INMIGRACIÓN Y EXILIO:
¿EN BUSCA DEL TIEMPO DE VERAS PERDIDO?
Por Beatriz Rizk
El impacto del desplazamiento del latinoamericano/a
durante las últimas décadas del siglo XX, creemos,
no ha tenido una verdadera repercusión o avalúo en
la literatura y artes de la región. Quizás sea en
el teatro, ese espejo que ha sido siempre de la sociedad en cuestión,
en donde mejor se ha reflejado ese constante fluir de sus habitantes.
Aún los que quieren irse y no se van, los que no pueden irse
por la razón que sea, no han quedado fuera del escenario.
Uno de estos inolvidables personajes, por ejemplo, se convirtió
en el protagonista de la laureada obra (Primer Premio del Concurso
Nacional de Dramaturgia) del colombiano Henry Díaz Vargas,
La sangre más transparente (1992). En ella se
realiza el encuentro póstumo de un joven con su padre, al
que nunca conoció en vida, teniendo como trasfondo la violencia
de los sangrientos eventos callejeros, de los cuales fue víctima,
que estaban ocurriendo a diario en Medellín, su ciudad natal.
Es el padre, llamado el viejo en la obra, el que nos
interesa aquí; un desarraigado de la vida, aunque patéticamente
arguya lo contrario, quien a pesar de todas sus intenciones no pudo
salir del país para buscar una vida mejor:
EL VIEJO: (...) Por lo único que soy incompleto
es por la falta de dinero, de fortuna. No más. Vea, le juro
que si estoy aquí en este país de mierda es porque
cuando estuve en Turbo no me pude embarcar en un buque bananero
para los Estados Unidos. No quise ser un polizón. No quise
morirme congelado en una bodega refrigerada. Mejor me vine para
Medellín. Luego me fui a recorrer el país buscando
trabajo. Eso he hecho toda mi vida... Pero no soy el Judío
Errante. Soy Efrén Florez y no quiero un amigo más
(19).
Por lo demás, el otro lado del camino, el
que conduce al regreso, ha sido una de las vías más
exploradas por la dramaturgia de esta época. Ya sea como
reconciliación o como re-evaluación de posiciones,
o simplemente como enfrentamiento, el retorno se ha convertido en
un leitmotiv de las representaciones artísticas de muchos
latinoamericanos/as a medida que el movimiento emigratorio, que
por años fue de una sola vía, empezó a dar
la media vuelta. La emigración de la puerta giratoria,
han llamado algunos estudiosos a esta eventualidad. No cabe duda
que la facilidad para viajar, en cuanto a la proliferación
de los medios de transporte y un más fácil acceso,
en términos económicos, para un mayor sector de la
sociedad, ha hecho que el desplazarse de un lugar a otro no sea
una medida terminante en la vida de mucha gente. En Puerto Rico,
uno de los países más afectados por la emigración
de sus habitantes, en tal forma, que casi llega a sumar la misma
cantidad los que viven fuera que los que llaman a la isla su lugar
de residencia, se utiliza el término la guagua aérea
para designar el vehículo que transporta a esta población
flotante.[1] Tomando como hito
esta nación caribeña, se puede decir que el éxodo
empezó hacia los años 30 intensificándose en
los años de pos-guerra. Para 1960, empezó a devolverse
una buena cantidad de gente, lo que no quiere decir que el flujo
hacia el norte se hubiera interrumpido, sino que, generalmente,
no eran los mismos los que iban y los que venían. Ya hacia
los años 80, se empieza a registrar un movimiento de ida
y vuelta de la misma gente, los que el poeta y teatrista Antonio
Martorell, sabiamente para muchos, denomina la primera y la
segunda alineación (2001).
El desplazarse al norte dejó de ser una
de las formas de suicidio colectivo que tuvo la desgracia de soñar
René Marqués como pesadilla recurrente (Matilla
Rivas 1999:18), para pasar a ser una de las varias opciones de los
módulos culturales que maneja el individuo contemporáneo.
