LA ESCENA IBEROAMERICANA.
MÉXICO
HUELLAS DE ARENA
Por Bruno Bert
Si
tenemos que hacer balances sobre la actividad teatral del primer
año de este siglo en la ciudad de México, debiéramos
decir que no es mucho lo recogido del campo de batalla en cuanto
a calidad y solidez creativa. Hay producción, eso al menos
se mantuvo, pero en cotas menores a los últimos años
y sin ninguna cima especialmente significativa. Algunas producciones
interesantes, muchos planes, intentos de reacomodo a las nuevas
realidades socio-políticas y bastante temor por un lado
a un cambio profundo que permita asomarnos con audacia al futuro,
y por el otro al porvenir inmediato, sobre todo por su signo deficitario
en lo económico.
Entre lo visto, podemos señalar como curioso
una cierta paridad que lograron autores nacionales e internacionales,
cuando en general los locales suelen superar ampliamente a los
foráneos. Esto indicaría un cierto conservadurismo
por un lado preferencia de clásicos en el sentido
convencional o contemporáneo y una baja de estímulo
en la dramaturgia mexicana en referencia a los directores. Se
montó con bastante acierto algunos materiales de Calderón,
posible herencia del aún cercano cuarto centenario. Uno
La hija del Aire (primera parte)- reinterpretándolo
a la Peter Brook, con un montaje lleno de reminiscencias
orientales bajo la dirección de Mónica Raya, con
un excelente concepto de manejo espacial, de un barroco contemporáneo,
y un vestuario muy interesante por el valor de la transposición
de signos empleados. Otra presencia de Calderón se da un
una de las construcciones más valiosas del año:
una versión muy libre de La vida es sueño,
a cargo de Ricardo Díaz, que él llamó El
veneno que duerme, y que se presentó en las salas
en funcionamiento de un Museo ubicado en un edificio del siglo
XVII. Una reflexión con desplazamiento de público,
fuertes escorzos y una iluminación de intensos contrastes
sobre la violencia y los lenguajes que inciden en el hecho teatral,
que ubican a este creador entre los más interesantes del
momento.
Otro punto que reclama atención es el regreso
de Brecht, sobre todo a través de dos trabajos: Un
hombre es un hombre, bajo la dirección de David Psalmon
y Santa Juana de los mataderos, en una versión
de casi cinco horas instrumentada por Luis de Tavira. Los dos
hacen parte de la actual redefinición del teatro político
en sus aspectos tradicionales que se está dando en México.
El primero en una versión juguetona y juvenil, y el otro
bajo la garantía de un intelectual que siempre estuvo críticamente
interesado por el dramaturgo alemán, siendo de él
alguno de sus más recordados montajes, históricos
allá por los 70.
Para cerrar el panorama de la dramaturgia internacional
podemos recordar dos estrenos cercanos al fin de año y
que reencontraremos en la temporada del 2002: Lector por
horas, de Sanchis Sinisterra bajo la dirección de
Ricardo Ramírez Carnero, y Agua blanca, el
texto de John Jesurum que montara como todas las obras de
este autor en México Martín Acosta. El primero
se da en un pequeño foro de la Universidad adecuado como
ambientación más que como escenografía, de
una manera muy pertinente y sugestiva por Arturo Nava, responsable
también de la iluminación. Un trabajo muy prolijo
y cuidado que deja varias preguntas para que las juegue el espectador.
En cuanto a Agua blanca, el autor recurre de manera
obsesiva a algunos temas que parece recordar en todas sus obras,
y Acosta acota este teatro de la palabra a un espacio casi neutro,
donde un grupo de actores juega figuras geométricas en
una correlación escénica con el sentido del discurso
verbal. Irritativo por momentos, pero valioso como proposición
global.
En lo que hace a la dramaturgia local, los nombres
más claramente convocados son Carballido, Tovar, Guevara,
J. Chabaud. H. Mendoza, Luis Mario Moncada... todos muy conocidos
y de larga trayectoria, pero con obras (Los zorros chinos;
El destierro; De qué manera te olvido;
Divino Pastor; La vida no vale nada...)
que en este caso no resultaron más que de un interés
coyuntural y pasajero. Gratas de verse algunas de ellas, pero
sin el aliento que las haga perdurar en la memoria siempre
tan débil de la historia de nuestro teatro.
El teatro comercial no estrenó nada memorable,
ni siquiera por su nivel de riesgo; los independientes (si es
que existen) apenas si lanzaron algunas tímidas propuestas
(como Lirios en el cielo, de Cecilia Lemus, por ejemplo)
y las visitas internacionales no asombraron demasiado con sus
productos.
Tal vez debiéramos mencionar como interesantes
el hecho que el Festival Internacional Cervantino, ahora bajo
la dirección de Ramiro Osorio, intenta volver a ser un
festival teatral y no musical como había derivado bajo
la administración anterior; que ha nacido un nuevo Festival
de las Artes: al ARTE 01 del INBA, discutido pero real y con interesantes
alternativas, y que se están creando condiciones para un
apoyo nacional a tipos específicos de teatro a través
de la creación de festivales como el Festival Internacional
para niños y jóvenes; Festival Internacional del
Teatro del Cuerpo; el Festival Internacional de Monólogos;
el Festival Internacional de Teatro de Calle; el Festival Internacional
de teatro Indígena y campesino y el Festival Internacional
de la Máscara. Algunos de ellos ya con tres o cuatro años
de presencia, otros que nacen en este 2002 y los dos últimos
programados para ver la luz en el 2003. Todos acompañados
por acciones específicas de fomento durante el año
sobre cada una de las áreas especiales.
Las posibilidades son reales, pero las huellas dejadas
se muestran aún muy débiles, sobre una arena que
se borra con el viento. Insistir, trabajar duro, exigir coherencia
y tenerla en medio de situaciones socio-políticas de evidente
crisis. Camino se hace al andar, veremos hacia donde.
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