MAURICIO KARTUN:
DRAMATURGO, DOCENTE Y COLECCIONISTA DE VIEJOS PAPELES
Por Jorge Dubatti
INTRODUCCIÓN
La producción dramática y el modelo pedagógico
de Mauricio Kartun (San Martín, provincia de Buenos Aires,
1946) constituyen referencias fundamentales en la historia del teatro
argentino de las tres últimas décadas.
Esbozaremos a continuación una sinopsis
biográfica. Con poco más de veinte años, a
fines de los 60, Kartun inicia su formación como actor, junto
a Augusto Boal, y como director, con Oscar Fessler. También
asiste a los cursos sobre dramaturgia en las postrimerías
de Nuevo Teatro, donde toma contacto con la preceptiva tradicional
del manual de Lajos Egri.
En los 70 emprende el camino de dramaturgo con
tres textos que más tarde decide no incluir en su Teatro
completo (1): Civilización...
¿o barbarie? (en colaboración con Humberto Rivas,
1974) (2), Gente muy
así (1976) y El hambre da para todo (1977),
en las que pone en juego lo aprendido junto a Boal y sus lecturas
del Organon de Bertolt Brecht. En su Reseña autobiográfica
o algo por el estilo, Kartun recuerda sus primeros pasos como
autor con estas palabras: La Argentina vive épocas
vibrantes. Por la militancia y el teatro abandono el Abasto. Un
tiempo de enorme plenitud. Escribo algunas notas sobre cultura popular
para la revista Crisis, que dirige por entonces Eduardo Galeano.
Compongo letras de canciones para Los hijos de Fierro,
la notable película de Pino Solanas. Son horas de una dramaturgia
de urgencia que responda con rapidez periodística. Estreno
mi primera obra en eufóricos circuitos barriales: Civilización...
¿o barbarie?, en colaboración con Humberto Rivas,
y dirigida por Armando Corti. Luego llegarían Gente
muy así -segundo trabajo de nuestro Grupo Cumpa- y
El hambre da para todo, pero para entonces el país
ha cambiado de clima (3).
En el contexto de la dictadura y frente a las condiciones hostiles
de un campo intelectual achicado por las presiones del poder político
de facto, Kartun busca continuar su tarea dramática y se
inscribe en un taller de dramaturgia dictado por Ricardo Monti.
Los estudios
con el autor de Una noche con el Sr. Magnus e hijos
marcan la revelación de otra manera de concebir la escritura
teatral. Fruto de esta nueva concepción serán Chau
Misterix (1980), La
casita de los viejos * (Teatro Abierto 1982) y Cumbia
morena cumbia (Teatro Abierto 1983), tres piezas que hoy siguen
representándose en escenarios de todo el país.
En 1987, bajo la dirección de Jaime Kogan,
Kartun estrena Pericones, en el Teatro San Martín.
Más allá de las discusiones en torno de la puesta
de Kogan, el episodio de pasaje por el máximo teatro oficial
de la Argentina marca su consagración como autor.
A mediados de los 80, Kartun inicia su labor como
formador de dramaturgos y poco a poco se constituirá en uno
de los maestros más importantes de las nuevas generaciones.
Coordinando un grupo de autores jóvenes
en Teatro Abierto me descubro maestro recuerda Kartun en la
citada Reseña autobiográfica- (...) Voy
pergeñando una metodología, o una estrategia por lo
menos, que parece dar buenos resultados. Teniendo que enseñar
empiezo
por fin a aprender.
Autores tan diferentes como Daniel Veronese, Patricia
Zangaro, Rafael Spregelburd, Lucía Laragione, Alejandro Tantanian,
Federico León, Marcelo Bertuccio, Marta Degracia y muchísimos
otros reivindicarán más tarde su paso formativo por
los talleres de Kartun.
En 1988 estrena una de sus obras más importantes,
El partener, y poco antes concreta su primera experiencia
como director: El clásico binomio, de Rafael
Bruzza y Jorge Ricci, con el equipo de
Teatro Llanura, en Santa Fe.
Por encargo del Teatro Nacional Cervantes escribe
una adaptación de Las aves de Aristófanes,
que finalmente se estrena en 1991 en el Teatro del Pueblo con dirección
de Villanueva Cosse, bajo el título de Salto al cielo.
De ese mismo año es Sacco y Vanzetti, Dramaturgia sumaria
de los documentos sobre el caso, que en versión corregida,
a diez años de su estreno mundial, se incluye en el volumen
que epilogamos.
Un proyecto en el que creía poco y
del que me convenció el incansable Jaime Kogan escribe
Kartun en su citada Reseña autobiográfica-.
Enorme premio de crítica, público y recaudación.
La sala comercial de la calle Corrientes se llena de vivas a la
anarquía y puteadas a los jueces. Versiones muy exitosas
luego en Estados Unidos, en Montevideo, y unas cuantas ciudades
del interior. Cerrando el círculo acaba de publicarla en
Italia, y en su idioma, la Revista Sipario (2000).
La década del 90 suma a la trayectoria de
Kartun un intenso trabajo como versionista o adaptador: Corrupción
en el palacio de justicia (1992), de Ugo Betti, para el director
Omar Grasso; Volpone * (1994) de Ben Jonson, y El
pato salvaje * (1998) de Ibsen, para -y con- el director David
Amitín, ambas en el Teatro San Martín.
Sus nuevas obras plantean una variante de producción:
la escritura en colaboración. Son Lejos de aquí
(1993, con Roberto Cossa) y La comedia es finita (con
Claudio Gallardou, 1994). A este momento pertenecen también
las canciones de Arlequino (espectáculo de La
Banda de la Risa) y Aquellos gauchos judíos (obra
de Ricardo Halac y Roberto Cossa).
La labor pedagógica de Kartun comienza a
extenderse fuera y dentro de la Argentina. Crea junto a Roberto
Perinelli la carrera de Dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte
Dramático. Enseña Creación Colectiva en la
Escuela Superior de Teatro de la Universidad Nacional del Centro,
en Tandil. Dicta la Cátedra de Dramaturgia en la Escuela
de Titiriteros del Teatro San Martín, de la que en 1995 surge
La leyenda de Robin Hood *, obra para muñecos
y actores, en colaboración con Tito Lorefice.
De la segunda mitad de los 90 son dos obras breves
(Como un puñal en las carnes, aún sin
estrenar, y Desde la lona, incluida en el ciclo Teatro
Nuestro, surgido de la iniciativa de Carlos
Carella) y una larga: Rápido nocturno, aire de foxtrot
** (Teatro San Martín, 1998, dirección de Laura Yusem).
Entre sus últimos trabajos se cuentan la
adaptación de Los pequeños burgueses de
Máximo Gorki (estrenada en el San Martín en 2001)
y la pieza El niño argentino (Beca Antorchas
1999, sin estrenar aún).
El lugar de Kartun en el campo teatral argentino
se objetiva también en la serie de distinciones que ha obtenido:
Primer Premio Nacional de Dramaturgia, María Guerrero, Konex,
Trinidad Guevara, Fondo Nacional de las Artes, Asociación
de Cronistas del Espectáculo, Prensario, Argentores, entre
otros muchos.
