Hacer teatro hoy


DE INFANCIAS Y TEMORES
Por Jaime Chabaud

La única certeza que puedo tener respecto al teatro infantil en México es que nadie parece ponerse de acuerdo en qué es lo mejor para esos pobres minusválidos que llamamos niños. Sin embargo todos sus practicantes cargan una neta (termino mexicano que denota la posesión de la verdad absoluta) bajo el brazo. Neta irrefutable que defienden a capa y espada y sólo será invalidada pasando sobre el cadáver de su inventor. Dragones y monstruos surgen de las bocas de los héroes y heroínas del teatro infantil cuando se les cuestiona o se les pide opinión sobre el trabajo ajeno. Entierran en pozos oscuros y sin retorno a los colegas enemigos que no comparten sus opiniones o se atreven a disentir. De verdad han encontrado la neta como quien encuentra el Santo Grial. Creo firmemente que hacer teatro para niños es una cruzada, sí, una guerra santa. De lo que no estoy seguro es de que alguien sea dueño absoluto de la neta-santo-grial en este tema o en otros muchos respecto al arte teatral. El mesianismo domina en renglones varios del quehacer y sectores del gremio. Y como me preocupan las posiciones radicales o descalificadoras que dictan certezas me voy a atrever a proponer, en estas breves reflexiones, si me lo permiten, solamente dudas.

Mi experiencia en la dramaturgia para niños se reduce a media docena de textos bastante fallidos y sólo dos susceptibles de volverse carne de escenario como de hecho ya ocurrió: “Y los ojos al revés” (1998) y “Sin pies ni cabeza” (2000). La primera fue llevada a escena por Luis Martín Solís en el Teatro Helénico y la segunda (premiada por la FILIJ en su concurso de dramaturgia El Mejor Teatro para Niños 1999) por José Acosta en Casa del Teatro San Cayetano. Estos proyectos me llevaron por derroteros quizá antípodas, tanto en su proceso como en su ejecución. A ello debo sumar más de quince años de espectador. Ambas experiencias me han dado más elementos para hacerme más y más preguntas y una enorme conquista: menos y menos certezas.

El primero de mis directores me dijo dos cosas que se han vuelto premisas a evitar dentro del trabajo dramatúrgico. Una se refiere a lo arduo que es para los niños asistir cinco días a la semana a clases como para todavía, en el teatro, en el ámbito de la fantasía y el juego, recibir una clase de fin de semana. Y sí, el pecado del teatro didáctico para infantes y no infantes es aquello que asesina la teatralidad y la magia del arte escénico: “el demonio es el aburrimiento”, como dice Peter Brook. Y sí, se le invoca constantemente, a ese demonio aburrido, vía un discurso que pretende enseñar equis o ye cosa, a costa de la paciencia de niños y adultos y, casi siempre, con una ineficacia brutal tanto en las intenciones del discurso como en su manera de ser enunciado que, las más de las veces, renuncia a lo dramático para volverse educativo. Eso, una clase pesada e ilustrada en un escenario por unos monitos que no necesariamente creen en las palabras que enuncian y entonces, ¿cuál creación de personaje? “El teatro bien educa o mal educa pero educa”, escribía el controvertido maestro Héctor Azar hace muchos años. De cualquier manera va a cumplir esa función nos lo propongamos o no.

La otra cosa va de la mano con la anterior y atañe a cómo subestimamos la receptividad de los niños y su capacidad mental. La retentiva de los niños con los mass media y la cibernética de su lado, como lenguajes ya prácticamente naturales, es muy superior a la de los adultos promedio que nacimos hace más de dos o tres décadas. Sin embargo, tenemos la enorme necesidad de explicar todo a los pobres “minusválidos” de nuestros espectadores, al grado de ser tan informativos que se llega a una paradoja inevitable. En ese empeño de ser clarísimos “para que entiendan” los pequeños interlocutores, deviene el texto en un barroquismo que pretende explicarlo todísimo, no vaya a ser que no entiendan los muy tontitos. Y esto pasa centuplicado cuando se trata de tocar sentimientos o temas tabú como la muerte, la separación de los padres, los temores de la infancia u otros que a los adultos nos parece terrible comunicar a los niños. El prejuicio es nuestro y quisiéramos excluirlos a toda costa tapando el sol con un dedo, omitiéndolos como si no existieran o como si fuesen una misión imposible de pensar -ya no digamos realizar- dentro del teatro infantil. Recuerdo el montaje canadiense de “El juego de la oca” y sus implicaciones respecto a la crueldad y la pérdida de lo que se ama. En ese sentido cabría preguntarse con seriedad si no ejercitamos una autocensura.

El propio gremio considera al teatro para niños como un subgénero, disciplina menor que puede ser realizada como eso: una tarea sin importancia, un trabajo mercenario que quizás nos deje algunos dineros, un montaje al vapor o al microondas que no implica más riesgo ni profesionalismo ni compromiso (al fin que ya no esta de moda).

Es desde este piso que me cuestiono: ¿qué teatro para niños es, no el que tengo o debo, sino el que quiero hacer?

Y la respuesta no tiene nada que ver ni con las concesiones, ni con el trato a minusválidos mentales o emocionales, ni con la autocensura, ni con la falta de rigor. Por el contrario, pienso en un teatro escrito para adultos pequeños que quieren soñar y quieren que se les conmueva y que se les haga reír y que se les haga llorar igual que a un público de adultos grandes.

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