Hacer teatro hoy


MAURICIO KARTUN:
DRAMATURGO, DOCENTE Y COLECCIONISTA DE “VIEJOS PAPELES”

Por Jorge Dubatti

INTRODUCCIÓN
La producción dramática y el modelo pedagógico de Mauricio Kartun (San Martín, provincia de Buenos Aires, 1946) constituyen referencias fundamentales en la historia del teatro argentino de las tres últimas décadas.

Esbozaremos a continuación una sinopsis biográfica. Con poco más de veinte años, a fines de los 60, Kartun inicia su formación como actor, junto a Augusto Boal, y como director, con Oscar Fessler. También asiste a los cursos sobre dramaturgia en las postrimerías de Nuevo Teatro, donde toma contacto con la preceptiva tradicional del manual de Lajos Egri.

En los 70 emprende el camino de dramaturgo con tres textos que más tarde decide no incluir en su Teatro completo (1): “Civilización... ¿o barbarie?” (en colaboración con Humberto Rivas, 1974) (2), “Gente muy así” (1976) y “El hambre da para todo” (1977), en las que pone en juego lo aprendido junto a Boal y sus lecturas del Organon de Bertolt Brecht. En su “Reseña autobiográfica o algo por el estilo”, Kartun recuerda sus primeros pasos como autor con estas palabras: “La Argentina vive épocas vibrantes. Por la militancia y el teatro abandono el Abasto. Un tiempo de enorme plenitud. Escribo algunas notas sobre cultura popular para la revista Crisis, que dirige por entonces Eduardo Galeano. Compongo letras de canciones para “Los hijos de Fierro”, la notable película de Pino Solanas. Son horas de una dramaturgia de urgencia que responda con rapidez periodística. Estreno mi primera obra en eufóricos circuitos barriales: “Civilización... ¿o barbarie?”, en colaboración con Humberto Rivas, y dirigida por Armando Corti. Luego llegarían “Gente muy así” -segundo trabajo de nuestro Grupo Cumpa- y “El hambre da para todo”, pero para entonces el país ha cambiado de clima” (3). En el contexto de la dictadura y frente a las condiciones hostiles de un campo intelectual achicado por las presiones del poder político de facto, Kartun busca continuar su tarea dramática y se inscribe en un taller de dramaturgia dictado por Ricardo Monti. Los estudios
con el autor de “Una noche con el Sr. Magnus e hijos” marcan la revelación de otra manera de concebir la escritura teatral. Fruto de esta nueva concepción serán “Chau Misterix” (1980), “La
casita de los viejos” * (Teatro Abierto 1982) y “Cumbia morena cumbia” (Teatro Abierto 1983), tres piezas que hoy siguen representándose en escenarios de todo el país.

En 1987, bajo la dirección de Jaime Kogan, Kartun estrena “Pericones”, en el Teatro San Martín. Más allá de las discusiones en torno de la puesta de Kogan, el episodio de pasaje por el máximo teatro oficial de la Argentina marca su “consagración” como autor.

A mediados de los 80, Kartun inicia su labor como formador de dramaturgos y poco a poco se constituirá en uno de los maestros más importantes de las nuevas generaciones.

“Coordinando un grupo de autores jóvenes en Teatro Abierto me descubro maestro –recuerda Kartun en la citada “Reseña autobiográfica”- (...) Voy pergeñando una metodología, o una estrategia por lo menos, que parece dar buenos resultados. Teniendo que enseñar empiezo
por fin a aprender”.

Autores tan diferentes como Daniel Veronese, Patricia Zangaro, Rafael Spregelburd, Lucía Laragione, Alejandro Tantanian, Federico León, Marcelo Bertuccio, Marta Degracia y muchísimos otros reivindicarán más tarde su paso formativo por los talleres de Kartun.

En 1988 estrena una de sus obras más importantes, “El partener”, y poco antes concreta su primera experiencia como director: “El clásico binomio”, de Rafael Bruzza y Jorge Ricci, con el equipo de
Teatro Llanura, en Santa Fe.

Por encargo del Teatro Nacional Cervantes escribe una adaptación de “Las aves” de Aristófanes, que finalmente se estrena en 1991 en el Teatro del Pueblo con dirección de Villanueva Cosse, bajo el título de “Salto al cielo”. De ese mismo año es “Sacco y Vanzetti, Dramaturgia sumaria de los documentos sobre el caso”, que en versión corregida, a diez años de su estreno mundial, se incluye en el volumen que epilogamos.

“Un proyecto en el que creía poco y del que me convenció el incansable Jaime Kogan –escribe Kartun en su citada “Reseña autobiográfica”-. Enorme premio de crítica, público y recaudación. La sala comercial de la calle Corrientes se llena de vivas a la anarquía y puteadas a los jueces. Versiones muy exitosas luego en Estados Unidos, en Montevideo, y unas cuantas ciudades del interior. Cerrando el círculo acaba de publicarla en Italia, y en su idioma, la Revista Sipario (2000)”.

La década del 90 suma a la trayectoria de Kartun un intenso trabajo como versionista o adaptador: “Corrupción en el palacio de justicia” (1992), de Ugo Betti, para el director Omar Grasso; “Volpone” * (1994) de Ben Jonson, y “El pato salvaje” * (1998) de Ibsen, para -y con- el director David Amitín, ambas en el Teatro San Martín.

Sus nuevas obras plantean una variante de producción: la escritura en colaboración. Son “Lejos de aquí” (1993, con Roberto Cossa) y “La comedia es finita” (con Claudio Gallardou, 1994). A este momento pertenecen también las canciones de “Arlequino” (espectáculo de La Banda de la Risa) y “Aquellos gauchos judíos” (obra de Ricardo Halac y Roberto Cossa).

La labor pedagógica de Kartun comienza a extenderse fuera y dentro de la Argentina. Crea junto a Roberto Perinelli la carrera de Dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático. Enseña Creación Colectiva en la Escuela Superior de Teatro de la Universidad Nacional del Centro, en Tandil. Dicta la Cátedra de Dramaturgia en la Escuela de Titiriteros del Teatro San Martín, de la que en 1995 surge “La leyenda de Robin Hood” *, obra para muñecos y actores, en colaboración con Tito Lorefice.

De la segunda mitad de los 90 son dos obras breves (“Como un puñal en las carnes”, aún sin estrenar, y “Desde la lona”, incluida en el ciclo Teatro Nuestro, surgido de la iniciativa de Carlos
Carella) y una larga: “Rápido nocturno, aire de foxtrot” ** (Teatro San Martín, 1998, dirección de Laura Yusem).

Entre sus últimos trabajos se cuentan la adaptación de “Los pequeños burgueses” de Máximo Gorki (estrenada en el San Martín en 2001) y la pieza “El niño argentino” (Beca Antorchas 1999, sin estrenar aún).

El lugar de Kartun en el campo teatral argentino se objetiva también en la serie de distinciones que ha obtenido: Primer Premio Nacional de Dramaturgia, María Guerrero, Konex, Trinidad Guevara, Fondo Nacional de las Artes, Asociación de Cronistas del Espectáculo, Prensario, Argentores, entre otros muchos.