POÉTICA E IDEOLOGÍA
La obra de Mauricio Kartun es sintomática de las nuevas condiciones
estéticas, ideológicas y de producción de la
dramaturgia occidental en el fin de siglo. El teatro de Buenos Aires
funciona como una región del vasto mapa del teatro de Occidente
y está estrechamente conectado con el mundo. El campo teatral
de Buenos Aires es sincrónico con el de las grandes capitales
teatrales y la dramaturgia de Kartun manifiesta las señales
de esa sincronicidad local. Desde al menos quince años, el
teatro argentino muestra -con la singularidad periférica
propia de algunos países latinoamericanos- los rasgos de
la crisis de la modernidad que definen la entrada de la cultura
occidental en el siglo XXI. Ya se llame a este período posmodernidad
o segunda modernidad (de acuerdo con la precisión que da
a estos términos el pensador Néstor García
Canclini), la producción de Kartun lo representa cabalmente
a través de una actitud de resistencia crítica
y una poética de re-localización de materiales
de la identidad cultural argentina (4).
Esta toma de posición, que es fundamento de valor del teatro
de Kartun, equilibra lo bueno y lo malo de la modernidad pasada
con lo bueno y lo malo de la posmodernidad presente. Como muchos
de los principales teatristas
argentinos de hoy (Roberto Cossa, Eduardo Pavlovsky, Griselda Gambaro,
Ricardo Bartís, Rubén Szuchmacher, El Periférico
de Objetos, por sólo citar algunos nombres ejemplares), Kartun
no propone ni una idealización del pasado acompañada
del rechazo absoluto del presente ni un optimismo acrítico
y trivial frente a las nuevas condiciones del orden mundial. Por
el contrario, encuentra en su obra un equilibrio: hace suya la crítica
a la modernidad (madre de totalitarismos, horrores y muros), pero
también defiende aquellos aspectos que, como la utopía
de modelos sociales igualitarios y la lucha política, no
deben ser abandonados de ninguna manera.
Esta posición de resistencia crítica,
propia de la segunda modernidad, ubica la poética de Kartun
en una actitud paradójica, y acaso éste sea uno de
los aspectos más fascinantes y de mayor productividad del
teatro argentino y occidental actual. La paradoja radica en la integración
o combinación de elementos a primera vista contradictorios
y, sin embargo, felizmente compatibles en la figura del apareo
o la transformación de dos elementos en un tercero (5).
Por un lado,
en lo formal, la dramaturgia de Kartun es una ratificación
del cuestionamiento del valor estético de lo nuevo.
Kartun vuelve sobre el pasado y recupera el teatro de texto, cree
firmemente en la palabra dramática y en la estructura narrativa
de base tradicional (lo que él llama, retomando un término
común en el campo teatral de Buenos Aires, el cuentito)
aunque enriquecida por las
múltiples experiencias del teatro de las últimas décadas;
busca sus modelos de escritura en el regreso a poéticas de
muchas décadas atrás, incluso decimonónicas,
y rescribe poéticas del pasado mediato e inmediato, como
el melodrama social o el teatro documental, dando cabida en su universo
ficcional a los marginales, a los subyugados por la injusticia y
el abuso de poder, al mundo de los trabajadores más humildes,
a los hombres ligados a la cultura de la pobreza; se solidariza
con los movimientos regionalistas que reelaboran formas de la cultura
popular más bajas o marginales y
muy específicas de una práctica acotada geográficamente
(el chiste, la música, la narrativa folclórica, la
oralidad del habla y el gestus social del hombre común, sus
encarnaciones de una visión de mundo localista). Kartun estiliza
(sin que esto implique amaneramiento o afectación intelectualizantes)
ciertas zonas de la cultura popular argentina resignificándolas
en una búsqueda poética propia, estrechamente ligada
a la memoria del mundo de su infancia y del barrio. En las
tensiones entre globalización y localización, Kartun
produce una dramaturgia de re-localización de definida identidad
regional. La ideología estética que justifica estas
opciones ha sido sintetizada por Kartun con lúcidas observaciones
incluidas en el texto del programa de mano de Rápido
nocturno: escribir dramaturgia es "hacer cosas con palabras
viejas", con la "mezcla de desechos", con "palabras,
imágenes, procedimientos y géneros cuya característica
excluyente ha sido la inutilidad, el anacronismo" (6).
Pero, por otro lado, y aquí se articula
lo paradójico, Kartun sigue creyendo en lo nuevo
como pulso que hace avanzar la historia y rescata así un
valor esencial de la modernidad: la necesidad de la utopía
como motor del deseo, la creencia en la política como posibilidad
de encauzar las aspiraciones de progreso y justicia del hombre,
la necesidad de construir un mundo mejor o mejorable a partir del
ejercicio de la crítica y el cuestionamiento de lo insatisfactorio.
El teatro de Kartun transmite una contundente sensación de
esperanza en el futuro, de creencia de que el hombre todavía
puede encontrar los mecanismos para construir un lugar en el mundo
que haga más digna la vida. En esto reside también
la singularidad de su recuperación del melodrama social o
el teatro documental: Kartun se las ingenia para mantener viva,
de una manera sutil e inteligentísima, la categoría
de personaje positivo del viejo teatro político,
liberándolo de los esquematismos escolares y dogmáticos
que hoy resultan intolerables. Neutraliza el efecto paralizante
del viejo maniqueísmo del realismo socialista pero preserva
para su teatro la capacidad de discernir buenos y malos
según cuestión de grados o intensidad, ya sea a través
del comportamiento ético, de la violencia o de los principios
humanistas que encarnan sus personajes. Una de sus estrategias es
ir cargando de sentido positivo la figura de evidentes antihéroes
marginales (por ejemplo, la Gallina y el Chapita de Rápido
nocturno) y exponer la violencia y la brutalidad (física
e ideológica) de los que tienen el poder (Cardone). La construcción
de una casita en un barrio remoto, con un pequeño jardín
adelante, es el símbolo de la discreta pero real, feliz floración
de la utopía en un mundo hostil e injusto. Es el símbolo
de que se puede encontrar un lugar social para la preservación
del "uno mismo", para la creación y la autonomía,
para la construcción pacífica de una identidad
en otros espacios existenciales alternativos al poder. De esta manera
Kartun está practicando un nuevo teatro político,
contra las afirmaciones de la muerte de la historia
y la muerte de las ideologías que hace circular
el neoliberalismo o capitalismo autoritario. Nuevo teatro político
no partidario, que encuentra su instrumento más eficaz en
el sortilegio (la palabra es de
Kartun) de la poesía.
Mientras la experiencia de la vida contemporánea
se empeña en demostrar que nada tiene sentido y que el principio
de realidad se ha quebrado, Kartun elige el teatro como espacio
de construcción de sentido. Y elige contar historias pequeñas,
laterales, aparentemente insignificantes si se las considera contrastivamente
con lo macro o lo super de la globalización.
Sucede que, para Kartun, en el arte teatral lo menos es más".
Detenerse en la dimensión poética de una historia
pequeña, de esas que no parecerían interesar a nadie,
implica en Kartun una elección significativa: el rechazo
del fluir sin sustancia de la televisión, la oposición
al avance de la estupidez y la frivolidad, a la transparencia
del mal (Baudrillard) que de tanto ver no deja ver nada, el
repudio a un mundo de noticias pero sin acontecimientos, al asesinato
de la realidad, la negativa frente al avance de la cultura
del olvido y la pauperización del humanismo en la sociedad.
Para Kartun lo menos es más porque significa
volver al sentido de lo humano.
ENTREVISTA
Reproducimos a continuación
una entrevista con Mauricio Kartun que realizamos en el Centro de
Investigación de Historia y Teoría Teatral (CIHTT, Centro Cultural
Rector Ricardo Rojas, Universidad de Buenos Aires) el 30 de agosto
de 2000.
