Mi
reciente participación en una mesa de autores teatrales en la,
entre otras cosas, se analizaba un texto mío antiguo, me ha obligado
a volverlo a leer, muchos años después de haberlo escrito.
La misma idea de tener que hacerlo, lo confieso, me llenó de inquietud.
Y no ya por esa obra en concreto el reencuentro con la cual, confieso
aliviado, fue mucho menos desasosegante de lo que me temía,
sino por el hecho mismo de volver a transitar por personajes, situaciones
y palabras imaginadas y escritas hace muchos años.
Y es que los escritores eso dicen las personas entendidas
en la materia y mi experiencia personal así me lo confirma
no acostumbran a releer sus textos. Me refiero, claro está, a una
lectura distanciada, en tercera persona, para entendernos; una lectura
no motivada por exigencias concretas. En otras palabras: no estoy hablando,
como es obvio, de la inevitable relectura una o muchas que
sigue a la conclusión del proceso creativo y que nos decide a dar
un texto por definitivamente acabado, o a la de las pruebas de imprenta,
que se lleva a cabo cuando se ultima su edición, pese a que, muchas
veces, el espacio temporal que separa el momento de la escritura y el
de su conversión en letra impresa es tan largo que favorece también,
de alguna manera, este distanciamiento. O bien aquellos casos en que tenemos
que preparar una segunda edición, mucho tiempo después o
en otra editorial. ¿Cómo funcionará este texto, ahora?
¿Debo cambiar aquello que ya no me gusta, puedo hacerlo, debo hacerlo,
es lícito que lo haga?
No quisiera, sin embargo, llegar tan lejos. Sólo me
refería a esa sensación tan incómoda que se apodera
de nosotros, los escritores, cuando, por el motivo que sea, nos vemos
obligados a volver a enfrentarnos a nuestros personajes, y a las historias
que les hemos hecho vivir, tiempo después, tras muchos años
de no visitarlos. ¿Los recordamos como nuestros, nos identificamos
con ellos o, por el contrario, los sentimos como si fueran obra de otra
persona? Y, en última instancia, ¿es conveniente, para nuestra
propia estimación, que nos sometamos a esa prueba?
Es un ejercicio, repito, muy extraño y arriesgado
y que, sin embargo, no dudo en aconsejar: convendría que nos sometiésemos
a él de cuando en cuando, aunque sólo fuese para comprobar
la fecha de caducidad de nuestra obra. La manera más segura de
obtener de dicho ejercicio unos resultados mínimamente fiables
es dejar pasar el tiempo, cuanto más mejor, para que el texto se
asiente un poco o, lo que es lo mismo, para que nos olvidemos un poco
de él. Después, debemos despojarnos de toda clase de prejuicios,
a favor o en contra. El autor, en ese sentido, tiene mayor tendencia a
exagerar defectos que a encontrar virtudes. Se dice a sí mismo:
"Esto, ahora, yo lo habría resuelto de otra manera, o habría
cambiado esto o aquello". O, más rotundo aún: "¿Cómo
he podido escribir semejante porquería?", con mucha más
frecuencia que "Es fantástico".
Y es que la soberbia del escritor, su orgullo, a pesar de lo
que piensen muchos de sus conocidos y lectores o espectadores
habituales (y también sus detractores, esto por descontado), sólo
se manifiesta en el momento en que acaba la redacción de su obra,
o bien cuando esa obra se publica, o se estrena si se trata de una pieza
teatral. Pero a los pocos días de producirse la feliz culminación
de la tarea impuesta al fin y al cabo, el acto de escribir, digan
lo que digan los escritores, es casi siempre una tarea (auto)impuesta:
lo verdaderamente liberador es imaginar el creador acostumbra a
sentir una extraña comezón. Tanto como ha sufrido para acabarla,
y ahora desearía no haber escrito todavía la palabra "fin",
haber alargado un poco más aquella situación, dejar que
la sensación se prolongara, de modo que el sufrimiento doloroso,
deseable del trabajo de creación no hubiese acabado ya.
Cuando el escritor relee, al cabo del tiempo, sus papeles,
y es capaz de hacerlo con el distanciamiento y la objetividad de que hablábamos,
pueden acontecer las dos cosas antes apuntadas: que se deprima considerablemente
y maldiga una y mil veces haberlo hecho, pero también que obtenga
el efecto contrario. Que llegue a gozar de una nueva y sorprendente sensación:
que aquel libro, o aquella obra teatral, no es suyo ("ya" no
es suyo), que aquellos personajes le resulten desconocidos y que, a pesar
de ello, las incidencias de la historia le sorprendan y le complazcan.
Que una obra nuestra nos parezca ajena, y sea entonces capaz de satisfacernos
como lectores, es posiblemente una de las pocas compensaciones espirituales
por decirlo de alguna manera que aún conserva, pese
a todo, nuestro oficio.