HACER
TEATRO HOY EL PÚBLICO: ESA PREOCUPACIÓN DESMEDIDA
Por Ricardo Prieto
En
el momento en que surge el impulso de la escritura ningún dramaturgo
debería plantearse el problema del público. Se escribe por
necesidad, con el afán de plasmar ideas, crear personajes, darle
forma a fragmentos del mundo que denominamos real o del mundo
imaginado. Se escribe a veces para exorcizar los demonios propios o los
colectivos. Y para comprender. También para neutralizar a
través de su pasaje a la escritura- de una imagen con la que hemos
tenido un vínculo demasiado angustiado; o, por el contrario, para
que se cristalice una imagen con la que establecimos un nexo luminoso.
La obra es un hecho, un acto irreprimible, una realidad
nueva que se revela al hacerse, ha dicho Gaetan Picón;
no es la manifestación del afán deliberado de recrear
alguna realidad exterior. Ningún poeta o narrador escribe para
publicar o para tener éxito; escribe para desprenderse
de una cosa. También con el deseo de desprenderse
de una cosa escribe el dramaturgo, para quien la posible
representación de la obra es un hecho incierto, aleatorio, más
o menos lejano.
La creación obedece a un impulso irresistible ajeno
a objetivos y razonamientos más o menos conscientes. Se
escribe para escribir, y la escritura teatral, excepto cuando
es la de un libretista, un oportunista o un agitador ideológico,
no se dirige a un público concreto; se dirige a un público
ideal y ficticio. El artista verdadero añade Picón-
no quiere ni los aplausos del público contemporáneo ni
el culto de las épocas lejanas; solo quiere la existencia de
la obra, intercambiarse con una actividad y un objeto. El deseo de gloria
recusa más que autentica la sinceridad de una vocación.
La escritura para el teatro, a diferencia de otros géneros
literarios, plantea con abrumadora exageración el problema del
público. Sin embargo, el teatro es sobre todo literatura, como
ya sabemos, y cualquier dramaturgo puede sentirse plenamente logrado
por el hecho de que hayan sido leídas sus obras. Es suficiente
leer las notables piezas de Tennessee Williams para advertir que su
objetivo es capturar la naturaleza perpetuamente efímera
y desgarrada de la existencia, como ha dicho él mismo.
La despojada intensidad con que Harold Pinter explora la estupidez,
la demencia y la crueldad humanas, no necesita de intérpretes
para revelársenos en toda su potencia; alcanza con leer sus piezas.
El balcón, de Jean Genet, esa inquietante construcción
literaria que nos señala el valor de lo ambiguo y de lo inabarcable,
se sostiene por sí misma en la simple lectura.
Cuando hablamos de teatro, sin embargo, suele pesar sobre
nosotros la tosca definición de Ortega y Gasset. Teatro
es un sitio adonde se va, dice éste, convencido de que
el teatro es solo un género espectacular que no fructifica dentro
de nosotros, como ocurre con los otros géneros literarios, sino
que ocurre fuera, en una especie de paisaje dinámico en que confluyen
signos a los que las palabras se supeditan.
Es cierto que las complejas estructuras literarias que elaboramos
los dramaturgos deben ser plasmadas en el espacio escénico, y
que éste, con sus rígidas leyes, plantea exigencias a
las que deberá plegarse lo puramente literario. Pero lo literario,
cuando hablamos de teatro, es uno de los ejes fundamentales del espectáculo.
Solemos referir la literatura dramática a una puesta
en escena, a un estreno, a una posible temporada, y hasta sentimos el
absurdo temor de que la obra fracase. ¿Pero qué es un
fracaso? El más estruendoso de estos puede ser un éxito
clamoroso por lo que alberga de aprendizaje. Ya se sabe que no es fácil
ni corto el camino que conduce a la maestría. Una obra notable
puede ser vilipendiada por el público y la crítica de
hoy y aclamada por el público y la crítica de mañana.
Siempre hay un Gide suficientemente necio como para afirmar que Por
el camino de Swan es una novela ilegible y aburrida, o algún
Víctor Hugo con osadía suficiente para decir que Stendhal
no ha tenido nunca la menor idea de qué cosa puede ser
escribir.
El temor al fracaso es lógico, sin embargo. Los teatros,
casi siempre alquilados, exigen el pago de importantes seguros por función.
Los vestuarios y las escenografías cuestan dinero. Hay que pagarle
anticipos a los autores. Los actores cobran. La promoción es
muy onerosa.
En nuestro país, por ejemplo, el temor a las salas
vacías es una de las causas de que se estrenen mayoritariamente
obras sicologistas, sin tendencia filosófica, con ambientación
espacial y temporal verificable: un living comedor, una pensión,
un conventillo, etc. La escritura para el teatro de carácter
abstracto y simbólico no inspira demasiada confianza a la mayor
parte de los creadores teatrales más notorios y suele despertar
resquemores en algunos críticos que no han sabido estar a la
altura de sus sutilezas y complejidades. Estos dos factores inciden
para que el público que podría apoyar ese tipo de propuestas
se reduzca y se aleje de las salas y para que se siga valorando excesivamente
a Florencio Sánchez, un dramaturgo irregular y de escaso vuelo
metafísico.
