La escena iberoamericana


NUEVOS PROCEDIMIENTOS NARRATIVOS EN EL TEATRO LATINOAMERICANO DE LOS 80 Y LOS 90
Por Beatriz Trastoy

Desde Aristóteles en adelante, las distintas corrientes de la teoría literaria consideraron la narración y el teatro como géneros diferentes, con su propia legalidad y su propia especificidad. En efecto, los esfuerzos por delimitar uno y otro campo continúan verificándose aun en recientes trabajos críticos, mientras que la ambigüedad de la escritura dramática no deja de generar especulaciones teóricas de direcciones dispares.

Por el contrario, la práctica artística contemporánea parece haber superado definitivamente la preocupación por la delimitación entre teatro y narración al flexibilizar los límites genéricos y sus marcas caracterizadoras, generando nuevas miradas sobre el texto dramático y sobre su puesta en escena.

En el teatro actual, las historias no desaparecen del todo. Dramaturgos como Heiner Müller, René Kalisky, Daniel Lemahieu, Enzo Cormann, Bernard Marie Koltès, Philippe Minyana, Valère Novarina, Serge Valleti y Michel Vinaver, entre otros, también narran, pero de una manera diferente. En una estética similar, los dramaturgos latinoamericanos han experimentado durante las últimas dos décadas con las interferencias entre distintas modalidades discursivas, produciendo textos que rescriben los clásicos desde múltiples puntos de vista; fábulas ambiguas cuyo borramiento se opera mediante la fragmentación, en la disolución de la noción tradicional de personaje; discursos dramáticos basados en palabras sin origen ni dirección en los cuales la alternancia de diálogos y monólogos depende más de los ritmos fónicos, de los implícitos, de las instancias extra teatrales que de los campos semánticos que eventualmente despliegan.

Tal vez a pesar de los propios dramaturgos, la impronta de Brecht se entrevé en los resquicios que deja la sucesión de discursos, en las piezas de un “puzzle” que el espectador armará según su propia e ineludible historia personal. El teatro épico post-brechtiano se desprende por completo tanto del lastre didáctico como de cualquier tipo de compromiso político y social y, superando los procedimientos metadramáticos más transitados como el teatro en el teatro o el rol playing en el rol, le sugiere al espectador nuevos pactos de lectura que ponen en crisis ciertas categorías estéticas y ontológicas fundacionales de nuestra cultura.

En el teatro latinoamericano, los antecedentes de la interferencia de géneros, entendida como propuesta estética, pueden rastrearse en obras dramáticas que presentan una ostensible intertextualidad con los fundamentos de la estética brechtiana, cuya enorme productividad receptiva se remite, en el caso concreto de nuestro teatro, a las primeras piezas de Osvaldo Dragún. Me refiero a “La peste viene de Melos” (1956), “Historias para ser contadas” (1956), “Tupac Amaru” (1958), “Y nos dijeron que éramos inmortales” (1963), “Heroica de Buenos Aires” (1966), “Un maldito domingo” [conocida también como “El amasijo” o “Dos en la ciudad”] (1967).

La producción teatral latinoamericana de creación colectiva de los 60 tuvo un carácter netamente testimonial, en cuya configuración estética, además de Erwin Piscator y Bertolt Brecht, influyeron notablemente las teorizaciones de Peter Weiss. Sin embargo, el teatro testimonial de este período -concebido como instrumento artístico de concientización, capaz de explicar la realidad más allá de las mistificaciones que la enmascaran- no se basa aún en el relato de vida, en las pequeñas historias personales; por el contrario, aborda solamente aspectos sociales en los que la problemática individual se disuelve en la tragedia colectiva. Basta considerar para ello, a modo de ejemplo, la textualidad precursora de Vicente Leñero, quien inicia el teatro documental con “Pueblo rechazado” (1968), a la que siguieron “Compañero” (1970), sobre la vida del Che Guevara, y “El juicio” (1972), acerca del asesinato de Álvaro Obregón. Pueden incluirse en esta tendencia, “General de hombres libres” (1978), referida a la vida Augusto César Sandino, sobre textos de Ernesto Cardenal; “Girón: Historia verdadera de la Brigada 2506” de Raúl Macías; “Huellas de un rebelde” (1970), sobre la vida de Camilo Torres, de Fernando González Cajiao; “I took Panama” (1974), referida a la invasión de dicho país, de Luis A. García; “Mear contra el viento” (1974) de Jorge Díaz y Francisco Uriz, sobre el escándalo en Chile de los documentos secretos de la ITT; “Relevo 1923” (1975) de Jorge Goldemberg, sobre la represión de las huelgas patagónicas; entre muchas otras.

