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LA ESCENA IBEROAMERICANA. BOLIVIA Entre el 17 y el 27 de abril tuvo lugar en La Paz, Bolivia, el Tercer Festival Internacional de Teatro, reconocido con el nombre más cómodo de FITAZ 2002. Hasta aquí, un dato de estadística sobre festivales, ya que este FITAZ y los anteriores adhirieron al diseño habitual de estos eventos, tratando de convocar, dentro de límites económicos muy estrechos, lo más representativo de la actividad teatral de algunos países europeos y de los vecinos americanos, intentando mostrar un panorama versátil y más o menos abarcador. También se puso atención, en éste como en los otros FITAZ (y aquí tampoco se aparta de la norma) a la producción propia y al enfrentamiento de asuntos que competen a la realidad escénica boliviana. La dramaturgia, por ejemplo, carente de un desarrollo coincidente con el empuje de todo lo demás y que se trató de estimular a través de seminarios y encuentros con autores invitados. Todas estas intenciones van siempre incluidas en el derrotero de un festival que podríamos llamar tradicional, acompañadas por el deseo, muy explícito, de provocar efectos beneficiosos en la actividad local, obligada a realizar la operación de testeo de las expresiones extranjeras concurrentes, que de otro modo no serían de acceso fácil para los espectadores vernáculos, salvo para aquellos cuyas cuentas bancarias le permitan el lujo de un viaje cultural a los lugares de origen. De este modo, se facilita el conocimiento y el cotejo entre lo ajeno y lo propio. En el caso particular del FITAZ, el teatrista boliviano tiene oportunidad de arribar a conclusiones, siquiera provisorias, sobre el lugar que ocupa en el panorama de la actividad escénica mundial, qué le hace falta aprender y qué puede enseñar de lo propio, valioso y distinto. Más allá del éxito que acumuló en los otros aspectos, es indudable que el carácter modificador que portan los festivales fue alcanzando grados máximos FITAZ tras FITAZ. Nos atrevemos (aun sin hacer ninguna consulta), que es este asunto, por encima de los otros, lo que impulsa tanto empeño de su organizadora principal, Maritza Wilde, reconocida actriz y directora boliviana que impuso la idea y la llevó a la práctica en Santa Cruz de la Sierra, en 1997, concretando la primera expresión en su género en la historia del teatro boliviano. Luego de ese primer encuentro, Maritza Wilde se alejó de la dirección del festival de Santa Cruz (que aun se continúa realizando, cada dos años), y trasladó su inquietud a La Paz (ciudad donde reside), concibiendo el primer FITAZ, que tuvo lugar en el año 1999; lo sucedió el segundo, en el 2000, y el tercero, centro de este comentario, en el 2002. El proyecto es seguir ocupando los años pares, dejando los años impares para uso del festival de Santa Cruz. El carácter mediterráneo de Bolivia, la módica comunicación aérea que sostiene con el mundo, unida a la propia mediterraneidad de La Paz, una ciudad edificada entre montañas, situada a 3600 metros de altura, no parecen datos propicios para convocar a encuentros internacionales de este tipo. Pero cuando hubo que pensar en la realización de un festival en La Paz, Maritza Wilde pasó por encima de estos factores desalentadores. Sin casi modificar el modelo original que había probado en Santa Cruz, el FITAZ ya comienza a mostrar su propio perfil, una identidad producida por un criterio de continuidad a lo largo de sus tres ediciones y que, también por la persistente gestión de Maritza, las autoridades nacionales y municipales están analizando con mucho mayor seriedad, ofreciendo apoyos para asegurar esa presencia cada dos años (¿Habrá que creer en estas promesas?). Presencia ya necesaria deberíamos decir, porque, como ambicionaría cualquier curador de festivales, el FITAZ actúa sin ninguna duda como revulsivo de una actividad escénica que, con excepción del sacudón provocado por la feliz radicación de César Brie y su Teatro de los Andes en Sucre, en 1990, parecía aprisionada entre la ausencia de referentes o la voluntarista producción de sucedáneos menores de éxitos extranjeros. No es un dato menor la presencia de César Brie y su gente en todos los FITAZ, señal evidente de que los dos proyectos encuentran, en algún punto, criterios similares y objetivos comunes. Este año se advirtió con claridad la acción transformadora del FITAZ. La programación incluyó una producción boliviana que por su altísimo nivel es posible haya sorprendido a propios y extraños. Sobresale la atención que estas expresiones pusieron en un contexto por lo general desvalorizado y/o desconocido, a veces por propia decisión de los