La escena iberoamericana. Bolivia



“LA ILÍADA” DEL TEATRO DE LOS ANDES
Por Ivana Costa

Este año, el Teatro de los Andes trajo a Buenos Aires dos de sus doce espectáculos conocidos. En marzo, en el marco de la Muestra de Teatro Iberoamericano, presentó en el Cervantes “Ubú en Bolivia”, adaptación del “Ubú Rey” de Alfred Jarry en la que convivía el absurdo del original con una manera de entender el humor muy sudamericana. Es un humor que se empecina en reír de la propia desgracia, en tomarse los padecimientos como partes de una broma endémica a la que hay que enfrentar con las mismas armas con las que ella dispara, es decir, con la risa. En junio llegó el segundo espectáculo: una muy notable versión de “La Ilíada”, que se mostró en el Galpón de Catalinas, en La Boca.

Aunque ambos trabajos no difieren sustancialmente en cuanto a la arquitectura de la puesta (la disposición del escenario como un pasillo enmarcado a cada lado por filas de espectadores que ven pasar por él a una galería de prodigios que hacen sus destrezas y cuentan sus raras historias) ni tampoco en cuanto a la manera de encarar la representación (en la cual el texto que se dice tiene tanto valor como la síntesis que de ellos se hace en forma de cantos y bailes populares y acrobacia), también es cierto que la dramaturgia realizada sobre los textos homéricos es de una complejidad mayor que la versión de Jarry, y significa desde todo punto de vista una apuesta mucho más arriesgada del equipo que dirige César Brie.

Contaba Brie en una entrevista que su intención de llevar a escena “La Ilíada” había surgido inicialmente de su encuentro casual con el texto homérico (en una buena traducción al italiano), que encontró en una mesa de luz junto a la cama que lo hospedaba en casa de un amigo véneto. "Hasta entonces, mi lectura de “La Ilíada” venía de las versiones que se editan para público infantil". Pero no fue el comienzo del poema, con el relato la furia de Aquiles y la promesa de heroicas acciones, lo que lo impresionó esta vez, sino el final, la súplica de Príamo al griego para que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor, porque no podía dejar de relacionarlo con la desaparición de personas implementada sistemáticamente durante las dictaduras militares sudamericanas de los años 70 y 80 ("Entonces me di cuenta -decía Brie- que los militares habían tocado algo atávico: el destino de los cuerpos"). De manera que esta asociación con el propio pasado fue la que guió la "necesidad" de convertir a “La Ilíada” en una voz propia para el Teatro de los Andes. La búsqueda de la posibilidad (y de la pertinencia) de ese vínculo fue el segundo paso.

En el prólogo a la edición de la versión definitiva para la escena de “La Ilíada”, Brie habla de sus dudas sobre la dificultad de ese vínculo y sobre el peligro, en general, de la adaptación de los textos antiguos: "Reescribo el poema. De las 500 páginas del texto original hago una versión de 70. La final tendrá 25. Me he preguntado si debo o no contar la historia. ¿Debo adaptar “La Ilíada” en clave contemporánea? Los tonos nuevos tienen la fuerza del lenguaje que nos es habitual, común. Los antiguos tienen un respiro poético inaudito. Dejar ese respiro poético en una versión mucho más seca y moderna ¿Seré capaz? ¿Será posible?" Brie se hace allí dos preguntas fundamentales que son las que determinan la oportunidad de toda adaptación: una sobre la transición de un texto a un lenguaje que no es el suyo (ya que éste, aunque prodigioso, nos resulta extraño), la otra, sobre la legitimidad de obligar a un poema a decir una historia que no es la que él venía a contar.
La cuestión del lenguaje de “La Ilíada” y la de la presencia de la poesía antigua en la forma nueva que le dio el Teatro de los Andes sólo puede ser considerada en su totalidad mediante una crítica del espectáculo que no vamos a hacer aquí. Ahora podríamos señalar simplemente lo oportuno que resulta el hecho de escuchar estos versos (respetados en la versión de Brie, aunque en métrica diversa, como versos) que fueron concebidos para ser cantados, dichos, recitados y no para ser leídos. Es la transición de la palabra oral a la palabra escrita la primera "infidelidad" cometida contra Homero y esto, por supuesto, no se debe a Brie, ni siquiera a Aristófanes de Bizancio, que realizó ediciones de “La Ilíada” y “La Odisea” para la biblioteca de Alejandría entre los siglos II y I aC, sino, seguramente, a los recopiladores del siglo VI aC, distantes por cien o doscientos años de la que se suele convenir como fecha de composición definitiva de los poemas homéricos.