POÉTICA E IDEOLOGÍA
La obra de Mauricio Kartun es sintomática de las nuevas condiciones estéticas, ideológicas y de producción de la dramaturgia occidental en el fin de siglo. El teatro de Buenos Aires funciona como una región del vasto mapa del teatro de Occidente y está estrechamente conectado con el mundo. El campo teatral de Buenos Aires es sincrónico con el de las grandes capitales teatrales y la dramaturgia de Kartun manifiesta las señales de esa sincronicidad local. Desde al menos quince años, el teatro argentino muestra -con la singularidad periférica propia de algunos países latinoamericanos- los rasgos de la crisis de la modernidad que definen la entrada de la cultura occidental en el siglo XXI. Ya se llame a este período posmodernidad o segunda modernidad (de acuerdo con la precisión que da a estos términos el pensador Néstor García Canclini), la producción de Kartun lo representa cabalmente a través de una actitud de “resistencia crítica” y una poética de “re-localización” de materiales de la identidad cultural argentina (4). Esta toma de posición, que es fundamento de valor del teatro de Kartun, equilibra lo bueno y lo malo de la modernidad pasada con lo bueno y lo malo de la posmodernidad presente. Como muchos de los principales teatristas
argentinos de hoy (Roberto Cossa, Eduardo Pavlovsky, Griselda Gambaro, Ricardo Bartís, Rubén Szuchmacher, El Periférico de Objetos, por sólo citar algunos nombres ejemplares), Kartun no propone ni una idealización del pasado acompañada del rechazo absoluto del presente ni un optimismo acrítico y trivial frente a las nuevas condiciones del orden mundial. Por el contrario, encuentra en su obra un equilibrio: hace suya la crítica a la modernidad (madre de totalitarismos, horrores y muros), pero también defiende aquellos aspectos que, como la utopía de modelos sociales igualitarios y la lucha política, no deben ser abandonados de ninguna manera.

Esta posición de resistencia crítica, propia de la segunda modernidad, ubica la poética de Kartun en una actitud paradójica, y acaso éste sea uno de los aspectos más fascinantes y de mayor productividad del teatro argentino y occidental actual. La paradoja radica en la integración o combinación de elementos a primera vista contradictorios y, sin embargo, felizmente compatibles en la figura del “apareo” o la transformación de dos elementos en un tercero (5). Por un lado,
en lo formal, la dramaturgia de Kartun es una ratificación del cuestionamiento del valor estético de “lo nuevo”. Kartun vuelve sobre el pasado y recupera el teatro de texto, cree firmemente en la palabra dramática y en la estructura narrativa de base tradicional (lo que él llama, retomando un término común en el campo teatral de Buenos Aires, “el cuentito”) aunque enriquecida por las
múltiples experiencias del teatro de las últimas décadas; busca sus modelos de escritura en el regreso a poéticas de muchas décadas atrás, incluso decimonónicas, y rescribe poéticas del pasado mediato e inmediato, como el melodrama social o el teatro documental, dando cabida en su universo ficcional a los marginales, a los subyugados por la injusticia y el abuso de poder, al mundo de los trabajadores más humildes, a los hombres ligados a la cultura de la pobreza; se solidariza con los movimientos regionalistas que reelaboran formas de la cultura popular más “bajas” o “marginales” y muy específicas de una práctica acotada geográficamente (el chiste, la música, la narrativa folclórica, la oralidad del habla y el gestus social del hombre común, sus encarnaciones de una visión de mundo localista). Kartun estiliza (sin que esto implique amaneramiento o afectación intelectualizantes) ciertas zonas de la cultura popular argentina resignificándolas en una búsqueda poética propia, estrechamente ligada a la memoria del mundo de su infancia y del barrio. En las
tensiones entre globalización y localización, Kartun produce una dramaturgia de re-localización de definida identidad regional. La ideología estética que justifica estas opciones ha sido sintetizada por Kartun con lúcidas observaciones incluidas en el texto del programa de mano de “Rápido nocturno”: escribir dramaturgia es "hacer cosas con palabras viejas", con la "mezcla de desechos", con "palabras, imágenes, procedimientos y géneros cuya característica excluyente ha sido la inutilidad, el anacronismo" (6).

Pero, por otro lado, y aquí se articula lo paradójico, Kartun sigue creyendo en “lo nuevo” como pulso que hace avanzar la historia y rescata así un valor esencial de la modernidad: la necesidad de la utopía como motor del deseo, la creencia en la política como posibilidad de encauzar las aspiraciones de progreso y justicia del hombre, la necesidad de construir un mundo mejor o mejorable a partir del ejercicio de la crítica y el cuestionamiento de lo insatisfactorio. El teatro de Kartun transmite una contundente sensación de esperanza en el futuro, de creencia de que el hombre todavía puede encontrar los mecanismos para construir un lugar en el mundo que haga más digna la vida. En esto reside también la singularidad de su recuperación del melodrama social o el teatro documental: Kartun se las ingenia para mantener viva, de una manera sutil e inteligentísima, la categoría de “personaje positivo” del viejo teatro político, liberándolo de los esquematismos escolares y dogmáticos que hoy resultan intolerables. Neutraliza el efecto paralizante del viejo maniqueísmo del realismo socialista pero preserva para su teatro la capacidad de discernir “buenos y malos” según cuestión de grados o intensidad, ya sea a través del comportamiento ético, de la violencia o de los principios humanistas que encarnan sus personajes. Una de sus estrategias es ir cargando de sentido positivo la figura de evidentes “antihéroes” marginales (por ejemplo, la Gallina y el Chapita de “Rápido nocturno”) y exponer la violencia y la brutalidad (física e ideológica) de los que tienen el poder (Cardone). La construcción de una casita en un barrio remoto, con un pequeño jardín adelante, es el símbolo de la discreta pero real, feliz floración de la utopía en un mundo hostil e injusto. Es el símbolo de que se puede encontrar un lugar social para la preservación del "uno mismo", para la creación y la autonomía, para la construcción pacífica de una identidad
en otros espacios existenciales alternativos al poder. De esta manera Kartun está practicando un nuevo teatro político, contra las afirmaciones de la “muerte de la historia” y la “muerte de las ideologías” que hace circular el neoliberalismo o capitalismo autoritario. Nuevo teatro político no partidario, que encuentra su instrumento más eficaz en el “sortilegio” (la palabra es de
Kartun) de la poesía.

Mientras la experiencia de la vida contemporánea se empeña en demostrar que nada tiene sentido y que el principio de realidad se ha quebrado, Kartun elige el teatro como espacio de construcción de sentido. Y elige contar historias pequeñas, laterales, aparentemente insignificantes si se las considera contrastivamente con “lo macro” o “lo super” de la globalización. Sucede que, para Kartun, en el arte teatral “lo menos es más". Detenerse en la dimensión poética de una historia pequeña, de esas que no parecerían interesar a nadie, implica en Kartun una elección significativa: el rechazo del fluir sin sustancia de la televisión, la oposición al avance de la estupidez y la frivolidad, a la “transparencia del mal” (Baudrillard) que de tanto ver no deja ver nada, el
repudio a un mundo de noticias pero sin acontecimientos, al “asesinato de la realidad”, la negativa frente al avance de la cultura del olvido y la pauperización del humanismo en la sociedad. Para Kartun “lo menos es más” porque significa volver al sentido de lo humano.
 

