HACER TEATRO HOY
ENSAYO SOBRE LA PESTE
(En dos breves movimientos)

Por Alejandro Tantanian

“Existe un principio eterno, tácito o nombrado, y, periódicamente, ese principio eterno -sea dios, absoluto impersonal o pareja inicial- crea el mundo. Pero, después de un período dado, lo reabsorbe. El telón cae sobre el gran drama de la creación, y después de un entreacto que puede durar miles de millones de años, de nuevo, lentamente, se le­vanta. En la escena vacía los personajes reaparecen. La pieza que se representa difiere según los sistemas que la describen, pero en el interior de cada sistema, en la perspectiva de un texto dado, la representación se repite, eternamente idéntica.”
Anne Marie Esnoul, “El nacimiento del mundo”

UNO

Imaginemos un espacio vacío.

Así.

Ahora intentemos poner de pie y junto a un paisaje que construiremos, a un hombre. Personaje de este drama que comenzará en breves instantes.

Definamos su carácter a través de algunas palabras. Inventemos, pues, a este hombre.

El hombre, personaje del drama en la tierra, evoluciona en el espacio como las estrellas trazan sus órbitas.

Decimos, entonces, que su andar es orbital. Se desplaza el hombre dentro del espacio.

Así.

Vivió encerrado mucho tiempo. Podemos decir que vivió todo este tiempo dentro de nuestras cabezas. Ahora lo expulsamos al mundo. Vomitamos al hombre que deja su encierro para encontrar uno más vasto y desconocido. Después de todo, los pliegues de nuestra imaginación lo han olvidado a veces, hemos dejado al hombre por horas y días. Lo estuvimos creando durante todos estos años y hoy, aquí, entre todos, parimos violen­tamente esta criatura de palabras.

Se encuentra en un espacio creado por nosotros. Se encuentra libre. Finalmente. Y goza de esta libertad.

Bien.

Podemos decir, podemos imaginar que observa, desde una altura, la ciudad natal, su ciudad asolada por la peste.

Podemos imaginar que este personaje encierra un grave misterio en el lenguaje. Que ha orillado el filo de la cordura. Que se ha caído. Que caminando sobre la cornisa se ha desmoronado. Su cuerpo es un cuerpo desmoronado. Su cuerpo se ha hundido en la no­che. En el sueño. En la locura.

Un cuerpo siempre viaja.

De eso se trata.

Y este hombre vomitado por nosotros al espacio vacío de la escena parece ser un viajero cansado. Un viajero que arrastra sobre sus ropas la fatiga, el polvo, el dolor del viaje. Los viajes siempre terminan. En algún punto. El paisaje recorrido se graba en la memoria; y será ese paisaje grabado lo que el recuerdo bautizará, más tarde, con el nombre de viaje.

Sin embargo, el viaje es otra cosa. Y este hombre parece saberlo.

‘El viaje es otra cosa’, se dice entre dientes nuestro hombre. Y sabe que su viaje ha transcurrido entre los paisajes más oscu­ros de la tierra.

Caminar sobre la línea del horizonte y caer del lado de la sombra.

En los ojos de nuestro hombre están grabados los paisajes de su viaje:

         orillas de aguas turbias donde se retuercen sin descanso los cuerpos de los hombres,
         áridas superficies de tierra donde los niños arañan el suelo en busca de un líquido que nunca aparecerá,
         la violenta superficie del mar en la que encallan todos los barcos,
         galpones inmensos en cuyas puertas se abisman hileras de hombres y mujeres con sus gorros en­casquetados, estrellas, números en la piel e inmensas valijas aferradas a las manos,
         bosques diezmados por el fuego donde se pudren sin descanso los incesantes cadáveres bajo la acción horadante de las moscas,
         una ciudad invadida por la peste, que espera la llegada de este hombre.

 ‘El viaje es otra cosa’ - dice y ob­serva el paisaje que se abre bajo sus pies, hunde su mirada en la ciudad, abisma el pensamiento y dice o piensa: ‘El viaje es otra cosa.’ Aparta ahora la vista del horror de la peste y la posa en alguien que aquí, como siempre, espera oír lo que alguien diga.

Y el hombre, entonces, dice a un otro que escucha:

DOS

HOMBRE

Éste, creo, es el final del viaje. Aquella es mi ciudad: máquina dolorosa de nacimiento.

