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INVESTIGAR EL TEATRO. ARGENTINA La preocupación por diferenciar la escritura dramática de la literaria, tal como se la suele entender más menos tradicionalmente, aunque superada en el marco de la práctica artística, no ha desaparecido del todo en el ámbito de la reflexión teórica. Cesare Segre (1984), por ejemplo, busca la diferenciación en el tipo de texto y de la modalidad comunicativa que cada uno de ellos establece con el receptor: en el teatro autor se oculta tras el personaje y lo diégético queda supeditado a la mimesis, mientras que en la novela o en el cuento, hay una serie de instancias mediatizadoras entre autor y lector y lo mimético se subordina a lo diegético. A su juicio, "en la narrativa, el Yo narrador o personaje narrador y el Él narrado se distribuyen la tarea de referir, además de acciones, pensamientos, motivaciones e inclusive discursos (en forma indirecta). Los discursos directos florecen solamente cuando se quiere referir con particular vivacidad un episodio. En la obra teatral falta este filtro distributivo: por un lado, tenemos la imitación de la realidad (ambientes, gestos y ruidos, actores en carne y hueso): por otro lado, tenemos diálogos y monólogos con una doble finalidad: comunicativa o performativa en la ficción escénica; explicativa (es decir, capaz de comunicar motivaciones, pensamientos y acciones no representadas) en la relación con el público" (p. 17-18). Es posible, sin embargo, avanzar un poco más con respecto a esta diferenciación básica establecida por Segre, centrando la reflexión en el nivel de las didascalias. En efecto, recientemente el discurso didascálico mereció especial atención como escritura “límite”, no ya de la tradicional oposición entre texto y representación, sino en tanto punto de encuentro (y desencuentro) entre teatro y literatura. Las didascalias son precisamente el aspecto discursivo más complejo y ambiguo del texto dramático y, al mismo tiempo, el más específico y determinante de su teatralidad. No me refiero sólo al hecho, por otra parte demasiado obvio, de que las acotaciones sirvan para orientar al lector/receptor (incluyo en esta categoría a los teatristas como mediadores entre autor y espectadores) acerca de la manera de crear, estructurar, modalizar, focalizar e interpretar el texto. Las didascalias condensan la duplicidad (presencia-ausencia, realidad-ficción) que signa lo teatral. Esta ambivalencia fundante de las didascalias se potencia sobre todo en lo referente a su capacidad diegética. Precisamente, para Pía Teodorescu-Brînzeu (1981), las acotaciones constituyen un texto secundario de carácter “épico” y no dramático, fuertemente subjetivo, en la medida en que al autor expresa libremente su interioridad (¿no lo hace, acaso, a través del diálogo de los personajes?), y tan autorreferencial como el propio discurso dramático (¿no forman parte del mismo?). La autora insiste en que las didascalias son recepcionadas como un texto ficcional y, por ello, crean una cierta ilusión determinada pragmáticamente por el lector/receptor. Del todo opuesta es la perspectiva sostenida al respecto por Michael Issacharoff (1993), para quien las didascalias no son narrativas, ya que prescinden de los artificios diegéticos propios del género. Por un lado, si bien trasmiten la voz autoral no asumen las marcas gramaticales ni de la primera ni de la tercera persona; por otro, el tiempo predominante es el presente y no el pasado, característico de la narración. En este aspecto, Issacharoff coincide con Harald Weinrich (1968) en cuanto a la idea de que el “presente” es el tiempo verbal empleado en situaciones comunicativas (mundo comentado), tales como las conferencias, sermones, discusiones, cartas, ensayos, deliberaciones, exposiciones, comentarios, y, en consecuencia, las didascalias teatrales. Asimismo, el tiempo “presente” se usa en géneros artísticos como el drama, la lírica, los monólogos, la crítica literaria, el tratado filosófico, entre otros. El pasado se emplea, en cambio, en las diversas formas de la narración oral o escrita -ya sea real o ficticia, propia de la conversación cotidiana o de la práctica artística, ingenua o estilísticamente elaborada-, en las novelas y en los cuentos (mundo narrado). La noción de temporalidad, sin embargo, no está dada exclusivamente por el tiempo verbal, sino también por los adverbios (ayer, hoy, antes, después), proposiciones adverbiales de tiempo e, inclusive, por algunos sustantivos (mañana, tarde, noche, primavera, verano) los que, combinados, forman expresiones indicadoras de temporalidad. Según Weinrich, algunos adverbios transmiten el mundo narrado y otros, el mundo comentado: el paso de una categoría a la otra supone un proceso de traducción (“mañana será al día siguiente”, en el marco de una narración). Si esta operación traductiva no se realiza, se crea la ilusión de un discurso verdadero, denominado por la retórica estilo indirecto libre. Las gramáticas al uso señalan que el “presente” es el tiempo que expresa coexistencia o simultaneidad con el acto de enunciación lingüística y el proceso enunciado en el mismo; por su intermedio se comunica la duración (a veces a través del gerundio), verdades eternas, procesos habituales. En un plano más metafórico, un hecho pasado comunicado en presente gana en vivacidad, cercanía, credibilidad así como, expresado en presente, un hecho futuro pierde su carácter conjetural, eventual, para destacar, en cambio, la certeza del enunciado. El pasado, a su vez, vehiculiza la noción de coexistencia en relación con otro proceso que es anterior al acto de enunciación lingüística, ya sea de duración indefinida (pretérito imperfecto) o acabada (pretérito indefinido). La división de los tiempos en discursivos y narrativos realizada por Weinrich no se basa en la coexistencia entre un hecho