La escena iberoamericana


TRISTEZAS DEL GÉNERO ÍNFIMO
Por Mauricio Kartun

El último tranvía se fue tintineando hace ya una media hora larga, y en un rato más, lánguidas, las Nereidas volverán a ser las únicas dueñas de la costanera sur. Duritas, las ninfas, escrutan la madrugada brumosa frente al río. Imperturbables.

Brillantes de rocío las vías desiertas del Lacroze. Mojado el empedrado y las prodigiosas montañas de sandía santiagueña, la fruta emblemática de esos veranos junto al río; cuando Mar del Plata era todavía un sueño imposible para cualquier laburante, y esos escalones de cemento, y esas pérgolas, ese remedo algo candoroso de la Costa Azul, y ese barro tibio que chupaba hasta los tobillos eran su módica opción balnearia. Silenciosa y oscura la Vuelta al Mundo recorta su sombra de hierro contra ese fondo de río amarronado mientras una tropilla dispersa de sujetos silenciosos marcha por la costanera levantándose el cuello de los sacos y protegiendo con el pañuelo de seda su instrumento preciado: la gola. Son los artistas del Balneario Municipal, las variedades de tablado, que acaban su rutina del día y vuelven a paso vivo buscando la avenida Belgrano en la que encarar algún transporte tardío, algún ómnibus de la corporación que circule todavía, o un auto colectivo. Llevan en los bolsos de lona sus uniformes sudados que orearán en la pieza de pensión: el esmoquin brillante, el acampanado vestido español, el turbante. Un zapateador criollo cuelga las botas en bandolera sobre el hombro. Llegó hace meses de Córdoba y a gatas conoce algo más de la ciudad. El Parque Japonés apenas, un día que la lluvia providencial le regaló un feriado inesperado. Más atrás el pibe pianista, el artista precoz que ya sabe a sus catorce años lo que es aporrear el teclado durante horas para acompañar un Granada de dudosa afinación, a una bailarina que sacude la melena negra en la danza del fuego, o a ese bailarín folclórico apenas mayor que él que camina ahora en la noche unos metros adelante. Marchan sin hablar, como durmiendo ya esas pocas horas que les quedan hasta la mañana siguiente en que habrá que volver a presentarse en la confitería. El ilusionista con su jaulita de torcazas, la cupletista, y La gorda y el flaco, el dúo cómico que marcha soñando con ese contrato fijo en algún varieté del centro -en el Parque Goal, de la Avenida de Mayo o El Copacabana, de Once-, que los saque de esa incertidumbre de cada fin de temporada en los tablados de verano. Quién puede imaginar viendolos así cruzar la noche molidos y resignados que Rulito, ese cómico engominado, conquistaría pocos años después con el nuevo nombre de Pepitito y un flequillo caricato al teatro de revistas y la televisión; que aquel bailarín formaría junto a la exquisita Norma Viola la pareja de bailes más trascendente del folclore argentino, y que el tecladista precoz escribiría aquel tango llamado a ser casi un himno criollo, Adiós pampa mía, y lo popularizaría dirigiendo su propia orquesta espectáculo.

José Marrone, El Chúcaro, Marianito Mores, surgieron de ese semillero exigente e impiadoso que fueron los tablados del Balneario Municipal. También Hugo Diaz fascinó bañistas con su armónica en ese entablonado humilde, y el inefable Chirolita hizo sus pininos en las rodillas de Chassman. Fueron algunos de los notables que alcanzaron a dar el salto. Muchos más, la enorme mayoría, no pasó nunca de allí, no tuvo -o no quiso- la oportunidad de ser otra cosa que un trabajador de las variedades, un obrero del tablado. Nombrarlos, reconocerlos, es un acto de justicia tardío para esos artistas que ninguna historia del espectáculo parece hoy dispuesta a reivindicar.

Con trombones, tubas y trompetas de la banda institucional, con solemne ceremonia, se inaugura en diciembre de 1918 el Balneario Municipal Sur y el primer tramo de la Avenida Costanera. Una pequeña multitud aguarda acalorada e impaciente la llegada ceremonial de las autoridades. Porteños al fin, la paciencia dura poco, y los chafes emperifollados son desbordados por los bañistas que al arribo del intendente Llambías y sus funcionarios ya se refrescan indiferentes en el agua oscura. De cuello durísimo, cortan la cinta inaugural, y pronuncian los discursos de rigor en los que se enorgullecen de ese espigón de casi doscientos metros, de sus enormes farolas, sus jardines y estatuas, y sus ciento cincuenta casillas para bañistas. Ahí no más, sobre la Avenida, buscando la sombra que proteja del solazo aguardan los coches con sus caballos y algunos automóviles descapotados. Un poco más allá, entre los árboles, alrededor de unas mesas de chapa, tomando chufas y naranjines, espumosos sapos de cerveza los más sedientos, o un cívico los moderados, los primeros habitué comienzan a habitar las confiterías pioneras. Discretos tabladitos de madera hacen las veces de escenario donde ya una avanzada de artistas sirven de reclame a cada glorieta. Un año después su popularidad será tan grande que su convocatoria comenzará a hacerle sombra a las salas de varieté más renombradas: el Casino, el Cosmopolita, y el Esmeralda -hoy Maipo-, donde desde algunas temporadas atrás se presentan para delicia de los amantes del género la tonadillera Lola Membrives, y el éxito inusitado de la canción nativa: el dueto de cantores criollos Gardel-Razzano.

