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![]() LA ALMENDRA Por Ernesto Caballero
El virus de la censura ha infectado el teatro desde los tiempos de Tespis. Tres modalidades fundamentales adopta ésta, a saber: 1) censura político-ideológica, 2) censura estética, y 3) censura económica. Las tres como las cabezas de Cerbero pertenecen a un sólo cuerpo: el de un celoso guardián que nos impide acceder al interior de nuestros infiernos o, si se prefiere, nos impide salir de ellos. Esto es así, ya digo, desde que el mundo es mundo, o sea desde que el teatro es teatro. La cuestión que ahora nos ocupa es dilucidar si estos veladores del orden continúan cebándose en nuestra “democrática escena contemporánea” o sí, por el contrario, podemos proclamar que finalmente hemos sido capaces de erradicar de una vez por todas la plaga del silencio forzoso. En este sentido cabe decir que, como en muchos otros ámbitos de la vida pública, el orden establecido es precisamente el que actualmente se reviste de las jergas, los modos, las actitudes, las formas en definitiva de una pretendida modernidad. Vivimos el espejismo de un simulacro de emancipación que consagra un frenético movimiento hacia ninguna parte. A esto llamamos progreso, o si se quiere, progresismo; y el teatro está, o cree estar, por supuesto, a la cabeza de este impulso. Así escandalizamos exhibiendo inanes y trasnochados comportamientos que hoy por hoy se hallan absolutamente desactivados por la normalidad callejera; provocamos al sufrido público de una burguesía terminal mientras recibimos el aplauso (y muchas veces la subvención) del funcionario cultural de turno, que es quien, a menudo nos pide “más radicalidad” en nuestras propuestas. Sospechoso ¿no? Estos funcionarios demandan un teatro para el hombre y la mujer “de hoy” , que se pronuncie sin ambages y con determinación por las causas de indiscutible adhesión, como todas aquellas las identidades a las que el hombre (no la mujer) occidental se ha encargado de maltratar a lo largo de los siglos. He aquí la preceptiva que se debe aplicar tanto a la dramaturgia contemporánea como, claro está, a los criterios de puesta en escena de los clásicos. A estos últimos hay que redimirlos del lastre de su época (por supuesto mucho más reaccionaria que la nuestra) para (he aquí la palabra mágica) “actualizarlos”. Es decir aplicarles los obligados planteamientos de corrección política al uso, aunque el resultado sean frecuentemente disparatados híbridos. “El mercader de Venecia” se convierte así, en una obra antirracista; los dramas de honor calderonianos en una denuncia de la situación de la mujer; las obras de exaltación patriótica de Schiller se transforman en enérgicas denuncias del fanatismo integrista de nuestros días, etc... Por tanto, creada la preceptiva, toda actitud que se sitúe al margen de ésta, antes que nada estará denotando un grave atentado a las nuevas y rígidas leyes del nuevo decoro rupturista. Cualquier criterio que se enfrente a éste ya no será percibido (y apercibido) como disidencia, sino más bien como una disonancia. La penalización será irremisible: el sambenito de reaccionario y la retirada de apoyos oficiales. Precisamente son estos apoyos los que están socavando la grandeza de un arte que antes que nada se debe caracterizar por problematizar la realidad haciéndonos tambalear alguna que otra de nuestras creencias. Estas creencias en las que uno está instalado con más afianzamiento que lo está en las meras opiniones. Pero aquel otro teatro, que como decimos nos mueve a la admiración (en el pleno sentido del término) lo están apagando los funcionarios culturales de turno desde su absoluta ceguera artística y su bienintencionada política de cuotas. En España al menos esto es así. La excelencia artística ha quedado suplantada por la oportunidad política. Autonomías, cuotas femeninas, promoción de jóvenes creadores, deudas que se saldan para con caducos dramaturgos... todo excepto la almendra: una pequeña sacudida de conocimiento y emoción. Pero quién necesita ya la almendra. Uno, que es muy antiguo. |
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