La escena iberoamericana. Chile


NOVÍSIMOS AUTORES O TEATRO PALABRA
Por Juan Claudio Burgos

“El mundo artificial ha producido al hombre artificial, el hombre artificioso al mundo artificioso, y a la inversa. No hay nada ya natural, nada, absolutamente naya ya... Por eso, todo es tan caótico. Tan falso. Tan desafortunado. Tan mortalmente confuso. Donde no hay ya Naturaleza no puede haber tampoco contemplación de la Naturaleza...”

Thomas Bernhard, “Extinción”

DE LA ACADEMIA A LA ESCENA O DE PASO A UN TEATRO METAFÍSICO
Fue cerca de la década del 40 que aparecen nombres de dramaturgos, estrechamente ligados a la labor de los teatros universitarios. Estos autores venían de una generación que empezó a escribir un estilo dramatúrgico totalmente alejado de las vanguardias teatrales europeas desde Alfred Jarry, pasando por Antonin Artaud, y luego por el mismo Brecht. Esta generación chilena había fijado su atención en autores como Arthur Miller, Tennessee Williams, dramaturgos que reflotaban el realismo en Norteamérica después de casi 50 años de haber sido planteado escénicamente por Stanislawki a propósito de su trabajo con la dramaturgia chejoviana. Además, estos autores chilenos del 50, pertenecían a la generación que había venido escribiendo apegada a un estricto realismo tanto en la concepción estructural del texto como en el resultado escénico. Una estructura textual que había devenido en una escena que la acomodaba, que le daba sustento escénico, que copiaba códigos de una realidad que afanosamente trataba de retratar. El teatro para este grupo de escritores era un mero precipitado social, espejo de virtud y de vicio como lo señalara en los albores de la república, el padre de nuestro teatro, el adelantado Camilo Henríquez. Esta dramaturgia, valiosa por cierto, pues heredaba la más acendrada tradición occidental, desde los griegos pasando por los Shakespeares, los Tirso, los Vega y los Calderones, en los años 50 se amalgamaba con los contemporáneos realistas norteamericanos que nutrieron de conceptos e ideologías a los autores del 50. Sin embargo, la floreciente generación chilena de los 50, ha venido agotándose textual y escénicamente ya desde el primer alarido realista, en las propuestas más de avanzada del teatro de sus propios representantes. El gusano del deterioro roe la carne realista de los autores del 50. El extrañamiento que suscita el recurso teatral realista viene aventurándose con alas propias ya desde su nacimiento. Es inútil seguir describiendo los procesos estéticos, motivados tanto por causas político-contigentes como por un agotamiento expresivo de las formas realistas, que dieron origen en las décadas del 60 y del 70 a los más variadas búsquedas expresivas que en un tiempo se agruparon bajo el movimento de “reforma” (1960-73) del teatro chileno y en otras de mayor beligerancia bajo el dulce nombre de “metáfora escénica” (1973-80). Aquí y allá el dramaturgo, el ahora llamado teatrista, alienta, promueve y practica el derrumbe de la maquinaria realista para balbucear una voz diferente, más radical en cuanto a la promoción de estilos y esquemas teatrales. Es más, ya a principios de los 80 se mira con algo de distancia la ortodoxa maquinaria textual. Se traiciona y se da muerte al padre de la dramaturgia occidental. Aristóteles perece en el fin del mundo. El universo dramático fundado en una estructura jerarquizada de sus elementos, en la forma dialógica como andamiaje central de la construcción textual, perecen. Quizá baste señalar dos nombres de dramaturgos chilenos, de origen muy diverso que atentos a los signos de los tiempos promueven el descalabro aristotélico. Marco Antonio de la Parra (1952) y Juan Radrigán (1936) rompen desde una mirada muy particular, cada uno a su manera, el discurso realista de la escena. Corroen desde la propia escena, desestructuran la anécdota, las figuras y el modo convencional de presentar el relato dramático. Si no asestan el tiro a Aristóteles, lo hacen de soslayo, decapitando a los pater familias de la dramaturgia de mediados de siglo. De la Parra asume la historia, el contexto, la contingencia, la virtud y el vicio, haciendo trizas el espejo diáfano en donde se miraban sus antecesores. En su dramaturgia y en su puesta en escena aparecen retazos contextuales como en un juego de espejos quebrados, donde la faceta de los personajes se bifurca, se triplica, se diamantifica, se vuelve coralidad polifónica distante del ordenado discurso realista de mediados de siglo. Otro tamaño desbarajuste viene con la figura de Juan Radrigán, que desde una textualidad que señala un despojo material y anecdótico, nos deja quizá un discurso monocorde y casi monologal de sujetos que relatan a modo de autoexpiación su condición de marginalidad existencial. Radrigán construye acertadamente desde una sola voz que se distiende en varias figuras textuales, un solo discurso íntimo, plural, ambiguo, siempre en constante tensión con una realidad amenazante, que se presiente fuera de los márgenes de su dramaturgia. La realidad externa en Radrigán es peligrosa, es casi una abstracción, es una voz antigua que se repite en figuras que sólo la remedan y la mal remedan. La autoridad sucumbe ante la irremediable voracidad de lo verdaderamente real. Lo verdadero es sólo lo que está al otro lado de las alambradas, en el terreno baldío, extraño, oscuro, marginal.