La referencia a la obra La carreta se une a la del conocido
poema La Carreta Made a U-Turn (1979), del dramaturgo
nuyorican Tato Laviera, para enfocar ese momento en el que el flujo
de inmigrantes empezó a devolverse, como bien señala
el citado investigador Matilla Rivas:
Efectivamente, la carreta regresó
a la Isla. En Nueva York y Estados Unidos viven casi tres millones
de puertorriqueños. Los viajes de ida y vuelta, la traslación
en virtud de un modus vivendi menos precario, en muchos casos patrocinado
por el estado de bienestar, el constante trasiego de familiares,
amigos, colegas, y de uno mismo (lo que Luis Rafael Sánchez
ha llamado la guagua aérea), ha acelerado el
proceso de dispersión y el impacto cultural y económico
de la diáspora en Estados Unidos y Puerto Rico. En el tiovivo
niuyorquino, la Isla continúa sirviendo de base espiritual
y de recursos humanos de la puertorriqueñidad. (21).
Como el investigador advierte, este criterio se
puede aplicar al resto de la población latinoamericana que
al comenzar la década de los 80 optaba por el regreso, aunque
para algunos fuera temporal. En efecto, debido a la caída
de los regímenes militares en varias naciones del Cono Sur,
o a la mejoría de las condiciones económicas en sus
respectivos países de origen, o simplemente para darle fin
a la desesperanza que, para no pocos, fue el haber emigrado a otras
partes del mundo, muchos latinoamericanos dieron la media vuelta.
Pero razones para volver hay muchas y es nuestra
tarea destacar aquí varias de ellas, tal como han sido representadas
por la dramaturgia latinoamericana, incluyendo las que tratan de
individuos no nacidos en el continente americano, sino en otros
confines, como la península ibérica. Una de las obras
más originales, en este sentido, es El viento y la
ceniza (1986, 1991), de la colombiana Patricia Ariza. La pieza
está ambientada en un pueblo polvoriento de la España
del siglo XVI después de la conquista de América.
Un conquistador, viejo y cansado, escribe sus memorias dejando hablar
con voz propia a los personajes más importantes que compartieron
su itinerario por la vida y en los, por lo menos, dos cruces del
oceáno Atlántico en pos del tesoro de El Dorado y
de las glorias prometidas por la madre patria. Los primeros que
salen a relucir son los padres, quienes lo empujaron en un principio
a partir vendiendo lo poco que tenían para subvencionar su
viaje. Sus ideas, dando rienda suelta a la imaginación de
lo que el Nuevo Mundo representaba para algunos en aquella época,
tal como quedaron expresadas en varias de las crónicas de
la Conquista,[2] tienen todavía
el poder mágico de asombrarnos :
PADRE: Vete a la Indias, hijo... En sus mares se
encuentran perlas del grueso de una nuez y en sus cerros esmeraldas
del tamaño de una manzana. Hay ciudades techadas con bóvedas
de plata, donde el agua se bebe en cántaros de ágata
y los niños juegan con aros de turquesa. (1991:83)
Podemos imaginarnos la decepción del progenitor,
muchos años después, cuando en vez de pepitas de oro
el hijo vuelve con más deudas que antes y cargado de costales
llenos de sueños rotos. Como el famoso coronel que no tenía
quien le escribiera, estos conquistadores trashumantes resumían
sus vidas en la península a la espera de menguas pensiones
que tampoco llegarían. Otro personaje imprescindible para
completar el cuadro familiar es Josefina, la novia, quien quedó
a la espera de su prometido envejeciendo a la par con su vestido
de boda. En realidad, está presente físicamente en
casi toda la obra aunque ausente, pues es evidente que perdió
el juicio mucho tiempo antes del regreso del protagonista. Por otra
parte, es un personaje mítico-literario que se mueve entre
la homérica Penélope, haciendo y deshaciendo su ajuar
en espera del hombre que le devuelva su honor, y la
isabelina Ofelia, presa de su inocencia mancillada, musitando cánticos
en otros dialectos, mientras deambula por el escenario.
