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LA ESCENA IBEROAMERICANA EL DESARROLLO DE LA DRAMATURGIA AFRO-CARIBEÑA Y SU INSERCIÓN EN EL CANON DE LA REGIÓN Por Beatriz Rizk El continente latinoamericano se proyectó desde el comienzo de su historia como una tierra de inmigrantes, tierra de promisión para algunos, para otros, no obstante, de sometimiento y sujeción. Aun los primeros habitantes -los indígenas- llegaron al continente desde otras partes. La teoría general señala el estrecho de Bering, entre Rusia y Alaska, como el sitio del inicial peregrinaje que partiendo de Asia se hizo a través de dos grandes olas inmigratorias; la primera, hace 40.000 años y, la segunda, 25.000 (Sertima 1976:162). Pero hay otros lugares, como el Mediterráneo oriental (Egipto), de donde provinieron algunos de los primeros viajeros, de tipo negroide, que tuvieron contacto e influyeron notablemente en la civilización olmeca, uno de los pueblos indígenas mexicanos más antiguos. Así lo atestiguan sus gigantescas cabezas colocadas alrededor del Golfo de México que datan, según las pruebas hechas con carbono 14, de 800 a 700 años AC (Sertima 24 y Winfield Capitaine 1990). Según cuenta la leyenda, y de acuerdo a las creencias indígenas, fueron erigidas en honor a estos “dioses” que llegaron en “cerros flotantes” a las costas del actual estado de Veracruz (León-Portilla 1992). En este sentido y haciendo eco a los citados investigadores, quienes obviamente reclaman que la presencia negra en América precede a la de los españoles, es, por demás, curiosa la obra “El guancasco” (c. 1582, 1992) [1] de Honduras. Recogida por el Mayordomo de la Villa de Gracias, don Félix Pineda, y preservada por el antropólogo Manuel Chávez Borjas, la pieza se deriva de la tradición oral de los mexicapas, “una comunidad que se origina en uno de los contingentes de indígenas mexicanos que Pedro de Alvarado importó para reforzar la conquista de Centroamérica en 1582”. La obra es un baile o ritual que celebra el intercambio de dos cofradías, la de Santa Lucía y la de San Sebastián, a la vez que simboliza el sincretismo cultural de los celebrantes, pues a los posibles elementos de la tradición hispánica se le unen la indígena y la africana. El origen de la danza, se deduce, proviene de las celebraciones / rituales después de las cacerías, sobre todo, por la descripción de la indumentaria de cinco negros que participan, los cuales llevan una “máscara confeccionada de un animal que ha sido cazado por la persona que representa al negro” (1992:38-46). Por su parte, José Cid Pérez y Dolores Martí de Pérez, citando a su vez al historiador C. Teletor, señalan la existencia de un “papel” negro en la obra “El baile del Chico Mundo”, de la misma época, la que “representa a un negro en medio de gente mestiza y de indígenas que no se entienden sino por señas y ellos le llaman “Ka man ec” que quiere decir ‘nuestro viejo el negro’ o ‘nuestro antepasado el negro’” (Pérez y Martí de Pérez 1970:43-4, Teletor 1955:162). Sobre la cantidad de esclavos traídos desde África a América Latina, en el lapso de varios siglos, para suplantar, en un principio, la mano de obra indígena que empezaba a escasear en las colonias, se estima que fluctúa “entre 10 y 15 millones de negros” (Klein 1986:25). Otras fuentes calculan hasta los 50 millones por ser imposible su conteo a partir del momento en que pese a las prohibiciones ya oficiales de los estados involucrados, el tráfico continuó clandestinamente por mucho tiempo (Laurent-Perrault 2001). En cuanto a su presencia negra en las tablas criollas, ya una vez establecida la Colonia, y al contrario de la indígena, en algunos lugares fue bastante visible. En Brasil, por ejemplo, los primeros actores, reconocidos como tales, fueron negros o mulatos, tal como quedó estipulado en los testimonios de viajeros europeos locales que recorrieron la provincia brasileña durante el siglo XVIII (Moura 1976). Tal parece no tenían mayor problema en representar las comedias españolas, las tragedias francesas, o las óperas italianas de moda