HACER TEATRO HOY Por Ernesto Caballero
En la Antigua Roma sucedería otro tanto de lo mismo, si bien el pragmatismo de la nueva civilización haría descender a sus dioses hasta las mismas puertas de los hogares de la ciudadanía: el domos se plasmaría en unas formas de comedia en la que los asuntos de los mortales entrarían en liza escénica. En este caso tampoco se valoraba especialmente la inventio, pues la temática de esta nueva comedia se nutría mayormente de hechos y leyendas de carácter bufo que corrían entre la población. Sobre esta herencia el Medioevo se caracterizó por la constante adaptación de los viejos textos grecolatinos al nuevo ideario cristiano como por ejemplo las inquietantes piezas de la monja Rosvita, perturbadores trasuntos de Plauto y Terencio. Y así hasta Shakespeare. De todos es sabido que el cisne de Avon no ideó ni una sola de sus tramas. Y esto no podía ser de otro modo cuando el gusto de la época valoraba precisamente el arte de la reescritura por encima de cualquier otra consideración. Sabemos que ya en la escuela el joven William se ejercitaba junto a sus compañeros en una práctica pedagógica llamada lively turning, esto es, la revisión de los textos clásicos según las pautas escolásticas de la retórica de su tiempo. De este modo, no sólo las historias, sino también los mismos procedimientos expresivos respondían a una rígida codificación que nadie pretendía subvertir. Otra cosa era que ésta evolucionara de forma orgánica al margen de la pretensión del poeta. Lo mismo sucedería en la España áurea con su incesante reformulación de asuntos por parte de los poetas. A este respecto cabe recordar que hasta la muerte de Calderón el concepto de repertorio, entendido como representación de obras del pasado, no existía para las compañías de teatro, y por tanto para el público. Esto no sucedería así durante el siguiente siglo. (¡Quién osaría rescribir a Don Pedro!) En esta parálisis reverencial acaso hallaríamos una de las principales razones de la pobreza teatral de nuestro dieciocho. Es precisamente entonces, con el auge de la clase burguesa en toda Europa, cuando al teatro se le empieza a exigir una suerte de individualización en la construcción de los personajes, en la singularidad de sus tramas, y sobre todo, en la personalidad bien diferenciada del autor dramático. El culto a esta última desembocaría en la radicalidad subjetivista del Romanticismo, pese a que sus más destacados adalides no tuvieran reparos en declarar su dependencia de las concepciones de Shakespeare o Calderón. En fin, nuevas historias con color local expuestas desde el arrebato poético del artista irrepetible. El gusto por la originalidad terminaría así de imponerse. Desde entonces esta ansiedad inventora hostiga a todos los creadores teatrales. Esta misma denominación creador hubiera resultado ridícula en épocas anteriores. Ahora, sin embargo, los oficiantes del rito teatral ya no son distinguidos cronistas ungidos por los dioses; ni siquiera cronistas perspicaces de las hazañas de satisfechos y autocomplacientes burgueses. No, ahora la figura del dramaturgo, como aquel célebre personaje de El Gran Teatro del Mundo, se ve obligado a convertirse a sí mismo en Dios, y como Tal se halla en la difícil tesitura de tener que crear ex nihilo. Y naturalmente fracasa en este empeño. Fracasa estrepitosamente una y otra vez. La historia del teatro contemporáneo es la historia de ese fracaso, de esa condena a la novedad. Circunstancia que con tanta lucidez supo reflejar Samuel Beckett. Porque Godot efectivamente tal vez no sea más que ese autor cansado de rescatar a sus personajes de su propia indiferenciación, harto ya de dotarles de un nuevo sentido. El autor irlandés renuncia a esa responsabilidad y de ese modo hace añicos la ilusión de la creación. A partir de ese momento el teatro tendría que haber cambiado, tendría que haber renunciado a la pequeña mitología individual para zambullirse de nuevo en el río heraclitiano del mito. Pero, ¿dónde se halla éste hoy en día? Acaso uno de los últimos que nos quede sea precisamente el de la originalidad.
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