-
Quiero proponerte como eje de la entrevista una aproximación polimórfica
hacia una definición de la identidad estética de tu teatro, de su
singularidad poética, a partir de procesos, métodos, la formulación
de conceptos abstractos y generales y el análisis de casos particulares.
¿Hay un método de composición al que recurrís sistemáticamente para
escribir? ¿Hasta qué punto ese método garantiza la creación?
-El método no garantiza en sí mismo la creación. Sólo
apunta a trabajar sobre una zona que la preceptiva normalmente ha
dejado de lado. La preceptiva tradicional piensa el texto como una
organización, como ingeniería. Suele decirse de un buen texto que
tiene “buena carpintería” o “buena arquitectura”. Se habla mucho
de los parámetros organizativos, tal vez porque la observación siempre
se ha hecho desde el campo de la crítica y no desde adentro de la
producción misma. Con los años de trabajo como dramaturgo y maestro,
y en deuda con mi formación con Ricardo Monti a fines de los 70,
me empezó a deslumbrar la posibilidad de trabajar no sobre el campo
organizador del texto sino sobre el campo generador de sus imágenes.
Descubrí que lo difícil en la escritura teatral no es la capacidad
de organización, porque ésta puede responder a parámetros más o
menos aprendidos como la receta de la “pieza bien hecha”, o los
innumerables libros de dramaturgia que han generado los Estados
Unidos. De esa vasta producción bibliográfica de manuales sólo nos
llega a Buenos Aires un cinco por ciento, pero si echan un vistazo
en internet van a descubrir que hay más de doscientos títulos de
manuales de dramaturgia de este origen. Esos manuales proveen sólo
un conocimiento técnico, de estructura. Yo sentí que nadie trabajaba
sobre aquel otro campo, realmente complejo: cómo concebir internamente
un mundo imaginario, de manera tal de poder bajarlo a su soporte
natural, que es la palabra registrada en el papel. Toda mi búsqueda
se ubica en el campo de la imagen, de la percepción. El campo de
la generación de imágenes y sus sistemas de percepción. Después
del 78 toda mi obra está ligada a ese fenómeno: la imagen, la capacidad
de imaginar y concebir una pieza, de percibirla con todos los sentidos.
El fenómeno de la palabra escrita como una forma de registro sensible
de eso que previamente sucede en mi cabeza.
-¿Qué
diferencia plantea esta metodología respecto de la tradicional?
-Alguien que no escribe teatro puede
pensar de esto que estoy diciendo: “Siempre se escribe así: algo
que primero se imagina y después se lo escribe”. Sin embargo no
es así, buena parte de las obras teatrales que uno lee están escritas
con un procedimiento diferente: el autor no imagina: razona, entiende.
Es decir: no imagina palabras con su oído imaginario sino que su
intelecto se pregunta en oportunidad de cada parlamento qué diría
este personaje frente a cada situación y es la razón la que se lo
contesta. En líneas generales esto da como resultado un teatro retórico,
que ha dominado y domina la abrumadora mayoría de la producción
teatral de todos los tiempos. Un teatro generado desde un lugar
del razonamiento, desde una estrategia monótona: preguntarse a cada
momento racionalmente cómo lo diría fulano... La inteligencia entrega
distintas hipótesis y el dramaturgo elige entre ellas y las ubica
en su texto a través de una estructura. Siempre he trabajado y he
enseñado a trabajar de una manera distinta: sin intelectualizar,
imaginando, concibiendo imágenes que se transforman en un movimiento
constante merced a su propio campo de conflictos, a su propia condición
dialéctica.
-¿Cuáles
son, entonces, los pasos a seguir?
-Como en un sueño o cualquier fantasía
vulgar, improviso imaginariamente, y registro en un papel esa improvisación
imaginaria. Una acción que crea una corriente fluida de escritura.
Si alguna vez a alguien se le ocurriese preguntar por qué en mis
talleres hay tanta producción, debería contestar que no se debe
a otra cosa sino a esto: a permitir entender cuál es el sistema
de fluencia de la imaginación y a la capacidad para, simultáneamente,
poder registrar esas imágenes. Naturalmente en mi obra siempre hay
elaboración y reelaboración, pero todo nace exactamente de lo mismo:
del oído y la mirada, de la actividad de todos los sentidos.
-Bajemos
esta concepción general a un caso de escritura en particular. ¿Así
escribiste “Rápido nocturno”?
-Sí, absolutamente. Siempre parto de una imagen. En el caso
de “Rápido nocturno” también fue así. En los años 70 yo trabajaba
en la Sala Argentina, en este mismo edificio del Centro Cultural
Rojas, que era la sede de cultura de la Universidad. Fue el momento
en que la Universidad fue intervenida y subió el tristemente célebre
Otalagano, y con él la Ley de Prescindibilidad. Te daban una patada
en el culo y no podías trabajar en nada que tuviera que ver con
el Estado. En ese momento teníamos un espectáculo en la sala, y
nos quedamos sin él, sin el vestuario, sin utilería, sin nada, porque
durante mucho tiempo el edificio quedó cerrado. Recuerdo que mi
primera entrada a la sala tras la intervención fue rodeado por dos
guardaespaldas que decían: “Nosotros no nos hacemos cargo de lo
que pueda pasar aquí... esto está lleno de cazabobos”, refiriéndose
a supuestas bombas escondidas... ¡Mirá el mito que se había creado
con respecto a la Universidad! Cuando quedo prescindible me tomo
forzadamente un par de añitos sabáticos, que a decir verdad –siempre
buscando la ventaja en la desgracia-, para mi producción y mi vida
misma fueron de una enorme utilidad. Hice lo que antes no había
podido hacer: empecé a estudiar y a producir en una autogestión
formativa rigurosa. Me tomé dos años para ver todo el cine que podía
y leer todo lo que alcanzaba a conseguir en mesa de saldos y bibliotecas.
Una de las cosas que hice también en esos dos años fue escribir
canciones. Entre esas una, abrochada a un recuerdo de mi infancia:
un guardabarrera que fue en mi barrio un verdadero personaje mítico.
Se decía de él que en las noches su casilla se transformaba en un
aquelarre orgiástico a la que los niños no debían acercarse. Se
llamaba Palermo y aseguraban que no perdonaba nada: casadas, solteras,
mucamas del barrio... “Cuidate de Palermo..." se le decía a
las chicas... El “Matadero”, le batían a la casilla (risas). “El
Matadero de Palermo”. Para nosotros, chicos de doce o trece años,
se había transformado en algo prohibido y apasionante. Le hacíamos
de noche la pasadita y tratábamos de mirar para adentro de la casilla
para ver qué espiábamos. Hoy creo que en realidad no pasaba absolutamente
nada, pero en ese entonces tenía una fama extraordinaria. En los
70 escribí una canción sobre El Matadero de Palermo.
-¿El
origen de la obra está en esa imagen infantil?
-Exacto. Las imágenes son semillas.
Cuando uno las indaga es como si las plantara. Uno crea un campo
imaginario donde siembra esa semilla que empieza a crecer sin control.
Hago a veces ejercicios muy curiosos con esto. Estoy dando una clase
y tomo un tema, una imagen cualquiera, y la empiezo a pelotear con
los alumnos. Lo raro es cómo esa imagen queda luego arraigada: me
pongo luego a escribir y me aparece. Esa semilla conformó en mi
imaginario un nudo de sentido. Y creó a la vez un campo que ahora
opera en mi cerebro y no puedo descartarlo. Bien, así esa simiente
de la casilla del guardabarrera estuvo en mi cabeza hasta que prendió.
