HACER TEATRO HOY Breves consideraciones sobre el Rito, el Origen de la Obra, el Plagio, y otros singulares menesteres de la dramaturgia Por Néstor Caballero El proceso creativo
En mi caso no puedo disertar con seña compasiva y misericordiosa para aquellos que en mala hora deciden escribir una obra de teatro. No puedo mentirles ya que, para mí, en el momento que se me viene la idea para una obra de teatro, todo lo humano que soy concibe una transición hacia el miasma, hacia la excreción, hacia la animalidad más primitiva. Al aparecerse el argumento, la trama para una obra, no hay escape, no hay tal placidez, pues comenzamos a transitar las honduras infernales del desasosiego. El animal común que hemos sido hasta ese momento, deja de ser. Entonces, como amparo, buscamos refugio en algún rito. El rito El rito, en la dramaturgia, nace de la necesidad de volver al instinto animal ya perdido. Pero el rito tampoco es una fórmula curativa que puede pasar de un dramaturgo a otro con sólo contársela, ni con escribirla, ni enseñarla a algún discípulo de boca a oído a la manera de los antiguos maestros esotéricos. Lo que puedo decir, por experiencia, es que cada cual está solo en ese despeñadero que es el escribir. Lo que puedo afirmar es cada cual va creando su propio rito a objeto de ser más llevadera su dolencia. Pero atención, también me parece importante declarar que tampoco el rito que utilizamos para sobrellevar la enfermedad de una obra que por fin hemos finalizado, nos servirá para la nueva obra que nos emponzoña el alma. Cada obra tiene su propio rito, ya que cada obra lleva en si su propio mal, su original virulencia, su inédito dolor, sus exclusivos síntomas. El rito nos alivia, levemente, del encarcelamiento que significa escribir una obra. Nada ni nadie nos acompañan. La cotidianidad queda atrás. El mundo del común desaparece. Se es reo perpetuo y sin derecho a apelación de la obra que se está escribiendo. La angustia de escribir una obra nos aprisiona. El rito nos hace creer que se nos ha devuelto nuestra libertad. No es así, la perdemos hasta el instante que llega a su representación, a la escena. El rito es sólo un farsante más, un falso sentimiento de libertad. Toda obra, cuando aparece en su primer momento, cuando nos invade, es siempre un malestar, una sensación dolorosa de fatalidad. Es como si de repente todo nuestro ser fuese invadido por un virus de impureza sofocante. El rito son reglas inconscientes, abiertas, que nos hacen más llevadera la condena de escribir. El rito, algunas veces, nos mantiene la cordura, nos hace abrigar la esperanza de que todo ha de pasar, que es momentáneo, aunque no sabemos cuánto ha de durar el embarazo y el parto de la obra que nos ha preñado sin nuestro consentimiento. He ahí que cada obra que se nos aparece es siempre violación feroz, sanguinaria, a nuestro espíritu para que demos a luz un mundo imaginario. Ahora, no nos llamemos a engaño, como ya dije el rito es un farsante, el rito es otro mundo artificial que nos crea igualmente una falsa realidad, a fin de soportar el parto de una ilusión de la verdad. La obra no es más que eso, una ilusión de la verdad en un mundo imaginario. Con el rito volvemos a lo numinoso, creemos poseer todos los instrumentos para invocar los poderes mágicos y religiosos para crear y dominar universos y así deshacernos de lo impuro. Escribir, en la dramaturgia, es el acto de deshacernos de lo impuro, pero hundidos en él. Eso nos aterra. El rito, en el creador, nos acerca a lo fuerte, a la fascinación, al numen primitivo, y esto nos hace sentir poderosos, nos hace creer que dominamos las fuerzas inexplicables que nos llevan a escribir. El rito es magia, es invocación para dominar, para creer que esas fibras misteriosas de la escritura no lograrán destruirnos. Pero he aquí que también puede surgir una paradoja. En algún momento sentimos que el rito es sobrenatural y que la obra no, que la obra es de este mundo, es del caos, es de las impurezas. Nos alertamos porque, cuidado, en esos períodos el rito se va imponiendo a la obra. Lo concientizamos, detenemos el rito y nos sumergimos en la obra. Si prevalece el rito, la obra ya no será. Si prevalece el rito, la obra no brotará y eso es terrorífico pues sería un embarazo perpetuo, la sequedad escritural perenne. ¿De dónde viene la obra? Estando en nuestro estado natural: viviendo, observando, comiendo, riendo, de repente lo insólito hace su aparición. Ello puede ser una noticia de prensa, o algo vivido por alguien conocido o desconocido, o una señal hosca que vemos en nuestra cotidianidad, o una sombra que percibimos en el otro, o una frase que llega sin sentido, o un relato que nos llega a través de alguien, no lo sé. Lo que sí sé es que ello activa nuestra sensibilidad, abre una brecha de ansiedad, una fisura de zozobra, en fin, logra escindirnos y crear un inconmensurable boquete de intranquilidad. Quiero confesar que cuando alguien se me acerca y me cuenta algo y precipita el proceso hacia esa fosa, hacia esa hondonada terrible que es la próxima obra, le expreso en mi pensamiento una maldición eterna por haberme condenado de nuevo a escribir. Ya en ese período ingrato de tribulación y desvelo, sabemos que lo insólito se ha incubado adentro