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HACER TEATRO HOY. ESPAÑA No es extraño que nos tilden de utópicos. Ser utópicos –seguir siéndolo– es un recurso romántico que nos ayuda, por lo menos, a no caer en la desesperación. Desesperación que es consecuencia, en cierto modo, de la imposibilidad de conectar con la realidad presente, de sentirse parte de esa realidad, y de poder ayudar a transformarla. En medio de la más absoluta indiferencia, circundados por muros de silencio y de soledad, que el tiempo ha ido engrosando, nos dedicamos a construir suntuosas bóvedas y majestuosos edificios, que nadie quiere compartir. Nos dicen personas sensatas, más avezadas que nosotros a tomar el pulso a cuanto nos rodea, que tales edificios son algo contingente en los tiempos que corren, sobre todo si los comparamos con otras más importantes –insisten– obras públicas. Sin infraestructuras, ¿qué falta hacen bóvedas y mansiones? Y el teatro, en nuestro tiempo, y a pesar de lo que dicen algunos demagogos y agitadores de corte populista, continua siendo para muchos un gran y vacío –y por ello también completamente innecesario– palacio de trabajada arquitectura. ¿Quiere esto decir que cada día que pasa se hace mayor la brecha que separa a quienes se dedican a esta clase de actividades y el resto de la sociedad? ¿Quizá es que elaboramos proyectos sustentados en formulaciones ideales, desconectados de la realidad sobre la que queremos conseguir que tantos esfuerzos y tantas esperanzas fructifiquen? Nos dicen las mismas sensatas personas que el mero hecho de amar algo de un modo tan intenso distorsiona nuestra visión objetiva de la realidad, en tanto que pensamos que nuestra pasión –y el sistema de valores y prioridades que es su consecuencia– es compartida por el común de los mortales. Más claro: por mucho que nosotros amemos el teatro, no por ello vamos a conseguir que aumente la estimación que pueda sentir la colectividad por el resultado final de nuestro trabajo. O lo que es lo mismo: atendiendo a las condiciones objetivas en que se halla nuestra sociedad, su consideración del hecho teatral –cuyo “valor de mercado”, al lado del de otros productos artísticos, en especial aquellos que no son perecederos, como un cuadro, es harto reducido– no variará, es decir, no aumentará sustancialmente por mucho que nosotros nos obstinemos, por muchas reuniones o asambleas reivindicativas que convoquemos, o por muchas horas de entusiasmado trabajo que queramos dedicarle al asunto. Es obvio, sin embargo, que hubo un tiempo ya lejano en que los intelectuales y artistas jugaron, en cierta manera, el papel de orientadores de la conciencia colectiva, y su intervención en la res pública era no sólo algo aceptado, sino incluso requerido por la misma sociedad: esto es un hecho objetivo e históricamente contrastado. Pero parece que los intelectuales y artistas que ahora convienen son únicamente aquellos que se dejan de teorías, que abandonan estéticas y éticas, y orientan su actuación a la siempre gratificante disquisición acerca del sexo de los ángeles. Esto, en teatro, se traduce, es bien sabido, en un tipo de propuestas formalistas, que convierte el parloteo sobre trivialidades de que ininterrumpidamente hacen gala sus personajes, seres voluntariamente erradicados de cualquier contexto –social, cultural, psicológico–, en su único sustento dramatúrgico. Ya tenemos, pues, un teatro universal, que habla al corazón y la razón de una sociedad cada vez más uniformizada y falta de sustancia. Lo mismo en Londres que en Madrid, en Buenos Aires que en Ciudad del Cabo. Y es que en todo el mundo hay fábricas de detergentes, producto digno de la mayor estima, en tanto que considerado “necesario”. En una palabra, los dramaturgos contemporáneos están condenados a jugar, en esta nueva sociedad, el mismo papel, si se nos permite el símil, que los peritos químicos en las fábricas de detergentes. Entre políticos y pueblo, los trabajadores del intelecto –los artistas, los escritores, los profesionales del teatro: en fin, toda esta capa terriblemente indefinida e imprecisa– están siendo reprogramados a toda prisa para ocupar puestos de administrativos y de técnicos ayudantes de laboratorio. Así las cosas, no es de extrañar que, dentro de esta escala de valores, adquieran también carta de naturaleza determinadas prelaciones: los creadores “incómodos” –aquellos que intentan convertir el arte en un hecho enraizado en la sociedad, es decir, algo que es logro y propiedad de todos– acabarán arrinconados en los desvanes, o, en el mejor de los casos, serán destinados a cuidar y ordenar los archivos. Nuestra sociedad, funcionando como una perfecta fábrica de detergentes, no tiene, al menos de momento, ninguna necesidad de meterse en costosas –y, sobre todo, arriesgadas– aventuras espirituales que, al cabo, no llevan a ninguna parte. Lo que importa, alcanzado el estado perfecto de paz con nosotros y el mundo, es mantener el mercado bien provisto de detergentes eficaces, que nos conserven siempre limpios. Como los ángeles. |
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