pues se pintaban la cara de blanco para acomodar sus papeles al público, por supuesto blanco en su mayoría (A. de Saint Hilaire 1975:73, cit. por Prado 1993:78). Por lo demás, el predominio del mulato en la escena brasileña se desvaneció con la gradual como inevitable llegada de los “profesionales del palco portugués”. De ahí en adelante, cada vez que se necesitaba una persona de color en escena, la representaba un blanco, ahora pintado de negro, como señaló en una ocasión el dramaturgo Nelson Rodrigues (cit. por Nascimento 1988:3). El teatro, hecho por los mismos negros, vuelve a repuntar a mediados del siglo XX con la fundación del Teatro Experimental do Negro, en 1944, por Abdias do Nascimento. Por otra parte, los blancos pintados de negros brasileños no son ninguna excepción en el continente; aunque no fue una práctica común se hizo en Cuba, por ejemplo, en el contexto del teatro bufo. Este debutó en 1868, y pasó a dominar la escena vernacular de la isla con sus debidas interrupciones, gracias a la censura, hasta bien entrado el siglo XX, teniendo en el autor Francisco Valdés Ramírez con “el negrito Candela”, de “El negro bueno”(1867), el precursor del personaje típico del género (Leal 1982:17). Según José Escarpanter, esta usanza se deriva del “minstrel” norteamericano de gran acogida en el medio: El “minstrel” ostentaba elementos que poseerá el bufo: en primer lugar, el detalle del maquillaje negro de los músicos y actores blancos. Recuérdese que técnica similar va a conocer el bufo hasta nuestros días: ningún “negrito” de nuestra escena vernacular es interpretado por un actor negro. Este detalle verista es cuidadosamente evadido desde los inicios del género. (1965:60, cit. por Montes Huidobro 1987:24). Lo curioso es que su habla no fue evadida; al contrario, fue copiada con esmero. El caso es que este personaje negro creo escuela desarrollándose, por un lado, el llamado “negro catedrático” que hablaba como blanco, o mejor dicho era una parodia del blanco culto y, por supuesto, encerraba una crítica, no muy discreta por cierto, hacia una sociedad proclive al materialismo rampante y, por el otro, el “negro congo” que se expresaba con inflexiones populares en las que se colaban los idiolectos africanos que hablaban originalmente. Este grupo, por lo general, representaba al elemento inculto, aunque muchas veces estaba dotado de cualidades nobles. En otros países, como en Puerto Rico, se da el hecho de que la primera obra escrita que se conserva es “La juega de gallos” o “El negro bozal” (1852), del autor de origen venezolano Ramón C. F. Caballero. “La acción”, nos relata Lowell Fiet, “toma lugar en la ciudad de Arecibo, en la costa norte de Puerto Rico, en 1851 y pinta un cuadro etnográfico de la sociedad de los hacendados y sus esclavos a mediados del siglo XIX” (2000:78). Para el investigador, es de particular importancia el habla del negro bozal del esclavo José, protagonista de la obra, que es distinta a la de los otros personajes, o sea “un español criollo común a la nueva población africana (los bozales) que llegó a Puerto Rico como esclavos” (80). El uso de la lengua bozal en el teatro, por otra parte, no representa una novedad en el orbe hispánico; se encuentra ya en el Siglo de Oro español, aunque su intención era otra. María Carmen Zielina señala el afán de “mofarse y ridiculizar a los negros esclavos”, reflejando “la enemistad de las culturas y la superioridad de la cultura occidental” como el motivo principal detrás de esos tempranos ejemplos (1992:27). A “La juega...” le han seguido varias obras que han sido definitivas para el desarrollo del tema de la africanía en la isla. La crítica señala a “La cuarterona” (1867), de Alejandro Tapia y Rivera, como la obra que retoma el tema del prejuicio racial en el país (Falcon 1993:21). Ambientada en Cuba, el conflicto que se desarrolla en la misma, una joven con ascendencia negra (de ahí el título de la obra) es criada por una condesa de cuyo hijo se enamora con funestas consecuencias, nos trae a la mente el drama similar que se desarrolla