Un día iba por la calle Beiró, y en el cruce de un paso a nivel
veo una casilla de guardabarrera. El azar detona cosas. Pensé: “Qué
bueno sería una pieza cuyo espacio fuera el interior de la casilla
de un guardabarrera, y cuyos tiempos internos estuviesen marcados
por el paso de distintos trenes”. En los últimos años me han seducido
mucho los espacios muy pequeños, me parece que tienen una teatralidad
que obliga a centrar la mirada en el actor. Recortar, segmentar
un espacio y trabajar sobre el fragmento de manera tal que el campo
expresivo más grande sea el de un cuerpo emocionado. Las imágenes
de esa pequeña casilla y su guardabarrera empezaron a desarrollarse
en mi imaginación y anoté algunas líneas. Imágenes sueltas, la mayoría
de ellas no quedaron más tarde en la pieza. Dos hombres, amantes
de una misma mujer, mean contra un paredón y se espían disimuladamente
sus respectivos tamaños... Un guardabarrera con mucha tos del pucho
y una voz muy ronca... Un hombre de cincuenta años, con una muchacha
que todavía no llega a los treinta, que va invariablemente a esa
casilla de guardabarrera todos los sábados. De pronto surgió la
llegada del marido, imagen nacida de una película de Dustin Hoffman
y Gene Hackman sobre dos tipos que se conocen en una ruta. Hoffman
está haciendo dedo con un paquete todo manoseado que le lleva de
regalo a su hijo, al que no ve desde hace meses. Está viajando a
dedo, cruzando todo Estados Unidos, para llevarle un regalo al chico.
El regalo está hecho pelota. Saco muchísimas imágenes de la literatura
y el cine, parasito mucho las cosas que voy viendo y leyendo. Ese
fue el campo. Anoté imágenes y empecé a escribir diálogos.
-¿Y
la elección del tono lingüístico?
-Cuando empecé con los diálogos se
me instaló en el oído algo que ya traía de una pieza anterior, “Desde
la lona”. “Rápido nocturno” está escrita con la prestigiosa “sintaxis
Carlitos”: la sintaxis de mi mecánico, el que me arregla el coche
(risas). Para mí es una especie de milagro la articulación del lenguaje
que él consigue gracias a una extraordinaria economía. Un ejemplo:
le pregunto cómo quedó el coche tras un arreglo y puede contestarme
por ejemplo: “Milagro. Mar del Plata cuatrocientos kilómetros su
ruta”. Claro, todos entendemos lo que quiere decir: “Es un milagro,
quedó bárbaro, así que salí a la ruta tranquilo y hacé tu viaje
de cuatrocientos kilómetros sin temor que el coche está genial”.
Un día descubrí que esa sintaxis tenía una voluntad poética de una
enorme sonoridad popular, en lo rítmico y lo verbal. Alguna vez
escribiendo sentí que me surgía esa sintaxis Carlitos y que me resultaba
muy rendidora, porque me permitía administrar el lenguaje de una
manera muy particular. Carlitos ve pasar un auto descomunal y sólo
te dice: “Belleza”. El desafío del teatro es un desafío de condensación.
El habla teatral es un bonsai del habla real. No es el habla cotidiana
sino su tratamiento condensador. En el teatro siempre debe haber
concentración, es inconcebible llevar a escena la dimensión del
diálogo natural. He admirado mucho ese poder de síntesis en las
obras de Armando Discépolo. El ejemplo más claro de ese poder en
el diálogo está en “Babilonia”, una pieza que me apasiona. Se subtitula
“Una hora entre criados” y sus espectadores creen ilusamente haber
escuchado el diálogo lineal de un conjunto de personajes durante
una hora auténtica. Sin embargo la pieza es el jarabe, el condensado,
de diez horas o más. Y Discépolo es su destilador. Muchas veces
trabajo en los talleres con fragmentos de las obras de Discépolo
para ver este fenómeno. Hay un pequeño dialoguito que tienen dos
mucamas mientras están arreglando la mesa, una española y una criolla.
Vienen de una escena muy alta, de mucho dramatismo, y de pronto
están poniendo la mesa y la española le dice a la otra, cito de
memoria: “¿Qué, no has querido? Mentira, sí que has querido. ¿Amor,
verdad?”. La otra calla y la española le dice: “Amor”. “¿Señorito,
verdad?”. La otra calla. “Claro, señorito”. “¿Perro, no?”. La otra
calla y la española concluye: “Perro como todos”. La que estaba
callada dice ahora: “Me tuve que venir a Buenos Aires”, y la española
agrega: “Y yo me vine a América”. Son sólo una veintena palabras.
Discépolo consigue contar en ellas la historia de esas dos mucamas.
Es como el minicuento de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”. Siete palabras. Condensación de
sentido. Creo que ese diálogo de Discépolo merecería recortarse
y ser considerado como la obra más breve del mundo. Ese nivel de
condensación es el desafío que tenemos siempre los dramaturgos.
-Se
podría conectar este mecanismo de la imagen con la elaboración de
la intuición y lo irracional que instalan las vanguardias a comienzos
del siglo XX, o con los procedimientos de creación de directores
como Tadeusz Kantor. ¿Incorporás a la escritura estrategias que
provienen de la dirección o la puesta en escena?
-No.
Creo en un campo imaginario cercado por los límites sensatos de
una futura representación teatral, pero que al ser percibido con
los sentidos no da cuenta de un escenario. Es decir: si imagino
un personaje bajo la lluvia imagino lluvia, nunca imagino una resolución
escénica utilitaria. Nietzsche dice algo que se ha convertido para
mí en una verdad sagrada alrededor de la cual he construido todas
mis obras: "Si el trabajo del poeta es ver a su alrededor una
multitud de seres alados, el trabajo del dramaturgo es, además,
el de convertirse en ellos". No solamente como el poeta miro
a mi alrededor una multitud de personajes sino que tengo además
la compulsión travesti de meterme en ese cuerpo. Escribo desde el
cuerpo de los personajes, de los personajes y no desde los actores.
No me gusta pensar en los actores cuando escribo, salvo cuando hago
dramaturgia en el espacio y trabajo con el actor mismo, cuando lo
instalo como signo. El diálogo no tiene que referir lo que pasa
sino que ese acontecimiento debe estar en el cuerpo del escritor.
No se trata de hacerle decir “Qué frío” sino de escribir con frío,
porque si escribo con frío esa temperatura va a imprimir en el diálogo,
la escritura va a dar un resultado diferente a si escribo, por ejemplo,
con la sensación de calor. Si ahora estuviéramos acá en enero yo
estaría hablando de otra manera. Estaría molesto, mi cuerpo estaría
dando cuenta de otra sensación de la que tengo. Hay algo en la sensorialidad
que determina las acciones y el comportamiento de los personajes.
Cuando releo mis obras observo que muchas son “de temporada”, algo
que los lectores no advierten: sé que esta obra es muy calurosa,
o esta otra es de cagarse de frío... porque mientras escribía sentía
eso. Lo provoco imaginariamente porque sé que eso me da un alto
grado de verdad en la escritura.
-Volviendo
a la pregunta inicial: ¿podrías intentar una definición de la singularidad
estética de tu teatro?
-Creo que un rasgo central es la aceptación
del lenguaje popular como materia prima. Hay excepciones: “Salto
al cielo”, “Sacco y Vanzetti”, que implican otro tipo de trabajo.