Por demás emblemática resulta “Guadalupe años sin cuenta” (1975), creación colectiva del grupo La Candelaria, pieza que presenta la peculiaridad de reflexionar sobre el efecto perlocutivo de las diferentes modalidades diegéticas. Brechtiana por excelencia, “Guadalupe...” refuncionaliza ciertos géneros populares, como el corrido y el bolero, para eslabonar, comentar e interpretar las secuencias, aportar datos espaciales y temporales y dirigirse a la audiencia. La confrontación entre oralidad y escritura busca desmitificar las falsificaciones de la historia oficial realizada por las distintas instancias del poder, con la complicidad de los medios masivos de comunicación.

Después de la experiencia de la creación colectiva de las décadas del 60 y 70, que busca desbaratar la visión narrativa unificadora, se advierte en el teatro latinoamericano de los 80 y 90, un fuerte impulso monológico que expresaría, a través de estrategias diégeticas y de la reflexión metateatral, la reivindicación de la individualidad, especialmente centrada en el proceso de creación del personaje, de su propia voz y de su relación con la voz del otro, en tanto ineludible dimensión dialógica.

Así, a través de la tematización del relato oral, “La señorita de Tacna” (1981) de Mario Vargas Llosa pone en crisis no sólo las estrategias propias de la narración, sino también las que conciernen a la escritura dramática y su consiguiente puesta en escena.

El portorriqueño Luis Rafael Sánchez enhebra en “Quíntuples” (1984) seis monólogos con apariencia de relatos de vida que se insertan, a su vez, en el marco de un ciclo de conferencias de un supuesto Congreso de Asuntos de la Familia. A través de complejos mecanismos paródicos, los textos no sólo buscan poner de manifiesto los aspectos monstruosos de las relaciones familiares y sociales, sino también las estrategias que configuran las convenciones fundantes de los géneros teatrales.

Existen otras obras latinoamericanas recientes en las que el problema del borramiento de límites entre los géneros se radicaliza para construir una polifonía exasperada en textos en los cuales relatos, acciones o, simplemente, imágenes sin palabras, se organizan entre sí de maneras equívocas y cambiantes. Polifonía que también se verifica en ciertas escrituras escénicas que fusionan, superponen o diluyen los roles tradicionales de autor, actor o director. El texto usado en la representación pierde así cualquier tipo de especificidad que lo diferencie de otros no destinados a priori a la escena.

