ENTREVISTAS JORGE DÍAZ, UNA PERSONA QUE IMAGINA Y FANTASEA
Por Eduardo Guerrero
Esto
de los registros siempre me ha parecido un tema inquietante, por decir
lo menos. Así, desde hace algún tiempo, esta inquietud se
tradujo en mi particular aporte a través de las entrevistas
(algo así como en vivo y en directo)- a rescatar en vida los testimonios
de poetas, narradores, dramaturgos, historiadores, pintores, filósofos,
los cuales de una u otra forma- van construyendo el tan mentado
acervo cultural. No sólo de pan vive el hombre.
Sin duda, tanto por su extensa producción como por
su calidad dramatúrgica, el escritor chileno Jorge Díaz
(1930) es el más importante dramaturgo chileno del siglo XX.
Por lo mismo, mi interés por indagar en su obra tiene ya sus
largos años. Esto se ha traducido en una creativa amistad y,
a nivel de la escritura, en dos textos de entrevistas: Conversaciones...
El teatro nuestro de cada Díaz (1993) y Jorge Díaz,
un pez entre dos aguas (2000). Pero siempre habrá temas
con los cuales seguir charlando con Jorge y múltiples proyectos.
Así, la presente entrevista al igual que la publicada anteriormente
con Benjamín Galemiri-, está enmarcada en el contexto
del programa televisivo Acto Único, ciclo coproducido entre la
Escuela de Teatro de la Universidad Finis Terrae y el canal televisivo
ARTV.
De más está decir que la vigencia teatral de
Jorge Díaz permanece incólume. Año tras año
se reestrenan obras de los años 60 y 70 y se estrenan nuevos
espectáculos. Por ejemplo, en el Festival del Teatro a Mil realizado
en enero en Santiago de Chile, se estrenó con bastante éxito
una obra de carácter político, Toda esta larga noche.
Así, el autor de El cepillo de dientes, El
velero en la botella, Topografía de un desnudo,
Las cicatrices de la memoria, Oscuro vuelo compartido,
por nombrar sólo algunos títulos (de una lista que sobrepasa
las cien obras, incluyendo las infantiles), sigue dando muestra de su
fina ironía, humor latente y su capacidad para hacernos soñar
y romper, de esta forma, la rutina del diario vivir.
Entrevista
E.G. : Después de tantos años conociéndonos,
y después de haber escrito un libro de entrevistas sobre tu obra,
me hice la siguiente pregunta: ¿no te interesaría a ti
interrogarme? J.D. : Realmente es buena idea. El problema con las personas que
te entrevistan, surge cuando saben mucho acerca de ti. Entonces, me
da mucho temor que empieces diciéndome Bueno, Jorge, ¿qué
tal la próstata?. A Hans Hermann, gran periodista y amigo,
le gustaba mucho hacerme entrevistas, sobre todo para ponerme en situaciones
difíciles. Y una de ellas era preguntarme por mi primera obra
escrita, la que oculto de un modo absoluto, llegando a pagar grandes
sumas de dinero para hacer que se olvide.
E.G. : Jorge, me gustaría iniciar este diálogo
aludiendo a tu primera obra, Manuel Rodríguez. J.D. : No voy a dar ningún detalle, porque el polvo del tiempo
hará que esto se olvide tarde o temprano. Además, afortunadamente,
vivimos en un país amnésico. Esta obra es la segunda obra
en Chile con más actores en el escenario, entre treinta y cinco
y cuarenta actores, superada, solamente, por Fuenteovejuna
del ITUCH. Este gran elenco provocó que la temporada durara unos
cinco días, y el trauma de esta producción -tardé
dos años en recuperarme- hizo que mi siguiente obra fuese un
monólogo, titulado Un hombre llamado Isla. O sea,
de cuarenta actores, pasé a uno solo.
E.G. : Aunque tú no lo creas, tengo un par de críticas
a Manuel Rodríguez. En algunas de ellas, bastante
lapidarias, se dice que ojalá este joven dramaturgo no se dedique
a escribir teatro. ¿Por qué insististe?
J.D. : Ésa es una pregunta que me he hecho muchas veces. Creo
que fue el azar y la presión, un poco descontrolada, de los miembros
del Ictus, no porque intuyeran un gran talento, sino porque yo era el
único que tenía máquina de escribir, la que solía
usar para las especificaciones técnicas de los trabajos de arquitectura.
Entonces, en Ictus dijeron: El que tenga una máquina de
escribir que levante el dedo, y yo lo levanté. Así,
apareció Un hombre llamado Isla y luego, El
cepillo de dientes, formando un espectáculo.