ENTREVISTA
Reproducimos a continuación una entrevista con Mauricio Kartun que realizamos en el Centro de Investigación de Historia y Teoría Teatral (CIHTT, Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, Universidad de Buenos Aires) el 30 de agosto de 2000.

- Quiero proponerte como eje de la entrevista una aproximación polimórfica hacia una definición de la identidad estética de tu teatro, de su singularidad poética, a partir de procesos, métodos, la formulación de conceptos abstractos y generales y el análisis de casos particulares. ¿Hay un método de composición al que recurrís sistemáticamente para escribir? ¿Hasta qué punto ese método garantiza la creación?
-El método no garantiza en sí mismo la creación. Sólo apunta a trabajar sobre una zona que la preceptiva normalmente ha dejado de lado. La preceptiva tradicional piensa el texto como una organización, como ingeniería. Suele decirse de un buen texto que tiene “buena carpintería” o “buena arquitectura”.  Se habla mucho de los parámetros organizativos, tal vez porque la observación siempre se ha hecho desde el campo de la crítica y no desde adentro de la producción misma. Con los años de trabajo como dramaturgo y maestro, y en deuda con mi formación con Ricardo Monti a fines de los 70, me empezó a deslumbrar la posibilidad de trabajar no sobre el campo organizador del texto sino sobre el campo generador de sus imágenes. Descubrí que lo difícil en la escritura teatral no es la capacidad de organización, porque ésta puede responder a parámetros más o menos aprendidos como la receta de la “pieza bien hecha”, o los innumerables libros de dramaturgia que han generado los Estados Unidos. De esa vasta producción bibliográfica de manuales sólo nos llega a Buenos Aires un cinco por ciento, pero si echan un vistazo en internet van a descubrir que hay más de doscientos títulos de manuales de dramaturgia de este origen. Esos manuales proveen sólo un conocimiento técnico, de estructura. Yo sentí que nadie trabajaba sobre aquel otro campo, realmente complejo: cómo concebir internamente un mundo imaginario, de manera tal de poder bajarlo a su soporte natural, que es la palabra registrada en el papel. Toda mi búsqueda se ubica en el campo de la imagen, de la percepción. El campo de la generación de imágenes y sus sistemas de percepción. Después del 78 toda mi obra está ligada a ese fenómeno: la imagen, la capacidad de imaginar y concebir una pieza, de percibirla con todos los sentidos. El fenómeno de la palabra escrita como una forma de registro sensible de eso que previamente sucede en mi cabeza.

-¿Qué diferencia plantea esta metodología respecto de la tradicional?
-Alguien que no escribe teatro puede pensar de esto que estoy diciendo: “Siempre se escribe así: algo que primero se imagina y después se lo escribe”. Sin embargo no es así, buena parte de las obras teatrales que uno lee están escritas con un procedimiento diferente: el autor no imagina: razona, entiende. Es decir: no imagina palabras con su oído imaginario sino que su intelecto se pregunta en oportunidad de cada parlamento qué diría este personaje frente a cada situación y es la razón la que se lo contesta. En líneas generales esto da como resultado un teatro retórico, que ha dominado y domina la abrumadora mayoría de la producción teatral de todos los tiempos. Un teatro generado desde un lugar del razonamiento, desde una estrategia monótona: preguntarse a cada momento racionalmente cómo lo diría fulano... La inteligencia entrega distintas hipótesis y el dramaturgo elige entre ellas y las ubica en su texto a través de una estructura. Siempre he trabajado y he enseñado a trabajar de una manera distinta: sin intelectualizar, imaginando, concibiendo imágenes que se transforman en un movimiento constante merced a su propio campo de conflictos, a su propia condición dialéctica.

-¿Cuáles son, entonces, los pasos a seguir?
-Como en un sueño o cualquier fantasía vulgar, improviso imaginariamente, y registro en un papel esa improvisación imaginaria. Una acción que crea una corriente fluida de escritura. Si alguna vez a alguien se le ocurriese preguntar por qué en mis talleres hay tanta producción, debería contestar que no se debe a otra cosa sino a esto: a permitir entender cuál es el sistema de fluencia de la imaginación y a la capacidad para, simultáneamente, poder registrar esas imágenes. Naturalmente en mi obra siempre hay elaboración y reelaboración, pero todo nace exactamente de lo mismo: del oído y la mirada, de la actividad de todos los sentidos.

-Bajemos esta concepción general a un caso de escritura en particular. ¿Así escribiste “Rápido nocturno”?
-Sí, absolutamente. Siempre parto de una imagen. En el caso de “Rápido nocturno” también fue así. En los años 70 yo trabajaba en la Sala Argentina, en este mismo edificio del Centro Cultural Rojas, que era la sede de cultura de la Universidad. Fue el momento en que la Universidad fue intervenida y subió el tristemente célebre Otalagano, y con él la Ley de Prescindibilidad. Te daban una patada en el culo y no podías trabajar en nada que tuviera que ver con el Estado. En ese momento teníamos un espectáculo en la sala, y nos quedamos sin él, sin el vestuario, sin utilería, sin nada, porque durante mucho tiempo el edificio quedó cerrado. Recuerdo que mi primera entrada a la sala tras la intervención fue rodeado por dos guardaespaldas que decían: “Nosotros no nos hacemos cargo de lo que pueda pasar aquí... esto está lleno de cazabobos”, refiriéndose a supuestas bombas escondidas... ¡Mirá el mito que se había creado con respecto a la Universidad! Cuando quedo prescindible me tomo forzadamente un par de añitos sabáticos, que a decir verdad –siempre buscando la ventaja en la desgracia-, para mi producción y mi vida misma fueron de una enorme utilidad. Hice lo que antes no había podido hacer: empecé a estudiar y a producir en una autogestión formativa rigurosa. Me tomé dos años para ver todo el cine que podía y leer todo lo que alcanzaba a conseguir en mesa de saldos y bibliotecas. Una de las cosas que hice también en esos dos años fue escribir canciones. Entre esas una, abrochada a un recuerdo de mi infancia: un guardabarrera que fue en mi barrio un verdadero personaje mítico. Se decía de él que en las noches su casilla se transformaba en un aquelarre orgiástico a la que los niños no debían acercarse. Se llamaba Palermo y aseguraban que no perdonaba nada: casadas, solteras, mucamas del barrio... “Cuidate de Palermo..." se le decía a las chicas... El “Matadero”, le batían a la casilla (risas). “El Matadero de Palermo”. Para nosotros, chicos de doce o trece años, se había transformado en algo prohibido y apasionante. Le hacíamos de noche la pasadita y tratábamos de mirar para adentro de la casilla para ver qué espiábamos. Hoy creo que en realidad no pasaba absolutamente nada, pero en ese entonces tenía una fama extraordinaria. En los 70 escribí una canción sobre El Matadero de Palermo.