Otro tanto viene también por parte de la escena. La aparición del director como el “destroza textos” a comienzos de los 90, no es más que un síntoma del estado de situación de la dramaturgia. La escena necesita desarticularse en viñetas cada vez menos unidireccionales. Lo que el dramaturgo hace con su palabra, el director lo hace con el gesto escénico que propone el texto. Reconstruye, reformula, retoca, agrega, en un continuo acopio de fuentes de la más variada procedencia para vitalizar la escena, que los realistas paradójicamente creían demasiado viva. Se abandona el teatro físico, concreto, mensurable, para dar un paso más, se va de la escena real a la escena ritual. Se desolidifica la escena, se vuelve líquida, vulnerable, inasible, irrepetible, casi un gesto humano perdido en lo negro de la sala. Se abandona la lógica por el mito. Se vuelve al origen.

LOS NOVÍSIMOS AUTORES O EL TEATRO DE LA PALABRA
En los últimos vagidos del siglo xx asistimos a un proceso de vuelta. Se renueva la tradición, se vuelve al origen. Se vuelve del teatro mortal al teatro ritual. Se rehace el doble ejercicio de no ir más allá de la propia corporalidad del creador. Se vuelve hacia el teatro corporal en el sentido que la escena se busca en el intérprete, no en su contexto. Se antropomorfiza el gesto teatral, se vuelve vulnerable porque obedece a un gesto legítimo. No hay mucho que escarbar en este tema para concluir que el asiento, el cubo de tierra sobre el que descansa la nueva estética todavía inédita, está por hacerse. No hay fundamento escénico que la siga. Si el vaivén de la historia ha ido de un extremo a otro, poniendo en avanzada ya a la escena o ya al texto, ahora es el tiempo de la vanguardia-retaguardia del texto. Un texto que vuelve al origen. Y al volver al origen vuelve al elemento fundante de la realidad: la palabra. Así descosifica y desmaterializa el teatro, lo vuelve etéreo, vulnerable, casi vacío de tan lleno. Una sabia y casi barroca contradicción. Esta nueva-vieja dramaturgia es un teatro que se asienta en la palabra. En el gesto vacío, casi invisible de la palabra. No hay más que eso. Se construye desde los fundamentos del habla. No del lenguaje, ni de la lengua. No hay aquí abstracciones ni generalidades, sino sólo un individuo que suele ser muchas veces el alter ego del propio autor, que abre el ronroneo incesante de la palabra que está asido al papel, al cuerpo del actor, que respira con el actor, que se vuelve un instrumento más de expresión. Hay un abandono de la forma literaria por la forma literaria, es la palabra como fuerza que instala la realidad, que se vuelve vulnerable, casi inasible, sin sustancia palpable. No hay cómo describir ese hálito de humanidad que exuda del teatro que se está escribiendo, que no haciendo, en los últimos cinco años en Chile. La escena no lo soporta. Sólo algunos iluminados, de los que ya van quedando pocos aciertan con la forma. Pueden más que descubrirla capturarla y domeñarla en escena. La vuelven perceptible. Está ahí, en el gesto que nace de la inflexión tonal, de la articulación descrita en el papel. El actor, el intérprete escénico se hace desde esa materia intangible. No hay decorados, ni tampoco un relato visual que narrar. El relato nace y muere con el cuerpo del actor que sólo dice y dice porque es la única forma que tiene de expresar lo inexpresable sobre la escena. No hay otro medio. Los medios extraños y ajenos que le fueron calzando los siglos sobre el cuerpo, detrás y delante de sí, ya no tienen sentido. Se vuelven ineficaces para dar cuenta de lo multitudinario que se vuelve el actor diciendo, sólo eso, nada más que diciendo sobre la escena. Aquí es donde se encuentra quizás la esencia del fenómeno teatral. Lo que estéticamente