E.G. : Nunca más dejaste de escribir. J.D. : No. Ahí se produjo una extraña relación
entre el dedo y la tecla, que permanece hasta el día de hoy.
Tengo artrosis en las articulaciones, producto del tecleo, pero creo
que voy a permanecer un tiempo más.
E.G. : ¿Conservas la máquina o estás
en la era del computador? J.D. : No, no estoy en la época del computador. Mi máquina
era una Olivetti portátil, que debe estar en algún armario
de mi casa. Ahora tengo una máquina de escribir portentosamente
retrasada con respecto a cualquier sistema electrónico, pero
me permite escribir bien. Bueno, yo escribo realmente a mano, eso es
lo que pasa.
E.G. : Son ya cuarenta años de vinculación
con la dramaturgia y el teatro. ¿Qué síntesis puedes
hacer al revisar este proceso? J.D. : Mira, sin tratar de hacer ninguna paradoja divertida, creo
que el balance de estos cuarenta años es el mismo que tuve el
primer día, cuando levanté el dedo indicando que tenía
una máquina de escribir. Yo no me siento un dramaturgo; no soy
un dramaturgo. Yo soy una persona que imagina y fantasea. Soy absolutamente
inmaduro. Hace treinta años, el siquiatra me dijo que estaba
viviendo una etapa absolutamente infantil, lo que significaba que mi
juventud iba a ser a los cincuenta, y la madurez a los ochenta. Recién
a los noventa y cinco, podía ser padre.
E.G. : ¿Se ha cumplido ese orden? J.D. : Se ha cumplido hasta cierto punto. Ahora estoy saliendo de
la pubertad, y el acné es el único problema. Lo
que me pasa es que cada vez que escribo una obra, la escribo con una
compulsión ansiosa; es decir, antes de empezar una obra, trato
de postergar el momento de la primera línea, sintiendo toda clase
de impulsos y sensaciones urgentes. Defecar es una de ellas. Otro deporte
que me hace postergar mucho ese momento, es cortarme las uñas
de los pies, lo que me produce siempre un gran placer. Sin embargo,
el lenguaje tiene una fascinación tan extraordinaria que con
la mente absolutamente vacía, con una ansiedad horrorosa y con
las tripas sonando sinfónicamente, las palabras empiezan a tirar
de ti como si tuvieras dentro del cerebro una madeja de lana enrollada.
Ese hilito sale por la nariz, se desenrolla la madeja, y se comienza
a producir. El lenguaje me provoca la lucidez; la página en blanco,
la locura. Cuando se termina la obra, viene algo bastante siniestro:
el síndrome de abstinencia. Entonces, te dan ganan de llorar
a gritos, o confundes la lavadora con la televisión. Luego, al
releer la obra, compruebas con bastante espanto que ella es una obra
frustrada. Así, la carrera de un dramaturgo, mi carrera en estos
cuarenta años, es la acumulación de obras frustradas,
el síndrome de abstinencia y la compulsión por defecar.
E.G. : ¿Cómo es un día típico
en la vida de Jorge Díaz? J.D. : En cuanto a la escritura, soy absolutamente caótico;
pero respecto a la vida doméstica, soy muy sincronizado, convencional
y monástico. Yo estuve en un convento, en el que a las cinco
y media de la mañana tocaban la campana, y había que levantarse.
Entonces, quedan secuelas como, por ejemplo, el levantarse muy temprano.
Con la escritura, sin embargo, pasa otra cosa; ella es permanente, durante
el día o en cualquier momento; puede ser en la noche, también.
Pero sobre todo, me gusta escribir en los cafés, costumbre que
adquirí en España, ya que aquí, al lado de la sala
La Comedia, había un cafetucho infecto, donde vendían
gordas con chucrut. El telón de fondo eran los eructos
de los bebedores de cerveza, para nada inspiradores.
E.G. : A ti las gordas nunca te han inspirado. J.D. : La gorda con chucrut, no. Pero hay otras gordas que sí.
En cualquier caso, digo que en Madrid empecé a escribir en los
cafés, por razones obvias, porque al comienzo viví con
patrona, como se dice en España. Vivía de huésped
de una bruja muy aterradora, de manera que me salía muy temprano
de la casa, y me iba a los cafés a escribir. Esto lo he mantenido
a través de mi vida, y es incomprensible para casi todo el mundo.
Si estoy en el Tavelli de Providencia, me hacen entrevistas y se acerca
gente, todo esto en medio de un cuchareo atroz, porque me coloco en
una mesa cerca de donde lavan los platos. Pero esos ruidos de todas
clases no me molestan en absoluto. Se me produce una campana de vacío
que me aísla, y que me permite espiar.
