Desde
antaño el teatro ha sido un escenario de crítica social,
un medio al servicio del análisis de temas contemporáneos:
describe, desafía, destaca lo uno, indaga en las consecuencias
de lo otro, toma partido. Engendrar opinión pública, he
ahí su función desde el primitivo ritual religioso hasta
la performance posmoderna. Su crítica tiene diferentes grados y
formas, muestra tramas generales, rupturas, distanciamientos y nuevas
estéticas. En su descripción no sólo entra en conflicto
con el público sino también con lo descrito, repercutiendo
así en las situaciones. A este proceso dialéctico entre
el teatro y la opinión pública alude el título del
libro Resistencia y poder: Teatro en Chile, que acompaña
a la antología Theaterstücke aus Chile, sexto
proyecto de la serie Moderne Dramatik Lateinamerikas. El título
no es Poder y resistencia, lo cual daría al teatro
una dirección unilateral contra un poder dominante o bien aludiría
a su arreglo con ese poder. Nuestro título ha de subordinar ambos
conceptos al teatro, al teatro en Chile.
El teatro chileno desarrolló los más disímiles
discursos en los años de gobiernos conservadores, durante la época
de Salvador Allende, bajo la dictadura militar de Pinochet y posteriormente.
El teatro reacciona de inmediato ante los cambios políticos
y ejerce su influencia por medio de las imágenes que da de la gente.
Cada espectador puede hacer su valoración particular, pero el teatro
adopta una postura por la cual se puede medir la propia, ya sea por aprobación
o reserva, por consternación o contraste. Los autores abordan las
dislocaciones de las fuerzas políticas y el consecuente clima en
la sociedad; oponen resistencia a la represión psíquica,
al olvido y la fuerza de la indiferencia, al miedo y a la costumbre.
Egon Wolff, por ejemplo, quien antes del interregno de Allende
dramatizó la mala conciencia de los ciudadanos chilenos como un
escenario de pesadilla, describe en los años ochenta a esos mismos
ciudadanos como personajes impotentes y absurdos chapoteando en las ruinas
de su pasado. La disolución de la familia se corresponde con la
descomposición de la sociedad en un Chile desgarrado por radicales
contradicciones políticas y postrado por el miedo.
Isidora Aguirre ha puesto su arte dramático explícitamente
al servicio de la resistencia política: formalmente, con un teatro
didáctico de obvia tendencia socialista; por su contenido, con
piezas que retratan a grupos marginales de la sociedad chilena a fin de
conferirle una clara orientación al pensamiento político
de sus espectadores.
Juan Radrigán elabora escenarios similares. Ancla su
discurso en los hechos concretos de la historia más reciente. Mientras
que Wolff se ocupa de la dignidad de la burguesía, Radrigán
tematiza la de los humildes. Ambos autores señalan un problema
fundamental de aquellos años, pues tan desastrosa es la pérdida
de la dignidad para una clase como para la otra.
En el teatro se concentran ejemplos del bien y del mal, de
excesos o de inacción, en el «segmento abarcable y, en tanto
que pensamiento devenido en imagen, poseen la fuerza de convicción
del paradigma.» Sin embargo, hoy día y apenas es posible
asumir unos puntos de vista tan claros como los de Aguirre y Radrigán.
Ciertamente subsiste en Chile esa crasa contradicción social que
hace productiva su postura crítica, pero política y moralmente
las posiciones distan mucho de ser tan obvias. Marco Antonio de la Parra
pone sobre el tapete el problema ¿Quién es víctima,
quién es victimario? tan típico de nuestra época.
Su inusual abordaje del tema no admite ninguna delimitación del
bien y del mal, compele al espectador a entrar en insólitos juegos
mentales y cuestionamientos acerca de la responsabilidad y destaca el
carácter dudoso de las posturas rotundas.
Jorge Díaz, quien en los años sesenta adquirió
renombre con obras de teatro del absurdo acerca de la incomunicación
en la familia burguesa, aborda ahora la psique de los exiliados. Profundamente
heridos por la tortura, marcados por la nostalgia y la pobreza, los individuos
que Díaz pone en escena no se resignan. Pero la tortura y la muerte
no fueron prodigadas por un poder abstracto que se esfumó de la
vida chilena a raíz de las elecciones de 1989. Las mismas personas
que ahora están sentadas en el teatro participaron en los hechos
como criminales, cómplices o víctimas. A la complicidad
de todos aluden las obras de teatro de Ariel Dorfman. El autor pone en
tela de juicio la neutralidad del espectador, presentándole al
público un espejo e involucrando así a todo el mundo en
la acción.
Para el teatro posterior Ramón Griffero
desarrolla una reconstruccón formal del teatro a partir de la reproducción
de las relaciones humanas después del apagón cultural.
Describe su labor teatral como necesidad y resistencia, que
se opone frente al abuso del poder político y constituye un poder
que exige memoria, exhorta a la dignidad individual y colectiva, y libera
el teatro mismo del tutelaje de la dramaturgia europea.
En sus Notas a la literatura, Theodor W. Adorno
escribió: Arte no quiere decir acentuar alternativas, sino
enfrentarse sin otro medio que su forma al curso del mundo que eternamente
pone la pistola sobre el pecho de la gente. (1969)
En esta sentencia se resume la dirección que el teatro
chileno ha asumido.
Heidrun Adler/George Woodyard (eds.): Resistencia y poder:
teatro en Chile. Madrid: Iberoamericana 2000. ISBN 84-95107-94-5
Con ensayos de Juan Villegas, Jacqueline Bixler, María
de la Luz Hurtado, George Woodyard, Laurietz Seda, Pedro Bravo Elizondo,
Oscar Lepeley, Heidrun Adler, Ramón Griffero, Elsa M. Gilmore,
Nieves Olcoz.