LA DRAMATURGIA Y LA AUTOPSIA
Por Rafael Spregelburd
No son nuevas las metáforas que tienden
a asociar a la escritura de una obra (la invención de un
mundo ficcional, literario) con la biología de los cuerpos
vivos.
Oponemos esta asociación a la idea de la
autopsia: muchas veces el análisis de corpúsculos,
órganos y tendoncitos de la cosa desmembrada
y muerta no da cuenta de la manera en la que esa cosa caminaba en
vida.
Muchos análisis técnicos sobre la
dramaturgia se parecen a esas autopsias. Las leo muchas veces con
interés, pero también con desconfianza. Siempre me
parece que aquello a lo que el esquema teórico accede es
justamente eso: teórico. Y en la práctica, en la vida
de las obras, las cosas ocurren muy de otra manera.
Para procurar explicarme por qué toda reducción
teórica, todo manual, todo esquema de producción de
sentido metódica me resulta siempre torpe y domesticado,
abrevé en lo que la Teoría del Caos tiene para decirnos
del funcionamiento de los cuerpos vivos.
EL CUERPO SIN CENTRO
Me siento obligado a empezar esta reflexión tratando de justificar
su anticipada ineficacia.
Soy dramaturgo, y muchas veces he pensado que eso
era una casualidad. Porque es mentira que uno esté predeterminado
a determinada ocupación o tendencia en la vida. Cualquiera
de nosotros podría ser un excelente oficinista, hay miles
de trabajos que uno podría hacer bien. Pero aquí estoy
yo, escribiendo teatro.
Mientras lo hago no me pregunto por qué.
Pero basta que tenga que intentar otra forma discursiva
(como una entrevista, o un artículo, por ejemplo) para que
la verdad se me revele con claridad.
La dramaturgia, a diferencia de otras escrituras,
es una escritura sin centro, sin punto de vista fijo.
La existencia del personaje (entidad de dudoso funcionamiento sobre
el que me gustaría expresar mi provisorio veredicto más
adelante) garantiza al menos una enorme diferencia entre la escritura
teatral y la narrativa, o la poesía: el personaje permite
a su autor escribir desde un punto de vista que no es el suyo. Esto
que estoy diciendo es un cliché, por supuesto. Pero ocurre
que es cierto: no necesito compartir la opinión o la cosmovisión
de mis personajes, y sus opiniones no son generalmente las mías.
Con lo cual me puedo asegurar un logro: mis obras no constituyen
afirmaciones categóricas, sino que se concentran más
bien en la formulación de interrogantes.
De una manera muy generalizada podríamos
entonces acordar que lo que nos lleva a algunos escritores a escribir
teatro es la pasión por la duda y por el interrogante. Cuando
tenemos alguna respuesta clara, no hay ningún motivo para
escribir teatro.
Por eso corro el riesgo enorme de estar haciendo
una afirmación categórica cuando no escribo teatro.
La afirmación, en términos generales,
me aburre.
Sólo poniéndola en duda siento que
algo extraordinario del mundo se me revela en la escritura. De lo
contrario, siento que me digo algo que ya sé, y que todos
los lectores se darán cuenta inmediatamente, y se aburrirán
tanto como yo.
Hace unos meses estuve trabajando como dramaturgo
para el Deutsches Schauspielhaus de Hamburgo durante un tiempo considerable.
Entre otras cosas, ellos editan una revista muy ecléctica
en la que reúnen bajo un mismo tema aportes de distinta gente
de teatro. Y es interesante, porque lo que se nos pedía era
que no habláramos de teatro, sino de otras cosas. Y por supuesto,
todos creíamos entender que debíamos hablar de lo
que esas otras cosas tenían que ver con el teatro. Fuere
como fuere, el tema de la Hamburger Hefte era EL CUERPO, y entonces,
tratando de ser fiel a este pensamiento descentralizado, que es
el único que puedo ejercer desde mi mirada de dramaturgo,
quise procurar formularme algunas preguntas al respecto, en vez
de ocupar un centro y un punto de vista desde el cual hacer cómodamente
alguna afirmación.
