Hacer teatro hoy


DEL ENFRENTAMIENTO A LA COMPLICIDAD
Por José Luis Ramos Escobar

En 1988, durante los eventos paralelos al Festival de Bogotá, se le preguntó a Enrique Buenaventura cuál era el problema mayor que enfrentaban los autores dramáticos en América Latina. Sin pensarlo ni un segundo, Enrique contestó: "Los directores." Un eco burlón se alzó desde el fondo del salón para añadir: "Y los actores." Durante horas estuvimos hablando de ese monstruo de tres cabezas que es el teatro, tratando de establecer jurisdicción, poder y espacio creativo para los participantes de la puesta en escena. Porque no hay duda de que se trata de poder para controlar la codificación de la obra (algunos teóricos insisten en denominarlo como el espectáculo) que se presenta ante el público.

El director puede reclamar el puesto de sumo sacerdote y juez, como hizo John Dexter cuando dirigiendo la obra “Chicken Soup with Barley” de Arnorld Wesker, le dijo a éste: "¡Cállate Arnold, o dirigiré la obra tal y como tú la escribiste!"[1] O como Nemerovich-Danchenko cuando le escribió a Chejov: "Bueno, querido Antón Pavlovich, representamos a “Tío Vania”. Podrás notar en las críticas que te incluyo que no pudimos remediar varias fallas de la obra... Esta tenía una lentitud escénica por más de dos actos y medio, no obstante el hecho de que eliminamos entre 40 y 50 de las pausas que tú pedías. Las fuimos eliminando poco a poco durante los ensayos."[2] No tenemos constancia de la respuesta de Chejov, pero sabemos que al poco tiempo murió.

Los actores también reclaman la parte del león de la escenificación teatral. En su ensayo "El actor como soberano de la escena", el actor colombiano Fernando Peñuela, del Grupo La Candelaria, afirma: "Concibo al actor como dramaturgo y (...) entiendo el término de dramaturgia del actor, ya que en el proceso de creación de un espectáculo (...) el actor hace dramaturgia en la escena y desde la escena."[3] Inclusive para muchos teóricos del teatro, los únicos elementos imprescindibles para una representación son actores y público, porque la escenificación puede prescindir del texto autoral, como sucedió en la Commedia dell'Arte o con los happenings del Living Theatre. De hecho, durante las últimas décadas del siglo XX, muchos exigían y otros daban por sentado la muerte del autor dramático. Luego de nuestra resurrección de entre las cenizas de la creación colectiva y de los epitafios escritos por los directores-dictadores que proclamaron con estridencia que los textos son pretextos para la representación y que sólo en el escenario ocurre, se produce y se manifiesta el texto teatral, hemos vuelto a la escena, aunque acosados ahora por las nuevas hordas de las "performancias" y los "stand-up", nueva modalidad de los actores trashumantes que acoplan la representación a su talento y capacidad histriónica.

¿Cuál es pues la relación entre autor-director-actor en el teatro de nuestros días? La respuesta registra diferentes gradaciones, desde el enfrentamiento hasta la complicidad. Un autor como el fenecido René Marqués dirigía sus obras mediante las acotaciones y las didascalias y si algún director se apartaba de ellas, estallaba el enfrentamiento, como ocurrió durante el montaje de su obra “Sacrificio en el Monte Moriah”. Presencié esa batalla porque era actor en el montaje. (¡Todo el mundo comete errores!) Los que hayan leído las obras de René recordarán que éste indica hasta con cuál pie se comienza a subir una escalera. Su reacción ante el montaje de la directora Victoria Espinosa fue: "Te volviste loca, Victoria, eso no fue lo que yo escribí."

El director puede llegar al enfrentamiento con el autor si piensa como el conocido director británico David Jones, quien sostiene que el libreto (él lo llama libreto y no obra) es como una partitura que aguarda interpretación. Según Jones, la dirección teatral es un trabajo detectivesco para descubrir cómo es el animal, y el autor dramático puede que no sepa cómo es el animal que creó ni cómo será en escena.

En su relación con los actores, el director puede chocar con ellos si exige, como un conocido director puertorriqueño radicado en Nueva York, y de cuyo nombre no quiero acordarme, "que los actores sean brutos para que no piensen y hagan lo que yo quiero." El enfrentamiento también ocurre cuando, luego de levantado el telón, los actores se sienten dueños y señores del espectáculo y obviando el texto y la dirección, alteran la acción escénica. Hace unos años en Puerto Rico, un actor que participaba en el montaje de la versión para teatro de la novela “Doña Bárbara”, decidió darle más colorido y dinamismo a la acción. Él, quien encarnaba a Balbino Paiba, el débil y sometido amante de Doña Bárbara, la emprendió a golpes contra la actriz Flor Núñez, que caracterizaba a la protagonista, diciéndole: "Ya nunca más volverás a humillarme." Los golpes fueron tan contundentes y sorpresivos que la obra se detuvo. La dramaturgia del actor llevó en este caso a una acusación en corte en contra del actor por acometimiento y agresión grave.

