LA
PALABRA ALTERADA
Por José Sanchis Sinisterra
Aunque
muchos responsables de la vida teatral española aún
no parezcan haberse enterado y no me refiero solo a los productores,
programadores y funcionarios institucionales de cultura, sino también
a los directores de escena-, los años 90 produjeron la emergencia
y la consolidación de una nueva generación de dramaturgos
que se prepara para marcar el rumbo de la escena en el siglo XXI.
Ya desde mediados de la década de los 80
fueron perceptibles los síntomas de agotamiento de las formas
y fórmulas de la renovación del arte dramático,
todavía dominado por el apogeo de lo espectacular, el despliegue
de lo audiovisual y el protagonismo a menudo abusivo- del
director-creador. En esos años se hizo sentir, efectivamente,
una creciente demanda de la función dramatúrgica como
garantía de la coherencia del espectáculo, así
como un retorno de la palabra dramática, del teatro de texto
y, por lo tanto, de la figura del autor.
Esta renaciente autoría, formada en un clima
político democrático, se vio a sí misma dispensada
de la misión aleccionadora y crítica que hubo de asumir
el teatro de las generaciones anteriores, y centro su atención
en los aspectos estéticos, técnicos y formales del
texto. Comprendió que el cambio de sensibilidad y conciencia
colectivas reclamaba un riguroso replanteamiento de los códigos
comunicativos del teatro, y que es en el diseño textual donde
con más rigor pueden elaborarse las nuevas estrategias para
interesar, entretener, conmover y, si es posible, perturbar a un
público saturado de ofertas artísticas excesivamente
complacientes.
No se trataba, ni se trata, de caer en un formalismo
vacío ni en un vanguardismo agresivo, sino de poner al día
las técnicas y los conceptos dramatúrgicos para intensificar
su complejidad y su eficacia, y de combatir la tendencia acomodaticia
que tanto el teatro institucional como el comercial estaban desarrollando,
y desarrollan, en el espectador-consumidor.
Los nuevos dramaturgos, en su gran diversidad estética
y temática, coinciden en el aprovechamiento sistemático
de una doble herencia: la que procede del estudio riguroso de la
tradición dramatúrgica universal, pretérita
y reciente, y el conocimiento directo de la práctica escénica
inmediata, marcada por la conciencia de la fisicalidad
del hecho teatral, es decir: del destino escénico de la literatura
dramática.
Pero hoy quisiera suscitar algunas reflexiones
sobre el mencionado retorno de la palabra dramática tan
denostada por los profetas de los lenguajes no verbales y/o del
teatro de la imagen-, entendiendo por tal el discurso de los personajes
o, si se quiere, los enunciados proferidos por los actores, ya se
organicen bajo las modalidades más o menos ortodoxas del
monólogo y del diálogo, ya discurran por cauces más
próximos a la narratividad, al lirismo, a la seriación
caótica o a la proliferación coral.
Bajo múltiples avatares, la palabra pugna
por hacerse escuchar desde la escena, así como su sombra,
el silencio. Y para ello, para dotar a la escena de un discurso
poderoso y complejo, la escritura dramática más viva
se nutre sin complejos, no sólo de los recursos explorados
y desplegados por la novela, la poesía y hasta el ensayo
contemporáneos, sino también del saber que las ciencias
del lenguaje y la teoría literaria han aportado a la comprensión
de su funcionamiento expresivo y comunicativo.
La fascinación que un sector importante
de la nueva dramaturgia española y no solo ella- manifiesta
por autores como Beckett, Pinter, Handke, Müller, Bernhard,
Koltes, Vivnaver, etc., no es ajena a la eclosión de formas
y sentidos que sus obras muestran respecto a la palabra dramática.
La materialidad del lenguaje revela en ellas una gama de potencialidades
que rebasa con mucho la función meramente mimética
del diálogo conversacional, anclado en una concepción
ingenua del discurso y en modelos cinematográficos de sospechosa
nitidez.
Precisamente las reflexiones que me propongo compartir
tienen que ver con la necesaria y apasionante- superación
de ese logocentrismo de corto vuelo que ha presidido la dramaturgia
tradicional desde el realismo decimonónico, basándose
en la noción instrumental del lenguaje que le
proporcionaba el positivismo, elaboró una serie de estructuras
dialógicas que algunos continúan reivindicando hoy.