“Dostoievski va a la playa” del chileno Marco Antonio de la Parra, publicada en 1990, constituye un adecuado ejemplo de texto cuyo género resulta difícilmente determinable. Del teatro ha quedado apenas la división en actos; el resto es una sucesión de monólogos breves a cargo de personajes que narran sucesos o se narran a sí mismos, de descripciones semejantes a las didascalias tradicionales y de diálogos en los que falta el nombre de los interlocutores antes del guión, tal como sucede habitualmente en los textos dramáticos. De las didascalias, desaparecieron las marcas gráficas caracterizadoras (los paréntesis y la letra cursiva) y, si bien indican ambientes, situaciones, estados de ánimo a la manera convencional, también introducen pensamientos (escena 15) y parlamentos (escena 6) destacados por una grafía diferente. Del cuento popular permanecen la brevedad, simplicidad y truculencia de la fábula narrada, mientras que de la novela quedaron, por un lado, el nombre emblemático del protagonista y las escenificaciones de secuencias habladas en ruso que evocan “Crimen y castigo” o “Los hermanos Karamasov” y, por otro, ciertas convenciones transgredidas del policial negro a la manera de Chandler o Hammett, como el hecho de que el detective termine siendo víctima del criminal que investiga. Asimismo, las frases sueltas de los veraneantes que repiten lugares comunes, la voz de la radio, la lectura en voz alta de los titulares de los periódicos, las letras de rocks macabros o comerciales y de boleros con ritmo de blues cantados en ruso, los parlamentos de los clientes que hablan a un detective no visible, la afectada pronunciación de un animador de shows de ínfima categoría conforman, junto con la palabra proferida (o pensada) de los personajes principales, una polifonía que contrapone los hechos narrados y los escenificados a la versión oficial de ciertos crímenes, que comprometen el prestigio de quienes ejercen el poder. Si bien una lectura más contextualizada de la obra de De la Parra vería en los crímenes una metáfora de la desaparición forzosa de personas, con las torturas consiguientes y el ocultamiento de los cadáveres que fueron frecuentes durante las dictaduras latinoamericanas, en particular la chilena y la argentina, durante gran parte de la década del 70, es indudable que “Dostoievski va a la playa” constituye una suerte de escritura autoparódica, que deconstruye enunciados y enunciaciones múltiples.

Los testimonios de vida referidos a diferentes instancias significativas de la historia chilena han sido sistemáticamente utilizados en el teatro de ese país durante las últimas décadas. Un antecedente de esta concepción documental es “Los que van quedando en el camino” (1969) de Isidora Aguirre, en la que la autora considera, entre otras varias fuentes, las entrevistas que realizara a los testigos y sobrevivientes de la masacre de campesinos de Ranquil en 1933. El Teatro de la Memoria, creado y dirigido por Alfredo Castro, elaboró la Trilogía Testimonial de Chile compuesta por “La manzana de Adán” (1990), “Historia de la sangre” (1992) y “Los días tuertos” (1993). En el primer caso, se reelaboran poéticamente los relatos de vida de travestis-prostitutos de prostíbulos de Talca y de Santiago, recogidos por la periodista Claudia Donoso y publicados con fotografías de los entrevistados realizadas por Paz Errázuriz. “Historia...” retoma testimonios de psicóticos y de autores de crímenes pasionales y “Los días tuertos” dan cuenta de relatos de vida de artistas de circo, luchadores de catch, cuidadores de tumbas, enfermos mentales, también entrevistados por Claudia Donoso. Los textos dramáticos resultantes están estructurados en una serie de monólogos de los personajes, cuyos discursos verbales y gestuales reproducen fielmente las características de los propios informantes.

También en una línea similar pueden encuadrarse los espectáculos sobre testimonios autobiográficos de escritores chilenos como Pablo Neruda, Violeta y Nicanor Parra, Vicente Huidobro, María Luisa Bombal, y extranjeros como Vincent Van Gogh, Federico García Lorca, Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras, e inclusive, el espectáculo “La Negra Ester” (1988) sobre décimas autobiográficas del poeta Roberto Parra, adaptadas por el autor y por Andrés Pérez, responsable de la puesta en escena.

El teatro brasileño reciente recupera elementos de la tradición oral, el narrador explícito y el énfasis en la figura de los corifeos. Puede, citarse al respecto las producciones de Gerarld Thomas (“Electra com Creta”, “M.O.R.T.E.”, “Mattogrossso”, “Carmen com Filtro”, “The Sad Eyes of Karlheinzoelh”, “The Flash and Crash Days”), Bia Lessa (“Orlando”, “Cena de Origem”) y de Antunes Filho, cuyas respectivas puestas en escena desbordan los límites convencionales de la dramaturgia y la narrativa, del monólogo escénico y el literario.

La escena argentina no fue ajena a la polémica entre “cuerpo y palabra”, planteada, con especial intensidad a partir de los 60, por realizadores y teóricos del teatro. Dicha polémica determinó prácticas teatrales no solamente diferenciadas, sino también percibidas en ocasiones como antagónicas. Atenuada por preocupaciones de índole social y política durante la década siguiente, la dicotomía se polariza hasta convertirse en una opción -cuerpo o palabra- en los 80, para arribar, ya en los 90, a la recuperación de una palabra no siempre reconciliada con la materialidad corporal del actor.