Pero si tengo que considerar las obras que siento como más entrañables
y cercanas a mi intimidad estética, su singularidad pasa por mi
gusto por los personajes populares, por su habla y por la posibilidad
lírica que el habla popular presenta, sin que esto, claro, la convierta
en costumbrismo, que es el riesgo que se corre en estos casos.
-En
el programa de mano del estreno de “Rápido nocturno” hablás de hacer
cosas nuevas con “palabras viejas”. Es decir, partir de los desechos
pero para transformarlos en algo distinto. ¿Esa sería otra de las
diferencias con el costumbrismo?
-El costumbrismo toma el habla popular sin voluntad poética. Sólo
le interesa la verosimilitud. El costumbrismo busca la verosimilitud
tratando de copiar cómo habla la gente, cómo se comporta la gente
y cuáles son sus costumbres. Lo que a mí me interesa en cambio es
tomar las costumbres y el habla de la gente en una búsqueda de distorsión
poética que las transforme en otra cosa. Observación obscena, descubrimiento
de zonas contracostumbristas. El objetivo es que el lenguaje adquiera
una dimensión distinta, literaria, merced a un tratamiento sobre
él. A un procedimiento.
-¿Cuáles
serían esas obras que llamás “más entrañables”, las más cercanas
a tu proyecto creador?
-“El partener”, “Rápido nocturno”,
“Desde la lona”, “Pericones”, “La casita de los viejos”, “Chau Misterix”,
“Cumbia morena cumbia”. Otras obras, como “Salto al cielo” y “Sacco
y Vanzetti”, implican otro tipo de trabajo sobre materiales anteriores
a mis imágenes.
-Retomando
esta doble relación de registro y desviación poética de lo popular,
¿podemos centrarnos en otro caso dentro de tu obra? Por ejemplo,
“Chau Misterix”.
-Ahí tomo el habla de los chicos que conocí en mi infancia. El habla
de mi propia infancia. El procedimiento técnico es lo que llamo
una “bisociación”. El apareo fantástico de una imagen con otra.
Para escribir algo siempre necesito de esos apareamientos, lo polar,
dos cosas diferentes que al unirse generen la hipótesis de una tercera.
Ninguna obra me surge de una sola imagen, sino de esa imagen apareada
con otra o con una idea. En el caso de “Chau Misterix” el apareo
fue de las imágenes sonoras de la infancia –el diálogo, para mí,
es imagen sonora- con la estructura de las historietas que yo leía
cuando era chico. Incluso trabajé imaginariamente con el color de
las historietas de mi infancia. En la primera edición de “Chau Misterix”
se incluyó el texto según su primera redacción y ahí figura lo primero
que escribí de esta pieza, la descripción del ámbito: “Un espacio
donde los colores se superponen como en la mala impresión de una
historieta”. Ahora las historietas tienen una impresión de puta
madre, pero en los 50 se imprimían los colores sucesivamente y muchas
veces las plantillas se corrían y esos colores se superponían. El
trabajo con esta imagen de los colores superpuestos de la historieta
debe haberle impreso algo seguramente al tono de la obra.
-¿Y
en el caso de “El partener”?
-Yo venía de estrenar “Pericones” en el San Martín y algunos directores
habían empezado a darme bola como a alguien que se le animaba a
los textos de gran formato –en general los autores le rajan a los
textos grandes-. Omar Grasso me había propuesto que hiciera una
adaptación de “Los días de la Comuna” de Brecht para el San Martín.
Omar tenía muy claro lo que quería y contaba con el visto bueno
de Kive Staiff. En ese momento yo estaba capturado por la fascinación
del deseo del otro: sos un autor nuevo, viene un director profesional
y te dice que le gusta cómo escribís, que quiere que escribas para
el San Martín y vos te sentís atrapado en tu narciso, no podés decir
que no. Y no importa que no sepas escribir lo que te pide. Me puse
a trabajar en la adaptación a partir de sus indicaciones muy específicas
y lo que me estaba saliendo era espantoso, pocas veces he escrito
una cosa más fea y artificial, que tuviese tan poco que ver con
mi mundo. Omar me llamaba todos los días a mi casa y me recordaba
el compromiso con el San Martín, que ya estaban elegidos los actores...
Grasso ya tenía todo listo y yo sentía que la cosa no salía. En
ese entonces yo daba clases de dramaturgia en Gualeguaychú, Entre
Ríos, cada quince días. Me tomaba un micro en Retiro, los sábados,
daba clase hasta las ocho de la noche y me volvía. En uno de esos
viajes llevé conmigo el cuaderno de la adaptación de la pieza de
Brecht, por si se me ocurría algo. A la altura de Zárate cierro
el cuaderno, convencido de que la cosa no iba, y me pongo a leer
una novela de Antonio Skármeta, “Soñé que la nieve ardía”. Abrí
la novela y a la lectura de la segunda página apareció una imagen:
un hombre vuelve a una pensión a buscar a su compañero de varieté
para tratar de rehacer ese dúo, pero su compañero está borracho
en la calle. Nunca terminé de leer la novela. Apareció esa imagen,
cerré el libro. Yo venía de trabajar con Pino Solanas en los borradores
de la película “El viaje”. Venía trabajando en imágenes de hijos
que buscan al padre. Y ahí se dio el apareo: la imagen del hijo
que busca al padre (el viaje iniciático de Telémaco) y el dúo de
varieté. En el micro a Gualeguaychú venía sentado atrás mío un hombre
al que nunca le vi la cara, que hablaba muy fuerte con un marcado
acento entrerriano y hacía una tras otra invocaciones a Dios y a
los santos. “Dios quiera que lleguemos rápido, ¿no? Por Dios, que
la Virgen nos asista si no llegamos rápido, ¿no?”. A mí me resultaba
muy sugestivo. Saqué el cuaderno y surgió la imagen de un recitador
criollo que, cuando yo trabajaba como actor, hacía giras con nosotros
por la provincia de Buenos Aires: Pachequito. Le gustaban mucho
las bolivianas, las paraguayas, las chilenas, tenía una rara vocación
de mancomunión latinoamericana (risas). Ese fue el apareo: esos
cuatro o cinco elementos. Hasta Gualeguaychú escribí completo el
primer acto. Por eso la obra transcurre en Campana, porque yo iba
por el puente de Zárate y miraba Campana desde el micro. Esto me
apasiona: esa mancha que se arma de golpe, azarosamente, y en la
cual uno no medita. La mancha se impone, uno no la piensa: Campana,
un hombre que habla con leguaje religioso, Pachequito que recita,
el hijo que regresa... Creo que es como el momento de la fertilización:
¿cuándo es el momento en que dos dejan de ser dos para volverse
un tercero? Me apasiona cuando en la cabeza pasa eso. Cuando llegué
a Gualeguaychú ya eran uno. El lunes lo llamé a Omar Grasso, abandoné
el trabajo, me comí puteadas de los actores por la calle y conseguí
que Kive Staiff no me salude por dos años.
-Posteriormente
integraste a la escritura de “El partener” la investigación que
venías haciendo sobre mitos populares. Por ejemplo, el crespín.
-Me interesa mucho el campo de los mitos populares y el imaginario
del folclore como zona decadente. No tengo por el folclore un vínculo
de admiración, pero me seduce mucho el imaginario patético que se
organiza alrededor del folclorismo. Empecé a leer mucha poesía gauchesca
y mucho mito. Así apareció otra zona, que no era ya zona paródica
sino otra de mayor respeto sobre el poder de ciertos mitos nacionales.