El género chico, el sainete, la zarzuela; y el género grande, la comedia y el drama, encuentran en el varieté, orgulloso género ínfimo, un antagonista de hierro. Pero a la competencia -enorme de por sí- que las salas de variedades le hacen a los teatros tradicionales, se suma ahora la de esos escenaritos del balneario, que a los atractivos del music hall, y los parodistas, le agrega el encanto de la novedad, y la frescura del lugar, todo un valor en esos meses en que el bochorno del estío, con el de los viejos reflectores a carbón, son capaces de transformar a cualquier sala de espectáculos en una caldera. Con su infraestructura barata, y su brutal convocatoria, los números frente al río se vuelven el odio de todo empresario teatral El Balneario Popular! titula un suelto de La Razón de la época chicaneando sobre la situación: Nómbrelo en una secretaría de teatro, quien desee saber hasta que punto puede exaltar la fobia por objeto o persona determinada.

Durante décadas crecieron esos artistas -indisolublemente ligados a la tradición circense y capocómica- enfrentando multitudes en esos singulares espacios artísticos. Es en los 30 y en los 40 que alcanzan su apogeo y durante los 50 que empieza su decadencia. Un negocio sencillo, aquel: solo se cobran las consumiciones, así cuanto más gusta el espectáculo más tiempo se queda el espectador y más consume. Una junto a otra, se suceden las confiterías cercadas ahora por rigurosos alambrados, que impiden arrimarse a los colados y se llenan durante los números más populares de una muchedumbre de mirones que espían por entre el enrejado; una fauna gasolera a los que los artistas desprecian con los motes desdeñosos de La Familia Miranda, o Los aviadores: los que miran de arriba. No suele ser la plata no obstante lo que impide sentarse en aquellos recreos. Apto para el bolsillo popular el balneario permite un día de gloria con casi nada. Dos monedas en el bosillito de una malla de lana alcanzan para la fiesta: veinte centavos para el tranvía de ida y vuelta, y otros veinte para cumplir con la tradición gastronómica costanera: los sanguches de miga y la Biltz frente a un tablado. Con unas chirolas más, la bacanal suburbana: unas vueltas vertiginosas en el Torpedo, en La Rueda de las Naciones, o El gusano, y la foto sobre la lanchita de cartón pintado que certifica en la leyenda de sus salvavidas la jocunda visita al Balneario. Con esa modesta esperanza de felicidad llegan desde la periferia bonaerense las bañaderas descapotadas cargando su muchedumbre ansiosa de recreo. Encontrarán allí en la costa una caja de Pandora extravagante que sorprende cada temporada con su fauna excéntrica: desde el titiritero anarquista que proclama en su retablo rojinegro el fin de todo orden, hasta esa monumental bandada de palomas que acaudilla a puro grito y silbato don Benito Costoyas, colombófilo bizarro, que llega a colorear de celeste las alas de sus pichones para izar su bandera viviente en los fastos de una fiesta cívica. Organitos, fotógrafos, gitanas. Y los cómicos...

Nada de camarines, ni paredes espejadas, ni candilejas o decorados. Una casilla de madera que sirve de depósito a las bebidas -barriles de cerveza y toneles de aquel vino que tiñe los vasos- hace las veces de bambalinas donde se cambian, se maquillan, comen, y aguardan los artistas el turno de su número. Una vez sobre el entablado sin luces especiales ni micrófono será solo su propio brillo el que conseguirá resaltarlos, y la potencia de su voz que todos y cada uno atienden allí supersticiosamente con la panacea del cómico: las gárgaras diarias de agua tibia, bicarbonato y limón.

Una docena de locales a cielo abierto -solo en los últimos años permite la municipalidad los toldos- se disputan sin cuartel los números de más arrastre, y a los que no se los consigue se los copia sin pudor. La Rambla, la más importante que llega a tener en las buenas épocas cuarenta mozos trajinando sobre su patio de tierra regada, La Pilsen, el Niza, la Juan de Garay, y la diminuta La Alameda organizan el barullo entre la fuente y la Avenida Belgrano; del otro lado, hacia el Riachuelo monopoliza El Nido. Por encima ya de esa humilde escala la Munich, y la Brisas de Plata ofrecen el espectáculo más paquete de su orquesta de señoritas.