Porque en toda afirmación se esconde en
el fondo un problema político: la afirmación debe
ser verdadera. En un mundo ideal, la verdad es condición
de belleza de la afirmación.
En cambio la pregunta no es verdadera ni falsa.
Por eso el teatro logra hacer de esta fuerza incomprensible y paradójica
una forma de arte y dejar un testimonio de los hombres que difiere
generosamente del testimonio científico o de la crónica
histórica.
EL CUERPO CAÓTICO
Parece ser que se verifica una cuestión pasmosa: el cuerpo
humano cambia todas sus células cada tres años. Las
células del cuerpo expulsan la materia de la
que están hechas y la renuevan íntegramente sin prisa
y sin pausa, por lo cual al cabo de tres años nada en mi
cuerpo es lo que era antes. Y no hablo en términos fantásticos
o metafóricos. Físicamente, no estoy hecho de la misma
sustancia que hace tres años.
Sin embargo, todos seguimos refiriéndonos
a nosotros mismos como yo.
La teoría del caos utiliza este ejemplo
para compararlo con otros similares, y tratar de mostrar la naturaleza
fractal de la creación: la identidad de las partes no es
tan importante en sí misma: sólo refleja la totalidad
en otra escala. Es una idea tentadora, una idea de equilibrio, y
en realidad, de un profundo orden incognoscible. Por ejemplo, tomemos
un río que fluye: es imposible predecir en qué dirección
se desplazará una determinada molécula de agua, sin
embargo, en términos generales, el río es muy estable.
Si sucede una crisis, y el río por ejemplo se desborda, una
vez pasada la crisis el mismo vuelve a su cauce habitual.
Sólo los sistemas caóticos son profundamente estables,
porque están capacitados para asimilar las crisis y encapsularlas
dentro de sí sin perder su estructura original, estructura
ésta que es, repito, sencillamente impredecible, y por lo
tanto, normalmente ilegible como estructura.
Cada tres años dejamos la última
célula de lo que éramos.
Sin embargo, ¿por qué nos siguen
gustando las mismas cosas? ¿Por qué seguimos viviendo
en la misma ciudad? ¿O amando a la misma mujer? ¿O
guardando los mismos discos?
¿Se debe sólo a nuestra naturaleza
racional? ¿Es la razón una suerte de mecanismo impuesto
en nuestra biología para no detectar el cambio sutil de nuestra
composición y no perder el cauce? La búsqueda desesperada
de la permanencia (que es inherente a lo humano) me provoca tanta
admiración como desconcierto si la miro desde una perspectiva
extrañada, desde un lugar otro. ¿Qué
es lo que hace que nunca podamos sentir con claridad los signos
del cambio permanente de la materia de nuestro cuerpo? Me pregunto
qué se siente cuando el cuerpo de pronto se vuelve ajeno,
como ocurre por ejemplo en quien ha sufrido un accidente, o una
amputación, y de pronto debe hacerse a la idea de que ése
es su nuevo yo. Algo de esto, en escala mucho menor,
sentimos todos al salir de la peluquería, o cuando nos duelen
los pies por un par de zapatos nuevos: los objetos concretos (como
los zapatos) a veces nos señalan al cuerpo doliente como
lo otro. En el accidente, en la amputación con
anestesia, en el corte rápido y normalmente ingobernable
del cabello, la armonía de ese cambio lento de células
que no se anuncia a sí mismo de pronto se rompe, y se produce
el extrañamiento.
¿Qué sucede en la convivencia con
la fealdad? ¿Están los cuerpos preparados para responder
a lo feo?
EL CUERPO DEL PERSONAJE
Fuere como fuere, lo cierto es que nuestra comprensión del
fenómeno es meramente un intento de racionalización
abstracta. Y por eso está reñido con el teatro, que
no hace más que cuestionar a la razón.