lo hace independiente de cualquier otra manifestación artística. El solo hecho de decir. De sugerir con el discurso. Si bien el teatro nace como una actividad dada al gesto y al movimiento, esta percepción que toma como centro la palabra se torna ambigua, heteróclita, diversa, multívoca, y más que dar cuenta de una situación histórica contingente, se vuelve al relato original, al relato que despoja de sentido histórico al relato teatral. Aquí no hay historia y sin embargo hay Historia. Las palabras en letras de molde presiden este nuevo texto que se viene escribiendo. Baste analizar algunos de ellos para darse cuenta de este nuevo estilo que se viene lentamente adueñando de la escena tanto en Europa como en Sudamérica. Los fundamentos de esta nueva escritura pueden encontrarse quizás en autores franceses de los 80-90: Koltés, y otros cuyos nombres no vienen a la memoria. Autores de no más de 30 años que derivaron su discurso teatral de la tradición textual de los autores franceses del neoclásico, que otorgaban al discurso del personaje un protagonismo radical. Y esta oleada llega a Sudamérica, pisa tierra sudamericana, se instala como un acto de posesión en un colectivo de dramaturgos cercanos a los 30 años que empiezan a escribir trasfigurados en esta nueva estética, novísimos textos que tienen por divisa una nueva visión de la escritura. Novísimos teatristas que se asientan unos cuantos en la tradición, si no dramática, sí literaria, conectada íntimamente con lo propiamente teatral cuando se escribe, cuando se comenta un texto. Ya no se utiliza el lenguaje clásico, consuetudinario, se vislumbra en sus textos una propuesta que viene a renovar la escritura y la codificación escénica. Se propone una escena virtual. Aquí en Chile también hay nombres que dan cuenta de esta nueva estética: autores más centrados en el discurso verbal, Benito Escobar Vila con “Baile de rigor”, Lucía de la Maza con “El cómico”, Juan Claudio Burgos con “Tratado del príncipe, la manos bermejas y la torre” y otra joven dramaturga, Ana María Harcha, que trabaja desde una mezcla curiosa pero efectiva entre imagen y palabra en “Perro!”. La balanza se desplaza desde la imagen escénica planteada por los autores directores de los 90 a la palabra tema, motivo y fuente desde donde escriben los autores-autores de interregno de fin de siglo. Es la dramaturgia o la voz que viene. No hay herramientas conceptuales para hablar de los novísimos autores, de su novísima escritura. No hay escena posible en los teatros de Santiago. Ya habla de este nuevo estilo Patrice Pavis, e intenta establecer una norma escénica que acoja a la nueva escritura. Aquí ocurre que el lenguaje teatral ya no se supedita sólo al diálogo, ni al rol según la concepción tradicional. Aquí hay una mirada diversa, que se aparta de la norma y que instala una nueva norma menos cercana a la convención, más cercana a la experimentación. Se cuestiona el lenguaje escritural-escénico como un mero sustrato de la escena. Se le da una preeminencia sobre el trabajo concreto de la escena, se la supedita al texto. Se deconstruye el lenguaje tradicional para instaurar un nuevo otro lenguaje. Se poetiza con la palabra como sustrato del discurso escénico. La escena posible de esta nueva textualidad está por hacerse. No hay huellas en las salas de Santiago que nos hablen de ella. ¿Cómo se construye, cómo se acaba un texto, cómo se la da forma escénica? Estamos frente a una nueva reforma, cíclica como todas las reformas, una generación de recambio que pide y exige la escena de los espacios públicos, que pide la Academia. ¿Cuáles son sus características básicas? ¿Es necesario hablar con el texto en las manos para poder decir algo coherente de este nuevos ethos escritural?