Ampliando el círculo de esta sociedad, no
pueden faltar los estereotipos y así se dan cita aquí
el sacerdote, instrumento clave para la colonización de los
aborígenes; el indiano, siervo del conquistador y más
bien un producto de su memoria que un personaje de carne y hueso;
el coro de ancianos marañones del pueblo, que
doblan como marineros en sus travesías oceánicas;
y, por último, la insoslayable reina. Una reina, igualmente
envejecida, al frente de un imperio en el que ya no se pone
el sol, quien está más que dispuesta a seguirle
juicio al conquistador por haber fallado en su intento de llenar
las arcas del exiguo tesoro nacional y a devolverlo por donde vino
para que termine de cumplir su cometido. No hay duda que la mirada
de la autora, a 500 años de los sucesos que está llevando
a la escena, es una que trata de llenar huecos entre tantas líneas
escritas por lado y lado. Es, sin duda, el mito de la conquista
revivido de lo que se trata aquí, sólo que al revés,
en el que el Conquistador, con mayúscula, está siendo
juzgado por partida doble: en la obra, por la reina, y en la pos-historia
de la contemporaneidad. Y si en la primera, es condenado a regresar;
en la segunda, está ciertamente siendo exonerado, cual víctima
de su época y, sobre todo, de la incomprensión hacia
ese Nuevo Mundo que se abría ante sus ojos y los de sus congéneres,
como bien sugieren las prologuistas de la obra, M. M. Jaramillo
y N. Eidelberg:
Viento y ceniza es la estéril
cosecha de América que empobreció a los participantes
del evento. Conquistadores y conquistados, vencedores y vencidos,
perdieron en esta epopeya de heroísmo y de mezquindad. La
escenografía de la pieza recrea el mundo de los sueños
y de las alucinaciones que impidieron ver y confrontar la realidad
americana. (1991:82)
Por la misma vena de los regresos al terruño,
a la jerarquía paterna y a la confrontación, tanto
de ideologías como de modos de vivir, que ya separan a más
de una generación, se insertan no pocas obras de la dramaturgia
contemporánea latinoamericana. La obra Retorno
(1996), del grupo Yuyachkani del Perú, es una de ellas. Dos
hombres se encuentran en un cruce de caminos desolado, cuyos únicos
elementos visibles son una cruz enorme de madera que se levanta
en uno de los costados y un montón de piedras en el suelo.
Aparentemente, hace tiempo que están allí a la espera
no se sabe de qué, ni de quién. Las primeras frases
de la pieza, musitadas por uno de los individuos: Muchas veces
he estado en este camino... a lo lejos todavía tengo el recuerdo...
ahora sólo la vida va a saber si este camino va o viene...,
nos da la pauta de la ambigüedad del contexto en que se afianza
la acción de la obra. Tampoco hace falta cavilar mucho para
reconocer la huella de Esperando a Godot, de Samuel
Beckett. De manera similar al mano a mano entre el Estragón
y el Vladimir beckettianos, estos dos hombres juegan, se debaten,
defecan, espantan a la muerte con carajos, bien pronunciados,
y se desesperan. Mas si la simbología cristiana estaba evocada
en la obra del autor irlandés, aquí, con la cruz literalmente
a cuestas, es bastante obvia, aunque las alusiones al padre
que les enseñó a caminar, pero no
a esperar, se pueden asociar tanto a la esencia superior divina
como a la carnal de sus progenitores y hasta a la mitología
local de la que se nutren obras anteriores del grupo, como Encuentro
de zorros, para aquellos que conocen su trayectoria.
Estos náufragos, en plena sierra, que miran
a los aires a ver si viene alguna misión a rescatarlos, también
se sienten condenados, aunque tienen plena conciencia
de que por el infierno ya pasaron y lograron escapar del mismo.
Por otra parte, a diferencia de la citada obra europea, el contexto
histórico/social de la pieza se establece de manera real,
sobre todo, cuando uno de los personajes cargando una cruz sobre
sus espaldas recorre un camino que tiene poco que ver con el Gólgota,
como él mismo advierte:
Campanas danzando
un manto sangrando
un campo de veras
alguien que va y viene
hombres caminando
una mujer que huye con una gallina a cuestas
una ventana que se abre
una puerta que se cierra
un vidrio que se rompe
helicópteros causando remolinos
cruces en todos los caminos
una piedra que se rompe
perros que ladran
dos ficus que conversan
un retablo gigante
dos sauces que cantan
un pájaro que vuela.
Es el camino de los desplazados por la guerra que,
de hecho, en esos momentos, estaban regresando a sus comunidades
amparados por programas oficiales. Migración a la inversa,
nos dice M. Muguercia, promovida por el gobierno con pragmatismo,
sin tomar en cuenta el trastorno cultural que este movimiento de
reconstitución conlleva (1998:63).