Podemos ahora pensar que el personaje, ese invento
occidental, es la manera de comprender la permanencia de una identidad
(permanencia que la biología puede demostrar falsa) en la
estructura de un relato. El personaje, tal como lo entendemos los
dramaturgos, se caracteriza en el teatro tradicional por una constancia
de identidad. Es un recorte racional, que equivale a nuestra
idea newtoniana del mundo. La idea de recorte y simplificación
se hace completamente evidente sobre todo en el idioma español,
donde la palabra personaje utiliza la raíz de
persona y le añade un sufijo despectivo: aje.
Es como si dijéramos: un poco menos que una persona.
Pero la teoría del caos, con sus formidables
experiencias en el campo de la matemática, la geometría
fractal, la termodinámica o la biología, ha empezado
a hacernos sentir la necesidad de un nuevo modelo de recorte menos
simplista, uno que tenga más que ver con nuestra cosmovisión
histórica, con la pseudo complejidad de nuestra época.
Durante años, el teatro estuvo monopolizado
por el personaje concebido como una suerte de constancia de identidad
psicológica. Incluso se leyó a los grandes clásicos
desde esta perspectiva psicológica, cuando es por lo menos
dudoso que Shakespeare haya leído a Freud. Otelo es un buen
ejemplo. Las escuelas siguen enseñándonos que Macbeth
es un personaje ambicioso. Yo creo poder encontrar en
la pieza algunas pruebas de que esto es falso. El tema de la obra
puede tener que ver con la ambición, es cierto. Pero no es
verdad que Macbeth sea ambicioso. O que Otelo sea celoso. Otelo
vive una determinada situación, y opera de determinada manera.
Entonces el tema aparece, mágicamente ante nuestros ojos.
Las interpretaciones que tienden a pensar que a Otelo le ocurre
lo que le ocurre porque es celoso, y por lo tanto se concentran
en determinados factores de composición (corresponde
que sea negro, y lo suficientemente feo, como para que el amor de
Desdémona hacia él sea por lo menos algo inestable),
caen en un peligro abrumador: el aburrimiento absoluto. ¿Por
qué? Porque ante la composición de los
celos en el cuerpo del actor, el tema de los celos retrocede.
Además, porque la excesiva preocupación por la composición
le quita al conflicto el elemento irracional que lo motoriza. Nadie
quiere ir al teatro simplemente a confirmar lo que ya sabe (salvo
que esta simple confirmación se vea en peligro en su vida
cotidiana, como ocurre en los países bajo gobiernos totalitarios).
Uno va al teatro porque espera sorprenderse con una mirada amoral
de las cosas, una mirada extrañada que devuelve una imagen
deforme, ni verdadera ni falsa, sino ajena. Si no se produce este
extrañamiento, esta ajenidad, la reflexión
es imposible. Porque en términos físicos, para que
exista reflexión deben existir al menos dos cuerpos: el reflejado
y el reflejante, con un albedo determinado. Si el teatro es tan
real como la realidad, o se propone una visión recortada
de la realidad que se le parece tanto a lo que el sentido común
dice de la realidad, habrá entre actores y espectadores
mucha comunicación, pero nada de teatro. Nada
de reflexión, ni de revelación loca y errática.
Un lenguaje es más lenguaje cuantas
más redundancias contiene, afirma el pintor y filósofo
argentino Eduardo del Estal. Y es cierto. Un lenguaje basa su efectividad
en la anulación del ruido que acompaña
a los mensajes. Cuanto menos ruido haya, habrá más
posibilidades de lograr comunicación, de que el mensaje sea
leído lo más parecido posible a lo que el emisor ha
querido decir.
El discurso artístico, en cambio, también
se vale del lenguaje, pero se caracteriza por la anulación
de las redundancias. Sólo en la fractura de las gramáticas
es posible decir algo que no esté contenido ya en la estructura
de pensamiento global de esa gramática.