1.- El rol se agota en la enunciación:

“(el ángel es una mujer cuya acción no está aún definida, creo que el hablar se transforma en su única gran acción)

el ángel: no sé como empezar del principio si no puse atención al comienzo, y no supe, sino hasta pasado un tiempo, que algo había sucedido. no sé si el principio es mi principio o uno que usted quiere que sea, puede que se refiera al momento que me trajo hasta el teléfono y su voz, y ahora me aferro a la respiración que oigo, único signo de vida que hace quedarme, y hablar, sobre todo eso, ya que para eso usted escucha y yo debo hablar. me pregunto en veces como ahora qué forma usa mi cabeza para filtrar lo bueno del todo y dejar sólo lo malo al alcance de mi recuerdo. porque me digo tantas veces que es imposible que haya sobrevivido a asuntos que recuerdo tan penosos y sofocantes, y sin embargo los viví y por eso estoy convencida que, o soy un ser extrahumano, o algo en mí me desea castigar por algún motivo del que no estoy enterada y me martiriza con el peor recuerdo de todas las cosas que me pasan. es por eso que no quisiera tomar el principio como un principio, sino como el antecedente de un final cuyo desarrollo, al menos, pude detectar”.

(Lucía de la Maza, “El cómico”)

El acto de decir, de escribir, que en el dramaturgo no es más que un proceso continuo, instala al rol. El personaje, si bien nace de la experiencia del autor, desde su biografía, no cabe en la contingencia. Ya no se escribe más teatro social en Chile.

2.- La escena se agota en la palabra:

“Intérprete: Esta es la coreografía: Me pidieron que baile hasta morir. Alzaron la voz y fueron claros, persuasivos. Hablaron. Esta es la coreografía: Me pidieron que baile hasta morir. Hicieron dibujos con mi cuerpo, lo dibujaron, digo, dibujaron mi cuerpo. Lo movían. ¿Conocen las marionetas, las han visto? ¿Acaso era mi cuerpo el que movían realmente? Me mandan, me indican, pero no lo conocen. No me conocen el cuerpo. Tiene manchas que ellos ignoran, no las han visto. ¿Verán alguna mancha?”

(Benito Escobar, “Baile de rigor”)

Discutíamos sobre la preeminencia de la escena sobre el texto o a la inversa. Concluimos que ambos son válidos. Que la escritura como la escena aquí se constituye en un acto fundante. Yo no escribo para ser representado, yo dramaturgo escribo simplemente porque mi oficio comienza y termina en la escritura. Parece un juego de palabras, pero es así. Hay también una escénica del texto, una escénica que propone el texto. El material escrito no se vuelve teatro una vez puesto en escena. Ya vive en el acto mismo que lo funda: en la escritura.

3.- Un discurso extenso reitera una anécdota breve:

INTERMEDIO (LA MENSTRUACIÓN O LA REGLA O EL DESa-aNGRAMIENTO INFINITO O la metáfora lírica de la historia)
HABLA SóLO LA MUJER
Las mujeres no pueden hacer nada
NO HA VISTO QUE LAS MUJERES SOMOS INVÁLIDAS
NO TENEMOS EL CUERPO PREPARADO
LA SANGRE SE NOS CAE
CADA VEINTIOCHO DÍAS, LA SANGRE SE NOS CAE
TENEMOS QUE ARROPARNOS
CUBRIRNOS PARA QUE LA SANGRE NO NOS EMPAPE
LAVARNOS CADA DOS HORAS PARA LIMPIAR LAS MIASMAS
LAS MIASMAS A LAS QUE USTED LE PONE SUS PIES ENCIMA
NO ENTIENDE
SANGRO PERÍODICAMENTE Y ESE EJERCICIO ME ENTUMECE LOS HUESOS
LAS FIBRAS SE ME VAN EN CADA COÁGULO
COMO SU ESPERMA, DEBE SER TODO ESTE VACIARSE
NO CREE?
MI SANGRE ES COMO SU ESPERMA
DEBE CUBIRSE EL SEXO PARA QUE SU SEXO NO SANGRE LECHE BLANCA
USTED NO SANGRA COMO YO
ES UNA CARGA
UNA CARGA
pausa
LA MUJER CARA DE INDIO O LA MAESTRA
EGÉIN
LA MAESTRA
YO QUE
PARA NO SANGRAR ENSEÑO NIÑOS
QUE PARA NO ESTILAR CONJUGO VERBOS IRREGULARES
CORRIJO ACENTOS Y SANGRÍAS MALAS
MUERDO MENTAS
YO QUE PARA SER MENOS MUJER
NO TOMO ROSAS CON LAS YEMAS DE LOS DEDOS
CORRIJO
IRREGULAR
LA SANGRE ME CAE IRREGULAR...
(“Bacantes”, Juan Claudio Burgos)