La radical oposición entre teatro de living
y teatro abstracto y el éxito que tienen las obras uruguayas
cuya acción se desarrolla en ámbitos reconocibles, se
presenta como una innecesaria dicotomía que podría inclinar
a los dramaturgos talentosos pero oportunistas por los caminos más
seguros y trillados.
Yo he escrito, publicado y estrenado innumerables piezas
que se desarrollaban en espacios despojados de escenografía realista.
Esos textos se sustentaban, como cualquier obra teatral, en la acción
dramática, pero apelaban a metáforas, ideas y símbolos.
Me refiero a alegorías como La llegada a Kliztronia,
Un tambor por único equipaje, El lado de Guermantes,
El mago en el perfecto camino y Pecados mínimos.
Pero ninguna de ellas ha tenido el éxito de público ni
la entusiasta recepción crítica de obras como Danubio
azul, Garúa y Amantes, textos de
cuño naturalista con los que inicié una nueva etapa de
búsquedas.
Es comprensible, sin embargo, que la preocupación
por el apoyo del público enturbie la paz de los productores,
actores y directores. En un mundo como éste, ordenado en torno
al dinero, sería injusto exigirle a los elencos teatrales que
carecen de subvención oficial o privada, que gasten sumas elevadas
y dilapiden su energía en obras que interesan escasamente al
público. El lento camino que se le permite transitar al poema
o a la novela en pos de un público futuro, parece vedado para
el texto dramático. Este es, a mi criterio, el punto clave del
problema, y sobre él debemos enfocar nuestra atención
y nuestro rigor los dramaturgos.
El concepto de público entraña cambio, paradoja
y evolución. El público de hoy puede rechazar textos recién
escritos que, dentro de una década quizás, o de dos, o
de cinco, podrían ser venerados. No debemos vivir uncidos al
yugo del reconocimiento y del éxito. Tampoco debemos someternos
a productores que solo piensan en las ganancias, ni a actores que usan
la palabra, ni a directores que son incapaces de escribir correctamente
una carta pero aspiran a ser protagonistas exclusivos del hecho teatral.
Somos dramaturgos, no guionistas de espectáculos. Estos, como
ya se sabe, solo elaboran incipientes bocetos que directores diestros
y actores avezados pueden transformar en éxito o fracaso. Si
la pieza fracasa el guionista se desespera. Si tiene éxito, se
identifica con él y se envanece. Porque es éxito lo único
que quiere. Para él todo se reduce a aceptación y lucro.
Nunca le ha importado la creación literaria.
Una vez que ha terminado de escribir su obra el dramaturgo
adquiere conciencia de que hay un público potencial que podría
llegar a amarla y aplaudirla. Ese público es muy vasto y excede
al de la localidad en que el autor vive. Es un público mundial.
Sin embargo, si ha creado una obra que es más fuerte que su propia
voluntad de rechazo, si el acto de identificación con la actividad
literaria le ha permitido concebir un objeto necesario que era imposible
no traer al mundo, poco le importará que la obra sea vista por
un solo espectador o por miles, que sea leída por cincuenta o
por cien mil lectores.
Aspiro a una dramaturgia cada día más atenta
a los imperativos de la pureza, la misma que tiene un poeta, por ejemplo,
cuando crea acuciado por impulsos que poco tienen que ver con la búsqueda
de éxito. Aspiro a que los autores dramáticos dejemos
de disolvernos en ese jadeo promiscuo vinculado al espectáculo,
al aplauso, a los dividendos que produce la boletería.
Dicha aspiración no está referida a la absurda
y rancia discusión sobre lo que debemos escribir: dramas, farsas,
comedias, teatro simbólico o teatro realista. El artista tiene
todos los derechos y es ridículo oponer géneros y estéticas,
como dice Harold Clurman: Todo, aun lo condenable, debe expresarse
en el teatro. Necesitamos las negaciones de Samuel Beckett aunque más
no sea por el hecho de que ellas nos fortifican en nuestras afirmaciones.
Necesitamos la aparente decadencia de Genet para conservar nuestra salud.
El problema principal, en que se juega la importancia del
teatro como expresión literaria, es cómo lograr que la
pieza, ya sea drama o comedia, naturalista o simbolista, surja de una
escritura dictada por la necesidad interna del autor. Solo la obra sobrevive
a actores que desaparecen, a directores de los que casi nunca quedan
rastros, a modas y hábitos de pensamiento perecederos. La escritura
para el teatro es uno de los únicos testimonios perdurables sobre
la aventura de la humanidad en este planeta.