtienen fama y dinero.[1] La corrosiva ironía de Shaw en esta receta para escribir una obra exitosa nos plantea varios de los problemas a que se enfrenta cualquiera que intente la pedagogía de la dramaturgia. En primer lugar, ¿cómo lidiar con la creación de obras dramáticas? ¿Existen reglas, modelos y métodos a seguir para dicho proceso de creación? ¿Hasta dónde la creación deja de serlo al ceñirse a la manera aceptada de construir y desarrollar una obra? ¿Es necesario encauzar por los rieles del género y el estilo la creación o puede permitírsele a la experimentación que desborde dichos límites y se inscriba en el terreno sin fronteras de la relatividad absoluta de cada pieza con respecto a su concepción y desarrollo? En fin, ¿se puede enseñar a escribir dramas? Resulta evidente que es mucho más sencillo establecer cómo no escribir una obra que cómo escribirla. El dramaturgo despierta muy temprano a la ineludible realidad que su creación debe instalarse en el ámbito del reino de las posibilidades, si es que aspira a la puesta en escena y no se extravía en la utopía de la libertad absoluta. Si no queremos escribir dramas de escritorio, sabemos que exigir la entrada a escena de un paquidermo real es condenar la pieza a cien años de soledad en una gaveta. De manera que los escenarios disponibles comienzan por trazarnos límites y nos dicen lo que no podemos concebir en un drama. Claro que usted puede traer al elefante a escena si lo estiliza, pero esa es otra historia. El libro de Walter Kerr “How not to Write a Play” nos ofrece múltiples ejemplos de cómo guiar al dramaturgo en ciernes para que eluda las innumerables emboscadas que la imaginación desbocada nos tiende.[2] En el fondo, sin embargo, se trata de un simple sentido común que nunca debe confundirse con la tendencia oportunista a hacer concesiones para que las fauces de la taquilla no nos devoren. Otros críticos y dramaturgos han tratado de definir cómo escribir una obra. Así encontramos “How to Write a Play” de Robert Finch, “The Art of Dramatic Writing de Lajos Egri, The Playwright as Thinker” de Eric Bentley, y el más impúdico de todos: “Playwriting for Profit” de Arthur E. Krows.[3] Las opiniones de los dramaturgos son a menudo explicaciones de cómo concibieron una obra en específico o su particular método de creación, sin que lo planteado constituya un acercamiento amplio a la pedagogía de la dramaturgia. El libro editado por Toby Cole “Playwrights on Playwriting” es el más abarcador al respecto. Parece haber consenso entre estos críticos de que una obra debe tener un punto de partida. Shaw se burla de cuando ese punto de partida se torna esclerótico al definirse como una idea para una situación dramática. Varios manuales de dramaturgia insisten en la necesidad de partir de una premisa que oriente y le dé sentido a la creación dramática. Esa visión convierte al punto de partida en punto de llegada, brindándole un carácter hegemónico a la finalidad. No obstante, todavía queda en el tintero cuál es el punto de partida de una obra. Como parto de la unicidad de cada obra, afirmo que no existe un solo punto de partida, y que cada obra es provocada por diversas situaciones, imágenes, personajes, frases, pesadillas o sensaciones que se graban en nuestra memoria y estimulan la capacidad creativa del dramaturgo hasta exigir la plasmación dramática. En consecuencia, lo importante no es el punto de partida en sí, sino el proceso mediante el cual se llega a la plasmación dramática. Como no existe un punto de partida modélico, podemos analizar en un taller de dramaturgia los que han tenido otros dramaturgos para ilustrar dicho estímulo, sin pretender que lo copien. Luego podemos provocar un estímulo para luego proceder al proceso de creación dramática. En mi experiencia con estos talleres he encontrado un ejercicio que por lo general desencadena el proceso. Se trata de un ejercicio de observación e imaginación. Se instruye al interesado de observar detenidamente a cualquier persona que le resulte interesante. Debe ser una persona desconocida escogida al azar. La observación debe abarcar todos los detalles de la persona, desde su vestimenta y apariencia física hasta la gestualización. Claro está, no debe mediar palabra entre el observador y el observado. Un párrafo descriptivo recogerá de manera objetiva los resultados de la observación. En el taller se leen los párrafos y se discuten las características observadas. La segunda parte del ejercicio consiste en crear mediante la imaginación el interior de la persona observada: su sicología, su carácter y sus conflictos, tratando de establecer relaciones entre lo observado y lo imaginado. Así puede resultar esclarecedor el uso de determinada ropa de acuerdo con la situación particular de la persona. Este primer ejercicio sienta las bases para el trabajo con los personajes. La caracterización se aborda a partir de la relación entre el personaje y su entorno, para luego añadir la dimensión del cambio, proyectando al personaje en el tiempo y el espacio. En esta primera etapa se estudian variaciones del personaje, desde la situación estática hasta la dialéctica de la condición humana. Obviamente, hay que ilustrar la relación con el entorno tanto en su afirmación como en su negación. Es decir, se estudia el personaje que aparece vinculado a sucesos concretos en términos políticos, económicos y sociales y a aquél que se desvincula de tal dimensión por su abstracción. El personaje se utiliza como la causa del conflicto y de la acción. La famosa exigencia de Ferdinand de Brunetière en “La loi du teatre”, se discute a partir de la interpretación normativa y restrictiva que establece que sin conflicto no existe teatro, para cuestionar tal noción con las manifestaciones más recientes de las llamadas vanguardias y del teatro posmoderno. Los