Permítanme ahora ilustrar esta relación conflictiva en virtud de las diversas experiencias que he tenido en el montaje de mis obras. Considero que dicha relación conflictiva surge desde el momento mismo de concepción de la obra y variará de acuerdo con las diversas modalidades de creación de la misma. Tomemos el caso del autor solitario. Cuando uno escribe solo se enfrenta a un papel en blanco (o a una pantalla en blanco si uno se inscribe en el mundo de la cibernética), tienes una idea que te provoca, una imagen que te persigue, una frase que te acosa... Ese es el punto de partida para los llamados dramas de escritorio en los que uno crea de acuerdo con sus propias ideas, conceptos y visión de mundo. Resulta obvio que en este caso se trata de una obra más literaria que teatral. Lo que media entre eso y la puesta en escena es encontrar alguien afín que pueda interpretar esas coordenadas y desarrollar imágenes para construir lo que uno visualizó. Si uno puede escoger al director y a los actores (cosa que raras veces ocurre), se reducen las posibilidades de conflicto porque tal selección la realiza el que concibió la obra y amoldará a los seleccionados a las exigencias de la misma. En el caso del director, uno trata de seleccionar a aquel que esté en mejor sintonía con nuestro trabajo y que tenga una cosmovisión similar a la nuestra. Al respecto, dice el autor norteamericano Richard Nelson: "I think the best directors for my work are people who have gone on similar journeys to mine."[4] Si tal cosa no ocurre, surgen las discrepancias, las confusiones y finalmente la pugna abierta. El propio Nelson narra como una obra suya perdió coherencia en su representación debido a la relación conflictiva con el director, quien tenía una visión política conservadora, mientras que la obra justamente tenía un enfoque extremadamente crítico de esa posición ideológica.

En otras ocasiones el desfase ocurre a nivel estrictamente estético. Si escribo una obra con rupturas con respecto a la tradición aristotélico-realista, preciso de un director con arrojo para adentrarse por las rutas inéditas de la experimentación y que no se ate al realismo como estilo único de representación. Lo mismo ocurre con el género de la obra, en tanto que determinante del ritmo, atmósfera y efectos emocionales. Todos conocemos las quejas de Chejov con respecto a los montajes de sus obras por El Teatro de Arte de Moscú. El autor de “La gaviota” y “El jardín de los cerezos” sostenía que sus obras eran comedias, pero Stanislavsky y Danchenko las representaban como tragedias. "Me hacen parecer como un autor triste," se lamentaba Chejov.

Aun cuando haya afinidad entre autor-director-actor pueden surgir fricciones cuando el montaje no logra resolver una escena y se le pide al autor que la re-escriba. Aun con el mejor espíritu colaborativo, el autor se debate entre ser fiel a su creación o acoplar la obra a la visión del director. Yo, que por entrenamiento y vocación, soy proclive a la colaboración entre los integrantes de la representación, me enfrenté a una situación parecida a ésta cuando se estrenó mi obra “Indocumentados” por el Grupo Teatro del Sesenta de Puerto Rico. Me sometí al consenso de director y actores sobre las posibilidades escénicas de mi obra. "Esta escena no funciona, vamos a rescribirla...”, pero siempre reservando para mí tal rescritura. Se me planteó, por ejemplo, que el personaje del supervisor ofrecía problemas porque al ser norteamericano, el público puertorriqueño lo interpretaría como un estereotipo. Yo busqué como alternativa a otro emigrante a los Estados Unidos, en este caso un italiano, y aproveché la oportunidad para que se convirtiera en una manifestación del llamado "melting pot", es decir, que se incorporara al "mainstream" y desde esa perspectiva se convirtiera en otro opresor. Así se montó, pero todavía hoy me pregunto si la escena original pudo haber funcionado mejor si el director hubiese encontrado la forma de resolverla.