Aquí la historia no interesa, o interesa lo menos posible. Claro, todo acto creativo surge de una experiencia, hay un sustrato material, anecdótico que la sostiene. No podríamos entender el período oscuro de Goya si no tuviésemos la capacidad de vislumbrar figuras, personajes, paisajes bajo esa penumbra. Pero ese tipo de pintura no es interesante por lo que refiere, sino por el ejercicio mismo de construcción que contiene. Es el trazo, el color que no fue puesto, la paletada, la técnica, el oficio mismo en donde está el interés. Algo análogo ocurre en la novísima escritura. Importa más el gesto expresivo que encierra el discurso, que la mera referencia. Y de aquí se desprende una consecuencia mortal, una hilacha atroz para los directores, los ponedores en escena. Se escribe un texto esencial, se escribe un texto no referencial. Importa el decurso del discurso, más que su referencia. Quizá aquí es donde radica su imposibilidad de fractura. Su ligazón extrema. No sirve desarmar el texto para mejor montarlo. No es que en ellos reclame ser contada una historia. Si cometemos el pecado de desmenuzar el texto (el origen etimológico de la palabra creo que recupera la idea de tramado, de tejido, de algo indisolublemente unido, por eso no uso la palabra obra, ni dramaturgia, que me parecen muy ligadas al antiguo teatro de escena que veo ya no se escribe), estamos volviendo atrás, estamos no entendiendo, estamos siendo sordos, vacíos a la nueva propuesta escritural. Que me perdonen los directores, los artistas de la escena, pero no hay una sensibilidad lo suficientemente entrenada para asumir este estado de situación.

4. Muy ligado con lo anterior, y quizá el único valor que es necesario perdure viene por la autonomía que alcanza el discurso teatral, como discurso textual autónomo, como objeto estético que descubre sus propias leyes, que tiene su razón de ser únicamente en el acto de escritura que le da origen, que la funda. Esto quizá sea lo que menos haya que explicar, porque de hacerlo se estaría traicionando el propio enunciado. La evolución del arte teatral ha devenido a un punto tal que ya no es remedo, mimesis de un objeto externo al propio objeto, es el objeto en sí. Aquí deberíamos utilizar categorías que nos propone la estética para analizar este aserto. Decir, por ejemplo, que el texto se agota en el propio texto, que la circunvolución de la escritura, de la propia grafía, de la forma física, material, perceptiva del material escrito es la única forma que tiene ese discurso de manifestarse. Estamos lindando casi lo que otras artes, especialmente las ligadas a la plástica, alcanzaron ya hace una centuria.

HACIA UNA ESCENA POSIBLE
La escena posible es la escena de la textualidad, todavía no hay escenarios, ni nada que se le parezca para esto que se está escribiendo por estos tiempos. Y este párrafo va a ser muy breve. Breve porque da cuenta del silencio escénico de que adolecen los tiempos. ¿Será labor de los propios escritores asumir este fenómeno? ¿Veremos la escena posible en algún teatro de Santiago? ¿Serán sólo textos editados, sólo impresos, sólo letra parlante, letra actuante? ¿Estamos a pocos pasos de crear una escena virtual? ¿Habrá que matar al cómico disfrazado de oveja que oficia extáticamente la figura de un Dionisios que se apaga por torpe, por imposible? Como Penteo burlemos la antigua religión, seamos la víctima del sacrificio, quebremos el Olimpo y veamos como se inunda esta ciudad con las lágrimas de Ágave enfurecida y dolida por su delito. Eso lo dirá el tiempo, eso lo sabe sólo quien entienda, reciba y reflexione estas palabras. Eurípides, profético, ya anunció la muerte de la religión antigua. Artaud encuentra su escena, funda su teatro. Alfred Jarry destroza el teatro burgués europeo de principios de siglo. ¿Habrá que invocar al trágico francés para fundar la nueva escena? En Santiago no hay Artaudes ni Jarríes, ni menos Eurípides. Estamos en la más atroz indefensión. Esperemos: la evidencia siempre viene de la mano de la razón. Por ahora, el silencio es lo único que es posible escuchar en Santiago:

“los tribunales vendan su vista y sus oídos, liberan a ancianos decrépitos, la justicia cae, el dólar sube, las alamedas se abren a comerciantes clandestinos y sobre todo eso llueve”.

En las salas de Santiago no hay más que polvo en el viento ¿o partículas en suspensión?

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