Al final de la obra, en vez de seguir esperando
indefinidamente con renovada fe, hay un intento de subversión
de métodos: los personajes tumban la cruz, le echan agua
y finalmente le prenden fuego. Pero no hay desasosiego en esta renuncia
simbólica a lo que ha sido el soporte tradicional espiritual
de las masas oprimidas, desde que el cristianismo hizo su aparición
en el continente latinoamericano, sino un llamado de aliento hacia
la iniciativa individual, como lo demuestran las últimas
palabras de uno de estos sobrevivientes: qué importa
saber si vamos o venimos ...sino qué vamos a hacer cuando
lleguemos...
Otra pieza que indaga dolorosamente en el sino
de estos desplazados telúricos es Voz de tierra que
llama (1992,2001) de Eduardo Valentín Muñoz.
El sentimiento de culpa, de estar pagando por algo no definido que
los ha convertido en pasajeros en el camino empujándolos
fuera de su sierra, hacia las arenas áridas del litoral,
estas pampas/ donde el sol se tragó toda el agua,/
dejando la sal que quema hasta los sueños, permea toda
la obra. Algunas de las voces que dialogan en este coro poético,
con entonaciones propias del quechua bastante definidas, como la
de un Wawacha que, según lo explica un glosario al final
de la obra, es el espíritu de un niño que murió
sin bautizo o sin reconocimiento de su Padre (138), o la de
una mujer, también espíritu, que está
lamentado su muerte por en tierra ajena no poder descansar
en paz, se unen a las de los campesinos, de carne y hueso,
personificados en otra mujer wanka que ansía
regresar a su Mamapacha (Madre Tierra) de donde la arrancaron con
los suyos sin contemplaciones. Cuando finalmente llega, el espectáculo
no puede ser más desolador:
Como paloma
ha volado la vida,
como utu
hkuro,
la muerte
entró en todos los corazones.
Ahora ya no hay nada.
Piedra sobre piedra está el pueblo.
Espinos han crecido
por todas partes. (138)
No obstante, como en la obra anterior, la pieza
termina con un tono positivo pues después de hacerle ofrendas
a la Mamapacha para desagraviarla por haberse marchado, la mujer
le pide que la acepte de nuevo, prometiendo volver a sembrar para
vencer a la muerte. Según L. Ramos-García, la obra
ilustra esa dimensión fundamental del arte escénico
[que] es la de ser o convertirse en memoria festiva o ritual de
lo vivencial, con capacidad para evocar un universo temático
y subtextual que haga de la sociedad una categoría transformable
(2001:123). No cabe duda que esta es una de las instancias en las
que más profundamente se evoca ese mundo andino lleno de
voces que quedan vivas, a pesar de su lejanía o de su misma
muerte, como demuestran sus ritos comunitarios permaneciendo para
siempre en los vericuetos de una memoria colectiva milenaria.
Dentro de este mismo contexto del Perú contemporáneo
aunque desde el polo opuesto de la escala social, pasamos a otra
clase de regresos, no menos reales: el de las ideologías
que separan y enfrentan a dos generaciones, como en la obra El
día de la luna (1996,1999), de Eduardo Adrianzén
Herrán. El entorno social de la obra, de hecho, representa
a una clase media acomodada que empieza a producir yuppies, al parecer
desmedidamente, hacia la última década del siglo XX,
como describe el mismo autor a su protagonista Roberto, de 28 años
(306). En un punto árido, cerca de la localidad de
Huarmey, en la costa de Ancash, el día en que llegó
a la luna el Apolo XI y está comunicándose con
la Tierra, se produce el encuentro fortuito de Roberto, ejecutivo
de una compañía de teléfonos celulares, y su
padre Gabriel, de 51 años, a quien no ve desde que era niño
cuando, supuestamente, partió a Alemania a una gira musical
y ya no regresó más. Unas cuantas escenas más
adelante nos enteramos que Gabriel nunca salió del Perú,
que se exilió dentro del mismo país, voluntariamente,
para distanciarse de su entorno particular, debido a su compromiso
político con la izquierda y sus intereses de entonces contrarios
a su familia pequeño-burguesa. Ahora, de regreso
de la vida y de las ideologías, convive con una joven de
25 años, a la que evidentemente usa, mientras ocupa sus días
pintando, cocinando y atendiendo clientes en un albergue de segunda
categoría a donde, por haberse varado en el camino, llega
Roberto.