en la popular novela cubana “Cecilia Valdez o La loma del Ángel” (1839-1882), de Cirilo Villaverde, llevada a la escena, en nuestros tiempos, por Abelardo Estorino en “Parece blanca” (1993). En ambas obras las protagonistas terminan mal; en la primera, la joven se suicida ante el abandono del amado por razones estrictamente socio-raciales, y en la segunda, la mulata Cecilia se ve implicada en el asesinato de su antiguo amante, que también resultó ser su medio hermano, por igualmente haberla abandonado. En 1883, Eleuterio Derkes publica la pieza “Tío Fele”, en la que por “primera vez aparece en la literatura puertorriqueña la figura de la abuela negra” (Falcón 1993:21). Este personaje es importante porque se moverá al centro de la producción literaria y teatral que a partir de los años 50 del siglo XX empieza a producirse en Puerto Rico como respuesta a la crisis del canon paternalista basado en una, por demás, utópica herencia hispánica que para ese entonces daba muestras visibles de deterioro (ver Gelpi 1993). Del conocido poema “¿Y tu abuela a’onde ejtá?” (1942), de Fortunato Vizcarrondo, a la obra ya clásica del repertorio boricua “Vejigantes” (1958), de Francisco Arriví, no hay mucho trecho [2]. En esta obra el autor presenta tres generaciones de mujeres negras en las que la mezcla con el blanco las ha ido blanqueando paulatinamente hasta llegar a Clarita, la nieta, quien ya pasa por blanca. La chica, de manera poco afortunada, se enamora de un norteamericano ario sureño quien al enterarse del secreto celosamente guardado (no sólo en la cocina en donde se esconde la abuela negra sino bajo el turbante que la madre no se quita nunca con el que oculta su pelo ensortijado), se retira de la relación. Pero Clarita no sucumbe ante la afrenta; al contrario, busca afirmar su identidad en un mestizaje del cual no se avergüenza. Según el mismo Arriví, es justamente la “vergüenza racial” y no el “prejuicio racial”, lo que impide la “cohesión espiritual” de un pueblo que desciende visiblemente por lo menos de dos razas obstaculizando, a su vez, “el ansia de comunicación” que es, en realidad, el “gran tema” de su trilogía:” “En “Vejigantes”, dice el autor, “el ansia de comunicación traspasa la indignidad de una primera generación y las vacilaciones de la segunda hasta manifestarse en una tercera capaz de afirmar con orgullo la realidad de su ser mestizo” (1963: 143). Según Angelina Murfi, el “mensaje” que Arriví quiere dar a sus compatriotas es el de propugnar “una nueva abolición”: hasta que no se “arroje el vejigante que lo deforma y lo escuda de su verdadero ser” (de ahí lo de las “máscaras” en el título de la trilogía), el puertorriqueño no alcanzará su plenitud como ser humano (1988: 104). En la década siguiente irrumpe Luis Rafael Sánchez en el panorama teatral del país con la memorable “La pasión según Antígona Pérez” (1968, 1980), basada en la tragedia homónima de Sófocles, en la que eleva al personaje negro a nivel de heroína occidental. De manera por demás previsible, la obra se ha estudiado siempre como uno de los ejemplos más brillantes de la dramaturgia comprometida de los años 60, empapada de las técnicas del distanciamiento brechtiano y del teatro-documento, en contra de los dictadores latinoamericanos, o en su defecto, en contra de los que han sempiternamente abusado del poder en la región (Colón Zayas 1988:126). En efecto, Edgar H. Quiles Ferrer, así lo señala: La acción se sitúa en una imaginaria república latinoamericana, muy parecida a la República Dominicana durante la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo. Sin embargo, es clara la alusión continental, y lo que en ella ocurre es imagen viva de la dictadura en cualquier país latinoamericano. (1988:11) Pero lo que pocos han advertido, al decir de María Ramos Rosado, es que, de hecho, es una mestiza la que está tomando la iniciativa de enfrentarse con el tirano de turno (1999:350). En cuanto a la relevancia del aporte africano a la cultura boricua, no cabe duda que está siendo re-articulada, no lejos de lo que está pasando