Precisamente, a partir de la reinstauración de la democracia en la Argentina a fines de 1983, la necesidad de experimentar con nuevos lenguajes generó la aparición de numerosos grupos de teatristas designados por la crítica como “teatro joven”, “teatro del off”, “teatro de imagen”, “teatro experimental”, “teatro under”; rótulos todos ellos discutibles porque, por un lado, describen de manera insuficiente y no siempre acertada las propuestas escénicas encaradas y, por otro, reinstalan la polémica que podría sintetizarse en la expresión “palabra vs. Imagen”..

Resulta cuestionable en este planteo presentar la opción, por parte de los nuevos grupos actorales, de un teatro de la imagen casi exclusivamente como una reacción en contra de una palabra bastardeada por la cultura oficial al servicio del poder. Creo, en cambio, que esta elección responde a un momento histórico y a complejas variables culturales que determinan las representaciones perceptivas y su fijación. En el caso específico de estos últimos años, la naturaleza cada vez más visual del discurso, que condiciona un modo de aprender y de pensar desde la niñez y la adolescencia, cambia necesariamente el modo de representar y de entender el mundo. Los grandes cómicos como Chaplin, los hermanos Marx, Buster Keaton, los Tres Chiflados o Jerry Lewis; actores populares como Alberto Olmedo o Pepe Biondi; las películas clase B; el comic; la cultura del rock; los ritmos vertiginosos y la estructura fragmentaria del video-clip son algunos de los modelos fundantes de la estética de los realizadores que irrumpen en la escena argentina a comienzos de los 80.

Una gran franja de los realizadores argentinos ha ido superando poco a poco la falsa e inconducente antinomia palabra-imagen y, en la actualidad, menos sujetos a preconceptos, trabajan de manera integrativa desde sus respectivas opciones estéticas. El mencionado #retorno a la palabra” no parece ya un retroceso en el trabajo creativo con los otros sistemas expresivos. No sólo los cultores del mimo (Ángel Elizondo, entre otros), del clown (La Banda de la Risa, El Clú del Claun), del teatro de muñecos (El Periférico de Objetos, tal como se verá más adelante) o bien los grupos performáticos (La Organización Negra en “Almas examinadas” de 1992, espectáculo previo a la disolución del grupo) muestran en sus trabajos una creciente apropiación de la palabra, sino también directores como Alberto Félix Alberto y Javier Margulis, considerados en los años 80 figuras emblemáticas del llamado “teatro de imagen”, tienden a reinstaurar la diégesis escénica a partir del plurisemantismo de la sonoridad vocal y la palabra articulada. Asimismo, Daniel Veronese, de larga trayectoria como realizador de teatro de objetos y muñecos y como dramaturgo, armoniza ambas actividades en “Circonegro” (1996). Aún más: la publicación de sus obras dramáticas completas se titula significativa y concilatoriamente “Cuerpo de prueba” (1997).

En la mayoría de los textos y de las puestas en escena contemporáneos, la convergencia de prácticas narrativas y teatrales parece centrarse en la ahora evanescente figura del actor o, al menos, en la de aquél a quien el público tiende a reconocer como tal. Las modalidades que la relación actor/personaje/narrador puede asumir en el campo teatral oscilan entre el personaje que deviene narrador, sin perder dicha condición, o el actor-narrador que representa a uno o varios personajes, quienes narran y se narran a sí mismos, diferenciados por nombres y rasgos específicos, que son atravesados por otros muchos personajes de características difusas, cercanos tal vez a las alegorías o a los arquetipos, volviéndose, así, plurales e inexistentes. Por otra parte, este actor/personaje/narrador puede ser testigo de la historia que representa y/o narra, autor de sus propios textos o bien intérprete de la visión de otro autor o director.