E.G. : Cuando tuve la primera oportunidad de acercarme
a ti, en España, se decía que eras una especie de lobo
estepario. ¿Ha cambiado esa imagen? J.D. : Sí, ha cambiado muchísimo. Esta entrevista
hubiera sido absolutamente imposible en los años sesenta. Yo
fui director del teatro Ictus durante dos años, y circulaba como
un alma en pena por los pasillos del teatro. Tenía dos o tres
agujeritos, eso sí, para mirar al público por todas partes,
lo que se constituía en mi única relación con el
espectador. Realmente, mi contacto con la representación teatral
ha sido siempre muy malo y esporádico. En cambio, disfruto de
los ensayos en los teatros vacíos. Ese contacto con los actores
inseguros, probando cosas, me atrae muchísimo. Al llegar a España,
me encontré con un Madrid desaforado, absolutamente extrovertido;
y yo, pulcro y acartonado, me sentaba en un café. Al lado mío,
se ubicaba un señor desaforado que se ponía a sollozar
sobre mi hombro, haciéndome las confidencias más horrorosas
de su vida matrimonial, de su vida sexual, de todo; es decir, la extroversión
del español llega a límites insospechados. Entonces, ésa
fue una cura, una terapia de grupo. El grupo, en este caso, era todo
Madrid, y la terapia me resultaba gratis. Cuando llegué aquí,
en 1994, hice dos o tres presentaciones y conferencias, por lo que Carla
Cristi decía: Se fue a España un enfermizo patológico,
y volvió un exhibicionista. Y efectivamente, hay algo de
verdad en eso. Hay un momento, esto le pasa a tipos como yo, en que
la mezcla explosiva de adrenalina, producida por el pánico, timidez
y exhibicionismo, producen un resultado increíble. Te puedes
desnudar en escena, bailar zapateo americano, sin saber bailar zapateo
americano, o hacer cualquier cosa.
E.G. : Viajas a España en 1965, y tu actividad
primordial es la escritura. Sin embargo, te vinculas y formas compañías
de teatro, como el Teatro del Nuevo Mundo, con el cual haces giras e
itinerancias. ¿Cómo se forma esa compañía? J.D. : La razón es simplísima: supervivencia. Yo llego
con una mano atrás y otra adelante, aunque, en realidad, podría
haber ido sin una mano atrás y otra adelante, pero los chilenos
somos tan tímidos, tan incapaces de caminar desnudos, que tenía
que encontrar alguna forma de trabajo. Entonces, empecé a organizar
unas lecturas dramatizadas, con una excelente actriz chilena ya fallecida,
Magdalena Aguirre. De estas lecturas, pasamos a un invento. Nosotros
presentábamos guiones de conferencias, que no tenían por
qué ser censuradas. Recuerda que era la época de Franco,
que Dios lo tenga en su santo infierno. Yo aparecía con
un atril de conferencista y con una botella de agua. Comenzaba la conferencia,
y a los cinco minutos, entraba Magdalena Aguirre y me interpelaba. A
los diez minutos estábamos actuando, y a los veinte, había
desaparecido el atril y estábamos haciendo una obra. Este sistema
funcionó bastante bien, hasta que lleno de agujas le dio la pataleta
final al benemérito, y en ese momento empezamos a trabajar con
toda libertad haciendo itinerancia por España, cosa que yo no
había hecho nunca en el Ictus, porque allí teníamos
la tradición de que si queríamos ir, por ejemplo, a Viña,
había que pedir que al Teatro Municipal lo transformaran en la
sala La Comedia; sólo si conseguíamos esta transformación,
íbamos. En España, partíamos con un baúl
y nada más; baúl que me costó un lumbago maravilloso,
pero que me sirvió para conocer el oficio del teatro.
E.G. : Durante tu larga ausencia, se desconoce la producción
que realizas en España, y se te sigue considerando como el autor
de El cepillo de dientes. Sin embargo, en este último
tiempo, se ha manifestado mucho interés por montar otras obras
tuyas. ¿A qué se debe ese interés? J.D. : En primer lugar, las obras no eran conocidas, porque no llegaban
referencias de ellas. Cuando un libro se publica, tarda un tiempo en
ser conocido. La Antología subjetiva, por ejemplo,
fue publicada en 1996, y recién ahora están empezando
a pedirme algunas de las obras que aparecen en esa antología.
En segundo lugar, mi contacto con grupos jóvenes ha sido positivo.
