INVESTIGAR EL TEATRO
IDENTIDAD AMERICANA Y TEATRO

Por José Luis Ramos Escobar
Universidad de Puerto Rico

"Toda obra nuestra, de nuestra América robusta, tendrá pues inevitablemente el sello de la civilización conquistadora; pero la mejorará, adelantará y asombrará con la energía y creador empuje de un pueblo en esencia distinto, superior en nobles ambiciones, y si herido, no muerto. ¡Ya revive!"

José Martí, "Nuestra América"

En una antigua leyenda oriental sufí se cuenta la búsqueda infortunada que realiza el amante por encontrar a su amada. Luego de travesías accidentadas y extravíos desmesurados el amante llega hasta la casa del amor, como denominó Alejandro Casona a esta leyenda, y tembloroso toca a la puerta. ¿Quién es?, pregunta desde el interior la amada. Gozoso el amante responde: Soy yo. La amada responde inapelable: No puedes entrar. Confundido y pesaroso, el amante se hunde en la sima de su perplejidad. ¿Por qué no es aceptado si ha venido con toda la autenticidad de su ser, si el impulso de su búsqueda nacía de lo más recóndito de su yo? El amante se alejó mohíno y se fue al desierto a meditar, no se sabe si por cuarenta días o por cinco siglos de ausencia. Al cabo del tiempo sin tiempo regresó contrito y llamó tímidamente a la puerta de la casa del amor. ¿Quién llama?, preguntó la amada. El amante anhelante del encuentro ardiente responde: Soy tú misma. Entonces puedes entrar, sentencia la amada y las puertas de la casa del amor se abrieron. Arguyen los comentaristas, con Casona a la cabeza, que esta leyenda resume la esencia del encuentro amoroso. Para que exista el amor, el amante debe transformarse en la amada, parafraseando a San Juan de la Cruz, en una renuncia a su ser. Si mantiene su yo, es decir aquello que lo define y lo caracteriza, nunca será aceptado. Interesante metáfora del encuentro entre seres, pero falaz en su concreción social y existencial porque presupone el abandono de la identidad individual para que el intercambio amoroso se realice. Los ideólogos que definieron la nacionalidad de los Estados Unidos de América crearon una imagen semejante con su "melting pot" o crisol de razas en el que se diluyen las razas y nacionalidades que llegan hasta su país para formar lo auténticamente estadounidense, que ellos denominan como lo auténticamente americano en una apropiación imperial del nombre de todo un territorio que abarca desde el Estrecho de Bering hasta Tierra del Fuego. Por ser una posesión estadounidense, sin ser parte de los Estados Unidos, Puerto Rico se enfrenta al dilema de mantener su identidad o renunciar a su idiosincrasia para poder ser aceptado como estado federado, como ilustra la obra “¡Puertorriqueños?” del que suscribe. Para el tema que nos ocupa, esta situación y la imagen que le antecede nos sirven de trampolín para plantear la identidad americana y su particular manifestación en la literatura dramática y en las representaciones teatrales.

Durante el período de la conquista y de la colonización, a los habitantes originarios del llamado Nuevo Mundo se les impuso una nueva identidad para poder incluirlos entre los pueblos civilizados. Los indígenas tuvieron que renunciar a su ser, a su entorno comunitario, a sus creencias y dioses para poder ser aceptados. Se inició así lo que Miguel Rojas Mix denomina como un proceso de extrañamiento masivo mediante el cual los aborígenes americanos aprendieron a ver lo propio como ajeno, a sentirse de súbito feos y aborrecibles, y a desear un cambio de piel que les permitiese pertenecer al mundo de la civilización y acceder a la salvación reservada para los que se convertían al cristianismo.[1] En una colonización que se hizo "a Cristazos", como decía con perspicacia Unamuno, la identidad de los diversos pueblos y razas que poblaban el inmenso territorio americano fue sometida a un proceso de devaluación que creó una mentalidad de inferioridad y sometimiento, mentalidad característica de los colonizados, como han demostrado en el contexto africano Franz Fanon y Albert Memmi. Obviamente hubo resistencia a ese proceso, pero los que se rebelaron fueron estigmatizados, perseguidos y aniquilados. En Puerto Rico, para citar un ejemplo, al cacique que aceptó la conquista como un hecho y se hizo "guaitiao" (hermano) de Juan Ponce de León, se le llamó Agueybaná el Bueno, y al que luchó en contra de los conquistadores, se le llamó Agueybaná el malo. Lo irónico es que independientemente de los apelativos ambos perecieron a manos de los españoles.