de nosotros. La obra, que es lo insólito, nos comienza a invadir el pecho y el alma y las uñas y los poros y los tuétanos y nos hunde en la angustia, en la desesperación, en las ganas de que no, de que por piedad no deseamos otra obra carcomiéndonos por dentro. Pero ese ruego no es respondido, esa súplica no es atendida, cuando la obra ciertamente nos pertenece. Entonces, de dónde viene la obra, de dónde nos llega. Creo que siempre de algún otro, de una indagación que otros han hecho por ti y que se encargan de deformar y que uno deformará más aún a la hora de escribirla. Puede llegar de un hecho que en el transitar de emotividad en emotividad de los hablantes, también se desfigura. Puede interceptarnos cuando nos enteramos de una experiencia contada de diferentes formas o de una información sesgada por la limitación y obligatorio sensacionalismo periodístico, o por una cosa que le sucedió a otro ayer no más y ahí mismito o le aconteció en otro tiempo ya tan lejano y por alguien que ya reposa en los anales de la historia. Creo que de la deformación de todos esos contares nos llega la obra por contar. En fin, que si haber vamos, la obra siempre nos llega por un chisme colectivo, histórico, sensacionalista. El chisme de la polis sigue generando dramaturgos desde Esquilo hasta nuestros días. El plagio La obra, aún antes de nosotros buscarla, ya estaba, ya existía, ya nos esperaba. Es por eso que yo no creo en plagios. Si la obra es tuya, ella te espera para lanzarte el zarpazo y meterse dentro de ti e incubarse e ir creciendo y nacer. Hay una sustancia, un fluido propio para ti que llegará en su momento. Hay una enfermedad muy tuya que te llegará en el instante menos esperado. Hay una anormalidad dañosa en el funcionamiento de la vida que te llegará a su tiempo. Esa anomalía, esa malformación, esa discrepancia a las reglas del existir, vendrá hasta con su propia distancia angular y enfoque a la hora de crear tu obra. Nadie podrá plagiarte, pues las obras nacen ya con una firma congénita. Es sólo para ti, es tuya y de nadie más. Es tan así, que no hay forma de practicarse un aborto. Ella va a crecer dentro de nuestro pensamiento, dentro de nuestras emociones, dentro de nuestra vida cotidiana, no obstante nuestro rechazo. Ella nos empezará a fermentar, ella comenzará a descomponernos nuestra vida natural de simples seres humanos. Ella te impurificará a ti como a nadie más. Impurificados como somos, con ella adentro, pestífera y hasta repugnante, no nos queda más que darla a luz y para ello no existe anestesia posible. Surgirá, de inmediato, tu propio, único, y particular rito. Luego de incubada la obra, el rito pasará ahora a otro estado, a otra división de todo aquello que es tu cuerpo social. El rito se impregnará de tus genes, de tu historia, de tu paisaje, de toda tu cultura para encontrar la forma de parto, el fórceps en el que hallarás la purificación. Escribes, escribes y escribes y corriges hasta el infinito lo ya escrito hasta que comienza el trabajo de parto. Ahora te toca otro rito, ahora estás obligado a afinar la voz de la criatura, a hacer macizos los contornos de sus mezquindades y grandezas, a tasar el peso específico de su joyería, de sus emociones. El rito, ya en esta etapa, es la purificación, la mano que se mete en las profundidades más recónditas de algo como una vagina que posee tu alma y desde ese calado, desde esa cuenca, lentamente, irás arrastrando, hacia la vida, hacia la escena, la obra. Esta obra, como parte de su proceso, se irá agarrando a todas las paredes y acuosidades de nuestra alma, irá hincando sus largas uñas y aguzados dientes en la nervadura sensible de nuestro aliento, pues no desea dejar su mundo tibio y tranquilo, no desea ver la luz. Entonces, en su desesperación, nos desgarrará las membranas del espíritu y las dejará sangrantes, hechas jirones. Pero, una vez en escena, vivirá resplandeciente y tendrá, como signo vital, la de ser un mal hijo pues no nos reconoce como padre e inmediatamente se independiza de nosotros y parte a recorrer su propio mundo. Esto jamás sucederá en un plagio, pues una vez que la obra llega a la escena, será un eterno nonato que ni siquiera llega a balbucear y vivirá sólo en las comarcas del plagiador. Solo ahora que la obra ya no es nuestra, entendemos que el rito nos ayudó a manipular lo desconocido. El rito, más o menos, causó alivio. Nos mintió el rito, por supuesto, ya que nos hizo creer que éramos los dueños de la obra, de su acción y que en un santiamén podíamos detener tanta hemorragia. El rito jugó a que en cualquier instante podíamos decir basta, no la voy a escribir, no va a nacer. Y he aquí que ha nacido otro rito. Ha surgido el rito de que podemos detenernos en las próximas obras. No es así, no será así. La trampa de ese rito es grande, pues con el renunciamos a nuestra condición humana. Ya, para ese nuevo momento, ya para esa inédita obra que se nos ha aparecido inesperadamente, la impureza se ha adueñado de nosotros y el dramaturgo que vamos siendo vuelve a convertirse, con otros nuevos ritos, en el receptáculo de huevas de demonios, de larvas satánicas, de fetos infernales que se mueven en un espacio de amoralidad cósmica.
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