coetáneos, indiferentes a las particulares características de un país andino con un alto índice de indígenas y preocupantes niveles de miseria (se dice, los más altos de la región). Y esta atención no respondió a fórmulas de “indigenismo” o “localismo” que, se sabe, ilustran cierta literatura o cierto teatro para curar conciencias pero sin entrar de lleno en el conflicto social. Hubo verdad y compromiso, fórmulas de modernidad teatral en todos los rubros de la representación, profesionalidad y fervor, la mezcla que, sabemos, produce el mejor teatro. Citamos tres ejemplos. El primero, la versión escénica que David Mondacca hizo de un texto narrativo de Jaime Saénz, “Santiago de Machaca”. Saénz fue un poeta y narrador, ya fallecido, que vivió involucrado en lo más oscuro y marginal de la noche paceña, retratada con las tripas y empapado con el alcohol que consumían (acaso todavía consumen) los desarraigados del sistema, entre los que se contaba él mismo. Ese clima de pesadilla se vivió en el escenario, donde no faltaron las notas de humor local e intransferible a otras latitudes. David Mondacca es un actor que mantiene una llamativa continuidad. Su nombre en cartelera convoca aun en una ciudad reticente al hecho escénico como es La Paz. Con “Santiago de Machaca” consiguió acercar de modo convincente una zona parcial de la realidad urbana de esta ciudad tan extraña, donde conviven con persistencia de siglos la cultura aymara con la, a veces insultante, presencia de la modernidad occidental, representada desde lo peor por el chillón cartel de McDonald’s. Renglón aparte merece la soberbia versión de “La Iliada” del Teatro de los Andes. César Brie parece haber alcanzado con este trabajo el apogeo de su carrera, que esperamos sea duradero o, mejor, permanente. El carácter universal del espectáculo está garantizado por la elección del referente homérico, lo propio por la analogía con lo más desgraciado de la historia americana del siglo XX. Se suma el atractivo desempeño de los actores del Teatro de los Andes, actores “integrales”, pues todos, incluso el propio Brie, actúan, cantan, tocan música y son sus propios utileros y servidores de escena. Herederos de la cultura de grupo que tiene a Eugenio Barba como su mentor más acreditado, el Teatro de los Andes ha tenido paciencia y tiempo, diez años, para adquirir un perfil propio, bastante alejado del modelo barbiano, y para actuar como factor modificador del teatro de Bolivia. Abundaron y abundan los epígonos del Teatro de los Andes, que conmueven con su voluntarismo y desilusionan con sus desaciertos, pero la siembra entre gente joven y estudiosa ha sido fecunda en el tercer caso que queremos mencionar: el del Kikinteatro. Ellos resumen, por el momento, los mejores resultados provocados por la influencia del Teatro de los Andes y la pedagogía pragmática que recogieron en los FITAZ, donde asisten con disciplina de escolares para rapiñar con obsesivo y humilde tesón todo lo que pueden conocer e incorporar. En este FITAZ 2002, el Kikinteatro, siempre dirigido por sus fundadores, Diego Aramburo y Johnny Anaya, presentó “Amataramarta”, un espectáculo con muchas semejanzas a uno anterior que los consagró; parece su continuación, no demasiado feliz. Acaso se trate solo de un tropiezo, de una meseta en la trayectoria de Kikinteatro, un alto en el camino de jóvenes, muy jóvenes teatristas que se destacan por el afán y el compromiso que ponen en la empresa. Merecen una apuesta a su favor. La instalación del Kikinteatro en Cochabamba, de donde son oriundos, del Teatro de los Andes en Sucre y de David Mondacca en la misma ciudad capital, no parece obstáculo capaz de evitar el continuo contacto e intercambio. Bolivia, como paradoja de su aislamiento continental, mantiene entre sus regiones una ágil vinculación, una federalización real de su territorio que los argentinos siempre reclamamos para el nuestro. Y el FITAZ también se aprovecha de esta característica, pues del mismo modo que pena por la presencia extranjera, se asegura sin demasiados inconvenientes la asistencia de los representantes de la actividad escénica de todo el país. El tesón de Maritza Wilde, el indispensable apoyo de las autoridades, que debería incluir lo económico pero también la logística, y la decisión de los teatristas bolivianos de seguir dando aliento al FITAZ del 2004 y a todos los FITAZ del futuro, son las condiciones para dejar de destacar como una rareza la cita de La Paz, de modo que se la tome con naturalidad, aun con soroche [1] mediante. [1] Mal de altura.
Repetimos que La Paz se ubica a 3600 metros sobre el nivel del mar. |
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