La identidad americana comenzó a ser definida desde el principio de la Conquista por los nombres con que se denominó al territorio descubierto. Es por todos conocido el error de Colón cuando llamó a los aborígenes indios. Ese error, del tamaño de Océano Pacífico, se arrastra hasta el presente con su carga de subdesarrollo y barbarie. Más aún, con la imposición del nombre vino el reclamo de propiedad. Recuérdese que España se resistió hasta el siglo XIX al apelativo de América y se aferraba al de Indias que le confería título de propiedad sobre los territorios descubiertos. Los demás países europeos preferían América, no sólo porque el florentino Américo Vespuccio fuera quien estableciera que las tierras descubiertas eran un mundo nuevo diferenciado del asiático, sino porque les permitía intervenir como potencias colonizadoras en este continente que a nadie pertenecía y cuya existencia Colón desconocía pues había muerto sin saber el alcance de su descubrimiento. En ambos casos se está definiendo no sólo la posesión sino la identidad del territorio. Igual reclamo hay en la denominación de territorios americanos con nombres de ciudades y países europeos: Nueva España, Nueva Inglaterra, la pequeña Venecia... Es decir, que la identidad americana fue definida en un principio desde Europa y fue una extensión tanto de la cosmovisión europea y su afán expansionista como de su imaginario. Si no cómo explicar las descomunales contradicciones que manifiestan las figuraciones europeas de América y los americanos: fuimos el paraíso perdido por nuestra singular geografía y nuestras maravillosas flora y fauna, y a la par fuimos el reino del Anticristo poblados de salvajes cuya barbarie culminaba en los ritos antropofágicos. Los aborígenes eran visualizados como la encarnación del "homo sylvestris" europeo, seres primitivos cubiertos de vellos y de fuerza y vitalidad sexual envidiables en tiempos cuando no existía la Viagra, casi eternos en su longevidad y de estatura desmesurada, para luego ser degradados a seres inferiores con una capacidad mental reducida.[2] Los aborígenes fueron pintados de azul por Sacrobusto, de rojo por Vespuccio, alternadamente con cabezas cuadradas, sin cabeza, con cola, orejones, cinocéfalos... en fin toda la variedad de monstruos proveniente de los bestiarios medievales, habitantes de ciudades de oro, como el mítico El Dorado, con acceso a La fuente de la juventud y a un caudal alimentario inacabable, como nos recuerda la copla popular: cochinillos recién asados encontrarás/corriendo calle arriba, calle abajo/ y que gritan: ven y me comerás.[3] Ese primer sustrato americano fue en consecuencia incomprendido y recibió como señas de identidad los prejuicios y figuraciones del imaginario europeo. Se legitimaba así el colonialismo, pues se estaba civilizando a pueblos bárbaros y redimiendo a los caníbales que se devoraban entre sí.

II- El primer mestizaje: el teatro misionero

¿Cómo recogió el teatro estas primeras etapas del ser americano y su encontronazo con los conquistadores? La respuesta la encontramos en el teatro de evangelización que los frailes representaron en su afán de cristianizar a los indígenas. Treinta y nueve años después del descubrimiento de América se escenifica en lo que posteriormente se denominaría como Nueva España, la primera muestra del teatro misionero. La representación de “El juicio final” en 1531 es aún más significativa porque se produce apenas una década después de la conquista del territorio mexicano por las huestes de Cortés y a pocos años del inicio de la faena de evangelización por los frailes franciscanos.[4] Ese teatro misionero tenía como finalidad obvia la evangelización. Los frailes españoles recurrieron al teatro como medio para la conversión de los indígenas porque descubrieron una gran teatralidad en las ceremonias de estos e inclusive formas de escenificación que apuntaban hacia un concepto dramático elaborado. Aunque decidieron acabar con lo que denominaban como "ritos diabólicos" y destruyeron los templos, altares e imágenes de los habitantes del Nuevo Mundo, los frailes conservaron las plataformas de piedra en los centros de las plazas por su asociación con la representación. Es decir, que los franciscanos decidieron utilizar la proclividad de los indígenas hacia el teatro para sus propios fines. Las etapas que siguieron en la utilización del teatro como vehículo evangelizador narran la transición del rito al drama y la fusión del areito con formas del teatro medieval europeo.

La primera etapa del teatro misionero la constituye la asimilación del areito. Pedro de Gante, uno de los tres frailes que llegaron a México en 1523, afirma que para transmitirle la doctrina cristiana a los "indios" compuso "metros muy solemnes sobre la ley de Dios y de la fe" para que los indígenas las intercalasen en sus areitos previos al sacrificio.[5] Esa traducción a la lengua nahuatl de pasajes bíblicos y su incorporación a la ceremonia inicia la cristianización del areito o mitote, aunque todavía conserva la forma indígena. Como es conocido, fray Pedro de Gante estaba rompiendo una doble barrera: la lingüística, que presentaban las lenguas indígenas, y la de su propia tartamudez, que le impedía comunicarse a menudo con sus propios compañeros. Valga resaltar que las composiciones de este fraile iban dirigidas a cambiar el objeto de adoración de los indígenas, sin modificar el vehículo de representación. Esto permite que desde el inicio el teatro misionero conserve rasgos esenciales y determinantes de la ceremonia indígena.