La funcionalidad teatral de la narración a cargo de un actor/narrador, sea éste personaje o mero comentarista, abarca instancias referidas tanto a la producción como a la recepción del hecho escénico. En cuanto a las primeras, la narración implica la reconsideración del orden temporal y espacial; la manipulación retrospectiva y prospectiva por medio de índices anafóricos y catafóricos que favorecen la economía y la cohesión semántica; las suspensiones y las elipsis; la ruptura de las unidades de tiempo, espacio y acción; la fragmentación de la historia que, paradójicamente, adquiere unidad por su propia presencia escénica; el dislocamiento de la relación deíctica habitual entre yo/ tú, aquí/ahora. Asimismo, la presencia escénica del actor/narrador que glosa, explica, parafrasea, dirige a los otros personajes, implica una oposición a las formas más tradicionales del realismo elaborado estéticamente a partir de la noción de “cuarta pared” ya que, por un lado, plantea una serie de ambigüedades en torno del origen del discurso (¿quién habla?, ¿el personaje, el autor, un “otro” que busca imponer su propia focalización de lo enunciado?) y, por otro, quiebra la ilusión dramática al presentarla como autónoma, como ofrecida sin la mediación autoral.

Todas estos mecanismos autorreflexivos, que hacen ostensibles las estrategias discursivas de la producción del mensaje, manipulan la decodificación por parte del espectador. El narrador en teatro suele dirigirse directamente al público estableciendo una concordancia temporal que no invalida la delimitación entre sala y escena. La relación que mantiene con el auditorio puede ser tanto global e indiferente, íntima y cómplice, o bien, si se dirige al público, suficientemente ambigua como para evitar en todo momento el encuentro temporal y/o espacial. Al crear una distancia máxima en la conciencia ficcional de la recepción a través del empleo del actor/narrador pretende que el espectador reconsidere su posición respecto de un universo social cuyos valores son tan inestables como relativos.

La oposición entre lo “individual” y lo “social” que obturaba definitivamente la efectivización de una tragedia moderna, parece explicar también por qué la metateatralidad tanto de cuño pirandelliano como brechtiano -ambas de larga productividad en el teatro latinoamericano en general y argentino, en particular- resultan, en la actualidad, un discurso remanente. En efecto, a través de artificios metateatrales, Luigi Pirandello parecía decirle al público que aquello que estaba viendo era en realidad el drama de su propia existencia individual, mientras que Brecht pretendía distanciarlo para hacerle comprender la lógica de los mecanismos de funcionamiento social e impulsarlo, por consiguiente, a cambiar su realidad.

Por el contrario, los procedimientos metadramáticos que revisan los límites tradicionales entre narración y representación, entre narrador y personaje, entre ficción y realidad, procedimientos caracterizadores de la textualidad dramática y escénica latinoamericana de las últimas décadas, hacen caer la máscara del teatro, no ya la de los personajes. El espectador es inducido así a considerar las complicidades y consentimientos que le asignan su rol en la trama perversa de una sociedad sometida a los avatares del poder, muchas veces, despótico y totalitario. Superando defintivamente la tendencia al didactismo panfletario propio de ciertas propuestas setentistas, las nuevas formas metateatrales revisan la idea postmoderna de pérdida de credibilidad en las metanarraciones, en los discursos manipuladores. Sin agotarse en la pura autorreferencialidad, en el mero juego de artificios y estrategias escriturales, la dramaturgia y la puesta en escena latinoamericana de los 80 y los 90 le proponen al espectador reflexionar no sobre las certezas, sino sobre las imprecisiones, las hipótesis, las conjeturas. Las nuevas tendencias de la escritura teatral constituyen modelos indiscutibles de estas nuevas postulaciones autorreferenciales. Se plantea en ellos un permanente ir y venir de la diégesis a la mímesis, de la palabra al gesto, del diálogo al monólogo, de la centralidad a la periferia, del hombre al muñeco, de nuestra propia realidad a la ajena, de la hegemonía a la marginalidad, de la originalidad a la pura citación, de la cultura canónica a las formas massmediáticas, de los relatos fundacionales al fin de las utopías.

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