Estructuras que reproducen una lógica conversacional inexistente
en las interacciones humanas; logocentrismo que parte de una correspondencia
indemostrable entre las palabras y las cosas, y hace del lenguaje
un vehículo inocente de la comunicación y una correa
de transmisión del Sentido.
No se piense que voy a reivindicar una recuperación
de la alogicidad y el non-sense que ciertas tendencias
vanguardistas y un sector del llamado teatro del absurdo
introdujeron en la palabra dramática, sino algo que afecta
a la naturaleza misma de ese supuesto instrumento que
llamamos lenguaje.
Porque éste no es un código neutral
y transparente que cada usuario emplea libremente para organizar
y comunicar su in-mediata experiencia, sino un sistema que contiene
ya en sí mismo en su vocabulario, en su morfología,
en su sintaxis, en su retórica...- una representación
del mundo y del hombre. No es una sustancia inerte y vacía
de significado que el escritor moldea a su antojo. En consecuencia,
toda revuelta contra las formas literarias anteriores, en busca
de una más auténtica representación del mundo
objetivo o de una expresión más directa de la subjetividad,
quedaba limitada por esta previa articulación impuesta desde
la propia naturaleza del lenguaje, desde esa matriz de significación
que el lenguaje lleva consigo.
Pero a partir de Mallarmé, la literatura
comienza a convertirse en su propio objeto, en su propio camino
de indagación, sin duda para cuestionar la noción
misma de representación, al tiempo que se violentan
los cánones de la retórica y hasta de la sintaxis,
para dar cauce a nuevas maneras de percibir la realidad, a nuevas
dimensiones de la experiencia humana abiertas por la sensibilidad
y el pensamiento contemporáneos. Se va haciendo evidente
que el ámbito verbal, el dominio del logos, no es adecuado
para captar y transmitir los horizontes que la ciencia y la conciencia
están comenzando a explorar.
Gran parte de la filosofía contemporánea,
desde Schopenhauer y Kierkegaard hasta Bertrand Russell y Wittgenstein,
gira en torno a los límites del lenguaje, a su impropiedad,
a su impotencia para traducir el referente real y el mundo interior.
El pensamiento de Wittgenstein, particularmente, se desarrolla a
partir de la duda sobre las capacidades del lenguaje para hablar
de otra cosa que de sí mismo. La experiencia del mundo se
da en en lenguaje, y éste es una institución
anterior y posterior a nosotros, una praxis colectiva, una res
publica basada en consensos, aproximaciones y encantamientos.
¿Cómo puede un escritor escapar a
este encantamiento, a esta alineación, a esta
invasión de los otros en sí mismo, de la cosa
pública en la cosa provada? Esta pregunta
va a estar gravitando sobre el sector más radical de la literatura
del siglo XX y fecundando la obra de algunas de las figuras fundamentales
del teatro contemporáneo.
A pesar de ello, creo que en el teatro que escribimos
hoy hay todavía un predominio excesivo del logos, una sobreestimación
de la lógica discursiva que afecta especialmente a la palabra
dramática, es decir, a las interacciones verbales que sustentas
las situaciones dramáticas.
Se diría que pervive una concepción
del diálogo teatral excesivamente vinculada a la literatura
propiamente dicha, es decir, a una tradición dramatúrgica
en la que la forma versificada exigía que la palabra del
personaje recurriera a todos los primores y rigores de la retórica.
Y al derivar el teatro hacia el realismo, pese a su pretensión
de reproducir el funcionamiento de la realidad, sigue no obstante
persistiendo un uso retórico del lenguaje, manifestado sobre
todo en ese logocentrismo que otorga a los diálogos la propiedad
y la competencia comunicativa que la literatura ha tenido
tradicionalmente como ideal y modelo.
Aunque podría señalarse la obra precursora
de autores como Strindberg, Wedekind y, desde luego, Chéjov,
en el proceso de cuestionamiento de esa palabra plena, transparente
y eficaz, hemos de esperar hasta Beckett para encontrar
una radical y sistemática demolición del logocentrismo
y de su correlato dramático, la forma congruente y transparente
de la piece bien faite.