El mito del crespín, en torno de una madre, Durmisa, a la que le
gusta mucho bailar y que, por ir de farra, deja a su hijo sólo en
el rancho. Le avisan que el rancho se está incendiando y ella insiste
con bailar otra piecita. Cuando regresa a su casa encuentra a su
hijo hecho una braza y Dios la castiga: la transforma en un pajarito
condenado a repetir el nombre del hijo para siempre. El mito de
la madre que quiere vivir su vida. El mito opuesto es el de la Difunta
Correa: muere alimentando a su hijo, que queda pegado a la teta.
Son mitos polares, opuestos, y sin embargo complementarios. La dicotomía
de la relación filial: uno encarna el “te doy todo de mí y aunque
yo muera vas a seguir pegado a mi teta, no te vas a soltar nunca”
y el otro es “yo te di vida y ahora déjame vivir tranquila, me voy
porque me gusta bailar chamamé”. Esa relación me gustó y la puse
en la obra. Incluso empecé a bocetar otro texto que, si algún día
lo escribo, se va a llamar “Deolinda y Durmisa, permanentes”. “Permanentes”
no por la permanencia del mito sino porque tienen una casa de permanentes,
son peluqueras (risas). Deolinda y Durmisa tienen una peluquería
en los años 30 o 40 y tienen hijo cada una: uno es el Crespín, que
está todo quemado, y el otro es el que nunca pudo soltar la teta
de la madre, y que en realidad es victimizado sexualmente por la
otra, por la Durmisa. Alguna vez la escribiré... Siempre sueño con
que alguna vez voy a encontrar en el Mercado de las Pulgas dos o
tres viejos secadores de peluquería de los años 40, entonces voy
a hacer esta pieza y la voy a dirigir. Mi imaginario es así de raro,
mágico y caprichoso. Mi madre vino a los dieciséis años de España,
a casarse con un primo al que no conocía. Enviudó a los dieciocho
años y se volvió a casar. Yo soy hijo de su segundo matrimonio.
Del primero tuvo otro hijo, mi hermano. Cuando mi madre enviudó
tuvo que buscar un trabajo y se puso a aprender peluquería. Trabajó
como peluquera hasta que -ella nos contaba- “cortando una garzón
le rebané el lóbulo de la oreja a una señora, le quedó colgando,
por suerte se lo pudieron coser y lo recuperó”. Fue una experiencia
tan fuerte que se hizo camisera. Hacía cuellos para camisa. Y claro,
como camisera, más que tu propio dedo no te podés cortar (risas).
Y recuerdo que un día, de chico, revisando entre los trastos de
un galponcito, apareció una valija que para mí era muy misteriosa,
una valija cromada de metal y eléctrica, para las permanentes, la
valija de los bigudíes. La croquignol. Si encuentro una croquignol
en el Mercado de las Pulgas, escribo la obra (risas).
-Sabemos
que terminaste una obra nueva, “El niño argentino”. ¿Se vincula
con esta investigación en los lenguajes populares?
-Es una mezcla. Es una obra escrita en verso. Qué curiosa nuestra
historia como dramaturgos: venir a caer justo en el siglo en el
que desaparece el verso. Uno tiende a creer que lo que estaba cuando
uno nació, estuvo desde siempre. Pero uno estudia teatro y descubre
que así como el director es un invento de este siglo, la prosa se
populariza también recién en este siglo. Hasta el siglo pasado,
lo popular, claro, era el teatro en verso. Cuando empiezo a leer
a aquellos autores, descubro que afirman que es más fácil escribir
en verso que en prosa. Porque la música te lleva. Y me tiento. Un
día leo en un libro de Paul Auster su hipótesis de que la imaginación
es un fenómeno de rima. Lo que yo llamo apareo. La escritura en
verso genera asociaciones fónicas antes que el sentido y te obliga
a crear sentido por imposición de lo fónico. Digo “bulo/culo”, una
asociación que inevitablemente conduce a una rima de cuarteta popular
o de murga (risas). Azarosamente dije dos palabras y esto creó entre
ambas un campo significante. Había tres cosas que venía postergando
y una ya la cumplí: escribir en verso. Las otras son: por un lado,
volver a la dirección, tomarme dos años sabáticos con la dramaturgia
literaria y generar dos o tres espectáculos donde yo sea autor y
director, que en este caso es lo mismo; por otro, escribir una novela.
En “El niño argentino” estoy trabajando con dos lenguajes: el de
la oligarquía argentina de principios de siglo, y el lenguaje popular
gauchesco de la misma época. Reuní dos personajes con lenguajes
muy diferentes pero ambos se expresan en verso. Cómo habla un peón
de campo con su patrón.
-¿Hay
una historia en “El niño argentino”?
-Parto
de la imagen inspirada en una costumbre de las familias de la burguesía
adinerada, que cuando viajaban a Europa se llevaban la vaca en el
barco para que los chicos tomaran leche fresca. Siempre me resultó
curioso el destino de la vaca. ¿Qué hacían después con ella? ¿La
llevaban a París? ¿Y quién la ordeñaba? No lo iba a hacer el patrón.
Llevaban un peón de ordeñe. Así surgió la imagen: alguien, un peoncito,
cruza el océano sin salir durante veinticuatro días de la bodega
–lo que tardaba en llegar el barco-, en la que debe cuidar a una
vaca alternando con el incorregible hijo de los patrones.
-El
campo intelectual argentino, hasta hace pocos años, se manifestó
reacio a los estudios de la cultura popular. ¿Sentís que tu trabajo
de investigación en lo lingüístico y en el imaginario popular traspuesto
al mundo de tus obras es valorado y comprendido por el medio?
-Cuando llevás veintipico de años trabajando
en lo mismo, la gente ya sabe en qué andás. A la larga, quien observe
toda mi obra tendrá que detenerse en este aspecto. Pero no ha sido
fácil. He sido un autor incómodo en muchas zonas de la escritura
justamente por este aspecto. Confieso que muchas veces la crítica
–no sólo la periodística sino también la opinión de los amigos-
me hizo cuestionar las posibilidades de este campo. Pero claro,
uno no es el poeta que quiere sino el que puede. El que escribe
tratando de ser el poeta que quiere, normalmente se transforma en
otro. Alguna vez dudé sobre si este debía ser mi único campo. Incluso
me hizo dudar el éxito de “Sacco y Vanzetti”. Pensaba: a lo mejor
no debería encerrarme exclusivamente en los códigos de lo popular
argentino. Pero la verdad es que a la hora del placer imaginativo
mi imaginario disfruta extraordinariamente de la creación de estos
mundos y suele padecer en cambio la imaginación de otros. Yo disfruto
mucho: tiene algo de ensoñación, de fantasía, de enorme sensualidad
convocar un mundo y construirlo. Y los mundos que me aparecen y
que disfruto son estos.
-Si
vinculamos tu metodología con lo concreto de la vida cotidiana,
¿cuándo y cómo escribís?
Quince
años atrás me topé con la pregunta con la que se enfrentan todos
los dramaturgos: de qué vas a vivir si querés seguir siendo dramaturgo.