La segunda etapa del teatro misionero es la transformación del areito en auto religioso. A partir de las convenciones del mitote nahuatl, los frailes comienzan a crear piezas a la manera de los autos sacramentales. Luego de asimilar el areito, lo transforman. Fray Toribio de Benavente, Motolinía para los indígenas, nos describe como éstos montaron el “Auto de Adán y Eva”, obra castellana que los franciscanos utilizaron para mostrar el castigo reservado para aquellos que se negases a adoptar la fe católica.[6

La transformación del areito se evidencia en la casi total eliminación de la danza prehispánica y en la vinculación del ritualismo indígena al ceremonialismo de la liturgia católica. Prevalecen en la representación varios conceptos prehispánicos: sobresalen, la escenografía que recrea la naturaleza y la integración del teatro a la vida real. Según ha demostrado Fernando Horcasitas, la presencia de la naturaleza es rasgo típico del teatro nahuatl.[7] Las descripciones que hace Motolinía de los cuatro autos sacramentales montados en 1538 en Tlaxcala corroboran que los franciscanos permitieron a los indígenas recrear esa escenografía natural, a pesar de que el exceso de animales vivos y disecados entorpecía la actuación. Ese afán de recreación de la realidad establece un vínculo y una diferencia con la tradición teatral europea. La vinculación surge con la posible asociación de esta práctica con el concepto de mímesis utilizado en La Poética de Aristóteles. Es decir, en ambos casos estamos ante una imitación de la realidad. Por eso Motolinía dice que el escenario trataba de imitar a la realidad. Sin embargo, la concepción de los indígenas no era mimética, dado que no establecían diferencias entre la vida real y la representación. Según relata Thomas Gage, los indígenas creían que es acto y acción real lo que sólo es representación.[8] En tal sentido, todavía la máscara se encuentra adherida al rostro del actor, sin que los espectadores se consideren tales ni vean a la representación como arte. Esto nos lleva al segundo concepto: la integración del teatro a la vida real.

Los frailes franciscanos venían de una tradición teatral en la que la simulación de la realidad era esencial para que la obra repercutiera en el público. Othón Arroniz cita el "Mystere du Roi Avenir" de Jean le Prieur, en el cual se decapitaba a un ajusticiado, sustituyéndolo por un maniquí sin que el aterrado público se percatara.[9] El efecto sobre el público se lograba mediante un truco que hacía parecer como real la ejecución. Para los habitantes originarios de México, y tal parece que para los de América en general, el acto tenía que ser real. Así lo demuestra Fray Diego Durán cuando describe, en su “Historia de las Indias”, la representación ritual "Vida y muerte de Quetzalcoatl", en la que un esclavo encarnaba durante cuarenta días al dios. Durante ese período, el esclavo era reverenciado, le daban de beber brebajes alucinantes si se ponía triste y al final lo mataban, haciendo ofrenda de su corazón a la luna.[10]

Los frailes se percataron de que para los indígenas las ceremonias, los rituales y las representaciones en general eran una extensión de la vida, y por lo tanto, decidieron utilizar tal concepción para sus obras de convencimiento religioso. Si no, cómo explicar que en 1559, los jesuitas, al montar en el Perú “La historia alegórica del Anticristo y El Juicio Final”, "hicieron extraer de las sepulturas gentílicas... muchas osamentas y aún cadáveres de indígenas, enteros y secos, lo cual fue causa del consiguiente espanto en quienes se hallaron presentes a dicho paso escénico."[11]

La reminiscencia ritual del teatro integrado a la vida real llevó asimismo a los franciscanos en "La natividad de San Juan Bautista" a sustituir a un San Juan de utilería por un niño indígena, a quien bautizaron sobre el mismo escenario con el nombre de Juan, haciendo así de la representación una realidad presente para los indios. Lo mismo hicieron en "La toma de Jerusalem", en la cual realizaron un bautismo masivo, cuando al finalizar la batalla, los indios no bautizados que representaban a los turcos derrotados fueron bautizados a petición del Soldán de Babilonia. El bautismo era real y la obra quedaba así integrada a la vida.

En otras ocasiones, los frailes hicieron concesiones a este concepto de los indios y suprimieron lo que chocara con la cultura indígena o lo que alentara las creencias de estos. Así, por ejemplo, en "El sacrificio de Isaac", suprimieron el sacrificio del carnero porque no podían fingirlo ni sugerirlo, y su realización en escena hubiese reforzado la práctica de los sacrificios entre los indios.

Al terminar la representación de estas obras de la evangelización, toda la comunidad celebraba comiendo y bebiendo. Para el público indígena, la representación es drama vivido que no tiene delimitación tempo-espacial que la separe de la realidad.

El sincretismo artístico del teatro misionero une pues la tradición teatral europea con el ritualismo y las prácticas escénicas de los indios, creando un teatro que en gran medida se adelanta a los experimentos vanguardistas del siglo XX.