en otros países caribeños como en Cuba y la República Dominicana, como sugiere José Luis González en su archi-citado ensayo “El país de cuatro pisos”: Ya es un lugar común decir que la cultura tiene tres raíces históricas: la taína, la africana y la española. Lo que no es lugar común sino todo lo contrario, es afirmar que de esas tres raíces, la más importante, por razones económicas y sociales, y en consecuencias culturales, es la africana. (1980:19, cit. por Fiet 2000:79 y Falcón 1993:16) En Cuba al igual que en Brasil y en Puerto Rico, surge en el siglo XX una dramaturgia con sello propio escrita por los mismos descendientes de los esclavos. De formar parte de la utilería en calidad de accesorio ambiental en la escasa dramaturgia de los siglos anteriores en donde el elemento negro hacía su entrada incidental -generalmente como criado, lacayo, nodriza, sin faltar la mulata atractiva, en fin, como subalterno aunque poseedor de una cultura autóctona de sesgos mágicos capaz de influir en el destino de los hombres- el personaje negro se mueve al centro del espectáculo bajo su propia luz. No fue un traspaso súbito, se hizo de manera gradual como inexorable, y un tanto acelerado a partir del triunfo de la revolución en 1959. Tres son las obras reconocidas como antecedentes claves para el desarrollo del teatro de la isla en el siglo XX en el que el trasfondo negro se convierte en parte vital del espectáculo anunciando, de paso, lo que vendría después. Estas obras son: “Electra Garrigó” (1941, 1992), de Virgilio Piñera; “Lila, la mariposa” (1951, 1992), de Rolando Ferrer y “Réquiem por Yarini” (escrita en 1957, y estrenada en 1965, 1992), de Carlos Felipe (Leal 1980:239; Fulleda 1996:22). Hay varias instancias definitorias en estas obras que sentaron un precedente importante para nuestro tema, difícil de soslayar aquí. En un primer plano, a partir de la obra de Piñera se impuso el modelo de la tragedia griega, para acercarse a la contemporaneidad del entorno muy en boga con lo que estaba ocurriendo en Europa dentro de la corriente del teatro del absurdo (acordémonos, sin ir muy lejos, del “Calígula” de Camus o de la “Antígona” de Anouilh). Pero lo realmente importante para nuestro tema es la introducción en escena, por indicación del mismo Piñera, de cuatro actores negros a la par de los personajes principales. Según las acotaciones de la obra, en algunas escenas, por cada personaje hay un actor o actriz negra que lo imita por medio de la mímica mientras los primeros emiten sus parlamentos de espaldas al público. Es evidente que el autor nos está sugiriendo que de igual manera que los actores de la tragedia griega pueden ser blancos también pueden ser negros, dependiendo de la perspectiva del espectador. En las otras dos obras mencionadas antes, las de Ferrer y Felipe, no sólo hay entrada para personajes importantes negros -como es una de las tres costureras en el taller de Lila y Jabá, la amante con quien vive Yarini, el chulo más codiciado de su época (personaje, de paso, sacado de la vida real de los bajos fondos de La Habana de principios del siglo XX)- sino que el medio mítico-religioso de la santería, derivada del sistema de creencias de los yorubas, permea las obras. Hasta su misma caracterización, en el caso del personaje de Yarini, “vista como una reencarnación de Changó”. invoca la presencia del legado africano, como señala Patricia González (1997:32). Pero es con “María Antonia” (1964), de Eugenio Hernández Espinosa, estrenada bajo la dirección de Roberto Blanco en 1967, en la que la heroína es una mujer negra con pleno dominio de su poder seductor aunque impotente para evitar la tragedia, que se romperán todos los esquemas impuestos hasta ahora por la hegemonía cultural. Una “Carmen” negra, la han tildado los críticos, en su afán por clasificarla de alguna manera bajo patrones con los cuales se está familiarizado. Enmarcada en la ceremonia de la santería conocida como “güemilere” con la que empieza y termina la obra, en la que algunos personajes caen en trance y hay bailes y cantos acompañados