diversos tipos de conflictos son estudiados mediante ejemplos, así como la evolución y etapas que puede tener en determinados contextos. El conflicto o su inexistencia nos conduce a la estructuración dramática. Aquí nos adentramos por los desfiladeros de la secuencia, del encadenamiento, de la tensión dramática y de aquellas formas de organización de la trama que le brindan o le niegan unidad, coherencia y significación a la obra, de acuerdo con la intención del dramaturgo. El concepto de estructura, en tanto organización del sistema de signos teatrales para la representación, es el eje de la pedagogía de la dramaturgia. La estructura no es sólo el esqueleto sobre el que se construye la obra añadiéndole la carne del contenido, como se ha entendido erróneamente en el pasado, tanto por la crítica tradicional como por los dramaturgos que han vaciado contenidos en los moldes aceptados o estipulados como válidos. En su acepción semiótica, le estructura es tanto forma como contenido, porque la forma en que se organiza un material le imparte significación al mismo. Como dice el escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez en su obra “Quíntuples”: “El cuento no es el cuento; el cuento es quien lo cuenta.” En tal sentido, la estructura de una pieza es única porque al variarla estamos escribiendo otra obra. Los dramaturgos que se ciñen a esquemas prediseñados convierten sus obras en productos genéricos indistintos. La pedagogía de la dramaturgia debe enfatizar la particularidad de cada obra, proveyéndole al dramaturgo en ciernes la oportunidad de crear su obra a partir de su propia imaginación y concepción de la realidad. Cierto que resulta prudente conocer cómo se han estructurado obras en el pasado, pero es extremadamente riesgoso establecer tales experiencias previas como principios o reglas, aun cuando se instruya al interesado en conocer la regla para luego violarla. Todo el concepto del “well-made play”, desde su propia arrogancia semántica de drama bien hecho que relega a los que no se rigen por su fórmula simplista a dramas mal hechos, desemboca irremediablemente en lo trillado. Las fórmulas resultantes de la variación de dicha esquematización son sólo tintes que intentan ocultar el patrón básico que las crea. A estas alturas del nuevo milenio, seguir insistiendo en tales esquemas es no sólo ingenuo sino paralizante. La estructuración dramática contemporánea explora rumbos desconocidos que a menudo cuestionan los fundamentos mismos del drama. Hay que enfrentar al dramaturgo a textos como “Hamletmaschine” de Heiner Müller, para que comprenda el grado de fragmentación y resquebrajamiento a que ha llegado el arte de la escritura dramática. Resulta imposible que la interpretación de la realidad que emana de la llamada muerte de las ideologías y del derrumbe de tantos muros y utopías se transforme en creación dramática de acuerdo con la visión de mundo de otras épocas. Si de acuerdo con la dialéctica de la existencia varía la concepción del mundo, asimismo la dialéctica de la creación debe producir una estructuración dramática en virtud de la obra concebida. En tal sentido, la pedagogía de la dramaturgia debe proveer el interesado la oportunidad de ejercitarse en la búsqueda de esa estructuración dramática propia, con la libertad que exige la creación artística auténtica. Dice el creador de la pedagogía del oprimido, Paulo Freire, que nadie aprende de nadie, sino con alguien. De ahí que nuestros talleres de dramaturgia deben propiciar ese aprendizaje mutuo. Una posibilidad que he explorado en talleres recientes es que todos los participantes en el taller, incluyendo al dramaturgo-pedagogo que lo ofrece, desarrollen una obra durante el taller, partiendo de cero, sin ningún trabajo previo, y compartiendo cada fase del proceso con el grupo, de manera que se puedan comparar las dificultades encontradas, el terror a la página en blanco, las propuestas que cada uno va elaborando, hasta llegar a un borrador que le brinde a cada uno un asidero sólido para la creación dramática. Aunque el texto producido no resulte una obra acabada, concebida como una totalidad autónoma, el proceso resulta iluminador para el dramaturgo en ciernes pues, parafraseando a Bertolt Brecht, se ha ejercitado en la creación y ha ido descubriendo posibilidades dramáticas en su visión de mundo que le permitirán continuar creando en el futuro. Considero imprescindible abolir la prescripción en la dramaturgia y abrir el cauce de la creación mediante estímulos y procesos que desborden los cánones y atenten en contra de la hegemonía de las fórmulas y los esquemas fosilizados. Si queremos que nuestro arte siga siendo arte y no una fábrica de productos reciclados, debemos renunciar a ser pontífices de la creación y convertir la pedagogía de la dramaturgia en el ejercicio de la creación. Claro, este rumbo en mucho más trabajoso y arriesgado, dado que seremos partícipes del proceso y nuestra creación, supuestamente más experimentada y lograda, estará bajo el mismo escrutinio que la de los dramaturgos noveles. Pero la otra alternativa es la echar mano a un esquema establecido, o diseñar uno nuevo, para guiar a los neófitos en la construcción del equívoco, poniendo énfasis en cómo presentarle al público a los personajes en conflicto, cómo complicar el desbalance original hasta llegar a la crisis definitiva y desanudar los hilos conductores de la trama. O quizás sería mejor escribir un manual que se llame “Dramaturgia para principiantes” que resuma los diez mandamientos de cómo no escribir una obra. Sin duda que ocuparía el primer lugar en ventas en las tiendas por departamentos. [1] George Bernard Shaw,
Prefacio, Three Plays by Brieux(New York: Brentano's, 1911) p. xxii. La
traducción es del que suscribe. |
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