Sin embargo, el logro estético del teatro misionero significó al mismo tiempo su fracaso parcial en cuanto a su finalidad evangelizadora. El propio fray Juan de Zumárraga ordena que la iglesia no apoye las representaciones de los indios porque confundían los elementos profanos y los religiosos, fijando su atención más en los factores dionisiacos que en los evangelizadores.[12] Fray Francisco de Burga iba de pueblo en pueblo recogiendo los manuscritos de las obras para quemarlos porque los indígenas habían refundido los textos teatrales con "la ayuda del demonio." Debido a este tipo de censura, a partir de 1575, el teatro de evangelización comenzó a decaer, terminando por disolverse en sustancia folklórica, forma en la que ha sobrevivido hasta nuestros días. Al respecto señala José Juan Arrom:

“Y es de lamentarse que perdiera su inicial vigor, pues con su depauperamiento desapareció la posibilidad de que evolucionase hacia un teatro de auténtica raíz popular”.[13]

Sin embargo, la semilla estaba sembrada. La fuerza y el vigor del primer sustrato de la identidad americana había contaminado a las formas teatrales europeas, creando el primer mestizaje artístico. Las manifestaciones posteriores de esta corriente sincrética se registran en el Perú con la tragedia Ollantay y en Nicaragua con el Güegüense.

III- El segundo mestizaje: la colonia

Durante los siglos XVII y XVIII la convivencia de los descendientes de los vencidos (indígenas y esclavos negros) comenzaba a dar muestras de un creciente mestizaje, mientras que los hijos de los conquistadores, que en grado menor iniciaban la mezcla de razas, comenzaban a diferenciarse de sus ancestros peninsulares. Iba forjándose paulatinamente una personalidad diferenciada con intereses encontrados con los de la metrópolis. Los descendientes de los conquistadores veían con desconfiaza la ingerencia constante de la monarquía española y resentían a los militares y gobernadores nombrados por el gobierno español. En otras regiones dominadas por otras potencias europeas sucedía algo semejante. Según los estudios sociológicos, los perfiles del criollo van surgiendo al calor del choque de intereses y las modificaciones que sufre la forma de entender y enfrentar al mundo entre los descendientes de los conquistadores. El criollo, con su sensibilidad propia distinta de la de los peninsulares, será un sustrato importante de la identidad americana, pero no debe establecerse como el elemento definitorio único de dicha identidad, tal como los propios criollos reclamaron y como han reproducido los manuales de la historia oficial. Si bien fueron los criollos quienes se sublevaron en contra de la monarquía española y dirigieron las guerras de independencia, ellos constituían todavía la casta dominante y como tal ejercían un control social, político y económico sobre los demás grupos y etnias. El teatro del período colonial refleja precisamente la complejidad de la situación y las etapas por las que atravesaba el proyecto de identidad americana.

Debido al desarrollo desigual de las colonias, en algunas regiones, como México, se produjeron manifestaciones teatrales propias desde finales del siglo XVI, mientras que en otros lugares como Puerto Rico habrá que esperar hasta principios del siglo XIX para encontrar muestras del teatro criollo. De hecho, la primera obra de autor nacido en América se produce en 1574 en México. Se trata de “Desposorio espiritual entre el Pastor Pedro y la Iglesia Mexicana” de Juan Pérez Ramírez, hijo de conquistador nacido en México. En Santo Domingo, otro criollo de nombre Cristóbal de Llerena compuso un “Entremés satírico” en 1588 que le valió la expulsión del país. Y será un español criollizado, Fernán González de Eslava quien escriba en México los entremeses más conocidos de este período.[14] Estas primeras obras criollas son nacidas en América, pero de clara factura europea, no sólo por la forma si no por su visión de mundo que todavía permanece anclada en la península. Aunque se ha señalado que Juan Ruiz de Alarcón es el primer gran autor dramático americano y que Sor Juana le sigue los pasos con su auto sacramental “El divino Narciso”, la comedia “Los empeños de una casa” y el “Sainete segundo”, todavía la creación no es propiamente americana si no que contiene algunos elementos de lo que Pedro Henríquez Ureña denominó como cualidades de la sensibilidad criolla que luego serían parte fundamental de la personalidad mexicana.  

En otras partes de América se representaba teatro, sobre todo en ocasión de celebraciones de sucesos oficiales como enlaces de monarcas y ascensos al trono, aunque todavía la creación dramática propia no había florecido. Es sin embargo significativo el tipo de teatro que se representaba y quiénes lo representaban. En Puerto Rico, por ejemplo, en ocasión de la muerte de Felipe V y el ascenso al trono de Fernando VI en 1746 se montaron cuatro comedias: “El conde Lucanor”, representada por los frailes, “Los españoles en Chile”, representada por los mercaderes blancos, “El villano del Danubio y el buen juez no tiene patria”, por los pardos y “Primero la honra”, por los militares. Resulta evidente la separación de razas y de profesiones en las representaciones y cómo las obras representadas responden a los intereses de cada grupo.[15] De manera que la actividad teatral registraba de manera inequívoca los diversos estamentos de sociedades en gestación y cuya identidad no pertenece a ninguno de los grupos o clases, si no que era la suma, a veces contradictoria, de las partes.