El lenguaje es una herramienta útil, claro
está, y probablemente la más humana de las herramientas,
anterior incluso a la rueda o la polea.
Pero en el territorio del discurso artístico,
la comunicación no es un objetivo. Al menos no necesariamente.
A veces ocurre, a veces no. A veces una obra comunica
con sus contemporáneos inmediatamente, a veces tarda años
en liberar sus mensajes, enrarecidos por el ruido y el desorden
caótico de su gramática novedosa. ¡Pero no se
trata sólo de un problema formal, o de modas! Se trata de
comprender que la virtud del teatro, del arte en general, radica
en su capacidad de revelación: tiene frente al lenguaje científico
(creado dentro de la previsibilidad de las gramáticas preconcebidas)
la habilidad de mostrar aquello que aún no se podía
decir en ninguna lengua. Ese vacío primordial que está
sumergido en la naturaleza de todo idioma.
Pero el teatro frente a otras artes- es pobre,
lo ha sido siempre. Es pobre porque a diferencia de otras expresiones
acumula conocimiento tradicional de manera indiscriminada. No elige.
Se nutre de todo, se llena de saberes, de preconceptos, y fundamentalmente,
de modas.
La simplificación a la que la institución
del personaje ha llevado al teatro occidental es pasmosa.
Abrevando en la teoría del caos me atrevo a decir que es
una simplificación análoga a la de la física
llamada reduccionista, o newtoniana, frente a la del caos.
Los surrealistas y las vanguardias de principio
de siglo intentaron heroicamente derribar ésta y otras instituciones.
Pero su acción fue una acción política antes
que estética, y el tiempo transformó este intento
de extrañamiento absoluto y de irracionalización del
procedimiento creativo en un lenguaje más, en un estilo,
en una moda. Que si bien sigue causando su efecto en los museos,
en teatro nos decepciona invariablemente. Las obras surrealistas
suelen aburrirnos hoy en día tanto como las realistas. Porque
ya hemos aprendido a hablar ambos lenguajes de ese par polar realidad/surrealismo.
Lo fabuloso de las sesiones dadaístas era el hecho de que
los artistas estaban dispuestos a defender belicosamente con el
propio cuerpo sus ideas sobre la organización de las partes
del mundo. Cualquier repetición sistemática de esto
que no estuviera fundada también en una caracterización
política del entorno, es ingenua.
¿Es posible imaginar un teatro liberado
la prisión newtoniana del personaje? Algunos teóricos
en Alemania hablan de post-drama (algo que me es completamente incomprensible,
pero no por novedoso, sino porque no encuentro que se verifique
realmente en el teatro que se está haciendo), otros hablan
de que lo nuevo ya no podrá existir, y por lo tanto el teatro
post-moderno no hace más que reciclar fórmulas antiguas
y encontrar en la mezcla su síntesis personal. Tradición
sobre tradición, una vez más.
Yo prefiero confiar más en algunos paradigmas
que me parecen más duraderos, como los de la matemática
fractal. Pero es cierto que pasará mucho tiempo hasta que
se dé con una imagen del mundo lo suficientemente discursiva
como para sintetizar en sí el mundo teórico complejo
de la teoría del caos.
La teoría del caos, y la matemática
de la que hablo, parecen expresar en primer término una reflexión
sorprendente: en la historia de la ciencia se ha verificado que
cada vez que se llegó a una nueva simplificación,
a una fórmula que permitiera predecir el comportamiento de
la naturaleza, se descubriría que esa simplificación
está en el borde de una nueva complejidad, es decir que por
cada simplificación hay por lo menos dos nuevas complejidades.
Ilya Prigogine dice: La idea de la simplicidad se está
desmoronando. Adondequiera uno vaya, hay complejidad.
EL CUERPO EN LA CATÁSTROFE
Hollywood, por ejemplo, ha llevado esta simplificación narrativa
hasta su máximo límite, y por motivos de dominación
económica (y por lo tanto, también de la imaginería,
porque regular la circulación de las imágenes es la
primera actividad de la política, según afirma Del
Estal) la ha impuesto en todo Occidente.