y su enunciación lingüística, sino en la forma en que, a partir del reconocimiento de dichos tiempos, el interlocutor debe o no considerarse directamente involucrado por la acción descripta. En otras palabras, el presente y las distintas formas de los pretéritos marcan cualitativamente la situación comunicativa: más que sobre una relación existencial entre hecho y enunciado, informan al oyente acerca del modo en que debe escuchar lo que se le dice. El “comentador” recurre así al presente, para que el receptor se sienta involucrado en su alocución. El mundo comentado comunica, entonces, la exigencia de una determinada actitud frente a lo pronunciado, una valoración, una opinión, una respuesta verbal o no. A ello se suma la tensión física y espiritual que evidencia el emisor de un enunciado no narrativo, el cual deviene discurso “dramático”, en tanto fragmento de acción que compromete a hablantes y oyentes a modificar, aunque más no sea mínimamente, su conducta y, en consecuencia, el mundo. De este modo, el discurso narrativo deviene potencialmente “peligroso”. Los tiempos pretéritos usados en las narraciones desplazan la situación comunicativa a otro plano: no precisamente al pasado, sino a la suspensión (momentánea) de la temporalidad del mundo comentado. Tanto el narrador como el oyente, capaces de reconocer en los pretéritos el tipo de discurso que se les está transmitiendo, adoptan una posición laxa, ya que aún los sucesos más terribles se desdramatizan por efecto del distanciamiento que provoca el empleo del pasado. Asimismo, la participación del receptor se relativiza; no hay exigencia de respuestas, toma de posición o actitudes inmediatas. "En el drama es imprescindible la representación; en el relato, los tiempos. [...] el relato no necesita de la representación (Los buenos narradores no gesticulan). Los tiempos constituyen libertad suficiente. Por ello, los tiempos del relato son una especie de representación. Disfrazan y alejan nuestro mundo cotidiano y nos liberan por algún tiempo de la coerción de la situación. El mundo narrado es una escena. Los poetas la aman" (p. 128). El presente didascálico -que, según el citado Issacharoff, no debe confundirse con el denominado presente histórico de las narraciones históricas, ya que no alude al cambio, al devenir, sino a la temporalidad neutralizada del teatro- es más asimilable a la descripción (describen un mundo virtual) que a la narración, cuyos tiempos pretéritos remiten al universo de la referencia definida y a la individualización, pues se particulariza sin enunciar verdades universales. De este modo, en oposición a las didascalias verbales, cuyas funciones nominativo-atributivas (determinar quién habla), destinadora (determinar a quién se habla), locativa (determinar precisiones espacio-temporales de los que hablan) y melódica (determinar en qué tono se habla) son de tipo referencial y por ende narrativas, las didascalias visuales exteriores al actor (vestuario, iluminación, música, escenografía) se acercan a la descripción, mientras que las didascalias visuales centradas en el actor (gestualidad, proxemia) no son ni narrativas ni descriptivas, sino que pertenecen al ámbito de la mímesis, de la representación de acciones humanas. Sanda Golopentia (1993) analiza, por su parte, el funcionamiento de lo que denomina didascalias de la fuente locutoria (las que designan el nombre del personaje-locutor); asimismo ensaya una clasificación de las acotaciones en “mesodidascalias” (indican componentes dramáticos como actos, escenas, réplicas), “macrodidascalias” (remiten a la obra en su conjunto: título, subtítulo, listado de personajes) y “microdidascalias” (se insertan en los intersticios de réplicas o meso/macro didascalias, modulando su significación: indican gestos, entonación, etc.). Jeannnette Laillou-Savona (1985) insiste en destacar que las didascalias son a la vez actos ilocutorios representativos, que apuntan a la creencia, a hacer coincidir la palabra con el mundo, a comprometer al locutor con la verdad de lo expresado, y actos ilocutorios directivos, los cuales, en este caso, más que ordenar, sugieren los modos de materializar la propuesta dramática y/o suplican -indirectamente- una cooperación interpretativa por parte del receptor. Si bien no suelen incluir marcas textuales particularizadoras (es habitual el empleo de la forma impersonal se), las acotaciones están dirigidas a un interlocutor preciso; esto es, a un lector lo suficientemente competente como para ser capaz de construir, al menos virtualmente, el contexto ficcional a partir de las coordenadas -espaciales, temporales, ambientales, sociales y psicológicas de los personajes- provistas por el dramaturgo. Textos en los bordes, escritura en los márgenes, discurso periférico, las didascalias son encrucijada de los géneros, de la especificidad de los lenguajes, de las complejas relaciones entre producción y la recepción teatrales, entre teoría y práctica artística. Referencias bibliográficas Abuín González, Ängel, El narrador en el teatro, Universidad de Santiago de Compostela, 1997. Golopentia, Sanda, “Les didascalies de la source locutoire”, Poétique, n. 96, novembre, 1993; p. 475-492, Issacharoff, Michael, “Voix, autorité, didascalies”, Poétique, n. 96, novembre, 1993; p. 463-474. Laillou-Savona, Jeannette, "La didascalie comme acte de parole", en Josette Féral, Jeannette Laillou Savona, Edward A. Walker (comp.), Théâtralité, écriture et mise en scène, Québec, Brèches Hurtubise HmH, 1985; p. 231-245. Segre, Cesare, Teatro e romanzo, Torino, Einaudi, 1984. Teodorescu-Brînzeu, Pía, “The Stage-Directions in the Reception of the Dramatic Text”, Degrés, neuvième anné, 28, automne, 1981; p. m/1-m/5. Weinrich, Harald, Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, Madrid, Gredos, 1968. |
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