El proceso se complica con las diversas oleadas masivas de inmigrantes que fueron llegando a costas americanas desde finales del XVIII, particularmente desde que Carlos III promulga el Reglamento de Libre Comercio en 1778, y que fueron creando variaciones significativas entre las nacientes naciones de América. A la identidad americana que se gestaba por la mezcla desigual del sustrato indígena con el negro bajo la hegemonía social de los descendientes de los conquistadores, entre quienes también había diferencias marcadas, se le añaden nuevos componentes, o como dice el puertorriqueño José Luis González, se le echa encima otro piso que hará variar la composición étnica y cultural de dicha identidad de acuerdo con la preponderancia de determinada nacionalidad en el proceso migratorio. Argentina, como es de todos conocido, recibió una infusión enorme de italianos, mientras que al Perú llegaron gran cantidad de japoneses. ¿Cuál es el resultado de estas oleadas de inmigrantes? ¿Se deshispanizan algunos de estos países? ¿Cómo entonces hablar de una identidad americana continental?

La asimilación de las diversas oleadas de inmigrantes y los aportes de estos al país al cual llegaron crearon un mosaico de nacionalidades que reta cualquier definición de identidad continental. Es, sin embargo, en la literatura y en especial en el teatro en donde se van cuajando los vínculos definitorios de dicha identidad. En tal sentido, se confirma el hecho de que la identidad es un fenómeno de creación.[16]

Luego de las guerras de independencia, que por su concreción política mantuvieron la herencia colonial como dique en contra de la revuelta social, comienzan a crearse obras en las que los personajes, los temas y la perspectiva emanaban de los criollos. Al respecto resultan iluminadoras las palabras de Bolívar:

“...no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derecho...”[17

Las obras del uruguayo Florencio Sánchez, por ejemplo, presentan los conflictos de los criollos en términos económicos, amorosos e ideológicos. En “La gringa” (1903) plantea que "la raza fuerte del porvenir" saldrá de la unión de criollos con los inmigrantes laboriosos. Recuérdese que criollo era sinónimo de español nacido en América, particularmente hijo de españoles de la meseta central, porque a los demás inmigrantes de otras regiones de España se les excluía y seguían siendo gallegos, canarios o catalanes. Es decir que también habría que hablar de varias Españas. El autor cubano Tomás Mejías en su obra “Rafael del Riego o La España en cadenas” de 1824 expone esa posibilidad, vinculada ahora a la dimensión política, cuando en voz del rey Fernando VII plantea: "La nación no la forman los rebeldes/ Yo he resuelto que quede reducida/ a vasallos leales solamente..."[18] Afortunadamente, Fernando VII no logró su propósito y España es mucho más que vasallos leales.

La paradójica afirmación de Bolívar se recoge en obras como “Triunfo del Trono y lealtad puertorriqueña” de Pedro Tomás de Córdova, en la que se habla de "los españoles de ambos mundos." Claro que este autor era un funcionario del gobierno español, pero aún en obras "criollistas" como “Un comisario de barrio” del puertorriqueño Ramón Méndez Quiñones se plantea la esquizofrenia del criollo ante su identidad. Dice el español Cabo Mota: "Jamás nadie aquí pensó/ dejar de ser español/ y está claro como el sol/ que a España queréis cual yo."[19] Estamos en presencia del "criollo exótico", como llamó José Martí a los miembros de la clase dominante que reclaman su ascendencia europea como muestra de su superioridad y quienes presentan a los integrantes de las clases populares bajo la luz deformadora del estereotipo. Así se explican los negros catedráticos del teatro bufo cubano y los caricaturescos personajes típicos de cada país: el cholo peruano, el roto chileno, el pelao mexicano, el jíbaro puertorriqueño... Claro está que el enfoque sobre estos personajes no fue únicamente peyorativo pues luego fueron convertidos en símbolos de la identidad nacional popular de cada país, idealizándolos en su caracterización y eliminando su concreción histórica como desposeídos. Y es que a medida que se acentúan las diferencias entre peninsulares de la elite gobernante y criollos, estos se aliaron con las clases populares para cimentar el Estado nacional. Se crea entonces el llamado telurismo o la búsqueda de las coordenadas íntimas de cada país. Este movimiento es un paso de avance en el proyecto de identidad americana, pero a menudo fue limitado a un folclorismo marginal que no participaba de las principales corrientes culturales de cada país.