Muy diferente es el caso cuando al autor se le comisiona una obra. Yo he trabajado varias obras por comisión y en algunos casos he enfrentado problemas. La primera fue “Cofresí o un bululú caribeño”, comisionada por Teatro del Sesenta. Ellos querían hacer una obra sobre el pirata puertorriqueño del siglo XIX, Roberto Cofresí. El grupo quería un musical. Así que combiné la investigación del personaje con un estudio minucioso de los musicales y al cabo de varios meses produje una propuesta. El grupo respondió negativamente a la misma aduciendo que era un musical, lo cual era absolutamente cierto. Hice acopio de todas sus objeciones a la obra y me encerré a escribir sin pautas, a partir de mis propias ideas y sin un género como objetivo. Cree un narrador contestatario que contrarrestaba los señalamientos que se me habían hecho sobre la perspectiva que ordenaba la trama, lo que transformó la obra en épica. El problema mayor era la ausencia de mujeres en la obra. Resulta que en la vida de los piratas reales en alta mar no hay mujeres. Pero esta obra estaba pensada para un grupo de teatro en el que la presencia femenina era preponderante, así que era imprescindible incluir mujeres. Entonces, como por obra de un gnomo juguetón, la acción de la obra se detuvo y las actrices le reclamaron al narrador que cómo era posible que las mujeres no estuviesen incluidas más allá de los tradicionales papeles estereotipados. Esto generó una escena de discusión sobre el machismo, las visiones reduccionistas y la relación obra/director/grupo/público. Esto le dio forma a la escena, la cual tuve que rescribir tres veces durante el montaje, hasta que finalmente todos coincidieron en que mi propuesta original era la mejor. A pesar de las coincidencias estéticas, ideológicas y personales entre el director, los actores y yo, el montaje se realizó de acuerdo a su interpretación y exigencias y no en virtud de la concepción que regía la trama. Mientras la obra se estructuraba desde el punto de vista de una visión desmitificadora del personaje y de la propia puesta en escena, el montaje se convirtió en un espectáculo legendario y fue un éxito rotundo. Sin embargo, la obra como tal quedó opacada por ese tipo de montaje. Por ser una obra comisionada, no troné como Zeus desde el Olimpo, sino que, años después, monté la obra, esta vez bajo mi dirección, y le devolví su carácter desmitificante, para obvia molestia del director, quien me reprochó porque: "Esa obra es tan mía como tuya."

En la segunda obra que escribí por comisión, “Gení y el Zeppelín” para el Grupo Pregones de Nueva York, los problemas surgieron no en el proceso de escritura, que fluyó de manera armoniosa, sino en el montaje que, por cierto, todavía no se ha realizado. El problema surgió justamente por la relación autor-director porque al ser una mujer el personaje principal de la obra, el grupo se debate aun sobre si la obra debe ser dirigida por una mujer que reinterprete las acciones de la protagonista de acuerdo con el código femenino. El director original que participó en el proceso de creación de la obra junto con los actores y actrices del grupo todavía no ha llegado a un consenso. Mientras tanto, la obra ganó el Premio de Teatro de la Universidad Santa María de la Rábida en Huelva, España. Créanme que aguardo con gran expectación el montaje para ver si evitamos el enfrentamiento y por lo menos llegamos a la colaboración.

En la tercera modalidad, el autor mantiene el control absoluto al ser también el director. Sólo lo he hecho en una ocasión, cuando escribí “Valor y sacrificio”, una obra que se fue creando y dirigiendo a la vez, junto con un grupo de actores y una coreógrafa. Esta experiencia fue posible porque fue en la Universidad de Puerto Rico y no teníamos fecha de estreno ni límite de tiempo. Obviamente ahí no enfrenté ningún problema ni conflicto, dado que siempre tuve el control de todo el proceso. Sin embargo, esta experiencia pertenece a un ámbito muy especial y no es representativa del quehacer teatral cotidiano.

Sólo he podido participar de una relación de complicidad entre autor-director-actor en dos de mis obras: “El olor del popcorn” y “Bohemia 18, altos”. Desde que la primera estrenó en 1993, el director Mario Colón, y los cinco actores que han participado en las más de 100 funciones que hemos realizado en quince festivales y eventos internacionales, además de las funciones en Puerto Rico, hemos tenido la más absoluta complicidad para lograr que el montaje recoja la visión de la obra, la interpretación del director y de los actores de una manera armoniosa. Cada escena, cada imagen, cada movimiento, cada inflexión se ha discutido hasta la saciedad, siempre mediante propuestas, contrapropuestas y experimentación. Nos hemos sorprendido mutuamente, y cada vez que remontamos la obra, nos volvemos a cuestionar cómo funciona mejor el final o si debemos alterar tal efecto o el filtro del especial de la cama. Ha sido un proceso enriquecedor y aleccionador de lo que debe ser la relación creativa entre autor-director-actor. Quizás por ello es que “El olor del popcorn” se ha seguido representando regularmente desde su estreno y en cada reposición le encontramos nuevas posibilidades. Algo similar ocurrió con “Bohemia 18, altos”, gracias a que Mario Colón también la dirigió y que pudimos seleccionar a un grupo de actores dispuestos a dejarse provocar en la búsqueda insomne de esa imagen huidiza que plasme al texto en el escenario.

Aspiremos pues a la complicidad, pues el teatro es un arte eminentemente colectivo que exige la participación creativa de todos sus integrantes. Si logramos la complicidad entre los que presentamos la obra, podremos aspirar a lograr la complicidad del público. Sólo entonces se completa el hecho teatral.


Notas:

[1] Colin Chambers, ed. Making Plays (London: Faber and Faber, 1995), p. 1. Volver

[2] Colin Chambers, ed. Making Plays, p.32. Volver

[3] Fernando Peñuela, "El Actor como soberano de la escena", Magazín Dominical, diciembre de 1988, p. 3. Volver

[4] Colin Chambers, ed. Making Plays, p. 27. Volver

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