Interesa, en cambio, la otra pregunta de Brie; "si debo o no contar la historia..." En la respuesta a esta pregunta, creo, está la clave que hace de esta adaptación una obra valiosa, un gesto de apropiación genuino, aún a pesar de la inclusión de referencias al argentino Rodolfo Walsh, al boliviano Marcelo Quiroga Santa Cruz y a hombres y hechos de la historia reciente más conocida, alusiones que generalmente reducen la fuerza poética del teatro, ya que lo sitúan en un lugar de dependencia respecto de la mera crónica periodística y de debilidad frente al uso que pueden hacer de esos mismos datos el ensayo histórico o el manifiesto político. La cuestión se reduce, en definitiva, a la decisión sobre cuál es la historia que viene a contar “La Ilíada” y también, muy especialmente, sobre quién es el que se supone que la cuenta. La "actualidad" de “La Ilíada” de Brie (para usar una palabra bastante equívoca pero que ejerce enorme atracción sobre los que gustan revisar textos antiguos) radica en haber asumido, antes que nadie en el ámbito teatral, una respuesta sólida y contemporánea a estos dos problemas.

Se tiende a considerar la distancia que nos separa de la literatura antigua como el signo incontestable de su total cristalización en el pasado. Esto, que afecta en mayor o menor medida a casi todas las adaptaciones de tragedia y comedia clásicas, es mucho más evidente en la intuición de los textos homéricos, cuya cosmovisión nos resulta todavía más lejana y difícil de aprehender. Por eso, como si la existencia del poema épico más antiguo de Occidente fuera de una "naturalidad" que impide la presencia de circunstancias históricas que determinan sus condiciones de producción, la interpretación consagrada de “La Ilíada” es la que resulta de una lectura por lo menos rápida. Se cree, en efecto, que “La Ilíada” cuenta nada más que la celebración, por parte de una aristocracia guerrera, de las hazañas de los ejércitos que destruyeron la ciudad de Troya. Pero ¿es realmente ésta "la historia" que cuenta “La Ilíada”? ¿Son efectivamente las hazañas el motivo principal del poeta?

Los estudios que, desde fines del siglo XIX, se concentraron en la literatura homérica parecen indicar que no y lo que se pone en duda es la entidad de esa tal aristocracia guerrera y la relación que guarda con ella el o los autores de “La Ilíada” (la hipótesis de un único autor sigue siendo la predominante). Porque si bien es cierto que aquello que el poema evoca y en parte describe es una guerra llevada a cabo por los poderosos que reinaban en el apogeo de Micenas entre los siglos XV y XIV aC, es decir, una aristocracia militar fundada en la organización social de clanes, este periodo no coincide ni con la fecha de composición de lo que los filólogos llaman "los principales temas" del poema (composición que tiene lugar entre los siglos XIII-IX) ni tampoco coincide con la composición final de “La Ilíada” y “La Odisea”, que toma como base las pequeñas sagas recogidas en el periodo anterior y que es un proceso que abarca una composición oral (entre los siglos VIII y VII aC) y una transcripción escrita (que recién se da a partir del siglo VI aC).

En su Introducción histórica al estudio de Platón y en su estudio “El Concepto de Alma en Homero”, el filósofo argentino Conrado Eggers Lan (1927-1996) señala la importancia de esta distinción de épocas para entender el sentido de “La Ilíada”. Lo relevante en esta clasificación no es la cantidad de siglos pasados entre lo que se describe y el momento en que se lo describe sino lo mucho que han cambiado en ese lapso el mundo, el hombre y la percepción que el hombre tiene de sí mismo y del mundo en el que vive. Si se es consciente de este tiempo transcurrido y de los cambios que él implica ¿cómo se puede suponer que el poeta que compuso “La Ilíada” no manifieste de alguna manera la transformación de su mirada?