-¿El origen de la obra está en esa imagen infantil?
-Exacto. Las imágenes son semillas. Cuando uno las indaga es como si las plantara. Uno crea un campo imaginario donde siembra esa semilla que empieza a crecer sin control. Hago a veces ejercicios muy curiosos con esto. Estoy dando una clase y tomo un tema, una imagen cualquiera, y la empiezo a pelotear con los alumnos. Lo raro es cómo esa imagen queda luego arraigada: me pongo luego a escribir y me aparece. Esa semilla conformó en mi imaginario un nudo de sentido. Y creó a la vez un campo que ahora opera en mi cerebro y no puedo descartarlo. Bien, así esa simiente de la casilla del guardabarrera estuvo en mi cabeza hasta que prendió. Un día iba por la calle Beiró, y en el cruce de un paso a nivel veo una casilla de guardabarrera. El azar detona cosas. Pensé: “Qué bueno sería una pieza cuyo espacio fuera el interior de la casilla de un guardabarrera, y cuyos tiempos internos estuviesen marcados por el paso de distintos trenes”. En los últimos años me han seducido mucho los espacios muy pequeños, me parece que tienen una teatralidad que obliga a centrar la mirada en el actor. Recortar, segmentar un espacio y trabajar sobre el fragmento de manera tal que el campo expresivo más grande sea el de un cuerpo emocionado. Las imágenes de esa pequeña casilla y su guardabarrera empezaron a desarrollarse en mi imaginación y anoté algunas líneas. Imágenes sueltas, la mayoría de ellas no quedaron más tarde en la pieza. Dos hombres, amantes de una misma mujer, mean contra un paredón y se espían disimuladamente sus respectivos tamaños... Un guardabarrera con mucha tos del pucho y una voz muy ronca... Un hombre de cincuenta años, con una muchacha que todavía no llega a los treinta, que va invariablemente a esa casilla de guardabarrera todos los sábados. De pronto surgió la llegada del marido, imagen nacida de una película de Dustin Hoffman y Gene Hackman sobre dos tipos que se conocen en una ruta. Hoffman está haciendo dedo con un paquete todo manoseado que le lleva de regalo a su hijo, al que no ve desde hace meses. Está viajando a dedo, cruzando todo Estados Unidos, para llevarle un regalo al chico. El regalo está hecho pelota. Saco muchísimas imágenes de la literatura y el cine, parasito mucho las cosas que voy viendo y leyendo. Ese fue el campo. Anoté imágenes y empecé a escribir diálogos.

-¿Y la elección del tono lingüístico?
-Cuando empecé con los diálogos se me instaló en el oído algo que ya traía de una pieza anterior, “Desde la lona”. “Rápido nocturno” está escrita con la prestigiosa “sintaxis Carlitos”: la sintaxis de mi mecánico, el que me arregla el coche (risas). Para mí es una especie de milagro la articulación del lenguaje que él consigue gracias a una extraordinaria economía. Un ejemplo: le pregunto cómo quedó el coche tras un arreglo y puede contestarme por ejemplo: “Milagro. Mar del Plata cuatrocientos kilómetros su ruta”. Claro, todos entendemos lo que quiere decir: “Es un milagro, quedó bárbaro, así que salí a la ruta tranquilo y hacé tu viaje de cuatrocientos kilómetros sin temor que el coche está genial”. Un día descubrí que esa sintaxis tenía una voluntad poética de una enorme sonoridad popular, en lo rítmico y lo verbal. Alguna vez escribiendo sentí que me surgía esa sintaxis Carlitos y que me resultaba muy rendidora, porque me permitía administrar el lenguaje de una manera muy particular. Carlitos ve pasar un auto descomunal y sólo te dice: “Belleza”. El desafío del teatro es un desafío de condensación. El habla teatral es un bonsai del habla real. No es el habla cotidiana sino su tratamiento condensador. En el teatro siempre debe haber concentración, es inconcebible llevar a escena la dimensión del diálogo natural. He admirado mucho ese poder de síntesis en las obras de Armando Discépolo. El ejemplo más claro de ese poder en el diálogo está en “Babilonia”, una pieza que me apasiona. Se subtitula “Una hora entre criados” y sus espectadores creen ilusamente haber escuchado el diálogo lineal de un conjunto de personajes durante una hora auténtica. Sin embargo la pieza es el jarabe, el condensado, de diez horas o más. Y Discépolo es su destilador. Muchas veces trabajo en los talleres con fragmentos de las obras de Discépolo para ver este fenómeno. Hay un pequeño dialoguito que tienen dos mucamas mientras están arreglando la mesa, una española y una criolla. Vienen de una escena muy alta, de mucho dramatismo, y de pronto están poniendo la mesa y la española le dice a la otra, cito de memoria: “¿Qué, no has querido? Mentira, sí que has querido. ¿Amor, verdad?”. La otra calla y la española le dice: “Amor”. “¿Señorito, verdad?”. La otra calla. “Claro, señorito”. “¿Perro, no?”. La otra calla y la española concluye: “Perro como todos”. La que estaba callada dice ahora: “Me tuve que venir a Buenos Aires”, y la española agrega: “Y yo me vine a América”. Son sólo una veintena palabras. Discépolo consigue contar en ellas la historia de esas dos mucamas. Es como el minicuento de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Siete palabras. Condensación de sentido. Creo que ese diálogo de Discépolo merecería recortarse y ser considerado como la obra más breve del mundo. Ese nivel de condensación es el desafío que tenemos siempre los dramaturgos.

-Se podría conectar este mecanismo de la imagen con la elaboración de la intuición y lo irracional que instalan las vanguardias a comienzos del siglo XX, o con los procedimientos de creación de directores como Tadeusz Kantor. ¿Incorporás a la escritura estrategias que provienen de la dirección o la puesta en escena?
-No. Creo en un campo imaginario cercado por los límites sensatos de una futura representación teatral, pero que al ser percibido con los sentidos no da cuenta de un escenario. Es decir: si imagino un personaje bajo la lluvia imagino lluvia, nunca imagino una resolución escénica utilitaria. Nietzsche dice algo que se ha convertido para mí en una verdad sagrada alrededor de la cual he construido todas mis obras: "Si el trabajo del poeta es ver a su alrededor una multitud de seres alados, el trabajo del dramaturgo es, además, el de convertirse en ellos". No solamente como el poeta miro a mi alrededor una multitud de personajes sino que tengo además la compulsión travesti de meterme en ese cuerpo. Escribo desde el cuerpo de los personajes, de los personajes y no desde los actores. No me gusta pensar en los actores cuando escribo, salvo cuando hago dramaturgia en el espacio y trabajo con el actor mismo, cuando lo instalo como signo. El diálogo no tiene que referir lo que pasa sino que ese acontecimiento debe estar en el cuerpo del escritor. No se trata de hacerle decir “Qué frío” sino de escribir con frío, porque si escribo con frío esa temperatura va a imprimir en el diálogo, la escritura va a dar un resultado diferente a si escribo, por ejemplo, con la sensación de calor. Si ahora estuviéramos acá en enero yo estaría hablando de otra manera. Estaría molesto, mi cuerpo estaría dando cuenta de otra sensación de la que tengo. Hay algo en la sensorialidad que determina las acciones y el comportamiento de los personajes. Cuando releo mis obras observo que muchas son “de temporada”, algo que los lectores no advierten: sé que esta obra es muy calurosa, o esta otra es de cagarse de frío... porque mientras escribía sentía eso. Lo provoco imaginariamente porque sé que eso me da un alto grado de verdad en la escritura.