Desde aquí todo es visible: los hombres, la arquitectura, las mujeres, las aguas, los niños. Sobre la ciudad entera cae la noche. Prematura. El cielo oscuro encima de la ciudad. El cielo de la peste.

Los gritos desgarrados de las heridas sobre la piel.

Heridas purulentas.

La única salida: filos atravesando las carnes.

Torrentes de sangre.

Dolor que alumbra el descanso.

La noche engendra un ser de mil cabezas. Pare con violencia el dolor de la ciudad: un monstruo aterrado sobre los techos de todas las casas.

Tal vez, ahora, la noche vuelva a caer sobre mí. Quisiera poder descansar otra vez. Pero mis ojos permanecen abiertos, dos astillas clavadas me impiden cerrarlos. Mis ojos sangran si se cierran y sangre ven si permanecen así: abiertos.

Estoy aquí.

Seré el hombre de los ojos huecos.

Vine al mundo tras el dolor abierto de mi madre.

Los pies por delante.

Dio a luz mi madre un par de pies

un sexo

un torso

una cabeza con dientes

con oídos

con ojos luego huecos sangrantes cuencas vacías estos ojos míos más adelante.

Más adelante, apoyado en dos muletas que llamaré: mis hijos. A cada lado un cuerpo con moléculas dispersas de mi cuerpo: mis hijos. Ellos habitarán las cuencas vacías de mi rostro, cada una de ellos se hundirá en los agujeros que llevaban ojos y desde allí, el cuerpo entero de ellos dentro de las cuencas, guiarán este caminar.

Tengo un dolor en el caminar. Mi caminar está enfermo. Arrastro una enfermedad en mis pies. La enfermedad del paso: un pie se adelanta al otro y este otro no sabe cómo ponerse por delante, pero los pasos siguieron su cuenta hasta la ciudad apestada. Mi paso enfermo tuerce el camino: las líneas se curvan y llego al punto de partida.

Y soy el hombre apestado que salvará a la ciudad de la peste.

La ciudad es la máquina que esconde los enigmas de este camino mío.

Y estoy parado aquí, hablando, derramando palabras sobre ustedes, observando desde las alturas el horroroso paisaje de la muerte.

Frente a mí los gritos desgarrados de los hombres. Las heridas abiertas. Las pústulas y la sangre.

Y digo: la sangre existe para ser derramada. ¿De qué otra manera, sino, sabríamos qué color tiene, qué textura, qué aroma?

Un leve corte en la piel que la guarda, y fluye: incesante, ávida de hundirse en la tierra de donde no debió ser extraída.

Los pies torcidos se posan, entonces, sobre la sangre.

Nuestros pies caminan, trituran, pisan, devoran cadáveres.

Y sé que no puedo salirme de esta ciudad que me apresa porque en mi andar está el destino de vivir en ella.

Este cuerpo se desprendió, alguna vez, de mi madre; y más tarde, cuando el caminar enfermo me arrastre hacia ella, sólo un débil y sucio pedazo de este mismo cuerpo expulsado volverá a su vientre.

Que todo el mundo sepa que nadie es dos veces lo mismo.

Cada pie expulsa al otro y cada segundo anula el precedente.

Sólo los caminos torcidos conducen al origen.

Descripción en primer plano de la peste

a. Una mosca sobre el rostro. La cabeza del hombre echada levemente hacia atrás, como respondiendo al asco. Los ojos del hombre entornados. Ranuras apenas para poder ver aquella monstruosa cabeza prendida a la suya. Las patas de la mosca pegadas a las mejillas del hombre. El sonido de las alas penetrando los oídos. El hombre abre la boca, para gritar. Los sonidos desaparecieron. Nada parecido a un aullido se desprende de la boca del hombre. Sus manos intentan apartar a la mosca de su cara. Pero no responden. Sólo la cabeza se mueve hacia adelante y hacia atrás. Las moscas dejan huevos en los lugares en los que se posan. Las moscas dejan huevos. Dejan crías las moscas. Ahora. El hombre recibe los huevos de la mosca. En los agujeros de la nariz del hombre se depositan los huevos de la mosca. Allí encontrarán el calor necesario para poder abrirse, piensa la mosca, mientras deposita uno a uno los huevos en los orificios de la nariz. Acomoda los huevos entre los pelos de aquella nariz, encuentra los lugares ideales para el nacimiento. Sus ojos, los de la mosca, se hunden en la nariz del hombre, intentan ver el lugar ideal para depositar sus huevos. Luego aparta un poco la mirada y ve el rostro del hombre, la cabeza del hombre echada hacia atrás, los ojos del hombre semiabiertos, la penumbra de la vista del hombre. Las alas baten el aire y rozan con violencia las mejillas. Las patas se desprenden del rostro. Busca asilo en otro espacio, la mosca. Espera, asilada, el parto.