Lo primero que aparece es televisión, cine, adaptaciones... Si querés
vivir con un nivel profesional medio -no porque el nivel profesional
sea muy alto en la Argentina-, la única posibilidad que tenés es
la televisión. Yo tuve una fortuna incalculable a la que agradezco
diariamente: me apasiona la enseñanza. Vivo de la docencia, y disfruto
mucho el trabajo docente. No tengo domingos. Los domingos leo nueve
horas porque los lunes tengo dos grupos y debo llegar con los materiales
de los alumnos bien leídos y analizados. Afortunadamente ésa es
una actividad que me ha permitido no salir de la dramaturgia. Puedo
vivir de mis clases y mientras tanto escribir lo que quiero. No
tengo que escribir ni televisión ni cine, que no me gustan. Me lo
ofrecen continuamente, pero no me da placer. Ahora bien, la docencia
es intrusiva de la propia creatividad porque la creatividad de los
otros chupa muchísima energía. De allí que haya tenido que dividir
el calendario.
-Alguna
vez te escuché decir una frase muy dura respecto de la televisión:
“La televisión come dramaturgos y caga libretistas”.
-Pasa. En mis talleres hago dos cosas:
formación y recuperación. Un tipo escribe cuatro años una tira y
cuando quiere volver a escribir teatro no puede. En su oído se instala
otra cosa, es neuronal, su cerebro comienza a funcionar de otra
manera, tiene que reeducarse. Hay mucha gente que viene a los talleres
a reencontrar su relación con la escritura dramática. Entre la docencia
y la dramaturgia, tuve que encontrar un sistema de equilibrio. Entre
abril y noviembre enseño aquí, en Colombia, en España, en otros
países, normalmente viajo mucho también al interior de la Argentina,
dirijo la Carrera de Dramaturgia en la EMAD, tengo una cátedra en
Tandil y otra en la Escuela de Titiriteros del Teatro San Martín,
otra en la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo. Mi propio
estudio, las supervisiones profesionales. Horario completo, profesor
taxi. Cuando llega noviembre me pongo los pantaloncitos, la remera
vieja y hasta marzo incluido lo único que hago es leer y escribir,
no tomo otro trabajo que no sea ése, y ahí escribo diariamente muchas
horas. Soy muy mañanero, me rinde mucho la mañana. Escribo unas
cuatro o cinco horas a la mañana, almuerzo, descanso un rato, atiendo
el correo electrónico -que es otro problema que te crea la modernidad-
y después vuelvo a escribir a la tarde otras tres o cuatro horas.
-Siendo
tantos los estímulos de la cultura popular y tantas las historias
posibles, ¿cómo elegir qué historia seguir, qué imágenes profundizar?
¿Cómo pasar de la diversidad a la concentración de un proyecto particular?
-El
azar. Yo no me lo pregunto, porque si me lo pregunto dudo tanto
que no escribo nada. Si uno se pone a especular sobre qué sería
lo mejor, se vuelve loco. Tengo un sistema práctico y vulgar: las
vacaciones de invierno me voy una semana a Córdoba y en ese momento
boceto la obra que voy a trabajar en el verano. Me llevo varias
cosas y en la soledad, uno o dos días allí, se va definiendo algo.
Es como la semilla: la plantás, la regás y ya empezó a crecer.
-Trabajaste
con directores muy diferentes: Omar Grasso, Jaime Kogan, Villanueva
Cosse, Laura Yusem, Roberto Castro, Agustín Alezzo. ¿Cuesta que
directores tan distintos comprendan la poética Kartun? ¿Hablás con
ellos, los orientás en las líneas de tu poética o los dejás trabajar
solos?
-Bueno, ya se sabe, los casamientos
son azarosos. Le llevás una obra a un director y le gusta o no le
gusta. Es para él o no. Pero tengo una zona de insatisfacción en
relación a este tema. Mi profundo deseo de dirigir tiene que ver
con esa insatisfacción. La relación con los directores generalmente
fluye bien, pero siempre tengo la sensación de que hay algo que
yo debo completar. En realidad, el hecho de que “El niño argentino”
todavía no esté en circulación tiene que ver con la fantasía de
querer dirigirla yo. Hay productores y teatros que me han ofrecido
su apoyo, pero no termino de decidirme.
-Tus
experiencias anteriores como director no han sido muchas.
-No. Tuve una experiencia formal, “El
clásico binomio”, que lleva diez años montada y todavía se sigue
presentando en distintos festivales. Me sigo sintiendo director
pero por un laburo que hice hace diez años y que cada tanto retoco.
Pero donde trabajo muchísimo como director es en Tandil, donde tengo
la cátedra de Creación Colectiva, y eso me obliga todos los años
a dirigir un espectáculo. Desde hace más de diez años tengo una
experiencia anual de realización escénica, es cierto que en un marco
pedagógico limitado por una propuesta didáctica. Pero de hecho esa
actividad me da cada vez más entusiasmo para decidirme. La dificultad
más grande de un director es la contención. Hace poco releía un
texto de Alberto Ure en el que sostiene algo muy interesante: que
la relación entre el director y el actor es una batalla. Hay que
ir dispuesto a la batalla. Por un lado, la batalla del actor por
imponer ciertas cosas; por otro, la batalla del director para aprovechar
lo que el actor le propone pero también para saber contenerlo y
dar fluidez a la propia propuesta. En ese sentido es más fácil escribir
dramaturgia literaria (risas).
-En
el caso de “Sacco y Vanzetti” se trata de una dramaturgia a pedido.
Los mecanismos de trabajo son diferentes.
-La consigna fue: debo hacer propio este material. Ayer hablaba
con los chicos del Periférico de Objetos y les decía mi opinión
de que la dificultad más grande que tuvieron en “Monteverdi Método
Bélico” fue apropiarse de una propuesta belga. Hay tanta plata para
trabajar sobre esta música y ahora hay que convertir esto en una
propuesta periférica. Ellos no se propusieron de motu propio trabajar
sobre Monteverdi, el espectáculo respondió a un pedido. Ahí se instala
una dialéctica muy complicada de apropiación, en la cual muchas
veces se paga en calidad y en resultado. Fue la dificultad que tuve
con “Sacco y Vanzetti”: me costó concretar la apropiación porque
era un material que me resultaba muy exterior. Me pude meter de
cabeza cuando descubrí los documentos, las actas del juicio, los
interrogatorios y las cartas. Soy apasionadamente “basurero”, dedico
muchas horas de mi vida a juntar “basura” y a comprarla. Cosas que
la gente descarta: viejos papeles, fotos, postales, cartas, para
mí constituyen un archivo invalorable. Me gustan mucho los viejos
papeles, sobre todo.
-Sabemos
que armaste un archivo de imágenes y textos sobre cuestiones de
historia teatral y carnaval, varieté, teatro popular nacional, la
cultura del disfraz. Parte de esos materiales ha aparecido en artículos
tuyos en distintas revistas (7).
-Exacto. Cuando encontré esas actas
del juicio a Sacco y Vanzetti sentí el placer justamente de lo basurero.
Me enganché con la historia de Sacco y Vanzetti cuando vislumbré
la posibilidad de hacer dramaturgia con viejos papeles. Es decir:
¿cómo transformo escénicamente un interrogatorio? Dramaturgia de
documentos: apropiarse de viejos documentos transformándolos en
teatro. Me apropié de esos documentos por mi costado basurero. Si
no hubiese podido lograr esa apropiación me habría sentido impotente,
como me sucedió con “Los días de la Comuna”. La sensación es que
en mí la pieza de Brecht “no implantó”. El otro día fui al dentista
porque se me partió una muela. Yo le decía: “Quedó la mitad de la
muela adentro, ¿por qué no me podés reconstruir la mitad que falta?”.