-Volviendo a la pregunta inicial: ¿podrías intentar una definición de la singularidad estética de tu teatro?
-Creo que un rasgo central es la aceptación del lenguaje popular como materia prima. Hay excepciones: “Salto al cielo”, “Sacco y Vanzetti”, que implican otro tipo de trabajo. Pero si tengo que considerar las obras que siento como más entrañables y cercanas a mi intimidad estética, su singularidad pasa por mi gusto por los personajes populares, por su habla y por la posibilidad lírica que el habla popular presenta, sin que esto, claro, la convierta en costumbrismo, que es el riesgo que se corre en estos casos.

-En el programa de mano del estreno de “Rápido nocturno” hablás de hacer cosas nuevas con “palabras viejas”. Es decir, partir de los desechos pero para transformarlos en algo distinto. ¿Esa sería otra de las diferencias con el costumbrismo?
-El costumbrismo toma el habla popular sin voluntad poética. Sólo le interesa la verosimilitud. El costumbrismo busca la  verosimilitud tratando de copiar cómo habla la gente, cómo se comporta la gente y cuáles son sus costumbres. Lo que a mí me interesa en cambio es tomar las costumbres y el habla de la gente en una búsqueda de distorsión poética que las transforme en otra cosa. Observación obscena, descubrimiento de zonas contracostumbristas. El objetivo es que el lenguaje adquiera una dimensión distinta, literaria, merced a un tratamiento sobre él. A un procedimiento.

-¿Cuáles serían esas obras que llamás “más entrañables”, las más cercanas a tu proyecto creador?
-“El partener”, “Rápido nocturno”, “Desde la lona”, “Pericones”, “La casita de los viejos”, “Chau Misterix”, “Cumbia morena cumbia”. Otras obras, como “Salto al cielo” y “Sacco y Vanzetti”, implican otro tipo de trabajo sobre materiales anteriores a mis imágenes.

-Retomando esta doble relación de registro y desviación poética de lo popular, ¿podemos centrarnos en otro caso dentro de tu obra? Por ejemplo, “Chau Misterix”.
-Ahí tomo el habla de los chicos que conocí en mi infancia. El habla de mi propia infancia. El procedimiento técnico es lo que llamo una “bisociación”. El apareo fantástico de una imagen con otra. Para escribir algo siempre necesito de esos apareamientos, lo polar, dos cosas diferentes que al unirse generen la hipótesis de una tercera. Ninguna obra me surge de una sola imagen, sino de esa imagen apareada con otra o con una idea. En el caso de “Chau Misterix” el apareo fue de las imágenes sonoras de la infancia –el diálogo, para mí, es imagen sonora- con la estructura de las historietas que yo leía cuando era chico. Incluso trabajé imaginariamente con el color de las historietas de mi infancia. En la primera edición de “Chau Misterix” se incluyó el texto según su primera redacción y ahí figura lo primero que escribí de esta pieza, la descripción del ámbito: “Un espacio donde los colores se superponen como en la mala impresión de una historieta”. Ahora las historietas tienen una impresión de puta madre, pero en los 50 se imprimían los colores sucesivamente y muchas veces las plantillas se corrían y esos colores se superponían. El trabajo con esta imagen de los colores superpuestos de la historieta debe haberle impreso algo seguramente al tono de la obra.

-¿Y en el caso de “El partener”?
-Yo venía de estrenar “Pericones” en el San Martín y algunos directores habían empezado a darme bola como a alguien que se le animaba a los textos de gran formato –en general los autores le rajan a los textos grandes-. Omar Grasso me había propuesto que hiciera una adaptación de “Los días de la Comuna” de Brecht para el San Martín. Omar tenía muy claro lo que quería y contaba con el visto bueno de Kive Staiff. En ese momento yo estaba capturado por la fascinación del deseo del otro: sos un autor nuevo, viene un director profesional y te dice que le gusta cómo escribís, que quiere que escribas para el San Martín y vos te sentís atrapado en tu narciso, no podés decir que no. Y no importa que no sepas escribir lo que te pide. Me puse a trabajar en la adaptación a partir de sus indicaciones muy específicas y lo que me estaba saliendo era espantoso, pocas veces he escrito una cosa más fea y artificial, que tuviese tan poco que ver con mi mundo. Omar me llamaba todos los días a mi casa y me recordaba el compromiso con el San Martín, que ya estaban elegidos los actores... Grasso ya tenía todo listo y yo sentía que la cosa no salía. En ese entonces yo daba clases de dramaturgia en Gualeguaychú, Entre Ríos, cada quince días. Me tomaba un micro en Retiro, los sábados, daba clase hasta las ocho de la noche y me volvía. En uno de esos viajes llevé conmigo el cuaderno de la adaptación de la pieza de Brecht, por si se me ocurría algo. A la altura de Zárate cierro el cuaderno, convencido de que la cosa no iba, y me pongo a leer una novela de Antonio Skármeta, “Soñé que la nieve ardía”. Abrí la novela y a la lectura de la segunda página apareció una imagen: un hombre vuelve a una pensión a buscar a su compañero de varieté para tratar de rehacer ese dúo, pero su compañero está borracho en la calle. Nunca terminé de leer la novela. Apareció esa imagen, cerré el libro. Yo venía de trabajar con Pino Solanas en los borradores de la película “El viaje”. Venía trabajando en imágenes de hijos que buscan al padre. Y ahí se dio el apareo: la imagen del hijo que busca al padre (el viaje iniciático de Telémaco) y el dúo de varieté. En el micro a Gualeguaychú venía sentado atrás mío un hombre al que nunca le vi la cara, que hablaba muy fuerte con un marcado acento entrerriano y hacía una tras otra invocaciones a Dios y a los santos. “Dios quiera que lleguemos rápido, ¿no? Por Dios, que la Virgen nos asista si no llegamos rápido, ¿no?”. A mí me resultaba muy sugestivo. Saqué el cuaderno y surgió la imagen de un recitador criollo que, cuando yo trabajaba como actor, hacía giras con nosotros por la provincia de Buenos Aires: Pachequito. Le gustaban mucho las bolivianas, las paraguayas, las chilenas, tenía una rara vocación de mancomunión latinoamericana (risas). Ese fue el apareo: esos cuatro o cinco elementos. Hasta Gualeguaychú escribí completo el primer acto. Por eso la obra transcurre en Campana, porque yo iba por el puente de Zárate y miraba Campana desde el micro. Esto me apasiona: esa mancha que se arma de golpe, azarosamente, y en la cual uno no medita. La mancha se impone, uno no la piensa: Campana, un hombre que habla con leguaje religioso, Pachequito que recita, el hijo que regresa... Creo que es como el momento de la fertilización: ¿cuándo es el momento en que dos dejan de ser dos para volverse un tercero? Me apasiona cuando en la cabeza pasa eso. Cuando llegué a Gualeguaychú ya eran uno. El lunes lo llamé a Omar Grasso, abandoné el trabajo, me comí puteadas de los actores por la calle y conseguí que Kive Staiff no me salude por dos años.