Al regresar, yo no tenía ninguna posibilidad de integrarme a
un antiguo Ictus o a un grupo de la gente de mi generación; eso
estaba descartado. Tampoco he tenido el interés, o la fuerza
suficiente, como para formar un grupo nuevo. Entonces, se me ha acercado
gente joven, proponiendo nuevas miradas a mis obras. Y como yo soy un
escritor raro, no me importa que las cambien, lo que se transforma en
algo muy atractivo para los jóvenes.
E.G. : ¿Crees que durante estos últimos
años ha existido una renovación en la dramaturgia chilena? J.D. : Sin duda. Creo que el momento dramatúrgico chileno,
en esta época, es espléndido. Los teatristas jóvenes
tienen una actitud de mucha seriedad respecto a su trabajo. Yo empecé
como dramaturgo levantando el dedo, porque tenía una máquina
de escribir. Hoy día, eso es impensable, ya que existe una formación
responsable y seria. Por supuesto que uno puede estar de acuerdo con
ciertos estilos, pero eso es de escasa importancia. Lo cierto es que
hay una dramaturgia emergente y potentísima.
E.G. : ¿Llega un momento en que el creador siente
que ya lo ha dicho todo o siempre hay algo que decir? J.D. : En ese sentido, soy terriblemente intuitivo; nunca obedezco
ni a mi razón, ni a mi raciocinio. Para la escritura, me dejo
guiar por una tripa secreta, que debo tener en alguna parte (en las
radiografías nunca ha salido), y que de alguna manera está
vibrando con lo que pasa alrededor. Eso es lo que me indica por dónde
debo andar, porque el análisis sociológico, por ejemplo,
está muy ajeno a mí. Yo me dejo llevar por el impulso
de mi intuición, y el lenguaje me ayuda mucho.
E.G. : ¿Crees que la escritura debiera tener un
cierto grado de compromiso? J.D. : Sí, por supuesto. Y el primer compromiso es con la
tripa secreta. Si no se tiene ese compromiso, lo que se produce es mierda,
porque va a ser raciocinio, lógica y análisis sociológico.
Aparte de ese compromiso, me parece que se debe tener una sensibilidad
para captar el entorno, y lo que las nuevas generaciones van sintiendo,
ya que el teatro es un arte colectivo.
E.G. : Me gustaría tocar el tema del lenguaje. J.D. : El lenguaje es un gran misterio. Los lingüistas dicen
que las cosas no existen hasta que no son nombradas. Entonces, la realidad
existe sólo porque nombramos todo aquello que nos rodea. El lenguaje
me motiva de tal manera que me produce, incluso, una gran excitación.
Evidentemente, es un campo minado, porque en el teatro, la verbalización
es un peligro atroz. Se pueden escribir cosas maravillosas para leer
que, sin embargo, en el escenario caen como ladrillos. El lenguaje,
las palabras nos acercan al teatro más profundo y nos alejan
de él también. Cuándo nos acercan y cuándo
nos expulsan del teatro, es un misterio que en cada obra hay que determinar.
Por esto, en cada ensayo hay que buscar ese equilibrio. Ésa es,
quizás, la razón por la que empecé también
a escribir cuentos breves, llevado por la necesidad de hacer piezas
brevísimas. Estos cuentos, en realidad, no son cuentos; son obras
de teatro. Son miniactos, microactos que, por supuesto, no se pueden
representar, porque pueden durar ocho segundos; un minuto como máximo.
Sin embargo, siguen estando dentro de ámbito del teatro, porque
hay un personaje y una situación.
E.G. : ¿Vienes preparado para ilustrar esto? J.D. : No vengo preparado en absoluto. Aquí tengo estos libros
de microcuentos. Éste tiene un título un poco impronunciable
y provocador, Textículos ejemplares. Una ilustre,
honorable y muy reputada, no sé si les va a parecer mal la palabra,
académica de la Universidad Católica, dijo: No
me extraña. Jorge Díaz escribe de la cintura para abajo.
La verdad es que acertó en dos aspectos fundamentales. En primer
lugar acertó, porque yo escribo con una pluma Mont Blanc que
siempre llevo en el bolsillo de la cintura para abajo. Pero también
acertó por otras razones. Voy a leer un cuento para darle la
razón a la catedrática, El exhibicionista,
publicado en otro de estos libros (Breviario impío):
Me llamo Celestino y afirmo categóricamente que el exhibicionismo
es una cosa malísima, sobre todo por los enfriamientos. En invierno,
uno tiene que ir por ahí en cueros, sólo con un impermeable,
y esperar horas frente a los colegios de niñitas agarrando unos
resfriados de espanto. Pero un exhibicionista vocacional corre peligros
aún peores, además de la bronquitis crónica y la
congelación de las partes nobles pudendas. Por ejemplo, que lo
cacen a uno en plena faena, y no me refiero la policía. Hace
varios años atrás, estaba yo montando guardia a la entrada
de un parvulario. Entonces salieron las niñitas y yo...¡zas!
me abrí el impermeable. Las niñas pasaron por delante
de mí sin mirarme, o mejor dicho, mirándome sin importarles
un pito perdón, un comino mi arrogante desnudez.