En un texto poco conocido salvo por los especialistas-,
la llamada carta alemana, que Beckett escribió
en 1937 a su amigo Axel Kaun rehusando traducir unos poemas, tras
expresar las crecientes dificultades que tiene para escribir
en buen inglés, afirma que la gramática y el
estilo se han convertido en algo tan incongruente como el
traje de baño victoriano o la calma imperturbable de un verdadero
gentleman. Y afirma más adelante:
Ya que no podemos eliminar el lenguaje de
una vez, deberíamos al menos no omitir nada que pueda contribuir
a su descrédito. Abrir en él boquetes, un o tras otro,
hasta que aquello que se esconde detrás (sea algo o nada)
empiece a rezumar a través suyo: no puedo imaginar una meta
más alta para un artista hoy. ¿O acaso la literatura
es la única en quedar retrasada en los viejos caminos que
la música y la pintura han abandonado hace tanto tiempo?
¿Hay algo sagrado, paralizante, en esa cosa contra-natura
que es la palabra; algo que no se hallaría en los materiales
de las otras artes?
Eso decía Beckett en 1937. Hoy, cuando sabemos
hasta qué punto el lenguaje es prostituido en la mayoría
de los ámbitos políticos y en los medios de comunicación,
esta radical desconfianza de Beckett resulta profética. Y
es solo el principio y, en cierto modo, el programa- de una
minuciosa transgresión de lo que podríamos llamar
adecuación de la palabra a la cosa. Si escribir se ha considerado
siempre encontrar las palabras necesarias y justas para nombrar
las cosas, si la fe en el lenguaje como instrumento
de expresión se ha basado tradicionalmente en dicha adecuación,
vemos como toda la obra de Beckett, especialmente a partir de 1945,
tiende a minar esta fe.
Desde el interior mismo de sus textos ya
sea en la voz de sus poco fiables narradores como en
la de sus ambiguos personajes teatrales-, su escritura siembra la
desconfianza sobre la propiedad de la palabra, sobre
su equivalencia con aquello que pretende ser nombrado, sobre lo
que hay detrás (sea algo o nada).
En este desfase entre la palabra y la cosa, entre
el pensamiento y su expresión, entre la intención
comunicativa y los enunciados proferidos por los personajes, va
a moverse el teatro de quien considera a Beckett como uno de sus
maestros. Me refiero a Harold Pinter que, de un modo quizás
intuitivo descubre para el teatro esa precariedad de la palabra,
esa impropiedad del discurso, esa carencia lógica
del habla, que confiere a sus diálogos una aparente alogicidad
y una evidente discontinuidad (razón por la cual su obra
fue etiquetada como del absurdo). Las reiteraciones,
pleonasmos y solecismos, que caracterizan el estilo Pinter
son, más que un rasgo formal, el síntoma de una interacción
verbal habitada por la incertidumbre radical de la comunicación
humana.
Detrás de las palabras, en aquello
que no dicen, ocultan, niegan o tergiversan por consiguiente,
en el subtexto- discurre otra lógica, implacable,
aunque no evidente ni siempre realista, que obliga al
espectador a ejercitar la desconfianza y el desciframiento. Ya en
los primeros años 60 expresaba su rechazo hacia una teatralidad
explícita, transparente, en la que el autor pretende saberlo
todo de su obra y ésta lo dice todo al espectador,
que recibe como un regalo halagador la captación sin esfuerzo
y sin dudas del microcosmos dramático.
La forma explícita dice Pinter-,
tan a menudo empleada en el teatro del siglo XX, es un engaño.
El autor afirma disponer de abundantes informaciones sobre sus personajes
y los vuelve comprensibles para el público. De hecho, lo
que hacen estos es configurarse según la ideología
personal del autor. No se crean progresivamente en el curso de la
acción, sino que han sido definidos de una vez por todas
en escena para expresar en ella el punto de vista del autor.
¿Cuántas veces sabemos lo que alguien
piensa, y quién es, y cuáles son los factores que
lo constituyen y hacen de él lo que es y sus relaciones con
los otros? Y acto seguido formula lo que suelo considerar
la primera y más contundente- renuncia a la omnisciencia
autoral: Entre mi falta de información biográfica
sobre ellos (los personajes) y la ambigüedad de lo que me dicen,
se extiende un territorio que no sólo es digno de ser explorado,
sino que es necesario explorar. Ustedes y yo, como los personajes
que crecen sobre el papel, somos casi siempre poco explícitos,
reticentes, poco fiables, esquivos, evasivos, cerrados y poco disponibles.
Pero a partir de estas características nace un lenguaje.
Un lenguaje en el que, por debajo de lo que se dice, se expresa
otra cosa.