IV- El teatro después de las guerras de independencia

Dice el crítico José M. Cabrales Arteaga:

“Después de la Independencia, los teatros se convirtieron en lugares de reunión para la aristocracia, la elite criolla y la clase media; importantes edificios del XIX se dedican a este menester, pero el género dramático no encuentra en Hispanoamérica su propio camino: triunfan obras procedentes del extranjero, o clásicas de la literatura española; las compañías peninsulares comienzan a "hacer las Américas" poniendo en escena el mismo repertorio que en Madrid. No se encuentra en todo este perído un autor u obra que merezcan ser citados en una rápida visión histórica como la presente...” [20]

Aunque habría que matizar estas aseveraciones, la postura que enuncian apunta hacia un problema fundamental en la relación entre identidad americana y teatro. Contrario a otros géneros, el teatro como arte de las artes, según lo denominó Wagner, requiere la consolidación de un modo de ser e interpretar al mundo, único, propio de cada país, del cual emane su propia teatralidad. Esto es así porque la representación teatral plasma mediante imágenes visuales, auditivas y verbales (en ocasiones hasta tactiles y olfativas) la idiosincracia de los que participan de la representación. En tal sentido, el teatro es un género de madurez social que precisa de un desarrollo cultural avanzado para lograr sus mejores manifestaciones. Si la independencia no resolvió la incertidumbre de América sobre su identidad (recuérdese que Argentina vino a descubrir su latinoamericanidad luego de la Guerra de las Malvinas), el teatro reflejará dicha incertidumbre con obras que consolidan una expresión nacional pero que no logran trascender a un ámbito continental. En los países americanos se producen obras que recuperan las circunstancias nacionales y estructuran los conflictos a base de dichas circunstancias, pero que carecen de una expresión propia en la medida en que su lenguaje teatral sigue los convencionalismos establecidos por los centros culturales del planeta, siempre demasiado al norte. En tal sentido, la independencia política no condujo a una emancipación cultural que permitiese a los países americanos sumarse como iguales a los procesos estéticos y teatrales que se producían en el planeta. José Martí lo resumió en estas palabras en su propuesta para una América nuestra:

“Eramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. Entiendan que se imita demasiado y que la salvación está en crear”.[21]

La propuesta de Martí es por América unida en virtud de la solidaridad continental que incluya todos los sectores de nuestra identidad: negros, mulatos, indígenas, mestizos, es decir la suma de los oprimidos, junto con los descendientes de los conquistadores y criollos que forman parte del tejido étnico y cultural de nuestros países. Esta identidad americana está claramente diferenciada de la preconizada por las elites conservadoras y los regímenes militares, tanto en América como en España, que defendían un hispanismo rancio basado en una lengua común, una misma religión y una sola raza. (Valga recordar que el 12 de octubre fue proclamado en América como el Día de la raza.) Es justamente al reconocernos como un continente indo, afro, asio, euro e hispanoamericano, con las variantes que produce la combinación de estos componentes en cada país o región, cuando nuestra identidad alcanza su mayor concreción.  

En el "estar siendo" de la identidad americana, los diversos países americanos produjeron escritores dramáticos de la talla de Rodolfo Usigli y Xavier Villaurrutia en México, Samuel Eichelbaum y Roberto Arlt en Argentina, quienes consolidan la dramaturgia nacional y establecen las bases para el desarrollo de una tradición teatral autóctona y de gran fuerza dramática. En otras latitudes, la situación se torna más conflictiva y problemática. Me refiero específicamente a lo sucedido tras la Guerra del 1898 entre Estados Unidos y España y la posterior cesión como botín de guerra de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas.

Con la irrupción imperial de los Estados Unidos en los países americanos, irrupción que había comenzado desde comienzos del siglo XIX y que culmina con la guerra del 98, se crean nuevas dicotomías y enfrentamientos entre los diversos estamentos de las sociedades americanas. Ningún país ejemplariza esta situación mejor que Puerto Rico, que aún se debate entre integrarse a o independizarse de los Estados Unidos.

Desde que Puerto Rico pasó a manos de los Estados Unidos, se inició un proceso político, económico y social que ha alterado el concepto de identidad nacional y ha cuestionado nuestra participación en la comunidad de países hispanoamericanos. Al ser ciudadanos estadounidenses desde 1917, la situación se torna esquizofrénica por nuestra dualidad de ciudadanía y nacionalidad. Desde los inicios mismos del dominio estadounidense, el teatro puertorriqueño ha registrado los vaivenes de la identidad en su borrascosa travesía por llegar a puerto. Ya en 1899, el cubano residente en Puerto Rico Eduardo Meireles escribió la obra “La entrega de mando o Fin de siglo” en la que dramatiza el nuevo coloniaje en la isla. Meireles presenta en deliciosa mezcla ecléctica personajes abstractos, como el Siglo XIX, el futuro Siglo XX y la república, con personajes estereotipados por su función social, tales como el cura, el político, el jíbaro y el omnipotente caballero gringo, que domina a base de dólares. Luego de representar el legado del siglo XIX y las tenues posibilidades del XX, Meireles realza la figura de Ramón Emeterio Betances y su ideario independentista y culmina la obra con una exhortación a luchar por la libertad de la patria, en voz de otro personaje abstracto, Borinquen, nombre taíno de la isla de Puerto Rico.