El encuentro, de manera predecible, es violento,
lleno de recriminaciones por lado y lado; la reconciliación,
aunque sugerida por uno y otro, no se produce. El padre, a pesar
de los años de ausencia, pretende ejercer autoridad sobre
el hijo y, al no lograrlo, apela a su conmiseración haciéndose
pasar por víctima del cáncer para que lo escuche.
El hijo, por su parte, como bien advierte el investigador J. Castro
Urioste, vende teléfonos pero no puede hablar
(2000). El encuentro es tan árido y seco como la superficie
de la luna, desprovista aquí de todo romanticismo. Sin embargo,
Gabriel, quien se siente como un oso panda en vías
de extinción, no es ciego para ver los efectos nefastos
que el neoliberalismo, defendido por Roberto a capa y espada, está
teniendo en la sociedad del momento:
GABRIEL: Tus amigos terminarán de cagar
el país. Les dejarán a sus hijos un pasaje a Miami,
un juego de Nintendo y chau.
ROBERTO: No tengo la culpa que me salgan bien las cosas.
GABRIEL: ¿A quiénes le salen bien? A los que tienen
departamento en Miraflores y piden pizzas por teléfono, como
tú. Qué importa si en el camino mueren de hambre millones
de cholos. No son dueños de un canal o de un periódico.
No protestan.
ROBERTO: La gente que no sabe nada de economía sólo
ve los efectos y no las causas. Me niego a discutirlo.
GABRIEL: Oh sÍ: ya sé que están así
por no haber entendido hace cien años las maravillas del
libre mercado. Por suerte ya se saneó la economía.
Cholo: no importa que tu hijo haya muerto de cólera, que
tu hija esté raquítica, que tu mujer tenga tuberculosis
y que hayas perdido el trabajo porque, ¿sabes? Es para sanear
la economía! Ah ya, menos mal señor economista! Qué
poco patriota soy. Y yo creyendo que me querían joder. (321)
Casi está por demás decir que Roberto
califica este discurso de panfletario, y demagógico,
además de parecerle una visión simplista del
mundo, haciendo eco a las posiciones pos-partidos de derecha/izquierda
que llenan las páginas de tantos matutinos latinoamericanos
con una miríada de discursos retóricos por partes
iguales.
Otra interesante pieza de teatro que enfoca este
enfrentamiento es Viagem a Forli (1993), del popular
autor brasileño Mauro Rassi, estrenada en el Teatro Copacabana
de la ciudad de Río de Janeiro. En vez de enfrentar a dos
generaciones concretamente, el autor coloca a un mismo personaje
en dos etapas de su vida: uno, el Juliano viejo, representa
el pasado y está ubicado sicológicamente en los tumultuosos
años 60, durante los cuales como disidente político
no tuvo más remedio que exiliarse a París; y, el otro,
el Juliano joven, de regreso de sus compromisos políticos,
es ahora un vanidoso, como exitoso, dramaturgo. Paradójicamente,
en el momento presente de la obra, el primero tiene 20 años
y el segundo 40. La acción sucede en Europa, a fines del
otoño, cuando Juliano se encamina a Forli, en Italia, a visitar
a su abuela quien regresó a su tierra natal después
de haber vivido toda su vida en el Brasil. El viaje de los dos Julianos
se hace en automóvil acompañados por una pareja, Victoria
y Alberto, dos profesores de mediana edad en camino, a su vez, a
una conferencia en Rosenheim sobre la sobrevivencia.
Esta pareja cumple varias funciones: en principio, sirve de catalizador
para dar rienda suelta a una crítica sobre la doble moral
y la hipocresía de los tiempos desde, que según el
protagonista, Victoria subió al trono de Inglaterra y junto
a su consorte, Alberto, hizo retroceder el mundo docientos
años en cien! (255). Pero también representa
a los progenitores de Juliano joven el que, en los años
60, se vio prácticamente obligado a hacer la
revolución, a sus expensas, pues para que muchos jóvenes,
por obvias razones en esa época y en cualquier otra, pudieran
darse ese lujo tenían que ser subvencionados hasta llegar
incluso a la explotación inmisericorde, como es el caso en
la obra, de sus padres. Por último, Victoria, todavía
atractiva, será el blanco de la pasión tardía
del joven Juliano y, en cierto modo, su guía
y bastión espiritual hasta el final de este viaje exterior
hacia Forli e interior hacia sí mismo.