La simplificación es tan clara y evidente
que merece su estudio. Normalmente despreciamos a Hollywood sin
poder entender totalmente en primer término por qué
Hollywood funciona. Esto no quiere decir que sea bueno, pero funciona
porque es el ejemplo más claro y acabado de la construcción
de lenguajes de identificación y de verificación
de las expectativas del espectador, que recibe exactamente
lo mismo que ya tenía, a cambio de un dinero que paga por
ello como un impuesto religioso, como el diezmo al que se obligan
los protestantes en Alemania, incluso y sobre todo- los no
creyentes[1].
¿Hasta qué punto hemos aprendido
el lenguaje de construcción de los personajes en las narrativas
occidentales, que en general somos capaces de predecir quién
es el asesino en una película norteamericana, simplemente
guiándonos por la premisa más obvia: el asesino no
puede ser aquél que es señalado como el principal
sospechoso? Es decir que Hollwood, como una máquina viva
pero perezosa, funciona siempre de la misma manera: repetir lentamente
el mismo mecanismo de producción de sentido, pero al mismo
tiempo garantizarse una estrechísima franja de contradicción
de ese mecanismo, para después vampirizarla e incorporarla
en sus géneros, cuando ya sean material predigerido para
el espectador. Así ha pasado con Quentin Tarantino, por ejemplo,
y en menor medida con directores talentosísimos como Halt
Hartley, Todd Solonz, David Lynch, Paul Thomas Anderson, o los creadores
de la curiosa Being John Malkovich. Los hallazgos de
cierta complejidad en estos creadores originales, y presentados
como una suerte de excedente hollywoodense, ya no son
rechazados, incluso se los considera para los Oscars y todo lo demás,
pero es en la medida en la que la industria cinematográfica
ha descubierto que sus modificaciones narrativas a la forma de ver
norteamericana pueden generar buenos dividendos en tanto se pueden
extraer de ellas ciertas fórmulas que inyecten una nueva
vida artificial a la moribunda expresión de aburrimiento
colectivo de ese determinado sistema de producción de sentido.
En la catástrofe, a diferencia de la tragedia,
causas y efectos ocurren a una velocidad tal que son indiferenciables.
Podríamos decir, junto con Del Estal, que la catástrofe
es la aparición del efecto puro, en el cual la causa queda
sumergida.
Porque la secuencia causa-efecto, que es una simplificación
racional (cierta hasta un determinado punto) de la manera en la
que el mundo se comporta, es otra de las grandes instituciones de
la narrativa occidental. De hecho, el argumento (su producto más
inmediato) se puede estudiar como la forma en la que causas y efectos
en un relato se encadenan de manera armónica. Ésa
es nuestra proyección desesperada, nuestro enorme apetito
de orden en el caos primigenio del universo.
Pero una vez más, el teatro, el buen teatro,
viene a cuestionar todo paradigma de estabilidad. Y éste
en particular.
Hemos aprendido a leer Romeo y Julieta
como una tragedia, sí. Y lo es. Pero, ¿qué
ocurre si en realidad nos concentramos sobre los puntos catastróficos
de su relato, más que sobre la lógica
de su recorte racional? Veremos que Shakespeare sabía o intuía
mucho sobre la catástrofe, entendida como el delirio puro
de los acontecimientos. ¿Por qué pierde Fray Lorenzo
la carta para Romeo? ¿Por qué despierta Julieta sólo
un segundo después y no antes- de que Romeo se quite
la vida en la cripta familiar? Y aun más: ¿por qué
diablos se enamora Romeo de Julieta, siendo que su amor parece estar
orientado lógicamente desde un principio hacia Belinda? No
hay respuesta para estas preguntas, esto es lo que transforma a
la obra en un buen material teatral.