de los imprescindibles tambores de batá, se mueven la madrina y la protagonista quienes se identifican y a veces actúan como Yemayá y Ochún respectivamente (como Changó son deidades de la religión yoruba). A estos personajes se les une Cumachela quien representa a la muerte y viene a llevarse a María Antonia. De hecho, desde el principio sabemos que está condenada, como se lo advierte Batabio, el babalawo (ministro religioso) a donde la lleva la madrina para que haga algo, “antes de que separen cuerpo y cabeza” (1992:948). Tal parece, la heroína de nuestra historia tuvo la osadía de querer ser dueña absoluta de su destino. “Usted”, le dice el sacerdote, “gusta encaramarse arriba e la gente pa’que me entienda mejor, usted ha querido cosas que no le pertenecen” (949), y por eso se le “desbarató su ashé” (energía vital). No hay duda que su soberbia será castigada, aunque María Antonia haga esfuerzos desesperados por nadar contra la corriente, como ella misma hace alarde: “Eso es lo que quieren muchos verme entre rejas o en el hoyo, pero no les voy a dar por la vena del gusto. Todavía hay Maria Antonia pa’rato. Mientras me quede una tira de pellejo, la jaula no se empatará más conmigo” (958-59). En su afán por hacer carrera, o mejor dicho por no quedar atrás ante las carreras de los otros, en este caso la del boxeador Julián, a quien ella ama y por quien fue a la cárcel para librarlo de la misma, María Antonia sucumbe. Julián, al parecer, va a abandonarla definitivamente para ir a triunfar lejos porque mujeres como ella, “no pueden entrar en ningún lado”(1026). Al final, el destino se tiene que cumplir y como no lo puede tener, María Antonia lo elimina para enfrentarse más tarde con Carlos, otro amante despechado, a quien insta a que la mate cumpliendo su promesa de no terminar jamás en la cárcel. No hay cabida todavía en este mundo para las María Antonias. Su futuro, por otra parte, si sobrevive a su pasión no sería mejor, como ella misma se da cuenta: A una mujer como yo siempre quieren quitarle algo. Seré una vieja chocha, sin dientes y apestosa; me tirarán gollejos de naranjas, y por una peseta vendré a limpiarle el deseo a estos cochinos en los matorrales. Un día amaneceré llena de hormigas. No tendré perros que ladren mi muerte. (999) El estreno de “María Antonia” causó críticas y sobresaltos, aunque su éxito fue poco menos que apoteósico, según nos relata la investigadora Inés María Martiatu Terry: [...] lo que escandalizó y puso en guardia a ciertos teatristas, a alguna prensa y dirigentes de la cultura en ese momento (no así al público, tuvo 20.000 espectadores) fue la irrupción de elementos de lo popular. La Santería vista como religión no como “brujería”. Se planteó que la utilización de elementos de la Santería podía provocar las protestas de los religiosos, o que la obra hacía proselitismo en ese sentido. (2000:206) A partir de “María Antonia” ha sucedido una verdadera explosión de obras con temática negra inspirada en el legado dejado por los antepasados. En todos los campos de las artes escénicas irrumpe la presencia de los orishas y sus seguidores, incluyendo muy especialmente la danza así como la danza-teatro (ver Martiatu Terry 2000). Intentar tan siquiera una enumeración de los espectáculos que se inscriben en esta vena daría material suficiente para otros ensayos, incluso la “posesión” tradicional de las ceremonias de la santería se ha propuesto como método de actuación, a la par con otros métodos tradicionales como el de Stanislavski (Brugal 1996). Por su parte, Hernández Espinosa continuará explorando las leyendas de los orishas, los llamados patakines, en una serie de obras como “El Venerable” (1980, 1998), “Odebí, el cazador” (1982), “Obá y Changó” (1983) y de época mas reciente “Ochún y las cotorras” (2000), entre otras. Su teatro generalmente parte de lo ritual para instalarse solidamente en lo narrativo, sacando partido de todas esas historietas-aventuras-moralejas que forman parte del repertorio de las deidades de origen yoruba, en una amalgama riquísima de intertextualides