Sin embargo, la profesora se detuvo y me dijo cortésmente: hay
algo en usted que me inspira ternura. Entre, por favor, y conversemos
un rato. Resultado: me casé con la parvularia y formamos un matrimonio
modelo. Ahora pertenezco a cinco comités de moralidad ciudadana
y, eso sí, de vez en cuando hago exhibicionismo frente al espejo
del baño, para que no decaiga la moral; es decir, me he convertido
en un corruptor de mí mismo.
E.G. : En un análisis muy global de tu obra, pueden
encontrarse motivos o temáticas recurrentes, tales como la pareja,
la soledad, la dialéctica entre la vida y la muerte, y la ternura,
por nombrar algunas. Entonces, ¿podríamos decir que estos
motivos se relacionan con elementos autobiográficos? J.D. : En muy poco. Yo vivo de la imaginación, y como lo
dije, soy una persona inmadura, que está recién saliendo
de la pubertad. Por lo tanto, vivo de la fantasía. Sé
que en el mundo hay escritores maravillosos que escriben desde la experiencia.
Sin embargo, yo vivo de la imaginería. A mí me pagan,
y me dieron el Premio Nacional, por estar tendido en la cama mirando
las arañitas del techo, mientras me paso películas, cosa
que encuentro terrible. Cuando me llamó el ministro Arrate a
España, no lo podía creer. Fíjate que yo no sabía
lo que significaba el Premio Nacional de las Artes de la Comunicación
y Audiovisuales. No entendía para nada esa historia. Incluso
llegué a pensar que se habían equivocado, y que el premio
era para Jorge Díaz, el locutor de canal trece. Todo aquello
era muy raro para mí. Me premian y me pagan para imaginar; sin
embargo, reconozco que entre escribir y vivir he preferido escribir.
Como temas, la ternura y el amor siempre han estado presentes. También
el desamor. Voy a leer un par de cuentos que tienen que ver con eso.
Me abandonaste. Los días que siguieron se convirtieron
en túneles negros sin salida. Pensé en suicidarme, y escribí
la última carta al juez de turno. En el último momento,
con el dedo en el gatillo, me di cuenta de que sin ti me duraban el
doble los desodorantes, la pasta de dientes, el papel higiénico
y el whisky. Entonces, comprendí cabalmente el significado de
tu ausencia, y empecé a ser feliz.
E.G. : ¿Vas a leer el otro cuento? J.D. : Sí, porque tiene que ver con el amor; con el desamor,
más bien.
E.G. : Temas muy presentes en tu obra.
J.D. : Más que presentes, omnipresentes. La conocí
un domingo. Esos domingos, ustedes saben, asquerosos, con olor a ketchup
y mostaza. Ella estaba en el andén del metro, apoyada en la pared
y mascando un chicle. Jamás había visto a alguien rumiar
de esa manera. Es que era sensual: suave, pero con firmeza; rítmicamente,
implacable. Masticaba el chicle no sólo con la boca, sino con
todo el cuerpo, con todos sus tendones, nervios, con todos sus jugos
y glándulas. Masticaba el chicle con el sexo. Era maravillosa.
Me miró, pero no dejó de masticar el chicle. Sonrió,
pero no dejó de masticar el chicle. Su mano se encontró
con la mía, y caminamos así durante tres horas y media,
sin hablar. El silencio total a veces se interrumpía por el sonido
de sus mandíbulas rumiadoras. Pensé que jamás llegaría
a conocer su voz, y ya había perdido toda esperanza de escucharla,
cuando de pronto escupió en forma explosiva, orgasmática.
A continuación, oí su voz por primera vez. Me dijo: tenís
otro chicle. Yo me quedé paralizado de horror. En mis bolsillos
tenía, por supuesto, pañuelos de papel, pastillas de menta,
llaves, anteojos, chequeras, tarjetas de créditos, pero no tenía
chicles. Le ofrecí una aspirina. Me miró con resentimiento
y se alejó para siempre. Yo estallé en sollozos incontrolables.
Corrí toda la noche por la ciudad, buscándola. Fue inútil.
La perdí definitivamente, por no tener otra cosa que aspirinas.
Ella necesitaba otra cosa, lo que yo no le supe dar. Ahora voy por la
ciudad cargado de chicles, pero nadie me pide uno.