También constituye al mismo tiempo una tragedia
(personajes que se desbarrancan hacia su propia destrucción
merced a una debilidad inherente a ellos) y según las modas
de cada época se hará hincapié en unos u otros
aspectos de su compleja gramática narrativa. Yo, aquí
y ahora, nunca he aprendido nada sobre mi propia escritura leyendo
a las tragedias como tragedias, y más bien siempre he intentado
descubrir que estaban aún vivas y lozanas por el enorme potencial
catastrófico que albergan.
¿Qué desear entonces para el teatro?
El teatro puede reproducir los aspectos de la vida, haciendo un
recorte. O puede optar por tener un mecanismo vital, por ser un
cuerpo vivo, un cuerpo en la encrucijada que provocan la velocidad
absoluta del acontecimiento y la velocidad relativa de la razón
que da cuenta de él. Me gustan las obras que se comportan
como si estuvieran vivas, y no tanto las obras que quieren decir
algo sobre el funcionamiento de la vida. La vida es caótica,
misteriosa, impredecible. Por eso le adjudicamos valor a nuestros
patrones de ordenamiento en lo afectivo, en lo intelectual. Una
idea tiene valor para nosotros porque sentimos que la rescatamos
de la masa informe del azar que constituye al mundo. Pero en un
mundo ordenado (y muchas piezas de teatro son mundos lógicamente
ordenados, sin fugas a lo otro, a lo extraño) nada tiene
demasiado valor, y no necesitamos rescatar a nadie del naufragio,
de la peligrosa disolución en la nada, que amenaza nuestra
existencia desde tiempos inmemoriales.
EL CUERPO SIMBÓLICO
Tal como lo expresa Del Estal, en el origen del arte está
la muerte. El arte nace como un pacto sintético con
la muerte que es necesario establecer rápidamente en presencia
del cadáver.
El cuerpo muerto ya no es cuerpo.
Pero tampoco es cosa.
Está a mitad de camino entre lo vivo y lo
no vivo, y es al mismo tiempo memoria de la vida perdida y alerta
de la descomposición inmediata de los pactos celulares que
permiten la vida.
Prefiero dejar que el propio Del Estal lo explique:
Sin misterio, sin fondo invisible, no hay
figura visible, sin angustia de la disolución no, hay estatua.
Sólo lo que se desvanece y lo sabe, quiere perdurar.
La estatua es un cadáver vertical.
En las sociedades arcaicas, la muerte es un núcleo
organizador, pero sus prácticas funerarias son distintas
porque no tienen un mismo más allá.
La tumba egipcia es invisible desde afuera, está
vuelta hacia el interior.
El túmulo griego es extrovertido, interpela
a los vivos, perpetúa una memoria.
Las Imágenes no eran un ornamento, prestaban
un servicio.
La Imagen es la mediadora entre los seres visibles
y las fuerzas invisibles que los dominan. Por eso la Imagen no es
bella, no es significativa, es operativa.
Al desorden, a la descomposición de la muerte,
se le opone el Orden, la recomposición por la Imagen. La
Imagen está libre de corrupción, es un artefacto,
una astucia que consiste en cambiar el tiempo por el espacio. Las
sociedades arcaicas estaban formadas por más muertos que
vivos. Lo invisible, lo desconocido era la residencia del poder
(de donde vienen y vuelven las cosas) y se pacta con el muerto ausente
representándolo. El culto de los antepasados exigía
que sobrevivieran en Imagen, y administrar la Imagen de los muertos
es el comienzo de la política.
La muerte es el primer misterio, la experiencia
del poder invisible en lo visible.
El cadáver provoca el sentimiento original
que regirá a la producción icónica. El muerto
no es un ser vivo pero tampoco es una cosa, es una presencia-ausencia,
un sujeto en estado de objeto.
El cadáver fue el primer espejo del hombre,
el espejo donde la sombra atrapa a la presa; en lo visible ver lo
no visible, esa Nada de fondo que no tiene Nombre en ninguna lengua.
Los soportes de las obras primitivas, hueso, cuero,
sangre, son materiales extraídos de la muerte. El cadáver
es la materia prima de la Imagen. (...)