-Posteriormente integraste a la escritura de “El partener” la investigación que venías haciendo sobre mitos populares. Por ejemplo, el crespín.
-Me interesa mucho el campo de los mitos populares y el imaginario del folclore como zona decadente.  No tengo por el folclore un vínculo de admiración, pero me seduce mucho el imaginario patético que se organiza alrededor del folclorismo. Empecé a leer mucha poesía gauchesca y mucho mito. Así apareció otra zona, que no era ya zona paródica sino otra de mayor respeto sobre el poder de ciertos mitos nacionales. El mito del crespín, en torno de una madre, Durmisa, a la que le gusta mucho bailar y que, por ir de farra, deja a su hijo sólo en el rancho. Le avisan que el rancho se está incendiando y ella insiste con bailar otra piecita. Cuando regresa a su casa encuentra a su hijo hecho una braza y Dios la castiga: la transforma en un pajarito condenado a repetir el nombre del hijo para siempre. El mito de la madre que quiere vivir su vida. El mito opuesto es el de la Difunta Correa: muere alimentando a su hijo, que queda pegado a la teta. Son mitos polares, opuestos, y sin embargo complementarios. La dicotomía de la relación filial: uno encarna el “te doy todo de mí y aunque yo muera vas a seguir pegado a mi teta, no te vas a soltar nunca” y el otro es “yo te di vida y ahora déjame vivir tranquila, me voy porque me gusta bailar chamamé”. Esa relación me gustó y la puse en la obra. Incluso empecé a bocetar otro texto que, si algún día lo escribo, se va a llamar “Deolinda y Durmisa, permanentes”. “Permanentes” no por la permanencia del mito sino porque tienen una casa de permanentes, son peluqueras (risas). Deolinda y Durmisa tienen una peluquería en los años 30 o 40 y tienen hijo cada una: uno es el Crespín, que está todo quemado, y el otro es el que nunca pudo soltar la teta de la madre, y que en realidad es victimizado sexualmente por la otra, por la Durmisa. Alguna vez la escribiré... Siempre sueño con que alguna vez voy a encontrar en el Mercado de las Pulgas dos o tres viejos secadores de peluquería de los años 40, entonces voy a hacer esta pieza y la voy a dirigir. Mi imaginario es así de raro, mágico y caprichoso. Mi madre vino a los dieciséis años de España, a casarse con un primo al que no conocía. Enviudó a los dieciocho años y se volvió a casar. Yo soy hijo de su segundo matrimonio. Del primero tuvo otro hijo, mi hermano. Cuando mi madre enviudó tuvo que buscar un trabajo y se puso a aprender peluquería. Trabajó como peluquera hasta que -ella nos contaba- “cortando una garzón le rebané el lóbulo de la oreja a una señora, le quedó colgando, por suerte se lo pudieron coser y lo recuperó”. Fue una experiencia tan fuerte que se hizo camisera. Hacía cuellos para camisa. Y claro, como camisera, más que tu propio dedo no te podés cortar (risas). Y recuerdo que un día, de chico, revisando entre los trastos de un galponcito, apareció una valija que para mí era muy misteriosa, una valija cromada de metal y eléctrica, para las permanentes, la valija de los bigudíes. La croquignol. Si encuentro una croquignol en el Mercado de las Pulgas, escribo la obra (risas).

-Sabemos que terminaste una obra nueva, “El niño argentino”. ¿Se vincula con esta investigación en los lenguajes populares?
-Es una mezcla. Es una obra escrita en verso. Qué curiosa nuestra historia como dramaturgos: venir a caer justo en el siglo en el que desaparece el verso. Uno tiende a creer que lo que estaba cuando uno nació, estuvo desde siempre. Pero uno estudia teatro y descubre que así como el director es un invento de este siglo, la prosa se populariza también recién en este siglo. Hasta el siglo pasado, lo popular, claro, era el teatro en verso. Cuando empiezo a leer a aquellos autores, descubro que afirman que es más fácil escribir en verso que en prosa. Porque la música te lleva. Y me tiento. Un día leo en un libro de Paul Auster su hipótesis de que la imaginación es un fenómeno de rima. Lo que yo llamo apareo. La escritura en verso genera asociaciones fónicas antes que el sentido y te obliga a crear sentido por imposición de lo fónico. Digo “bulo/culo”, una asociación que inevitablemente conduce a una rima de cuarteta popular o de murga (risas). Azarosamente dije dos palabras y esto creó entre ambas un campo significante. Había tres cosas que venía postergando y una ya la cumplí: escribir en verso. Las otras son: por un lado, volver a la dirección, tomarme dos años sabáticos con la dramaturgia literaria y generar dos o tres espectáculos donde yo sea autor y director, que en este caso es lo mismo; por otro, escribir una novela. En “El niño argentino” estoy trabajando con dos lenguajes: el de la oligarquía argentina de principios de siglo, y el lenguaje popular gauchesco de la misma época. Reuní dos personajes con lenguajes muy diferentes pero ambos se expresan en verso. Cómo habla un peón de campo con su patrón.

-¿Hay una historia en “El niño argentino”?
-Parto de la imagen inspirada en una costumbre de las familias de la burguesía adinerada, que cuando viajaban a Europa se llevaban la vaca en el barco para que los chicos tomaran leche fresca. Siempre me resultó curioso el destino de la vaca. ¿Qué hacían después con ella? ¿La llevaban a París? ¿Y quién la ordeñaba? No lo iba a hacer el patrón. Llevaban un peón de ordeñe. Así surgió la imagen: alguien, un peoncito, cruza el océano sin salir durante veinticuatro días de la bodega –lo que tardaba en llegar el barco-, en la que debe cuidar a una vaca alternando con el incorregible hijo de los patrones.

-El campo intelectual argentino, hasta hace pocos años, se manifestó reacio a los estudios de la cultura popular. ¿Sentís que tu trabajo de investigación en lo lingüístico y en el imaginario popular traspuesto al mundo de tus obras es valorado y comprendido por el medio?
-Cuando llevás veintipico de años trabajando en lo mismo, la gente ya sabe en qué andás. A la larga, quien observe toda mi obra tendrá que detenerse en este aspecto. Pero no ha sido fácil. He sido un autor incómodo en muchas zonas de la escritura justamente por este aspecto. Confieso que muchas veces la crítica –no sólo la periodística sino también la opinión de los amigos- me hizo cuestionar las posibilidades de este campo. Pero claro, uno no es el poeta que quiere sino el que puede. El que escribe tratando de ser el poeta que quiere, normalmente se transforma en otro. Alguna vez dudé sobre si este debía ser mi único campo. Incluso me hizo dudar el éxito de “Sacco y Vanzetti”. Pensaba: a lo mejor no debería encerrarme exclusivamente en los códigos de lo popular argentino. Pero la verdad es que a la hora del placer imaginativo mi imaginario disfruta extraordinariamente de la creación de estos mundos y suele padecer en cambio la imaginación de otros. Yo disfruto mucho: tiene algo de ensoñación, de fantasía, de enorme sensualidad convocar un mundo y construirlo. Y los mundos que me aparecen y que disfruto son estos.