Volvemos a encontrar la idea beckettiana de que
hay otra cosa detrás del lenguaje, como fundamento
de una dramaturgia que, de alguna manera, ha de permitir que eso
se escuche. No que se escuche nítidamente, sino instando
al espectador a aguzar su atención para desvelar aquello
que las palabras están ocultando, maquillando, falseando.
Se da la circunstancia de que, por esos mismos
años 60, surge en Inglaterra una corriente psicológica,
cuya figura principal es Ronald Laing, que plantea los problemas
de la percepción y la relación interpersonal en términos
de opacidad, inverificabilidad e incertidumbre. Los seres humanos,
viene a decir Laing, son invisibles entre sí,
puesto que la experiencia propia es inexperimentable para el otro.
Por lo tanto, la interacción se basa en una cadena de interpretaciones
más o menos parciales, tendenciosas, subjetivas, que a menudo
producen lo que denomina la espiral del malentendido.
Esta psicología de la incertidumbre
se complementa, en los años 70, con las investigaciones sobre
la patología de la comunicación, que el filósofo
Jürgen Habermas tendrá en cuenta para su monumental
Teoría de la acción comunicativa. Si comparamos
las estrategias empleadas por determinadas familias para impedir
el cuestionamiento de sus pautas de pseudo-consenso, sus estructuras
de poder, sus secretos y mentiras, etc., con diálogos
y situaciones del teatro de Pinter y no sólo-, nos
daríamos cuenta de hasta qué punto la realidad humana
es poco realista y cómo la palabra discurre en
la vida por cauces aparentemente alógicos e ininteligibles.
Terminaré con una cita de Bernard-Marie
Koltes, cuya palabra dramática pareciera dotada de una consistencia,
una gravidez semántica y poética extraordinaria que
nos remite, no obstante, al mismo eje de reflexiones que estoy intentando
proponer: el cuestionamiento de una dialogicidad plena y transparente
y la búsqueda de una palabra impropia, insuficiente,
poblada de sombras, rasgada por huecos, habitada por la incertidumbre...
como reclamo para garantizar la actividad del receptor.
Habla Koltes, en una entrevista de los años
80, sobre La noche justo antes de los bosques, ese extraño
texto cuya naturaleza teatral expresa él mismo dudas, por
considerarlo fundamentalmente como una indagación sobre el
lenguaje dramático:
Lo que me interesó en un momento dado
fue darme cuenta que las cosas importantes se decían siempre
por debajo (en dessous), no por intermedio del lenguaje,
sino en negativo con relación al lenguaje. Y tras una
referencia al subtexto en Chéjov: Cómo se puede
hablar de cualquier cosa, de todo, muy mal o bellamente o no importa
cómo, pero contando completamente otra cosa (...). La lengua
francesa empezó a interesarme a partir del momento en que
era hablada por extranjeros (...). Y cuando lo pongo en boca de
un francés, lo cual es relativamente raro, es siempre gente
que tiene problemas lingüísticos muy claros (...). Esto
explica un poco mi gusto por lo meteco, por la lengua meteca, es
decir que la lengua francesa es bella cuando está alterada
por alguna cosa.
Alterar la lengua, hacerle decir otra cosa que
lo que dice, permitir la escucha o la sospecha- de su naturaleza
falaz, inadecuada, insuficiente... Es un nuevo estatuto de la palabra
dramática lo que se contienen en los textos citados, un camino
de superación definitiva de lo que Pinter llama la forma
explícita y que Martín Esslin caracteriza como
una sospechosa capacidad que los personajes muestran para dosificar
impecablemente la información que deben transmitir,
así como la claridad, corrección, elegancia y brillantez
con que lo hacen. ¿No es éste, podríamos preguntarnos,
un teatro para telespectadores?
En el extremo opuesto un extremo que mira
hacia el siglo XXI- se situaría una concepción de
la palabra dramática, una investigación sobre el habla
de los personajes, una opción dramatúrgica, en fin,
que buscarían su fundamento en la crítica del discurso
logocéntrico, la renuncia a la omnisciencia autoral y la
distorsión de la pretendida transpariencia comunicativa.
Por añadidura, si prestamos atención a la dimensión
social de la cita de Koltes, habría que comenzar a escuchar
las alteraciones que va a experimentar nuestra lengua
en las próximas décadas, cuando empiecen a hablarla
y habitarla las distintas comunidades culturales que, por el momento,
hay quien se empeña en mantener en la marginalidad.
Ponencia presentada en el Foro de Valladolid
2000 : El teatro español ante el siglo XXI. Revista
Primer Acto N° 287
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