b. Las convulsiones son violentas. Todas las convulsiones lo son. Y el hombre es presa de una. El cuerpo se golpea contra el piso como el hacha quiebra la madera. Los ojos están abiertos, desmesuradamente abiertos. Pero el color parece haberlos abandonado. Una superficie lechosa en donde antes hubo color. La boca arroja espuma color ámbar. Las manos como aspas. Las piernas como aspas. El pecho hacia arriba, buscando el techo, hacia abajo. La cabeza gira de lado a lado mientras desprende la boca el almíbar ámbar y los ojos comienzan a inyectarse en sangre. Entonces desde los agujeros de la nariz unas criaturas se lanzan al vuelo. Los orificios se hinchan como si alguien dentro soplara con fuerza. Al dilatarse dan paso a una dos tres varias pequeñas mosquitas que levantan vuelo intentando hallar un espacio más fresco que el del útero. Rodean, sin embargo, al cuerpo convulso, creen hallar en él el resguardo necesario para la vida futura. Se posan sobre el cuerpo. Vuelan. Cambian de lugar al movimiento del cuerpo. Las moscas van saliendo por aquellos orificios: manchadas, asociadas con el fluido de los huevos, con la espesa mucosidad de la nariz. Se posan sobre el cuerpo. Revisten al hombre con una nueva piel. Intentan hablarle al oído. Se meten en los pabellones espiralados. Ingresan al cuerpo. Se apoyan en las pupilas y en la blanca superficie de los ojos. Ingresan por el lagrimal y se instalan, agradablemente. Hunden sus jóvenes cuerpos en la profunda cavidad de la boca. Se posan en la lengua y tras ella, encuentran resguardo en la campanilla. Allí se hamacan un buen rato y descienden, vertiginosas, por el aparato respiratorio hacia lo más profundo del pecho.  Otras, entre las ropas, encuentran la piel del hombre y algunos orificios por los cuales ingresan. Se mezclan, felices, con el torrente sanguíneo, llegan a las vísceras, algunas, marcando una nueva tendencia, salen por algún nuevo o idéntico pasadizo. Del interior del cuerpo al aire libre y de allí nuevamente al cuerpo. Así lo hacen. Y no se cansan de entrar y salir, ya que mientras algunas ingresan otras recién deciden optar por la salida. Un apacible circuito. Un camino. Mientras tanto, o durante este proceso, el hombre ha dejado de convulsionarse. Vemos ahora su cuerpo abandonado en la superficie terrosa del piso, sus miembros laxos, su rostro calmo, detenido en un único gesto casi indescriptible, por la sencilla razón que se encuentra invadido por los pequeños seres y esto nos imposibilita la visión clara del mismo. Podemos inferir que descansa, ya que ha dejado de moverse. O que se ha acostumbrado a sus nuevas compañías. O que, finalmente, ha comprendido la dicha que encierra el compartir. Allí está: más completo que antes, feliz ante el inmenso aumento del núcleo familiar.

c.

Pero la madre de todas las criaturas no parece pensar la misma cosa. Si algo decide defender es el derecho sobre sus hijos. Y hacia allí se dirige: rauda y feroz.

d. Los restos del hombre esparcidos en el espacio. Solitarios. Su cuerpo fragmentado sobre la superficie terrosa del piso. El rostro, ahora visible, denota una expresión de profundo bienestar. Más allá, el torso acompaña a los brazos en un gesto de satisfacción: los brazos alzados como gritando: ¡Hurra! A escasos metros las piernas recogidas: como si se hubieran detenido en un salto. De poder reunir los dispersos pedazos de aquel cuerpo hallaríamos el gesto definitivo de la felicidad.

e. Nada sabemos del paradero de la madre y su prolífica descendencia. Podemos pensar, sin embargo, que van por el mundo llevando a todos y a cada uno de los habitantes del orbe la definitiva certeza acerca de la existencia de Dios.

Digo, entonces:

Sólo los caminos torcidos conducen al origen.

Que todo el mundo sepa que nadie es dos veces lo mismo.

Los caminos torcidos sólo conducen al origen.

Y cuando creímos haber llegado al final, simplemente nacemos.


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