Las jornadas, sobretodo en fin de semana son demoledoras. De diciembre a marzo, de dos de la tarde a dos de la madrugada, y hasta las tres o cuatro si el público se queda. No hay día de descanso, ni nadie sueña con tenerlo. Solo un aguacero es capaz de suspender la función, y un cielo encapotado es la esperanza callada de cada cómico. Pero nadie se queja: un contrato fijo -aunque sea por esos escasos cuatro meses- es para el artista de variedades su aspiración cabal. Un sábado pueden llegar a pasar veinte mil personas por las mesas del balneario y disputárselas es responsabilidad del cómico. Catorce secciones de una hora o más sin otro descanso entre una y otra que los llamados números de tiempo, ilusionistas habitualmente que entretienen al público con sus números de magia, mnemotécnia, y telepatía. Requeridísimos estos magos - Notis, o el Profesor Rinard- por sus dotes teloneras que sin otro atributo que el de sus mesitas enmanteladas mantiene al público pegado a las sillas mientras la troupe recupera aliento para la sección que se viene. Y a empezar de nuevo: un speaker que ordena, ameniza y presenta, y al tablado. Los que actúan, arriba; los que esperan turno, agachados bajo el escenario maldiciendo a los zapateadores que llenan de polvo el sucucho. Primero el conjunto de varieté: canto y baile español, zapateo americano, malabarismo, tango, fonomímica, y rara vez algún ventrílocuo que se le anima a esos espacios abiertos y bochincheros donde el volumen es primordial. Después el humor: los excéntricos, los hombre-orquesta que le ponen música a la risa, los caricatos, los duetos y tríos -Los Aristócratas, o Abrojo, Pampita, y Marín con su humor folclórico-, y finalmente los capocómicos, esas figuras de culto capaces de arrastrar multitudes veraneantes con su solo nombre: Popoff, Charola, El Tano Genaro; y el más grande, la estrella del balneario a quien nadie ha dejado allí de robar repertorio: Lorenzo Davico, Risita, el parodista mítico de aquel microcosmos bufo del que poco y nada trascendió afuera. Risita, creador y lider del Conjunto Los Refalados, que junto a su hermano Triky y a su compañera Marta del Solar, cantante, trajina durante incontables temporadas las tablas de La Rambla. Cara de caucho, rey del pié y remate, Risita, como nadie, sabe hacer aparecer como espontáneo aquel gastado repertorio de réplicas con el que enardece a su público devoto: -Pero qué veo, nos visita Sofía Loren... (Ah, pero disculpe, si eran esos dos pelados uno al lado del otro!.

Varieté, humor, y de cierre, invariable, el sketch que junta a todas las figuras del conjunto: una actuación a sogetto, una Commedia dell´Arte ordinaria que se improvisa sobre un cañamazo armado allí entre los cajones de envases por el capocómico, donde cada artista independientemente de su especialidad compone un tipo, un rol, que se suma a la situación general: un hotel, por ejemplo, al que llegan distintos personajes que pelean con el conserje, el consultorio donde el pintor de brocha gorda se hace pasar por médico para revisar a las muchachas, o el tan trajinado de la oficina del representante a la que llegan distintos personajes a ofrecerse: la chica de barrio que quiere ser artista, el payuca, el recitador afeminado...

Las confiterías más grandes suman al tablado principal uno más pequeño en el fondo, que cumple la función de atraer comensales hacia las mesas más alejadas. Un off balneario, una zona oscura y más decadente donde por un salario infame, por la comida muchas veces, van a parar algunos artistas en su ocaso: el cantaor afónico, el cómico agobiado, la bailaora vieja. Ningún artista deja de mirarlo con temor y respeto el último domingo de marzo cuando la compañía se despide a los abrazos augurando nuevas temporadas en conjunto, cuando la seguridad del contrato se acaba y hay que volver a salir a buscar conchabo: a esperar la llamada salvadora del representante que abrocha un bolo como extra en una película, el milagro infrecuente del contrato radial, la gira por el bosque, o el circuito de números vivos por cines de extramuros. Se hace ruido y se brinda en la despedida con las jarras que convidan esta vez los patrones, invariablemente gallegos o judíos. Hay animadas promesas de reencuentro y fingido optimismo en la despedida, pero nadie deja de mirar al tabladito del fondo, desolado y amenazante. Ningún artista de variedades dejará de pensar en él mientras cruza la Patagonia en un asiento de segunda rumbo a los cabarutes petroleros. Ningún cómico de balneario olvidará su sombra siniestra al maquillarse frente al espejo sucio de algún barracón de Pichincha, en la Rosario prostibularia.

La madre de la cupletista carga un vestido en cada brazo, y en una sombrerera destartalada los potes de base blanca, el lápiz de hacer lunares, la peineta y los tacos colorados. A paso vivo desaparece con la muchacha entre la sombra de los eucaliptos. El Pequeño Zapateador Americano se ha dormido sobre dos sillas de lata y alguien lo carga con resignación. El Gaucho Abrojo enfunda la guitarra y parte también hacia la avenida atesorando el sobre con la última quincena. Atrás de todos, el menor de Los Payró hombrea como puede en un bolso marinero los aros y las clavas de malabar.

En la confitería se apagan las últimas luces: la ristra mortecina y multicolor, el farolito sobre el pizarrón con el programa del día. Otra vez, como siempre, se les ha ido el último tranvía.

Agradecimiento: Beatriz Seibel/Nelly Scarpitto/Claudia Villalba/Nestor Larrar/Trik

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