En las primeras décadas del siglo XX, el teatro puertorriqueño se dividió en varias tendencias, siguiendo las divisiones que experimentaba la sociedad: pro-estadounidense, pro-española y de afirmación puertorriqueña. En la variable pro-española encontramos obras tales como “Tres banderas” (1912) de Eugenio Astol, en la cual el autor se lamenta, mediante el simbolismo de las banderas, de la sustitución de la cultura española por la estadounidense. En la variable pro-estadounidense encontramos la figura solitaria de Juan B. Huyke, quien fue presidente de la Cámara de Representantes de 1918 al 20 y Comisionado de Educación de 1921-30. Durante su incumbencia como Comisionado de Educación escribió ocho obras en defensa de los Estados Unidos. Ninguna logra rebasar el nivel del panfleto político y todas carecen de personajes caracterizados y de desarrollo dramático.

Fue la vertiente de afirmación puertorriqueña la que logró imponerse hasta establecer las bases del teatro nacional y lograr posteriormente las mejores muestras de la dramaturgia puertorriqueña con las obras de René Marqués, Francisco Arriví y Manuel Méndez Ballester. De hecho, el teatro puertorriqueño de las últimas seis décadas mantiene la constante de la defensa de la cultura e identidad puertorriqueñas, con toda su diversidad y oposiciones.

Para complicar aun más la situación, a partir de los 50 y como consecuencia de la emigración masiva hacia los Estados Unidos, se desarrolla en dicho país una dramaturgia escrita por puertorriqueños que desafía las categorías tradicionales de la identidad y sitúa nuestra creación teatral en un ámbito bilingüe y bicultural. Ya existe un considerable número de obras puertorriqueñas escritas en inglés, lo que cuestiona la unidad lingüística como elemento definidor de la identidad. No tengo el espacio para entrar a dilucidar este tema en detalle, así que les refiero a mi ensayo: "El teatro puertorriqueño en Estados Unidos: ¿teatro nacional o teatro de minorías?" publicado por la Revista Gestos, num. 14 de 1992. Pero quiero recalcar que el problema de la identidad del puertorriqueño se manifiesta de manera diáfana en estas obras teatrales.

En los últimos años se ha desarrollado una intensa lucha en Puerto Rico por erradicar las bases militares que los Estados Unidos mantienen en nuestro territorio. Esa lucha, con la isla de Vieques como portaestandarte, es en última instancia una lucha por definir la identidad y el futuro de la isla. El teatro ha registrado esta situación en obras tales como “Las viequenses” de Roberto Ramos Perea, adaptación  de “Las Troyanas” a Vieques, y “El desalojo”, del que suscribe, que recoge el momento traumático en que los desobedientes civiles en Vieques fueron arrestados por alguaciles y marinos de los Estados Unidos.  

 

V- Conclusiones: Más allá de las identidades flotantes

Desde finales de la década del 1960 y como consecuencia de una serie de hechos históricos tales como la Revolución cubana, la creciente lucha por los derechos democráticos en España, la renovación de la lucha por la independencia de Puerto Rico y el avasallador desarrollo imperial de los Estados Unidos, se comienzan a establecer nuevos vínculos entre los países americanos, en un nuevo proyecto de solidaridad continental que rescata el ideal de una confederación de estados americanos. Frente a las pretensiones del panamericanismo hegemónico impulsado por los Estados Unidos, comienza a fraguarse una nueva visión latinoamericana que evade a la par la hispanofilia del hispanismo conservador y la hispanofobia de los propulsores de la leyenda negra del dominio español. Lo interesante de este proyecto es que no se produce en el ámbito político, aunque tuvo repercusiones en el mismo, sino en el ámbito cultural, especialmente en el teatro. Son los inicios de los festivales de teatro de Manizales en Colombia, de San Juan de Puerto Rico, de Caracas en Venezuela, los que nos permiten reconocernos como integrantes de un vasto continente americano, con variaciones y contradicciones, pero con una teatralidad propia que emana de nuestros sustratos afro, indo e hispanoamericanos. De pronto nos descubrimos como habitantes de una patria grande, fuera de fronteras nacionales o quizás gracias a ellas, y nos reunimos en un escenario a compartir como iguales con nuestros compañeros latinoamericanos. A ese festín teatral vinieron invitados teatristas españoles, como los grupos Tábano y La Cuadra, y de pronto entendimos que teníamos más en común de lo que nuestros gobiernos nos habían anunciado. Pudo entonces darse en toda su extensión un encuentro iberoamericano que nos ha permitido comparar procesos, elaborar propuestas de intercambio, nutrirnos mutuamente, contaminándonos en un nuevo mestizaje que ha redundado en formas teatrales más dinámicas y con mayor repercusión a nivel continental, iberoamericano y mundial.