Representar es hacer presente lo ausente. No es
evocar sino reemplazar. Mediante el "doble" de la representación,
el hombre se protege del muerto, pero la dualidad misma de la Imagen
se vuelve angustiosa, inquieta y ambigua presencia-ausencia.
Mientras hay muerte hay Imagen.
La historia de la Imagen es la presencia inmensa
de la muerte.
En el comienzo de todo Arte está el embalsamamiento.
Claro que el régimen de producción
y circulación de las imágenes ha cambiado desde esas
épocas arcaicas, y en su artículo Las edades
de la mirada, Del Estal propone al menos dos estadíos
más de esta circulación hasta llegar a la producción
de imágenes de hoy en día.
Pero también es cierto que esta presencia
religiosa de la ausencia (lo obsceno, lo que queda fuera de
escena) y que tiene que ver con la materialidad incómoda
del cuerpo del muerto, es un motor siempre presente en la vitalidad
móvil del teatro.
Ya no se trata de hablar sólo de qué
se hace con el cuerpo del muerto y de qué manera se simboliza
nuestra vinculación con el más allá, con el
origen a partir de su cuerpo entregado a la descomposición
azarosa de la materia. Pero en el teatro no es la arcilla, ni la
tela, ni el sonido puro, sino el cuerpo del actor lo que ocupa el
lugar de esa imagen de transacción con lo otro.
Es el cuerpo concreto, la presencia física del actor sobre
el escenario (a diferencia de otras artes narrativas como la novela,
el cine o la televisión) lo que le da al teatro de hoy en
día su especificidad y su poder. Yo pienso que es más
la obstinación presente de ese cuerpo concreto que la ficcionalidad
cultural con la que ese cuerpo se disfraza. Recreamos en el teatro
la ceremonia infinita del entierro, y el actor está ocupando,
de prestado, el lugar del sacrificio. Pago mi entrada para ver
sufrir al personaje, y me siento un poco robado cuando esto
no sucede, cuando el rito del sacrificio, aunque sea simbólico,
no es total.
La pregunta es básicamente la misma que
se hace Hamlet sobre los actores de su drama. ¿Cuál
es esa fuerza loca que impulsa a los actores a desgarrarse, emocionarse,
sufrir, luchar, quemar calorías, exhibirse impúdicamente,
y al mismo tiempo decirnos con toda claridad: estoy mintiendo? Es
esa contradicción (inexistente en el cine o en las novelas)
la que me interesa ver en el teatro. No me interesan normalmente
los actores técnicamente entrenados para ser portavoces de
las ideas de otros. Lo que aprecio de la actuación
en estado puro es la honestidad con la que el actor ha decidido
mentir un poco, y encarnar completamente el cuerpo de transacción
del sacrificio que nos reconcilia y nos protege de ese más
allá del que hablaba Del Estal en la ceremonia del entierro.
Es el cuerpo, y no las ideas sobre el cuerpo.
De la misma manera que es el estar,
el transcurrir del actor sobre el escenario, y no el disfraz, ni
su comportamiento (de composición), o su trabajo biográfico
sobre la emoción.
Es su presencia-ausencia: está allí
en carne y alma pero al mismo tiempo está en una ficción.
Y afirma las dos cosas simultáneamente, como el terror del
sarcófago egipcio, que no es el muerto pero tiene más
condiciones discursivas que la muerte en sí, que en tanto
incognoscible, carece de discurso.
Es esa carencia la que me lleva, como dramaturgo,
a este raro oficio que desconozco y aprendo intermitentemente.
(A propósito de un artículo encargado
por la Hamburguer Hefte Nro 3, editada por el Deutsches Schauspielhaus
de Hamburgo).
Notas:
[1] Según me contaban en Hamburgo, los impuestos
de la iglesia Católica son un 1% más altos que los
de la Protestante, y entonces muchos ciudadanos normales prefieren
a esta última. Volver
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