-Si vinculamos tu metodología con lo concreto de la vida cotidiana, ¿cuándo y cómo escribís?
Quince años atrás me topé con la pregunta con la que se enfrentan todos los dramaturgos: de qué vas a vivir si querés seguir siendo dramaturgo. Lo primero que aparece es televisión, cine, adaptaciones... Si querés vivir con un nivel profesional medio -no porque el nivel profesional sea muy alto en la Argentina-, la única posibilidad que tenés es la televisión. Yo tuve una fortuna incalculable a la que agradezco diariamente: me apasiona la enseñanza. Vivo de la docencia, y disfruto mucho el trabajo docente. No tengo domingos. Los domingos leo nueve horas porque los lunes tengo dos grupos y debo llegar con los materiales de los alumnos bien leídos y analizados. Afortunadamente ésa es una actividad que me ha permitido no salir de la dramaturgia. Puedo vivir de mis clases y mientras tanto escribir lo que quiero. No tengo que escribir ni televisión ni cine, que no me gustan. Me lo ofrecen continuamente, pero no me da placer. Ahora bien, la docencia es intrusiva de la propia creatividad porque la creatividad de los otros chupa muchísima energía. De allí que haya tenido que dividir el calendario.

-Alguna vez te escuché decir una frase muy dura respecto de la televisión: “La televisión come dramaturgos y caga libretistas”.
-Pasa. En  mis talleres hago dos cosas: formación y recuperación. Un tipo escribe cuatro años una tira y cuando quiere volver a escribir teatro no puede. En su oído se instala otra cosa, es neuronal, su cerebro comienza a funcionar de otra manera, tiene que reeducarse. Hay mucha gente que viene a los talleres a reencontrar su relación con la escritura dramática. Entre la docencia y la dramaturgia, tuve que encontrar un sistema de equilibrio. Entre abril y noviembre enseño aquí, en Colombia, en España, en otros países, normalmente viajo mucho también al interior de la Argentina, dirijo la Carrera de Dramaturgia en la EMAD, tengo una cátedra en Tandil y otra en la Escuela de Titiriteros del Teatro San Martín, otra en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. Mi propio estudio, las supervisiones profesionales. Horario completo, profesor taxi. Cuando llega noviembre me pongo los pantaloncitos, la remera vieja y hasta marzo incluido lo único que hago es leer y escribir, no tomo otro trabajo que no sea ése, y ahí escribo diariamente muchas horas. Soy muy mañanero, me rinde mucho la mañana. Escribo unas cuatro o cinco horas a la mañana, almuerzo, descanso un rato, atiendo el correo electrónico -que es otro problema que te crea la modernidad- y después vuelvo a escribir a la tarde otras tres o cuatro horas.

-Siendo tantos los estímulos de la cultura popular y tantas las historias posibles, ¿cómo elegir qué historia seguir, qué imágenes profundizar? ¿Cómo pasar de la diversidad a la concentración de un proyecto particular?
-El azar. Yo no me lo pregunto, porque si me lo pregunto dudo tanto que no escribo nada. Si uno se pone a especular sobre qué sería lo mejor, se vuelve loco. Tengo un sistema práctico y vulgar: las vacaciones de invierno me voy una semana a Córdoba y en ese momento boceto la obra que voy a trabajar en el verano. Me llevo varias cosas y en la soledad, uno o dos días allí, se va definiendo algo. Es como la semilla: la plantás, la regás y ya empezó a crecer.

-Trabajaste con directores muy diferentes: Omar Grasso, Jaime Kogan, Villanueva Cosse, Laura Yusem, Roberto Castro, Agustín Alezzo. ¿Cuesta que directores tan distintos comprendan la poética Kartun? ¿Hablás con ellos, los orientás en las líneas de tu poética o los dejás trabajar solos?
-Bueno, ya se sabe, los casamientos son azarosos. Le llevás una obra a un director y le gusta o no le gusta. Es para él o no. Pero tengo una zona de insatisfacción en relación a este tema. Mi profundo deseo de dirigir tiene que ver con esa insatisfacción. La relación con los directores generalmente fluye bien, pero siempre tengo la sensación de que hay algo que yo debo completar. En realidad, el hecho de que “El niño argentino” todavía no esté en circulación tiene que ver con la fantasía de querer dirigirla yo. Hay productores y teatros que me han ofrecido su apoyo, pero no termino de decidirme.

-Tus experiencias anteriores como director no han sido muchas.
-No. Tuve una experiencia formal, “El clásico binomio”, que lleva diez años montada y todavía se sigue presentando en distintos festivales. Me sigo sintiendo director pero por un laburo que hice hace diez años y que cada tanto retoco. Pero donde trabajo muchísimo como director es en Tandil, donde tengo la cátedra de Creación Colectiva, y eso me obliga todos los años a dirigir un espectáculo. Desde hace más de diez años tengo una experiencia anual de realización escénica, es cierto que en un marco pedagógico limitado por una propuesta didáctica. Pero de hecho esa actividad me da cada vez más entusiasmo para decidirme. La dificultad más grande de un director es la contención. Hace poco releía un texto de Alberto Ure en el que sostiene algo muy interesante: que la relación entre el director y el actor es una batalla. Hay que ir dispuesto a la batalla. Por un lado, la batalla del actor por imponer ciertas cosas; por otro, la batalla del director para aprovechar lo que el actor le propone pero también para saber contenerlo y dar fluidez a la propia propuesta. En ese sentido es más fácil escribir dramaturgia literaria (risas).

-En el caso de “Sacco y Vanzetti” se trata de una dramaturgia a pedido. Los mecanismos de trabajo son diferentes.
-La consigna fue: debo hacer propio este material. Ayer hablaba con los chicos del Periférico de Objetos y les decía mi opinión de que la dificultad más grande que tuvieron en “Monteverdi Método Bélico” fue apropiarse de una propuesta belga. Hay tanta plata para trabajar sobre esta música y ahora hay que convertir esto en una propuesta periférica. Ellos no se propusieron de motu propio trabajar sobre Monteverdi, el espectáculo respondió a un pedido. Ahí se instala una dialéctica muy complicada de apropiación, en la cual muchas veces se paga en calidad y en resultado. Fue la dificultad que tuve con “Sacco y Vanzetti”: me costó concretar la apropiación porque era un material que me resultaba muy exterior. Me pude meter de cabeza cuando descubrí los documentos, las actas del juicio, los interrogatorios y las cartas. Soy apasionadamente “basurero”, dedico muchas horas de mi vida a juntar “basura” y a comprarla. Cosas que la gente descarta: viejos papeles, fotos, postales, cartas, para mí constituyen un archivo invalorable. Me gustan mucho los viejos papeles, sobre todo.      