“Lo vamos a intentar, pero es muy probable que fracasemos”. Le digo:
“Pero por qué, si el otro cacho está muy duro y no se mueve”. “Porque
el cuerpo en su inteligencia expulsa todo lo que cree suelto, todo
lo que no cree propio tiende a expulsarlo. Hay que ver qué pasa
con tu cuerpo: si reconoce ese fragmento de muela como tuyo, lo
va a retener y te vas a quedar con esa muela toda la vida, pero
si no lo reconoce como tuyo, lo va a expulsar”. Buena metáfora -me
dije- de lo que nos pasa escribiendo. Nosotros expulsamos lo que
no sentimos como propio. Incluso aquello que fue tuyo, le perdiste
una parte y el cuerpo ahora lo desconoce y lo expulsa. El dentista
reconstruyó la muela y me dijo: “Ahora esperemos a ver qué pasa”.
Muchas veces cuando uno toma un material por encargo hace eso: reconstruir
y poner lo que falta. Si le encontrás lo orgánico, va a quedar en
tu organismo y vas a poder escribirlo. De lo contrario, va a ser
un material definitivamente artificial y el cuerpo va a tender a
expulsarlo. No lo podrás terminar –como me pasó con “Los días de
la Comuna”- o lo terminás y resultará una cagada, que es la otra
posibilidad (risas). Uno manipula a veces material artificial y
fabrica una muela muerta, y son los actores después lo que se esfuerzan
por darle vida. Es la distinción que hace Peter Brook entre teatro
vivo y teatro muerto. En el teatro de hoy se estrena mucho cadáver.
El teatro está lleno de muertitos. Lo que hacen resignadamente los
actores y los directores es esforzarse en mover a este cadáver para
que parezca que está vivo. Una rara versión del teatro de objetos:
mueven el cadáver de manera que aparente cierta vida. Lo curioso
es que muchas veces el público se lo cree (risas).
-La
certeza de que se trata de un cadáver, ¿se tiene desde el comienzo?
-No, esto es como en la pareja: hay
que darle un tiempo. El tiempo normalmente implica llegar al estreno.
Después llegás a la conclusión de que no funcionó. Confieso que
varias veces estuve a punto de cortar en el altar. Varias veces
me planté y dije: “Yo retiro la obra y se van todos al carajo”.
No es porque no me guste lo que hace el director, sino por otra
cuestión que me resulta aborrecible: el actor y el director que
trabajan por encargo. Esa sensación de falta de compromiso... Este
deseo mío de dirigir se relaciona también con mi convicción de que
en este siglo la dirección no ha sido otra cosa más que la dramaturgia
llevada al espacio. Antes del siglo XX, el director era un agente
de tránsito: vos vení para acá, ponete allá, no te olvides la letra,
decilo más rápido... Recién en el siglo XX aparece el director creativo
que instala sobre el espacio su propio discurso. Ello supone la
aplicación de ciertas leyes que la dramaturgia tiene manyadas desde
hace siglos. Cuando decís: construcción de discurso, sostenimiento
de la acción, eso es trabajo de la dramaturgia. Es una dramaturgia
a la que se le ha dado el nombre de dirección. Una dramaturgia del
espacio. Tengo muchas ganas de trabajar sobre esa hipótesis. Salga
pato o gallareta. No digo que tengo la vaca atada ni que esto me
vaya a salir. Tengo ganas de trabajar asumiendo este riesgo: lo
que estoy haciendo no es dirección, sino dramaturgia de la luz,
de la música... Todo lo que construye discurso es parte del campo
de la dramaturgia. Hace poco una actriz española de paso por la
Argentina ofrecía dar clases de strip-tease. Me pareció extraordinario:
yo haría sin duda un curso de dramaturgia del strip-tease. Si consigo
convencer a mi esposa del objetivo pedagógico, claro (risas). Creo
que el strip-tease es perfectamente indagable desde el punto de
vista de la dramaturgia. Ella hablaba del “punto de tensión”, la
“alusión”... Y esos conceptos responden a una fenomenología poética.
Recuerdo que me dijo en una charla: “El mejor strip-tease es el
que menos muestra y más calienta”. “El mejor strip-tease es aquél
en el que el hombre o la mujer salen creyendo haber visto algo que
en realidad no vieron”. Salen diciendo “qué cuerpo” cuando en realidad
sólo vieron su alusión, la insinuación de los valores de ese cuerpo.
Un texto dramático es eso: un discurso alusivo a un argumento que
el espectador no ve pero debe imaginar. La mejor obra es aquélla
que cuando terminás de verla te deja imágenes de un mundo enorme,
cuando en realidad todo transcurrió en un pequeño universo cerrado.
Cuando ves “El zoo de cristal” de Tennessee Williams lo único que
ves es un viejo living en un viejo departamento barato en Saint-Louis
en los años 30. Sin embargo Williams te hace ver todo: el lugar
donde trabaja Tom, la escuela donde Laura vomita sobre el teclado
de la máquina de escribir por los nervios que le provoca su timidez,
ves al padre viajando por el mundo, ves a los pretendientes de la
madre. Es un sistema alusivo, como el strip-tease: el que menos
muestra y más calienta. Si Tennessee Williams hubiese transformado
“El zoo de cristal” en una obra épica, y hubiese mostrado todos
esos ámbitos y esos personajes, habría reducido su poética a un
sistema mucho menos expresivo. Por eso me interesa el teatro de
objetos: aplicar las leyes de la dramaturgia a los objetos es equivalente
a la dirección. Los que me hacen ver todos los días esa relación
entre dramaturgia y dirección son mis alumnos: Rafael Spregelburd,
Daniel Veronese, Federico León y tantos otros autores-actores-directores
que, tomando el modelo Bartís de los 80, se dijeron: “No hay que
esperar un carajo, hay que montar los espectáculos”. Descubro que
generan un mundo de una potencia expresiva que, si imagino esas
obras puestas por otro director, nunca se conseguiría. Lo he aceptado
como una nueva verdad: seguramente parte de la felicidad en la vejez
es el poder aceptar cosas nuevas.
NOTAS
1. Teatro I y Teatro II, publicados por Ediciones
Corregidor, con estudio preliminar de Osvaldo
Pellettieri, respectivamente en 1993 y 1999. Volver
2. Sobre Humberto Rivas véanse los homenajes de Alejandra
Mendé y Julio Azzimonti en La Juntaluz. Letra y Arte, a.
III, n. 13 (2000), pp. 12-13. Volver
3. Los textos citados de la Reseña autobiográfica
o algo por el estilo remiten a Mauricio Kartun, Escritos 1975-2001,
Universidad de Buenos Aires, Centro Cultural Ricardo Rojas, Los
Libros del Rojas, 2001, compilación y prólogo a cargo
de J. Dubatti. Volver
4. Sobre la categoría de teatro de re-localización,
véase Jorge Dubatti, Buenos Aires, la globalización
y el teatro del mundo, en su Nuevo teatro, nueva crítica
(comp.), Buenos Aires, Atuel, 2000, pp. 47-59. Volver
5. Mauricio Kartun, Temas de dramaturgia y Una
conceptiva ordinaria para el dramaturgo criador, en su Escritos
1975-2001, edición citada. Volver
6. Programa de mano correspondiente al estreno de Rápido
nocturno en el Teatro San Martín de Buenos Aires, temporada
1998. Volver
7. Véanse los cuatro artículos de Kartun incluidos
en la Sección Sobre cultura popular del libro
citado Escritos 1975-2001. Volver
* Publicado en la colección Dramática
Latinoamericana de Teatro/CELCIT
** Publicada en la revista Teatro CELCIT N° 9-10/1998
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