de todo tipo. Aquí entran las glosas literarias como la alusión directa a otros autores ya sea compatriotas suyos como Carpentier, Senel Paz, o ajenos como Neruda, o el mismo Shakespeare, etc. En sus textos, cada vez más, va interpolando toda clase de recursos estilísticos como los retruécanos, trabalenguas, dichos, expresiones, refranes, extranjerismos, coloquialismos, logrando una rica maraña lingüística que podría muy bien compararse con las escritas en el siglo XVI y XVII por un Quevedo o un Góngora. En “El Venerable”, el mano a mano lingüístico y de poder que se establece entre el babalawo que lleva el nombre de la obra y Elegguá, la deidad abre-caminos convertido en criado, enviado por Changó no se sabe si por venganza, encontramos algunos de los momentos más logrados de esta orfebrería lingüística. En medio de tanto despliegue verbal, Hernández Espinosa no deja de asomar su crítica a la aún inferior situación del elemento negro en su propia cultura. Elegguá: (con extrema prudencia, muy conservador.) ¿Vamos a las raíces...? El Venerable: ¡A las más profundas! La antropofagia me devolverá al mítico comienzo caribeño. (Leve pausa). Me hicieron negro: digno y noble, apto para reproducir buenamente la axiología del colonizador. Asimilar sus virtudes para la metamorfosis regeneradora. Elegguá: Entonces no lo hicieron negro, Excelentísimo, lo hicieron negrito. (22) Así mismo, señala el autor el “comportamiento” del individuo negro esperado por el “consumidor” de afuera: El Venerable: Somos una legitimación del “instinto caribe” que impulsa nuestra cosmogonía. Un foco privilegiado en la preservación de la mentalidad “prelógica”...”presencia fáustica del indio y del negro”. Por eso, ¡somos lo que somos! Elegguá: “¡Somos lo que somos!” El Venerable: “Lo que se vende como pan caliente.” Elegguá: “Lo que quiere y pide el extranjero”. (22) Otro hito importante de esta dramaturgia la presenta Gerardo Fulleda con obras que han hecho impacto en su momento. La laureada “Chago de Guisa” (Premio Casa de las Américas 1989), es una de ellas. Si “María Antonia” es Carmen, “Chago” es Ulises. Como el héroe de la mitología griega, nuestro personaje emprende un viaje, figurado y literal, en busca de sus orígenes. En realidad, Chago nunca sale de su palenque de negros en donde se encuentra al comenzar la acción hacia 1868. Sus viajes son al “monte”, ese lugar sagrado en el que, como el Olimpo griego, viven las deidades yorubas conjuntamente con sus antepasados. Varios son los nombres de los autores que tendríamos que incluir aquí como Tomás González, Mario Morales, Rogelio Meneses, etc., que han hecho aportes significativos al teatro afro-cubano. Ya quedaron atrás conceptos como el de “folclore”, con el que hasta época muy reciente se calificaba a este teatro así como a cualquier expresión perteneciente a la cultura negra. Quizás, como dice Martiatu Terry, es “la fuerza de las manifestaciones religiosas y profanas (que se tenían como simple folklore) que han ido ganando reconocimiento como cultura (sin apellido)” (103). Ha sido un largo camino recorrido de casi quinientos años y un círculo que parece estar cerrándose: de haber formado parte integral de la cultura de las clases altas y de la realeza en Nigeria (la sagrada ciudad de Ifá para mayor referencia), pasaron al nuevo mundo en calidad de supercherías de los esclavos para al cabo del tiempo convertirse en una parte fundamental de la esencia de un pueblo que surgió precisamente del mestizaje. Bibliografía Arriví, Francisco. (1963). “Evolución del autor dramático puertorriqueño a partir de 1938". El autor dramático (Primer Seminario de Dramaturgia). San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña. -----. (1970). Vegigantes. Máscara puertorriqueña. Madrid: Editorial Cultural. Brugal, Yana Elsa. 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y diáspora. Testimonios escénicos latinoamericanos, próximo
a aparecer en la editorial Gestos (Irvine, Calif.) que dirige el Prof
. Juan Villegas. |
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