-Sabemos que armaste un archivo de imágenes y textos sobre cuestiones de historia teatral y carnaval, varieté, teatro popular nacional, la cultura del disfraz. Parte de esos materiales ha aparecido en artículos tuyos en distintas revistas (7).
-Exacto. Cuando encontré esas actas del juicio a Sacco y Vanzetti sentí el placer justamente de lo basurero. Me enganché con la historia de Sacco y Vanzetti cuando vislumbré la posibilidad de hacer dramaturgia con viejos papeles. Es decir: ¿cómo transformo escénicamente un interrogatorio? Dramaturgia de documentos: apropiarse de viejos documentos transformándolos en teatro. Me apropié de esos documentos por mi costado basurero. Si no hubiese podido lograr esa apropiación me habría sentido impotente, como me sucedió con “Los días de la Comuna”. La sensación es que en mí la pieza de Brecht “no implantó”. El otro día fui al dentista porque se me partió una muela. Yo le decía: “Quedó la mitad de la muela adentro, ¿por qué no me podés reconstruir la mitad que falta?”. “Lo vamos a intentar, pero es muy probable que fracasemos”. Le digo: “Pero por qué, si el otro cacho está muy duro y no se mueve”. “Porque el cuerpo en su inteligencia expulsa todo lo que cree suelto, todo lo que no cree propio tiende a expulsarlo. Hay que ver qué pasa con tu cuerpo: si reconoce ese fragmento de muela como tuyo, lo va a retener y te vas a quedar con esa muela toda la vida, pero si no lo reconoce como tuyo, lo va a expulsar”. Buena metáfora -me dije- de lo que nos pasa escribiendo. Nosotros expulsamos lo que no sentimos como propio. Incluso aquello que fue tuyo, le perdiste una parte y el cuerpo ahora lo desconoce y lo expulsa. El dentista reconstruyó la muela y me dijo: “Ahora esperemos a ver qué pasa”. Muchas veces cuando uno toma un material por encargo hace eso: reconstruir y poner lo que falta. Si le encontrás lo orgánico, va a quedar en tu organismo y vas a poder escribirlo. De lo contrario, va a ser un material definitivamente artificial y el cuerpo va a tender a expulsarlo. No lo podrás terminar –como me pasó con “Los días de la Comuna”- o lo terminás y resultará una cagada, que es la otra posibilidad (risas). Uno manipula a veces material artificial y fabrica una muela muerta, y son los actores después lo que se esfuerzan por darle vida. Es la distinción que hace Peter Brook entre teatro vivo y teatro muerto. En el teatro de hoy se estrena mucho cadáver. El teatro está lleno de muertitos. Lo que hacen resignadamente los actores y los directores es esforzarse en mover a este cadáver para que parezca que está vivo. Una rara versión del teatro de objetos: mueven el cadáver de manera que aparente cierta vida. Lo curioso es que muchas veces el público se lo cree (risas).

-La certeza de que se trata de un cadáver, ¿se tiene desde el comienzo?
-No, esto es como en la pareja: hay que darle un tiempo. El tiempo normalmente implica llegar al estreno. Después llegás a la conclusión de que no funcionó. Confieso que varias veces estuve a punto de cortar en el altar. Varias veces me planté y dije: “Yo retiro la obra y se van todos al carajo”.  No es porque no me guste lo que hace el director, sino por otra cuestión que me resulta aborrecible: el actor y el director que trabajan por encargo. Esa sensación de falta de compromiso... Este deseo mío de dirigir se relaciona también con mi convicción de que en este siglo la dirección no ha sido otra cosa más que la dramaturgia llevada al espacio. Antes del siglo XX, el director era un agente de tránsito: vos vení para acá, ponete allá, no te olvides la letra, decilo más rápido... Recién en el siglo XX aparece el director creativo que instala sobre el espacio su propio discurso. Ello supone la aplicación de ciertas leyes que la dramaturgia tiene manyadas desde hace siglos. Cuando decís: construcción de discurso, sostenimiento de la acción, eso es trabajo de la dramaturgia. Es una dramaturgia a la que se le ha dado el nombre de dirección. Una dramaturgia del espacio. Tengo muchas ganas de trabajar sobre esa hipótesis. Salga pato o gallareta. No digo que tengo la vaca atada ni que esto me vaya a salir. Tengo ganas de trabajar asumiendo este riesgo: lo que estoy haciendo no es dirección, sino dramaturgia de la luz, de la música... Todo lo que construye discurso es parte del campo de la dramaturgia. Hace poco una actriz española de paso por la Argentina ofrecía dar clases de strip-tease. Me pareció extraordinario: yo haría sin duda un curso de dramaturgia del strip-tease. Si consigo convencer a mi esposa del objetivo pedagógico, claro (risas). Creo que el strip-tease es perfectamente indagable desde el punto de vista de la dramaturgia. Ella hablaba del “punto de tensión”, la “alusión”... Y esos conceptos responden a una fenomenología poética. Recuerdo que me dijo en una charla: “El mejor strip-tease es el que menos muestra y más calienta”. “El mejor strip-tease es aquél en el que el hombre o la mujer salen creyendo haber visto algo que en realidad no vieron”. Salen diciendo “qué cuerpo” cuando en realidad sólo vieron su alusión, la insinuación de los valores de ese cuerpo. Un texto dramático es eso: un discurso alusivo a un argumento que el espectador no ve pero debe imaginar. La mejor obra es aquélla que cuando terminás de verla te deja imágenes de un mundo enorme, cuando en realidad todo transcurrió en un pequeño universo cerrado. Cuando ves “El zoo de cristal” de Tennessee Williams lo único que ves es un viejo living en un viejo departamento barato en Saint-Louis en los años 30. Sin embargo Williams te hace ver todo: el lugar donde trabaja Tom, la escuela donde Laura vomita sobre el teclado de la máquina de escribir por los nervios que le provoca su timidez, ves al padre viajando por el mundo, ves a los pretendientes de la madre. Es un sistema alusivo, como el strip-tease: el que menos muestra y más calienta. Si Tennessee Williams hubiese transformado “El zoo de cristal” en una obra épica, y hubiese mostrado todos esos ámbitos y esos personajes, habría reducido su poética a un sistema mucho menos expresivo. Por eso me interesa el teatro de objetos: aplicar las leyes de la dramaturgia a los objetos es equivalente a la dirección. Los que me hacen ver todos los días esa relación entre dramaturgia y dirección son mis alumnos: Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Federico León y tantos otros autores-actores-directores que, tomando el modelo Bartís de los 80, se dijeron: “No hay que esperar un carajo, hay que montar los espectáculos”. Descubro que generan un mundo de una potencia expresiva que, si imagino esas obras puestas por otro director, nunca se conseguiría. Lo he aceptado como una nueva verdad: seguramente parte de la felicidad en la vejez es el poder aceptar cosas nuevas.


NOTAS

1. Teatro I y Teatro II, publicados por Ediciones Corregidor, con estudio preliminar de Osvaldo
Pellettieri, respectivamente en 1993 y 1999. Volver
2. Sobre Humberto Rivas véanse los homenajes de Alejandra Mendé y Julio Azzimonti en La Juntaluz. Letra y Arte, a. III, n. 13 (2000), pp. 12-13. Volver
3. Los textos citados de la “Reseña autobiográfica o algo por el estilo” remiten a Mauricio Kartun, Escritos 1975-2001, Universidad de Buenos Aires, Centro Cultural Ricardo Rojas, Los Libros del Rojas, 2001, compilación y prólogo a cargo de J. Dubatti. Volver
4. Sobre la categoría de “teatro de re-localización”, véase Jorge Dubatti, “Buenos Aires, la globalización y el teatro del mundo”, en su Nuevo teatro, nueva crítica (comp.), Buenos Aires, Atuel, 2000, pp. 47-59. Volver
5. Mauricio Kartun, “Temas de dramaturgia” y “Una conceptiva ordinaria para el dramaturgo criador”, en su Escritos 1975-2001, edición citada. Volver
6. Programa de mano correspondiente al estreno de “Rápido nocturno” en el Teatro San Martín de Buenos Aires, temporada 1998. Volver
7. Véanse los cuatro artículos de Kartun incluidos en la Sección “Sobre cultura popular” del libro citado Escritos 1975-2001. Volver

* Publicado en la colección Dramática Latinoamericana de Teatro/CELCIT
** Publicada en la revista Teatro CELCIT N° 9-10/1998

 

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