Es cierto que a nivel político y económico van surgiendo nuevas iniciativas de integración regional, como el Pacto Andino, el Mercosur y la vinculación comercial de los países del Caribe, pero es en el ámbito cultural y teatral que se dan los vínculos más significativos. Proliferan los encuentros en festivales como los de Oriente en Venezuela, en Puebla o Ciudad México, en Bolivia y hasta en las comunidades hispanas de los Estados Unidos, el último componente de la ensalada de nuestra identidad. Y se reafirma la voluntad de construir, de crear, de reinventarnos en encuentros como el que ha propiciado desde la década de 1980 el Festival de Cádiz. Gracias a esto, hemos compartido la pedagogía teatral de José Sanchis Sinesterra, las secretas obscenidades de Marco Antonio de la Parra, las piezas perversas de Rodolfo Santana, hemos bebido con Fermín Cabal y Paloma Pedrero en la taberna fantástica de Alfonso Sastre, bailamos tango y aprendimos lunfardo con Roberto Cossa, Mauricio Kartun y Eduardo Rovner, aspiramos el perfume de las rosas de Emilio Carballido, viajamos al centro de la tierra con La Troppa, nos conmovimos con las propuestas escénicas de Omar Grasso  y las tiernas locuras de Juan Margallo, tropezamos con la desafiante imaginación de Ramón Pareja, ardimos en la oscuridad con Ricard Salvat y casi nos convertimos en santos con César Oliva, rescatamos el Caribe dolorido con Alberto Pedro y le perdonamos la tristeza a los andaluces eternos de La Zaranda, en fin, hemos creado un maridaje teatral rico y provocador que ha de producir sus mejores frutos en los años venideros.

Ahora que España pasa a formar parte de la comunidad europea y que México se ha integrado al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, en bloques comerciales y políticos que demuestran el vertiginoso e inevitable ritmo de la integración, debemos reafirmar lo que nos une, con profundo respeto a la diversidad y con una clara demarcación entre lo esencial y lo prescindible. Nuestro bagaje cultural nos permite contaminarnos mutuamente, sin hegemonías ni subordinamientos, valorando nuestras trayectorias, parte de las cuales hemos recorrido juntos, y proyectándonos hacia un futuro también compartido como iguales, sin gachupines ni sudacas, sin desconfianzas ni abandonos, sin traiciones ni rechazos... Sólo entonces podremos tocar uno a la puerta del otro y a la pregunta de ¿quién es?, responderemos: Somos nosotros. Y las puertas de la solidaridad y el enriquecimiento mutuo se abrirán de par en par.

 


NOTAS

[1] Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América(Barcelona: Editorial Numen, 1992) p. 33. Este libro resulta imprescindible para examinar la identidad americana y su visualización desde Europa.

[2] Miguel Rojas Mix, América Imaginaria(Barcelona: Editorial Numen, 1992) p. 6.

[3] Miguel Rojas Mix, América imaginaria, p. 51

[4] Recuérdese que el contingente principal de doce franciscanos no llega a México hasta el 1524. A ellos le precedieron tres frailes que iniciaron su prédica un año antes.

[5] "Carta de fray Pedro de Gantes al Rey Felipe II", en García Icazbaceta, Nueva colección de documentos para la historia de México(México, 1886) vol. II, p. 223.

[6] Fray Toribio de Benavente, Historia de los indios de la Nueva España(México: Editorial Chávez Hayboe, 1941) Tratado I, capítulo XV.

[7] Fernando Horcasitas, El teatro nahuatl(México: UNAM, 1974), p. 111.

[8] Thomas Gage, A new survey of the West Indies(London: George Routhledge and Sons, 1648), p. 270.

[9] Othón Arroniz, El teatro de evangelización en Nueva España(México: UNAM, 1979), p. 93.

[10] Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e Islas de tierra firme(México: Porrúa, 1967) pp. 64-68.

[11] Othón Arroniz, p. 93.

[12] Fernando Horcasitas, p. 165.

[13] José Juan Arrom, El teatro de Hispanoamérica en la época colonial(La Habana: Anuario Bibliográfico Cubano, 1956), p. 57.

[14] José Juan Arrom,pp.63-64.

[15] Angelina Morfi, Historia crítica de un siglo de teatro puertorriqueño(San Juan: ICP, 1980), pp. 11-12.

[16] Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América, p. 400.

[17] Simón Bolívar, "Discurso de Angostura", en Simón Bolívar, la esperanza del universo(París: UNESCO, 1983) p. 118.

[18] Tomás Mejías, Rafael del Riego o La España en cadenas(Philadelphia: Stavely and Bringhurst, 1824) p. 21.

[19] Ramón Méndez Quiñones, Un comisario de barrio (San Juan: DDD, 1989) p. 32.

[20] José M. Cabrales Arteaga, Literatura hispanoamericana hasta el siglo XIX(Madrid: Playor, 1982) p 24.

[21] José Martí, Nuestra América(La Habana, 1974) p. 27.


Volver arriba