Son modificaciones en la economía (que ya no depende, como en la era micénica, de la piratería sino principalmente del cultivo de la vid y el olivo y del comercio de sus productos), en la organización política y social (que se aleja paulatinamente del modo de vinculación tribal), en la religiosidad popular (cuyos dioses empiezan a ser descriptos con otros parámetros y no sin cierto escepticismo) las que necesariamente transforman la mirada del poeta. "Todo esto -dice Eggers en la obra arriba citada- explica el hecho de que Homero o los poetas que en los siglos VIII y VII compusieron “La Ilíada” y “La Odisea”, si bien estaban al servicio de esa nobleza militar de capa caída, imprimían a su poesía el sello de una sociedad que había encontrado medios más estables y seguros que la guerra para proveerse de lo que quería, y que, por el contrario, necesitaba poner fin a esas aventuras piratas que comprometían el normal desenvolvimiento de la producción y del comercio. Consideramos que Homero, al acentuar sutilmente los rasgos horrorosos de la guerra, al señalar límites para los caprichos humanos y divinos, y al presentar la negatividad de la muerte con toda su crudeza, actuó como portavoz de esa nueva sociedad".

A la luz de estos estudios contemporáneos, entonces, ya no se puede decir que hay una sola manera de entender “La Ilíada”. Hay, por lo menos, dos formas opuestas de leer el poema: como la alabanza nostálgica de un pasado heroico o como la mirada espantada de la guerra y de su único legado: la muerte. La descripción, al final de “La Ilíada”, del desgarrado duelo que Príamo y los suyos le ofrendan a Héctor, "que en tiempos de paz era domador de caballos", o el lamento de Aquiles desde el Hades, cuando le dice a Ulises, en el canto XI de “La Odisea”: "No quieras consolarme de la muerte, pues preferiría ser un labrador que sirve a otro o un hombre pobre que no tuviera muchos bienes antes que reinar sobre todos los muertos", parecen signos de que el autor de estas sagas enfrenta un nuevo concepto de la vida y la muerte, para el cual la vida resulta un valor más apreciado que la fama de la que se goce aquí o en el infierno, de viejas hazañas militares.
Cuando César Brie decide vincular “La Ilíada” con la muerte de miles de sudamericanos elige conscientemente, y tomando como referencia un bello ensayo de Simone Weil, la segunda lectura de Homero, es decir, su interpretación "antibélica", si se nos permite el término. Su toma de posición frente al texto no es un simple juego de asociaciones con el presente sino que aquí el presente, en todo caso, es excusa para proponer que nos preguntemos una vez más por el significado del más antiguo poema de Occidente. No se trata de enfatizar la identificación del griego con el asesino ni al troyano con la víctima. La protagonista de la saga es la muerte: "En tiempos de guerra, -dice Brie en su prólogo- todos somos potenciales víctimas y potenciales asesinos". Algunos personajes secundarios son subrayados adrede para evitar esta "perniciosa tentación" de identificar a Troya con "la Argentina de los 70".

Finalmente, el hecho de colorear a personajes como Hécuba, Casandra, la esclava Briseida y el espía Dolón, con los matices que para ellos imaginaron Eurípides y Ovidio, o Christa Wolff y Esquilo, o Simone Weil o un anónimo testimonio recogido por el “Nunca Más” resultan, en el resultado escénico, licencias que cobran sentido en la efectiva tarea de resignificación de la historia. Por eso “La Ilíada” del Teatro de los Andes no corre peligro de ser acusada de perpetrar anacronismos. Al contrario. La suya es una hermosa prueba de la vitalidad de ciertos versos que desde hace miles de años vienen repudiando aunque nosotros no lo supiéramos- el final definitivo que impone la muerte.

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