Siguiendo la premisa del conocido refrán
francés, Plus ça change, plus cest la
même chose, el autor juega con diferentes lugares y
momentos históricos: España durante la guerra civil;
Viena en los años 38, en vísperas de ser anexada por
la Alemania nazista; París en medio de los disturbios estudiantiles
del 68; en fin, sitios en donde se han vivido situaciones de represión
colectiva similares al entorno que se creó durante la toma
de poder del sector militar en el Brasil. El militarismo siempre
aparece como un fantasma que puede regresar, dejando abierta la
posibilidad del fin de una democracia que todavía se percibe
como bastante frágil. En cuanto al debate, o más bien
las pataletas de los dos Julianos, fuera de hacerse evidente esa
nostalgia bien posmodernista por la historia, por los
tiempos en los que se podía contar con la historia, la que
lleva implícita, no pocas veces, una resignación ante
la caída de los grandes discursos modernistas
(incluido en primera fila el marxismo), se le une el conservadurismo,
aparentemente triunfalista de la época, personalizado de
nuevo en Victoria, esta vez trayéndonos a la memoria a otra
inglesa, la imprescindible Margaret Thatcher:
JULIANO JOVEN: Tínhamos sonhos, tanta esperança!
Eu sabia exatamente o que devia fazer para transformar o mundo!
Só não fazia porque era coverde. E agora? Quais são
os valores pelos quais vale a pena lutar?
ALBERTO: Há vinte e cinco anos atrás podíamos
estar em barricadas opostas, como você diz; mas hoje estamos
todos à deriva.
JULIANO JOVEN: O mundo antigamente era tão mais cristalino.
Havia a direita, a esquerda, o certo, o errado; tudo muito definido.
(Sorri, amargo) Que irônico, eu aqui falando: No meu tempo
como se fosse um conservador se lamentando.
VITORIA: (Irritada) Que é que você entende por conservador?
Conservador, pra mim, é o que mantém ais coisas funcionando.
E bem! (292)[3]
La identidad cultural, por otra parte, de estos
brasileños, segunda generación de italianos inmigrantes,
es otro punto álgido en las discusiones de los personajes.
Según Juliano Joven, la familia se quedó tan
híbrida que perdió totalmente su identidad...
reduciendo su afiliación a la tierra de sus antepasados a
la primera frase de la canción Torna a Sorrento:
Vede o mare quant=è bello/ Spira tantu sentimento...
y el resto es lá-lá-lá-lá....
(246). Y ahora, se queja, todo es lá-lá-lá...
De ahí su viaje a Forli. Sin embargo, de nuevo, Victoria
cuestiona la validez de premisas tales como italo-brasileiro
o brasileiro-brasileiro, como se identifica Juliano
Joven: Seu corpo pode ser brasileiro; mas não é
uma idiotice confinar o espíritu às fronteiras geográficas
de um país? (Su cuerpo puede ser brasileño;
pero, ¿no es una idiotez confinar el espíritu a las
fronteras geográficas de un país?) (244). Al
final del viaje, estos personajes dan un paso más allá
que los de la mencionada obra Retorno; si no se puede
saber lo que se va a hacer cuando se llegue, por lo menos aquí,
tienen la certeza de que nunca se puede llegar a donde ya
se está (308).
De Chile nos llega una rica dramaturgia que se
ha ocupado de estos regresos. José (1980), del
chileno Egon Wolff, es una de las primeras en abordar el tema. El
protagonista de la pieza, después de haber pasado siete años
en el exilio en la ciudad de Chicago, regresa a su patria. En vez
de tratar de cumplir a cabalidad el consabido sueño
americano, José se entregó a la soledad, desprendiéndose
de sus pertenencias, y esperando el ansiado regreso al calor cristiano
de su hogar. Una vez efectuado el mismo, lo que encontró
fue a una familia en vías de la desintegración: el
abuelo abandonado en un ancianato cual objeto descartable y el resto
de la familia dominada por un rico empresario sin escrúpulos,
casado con su hermana, quien, por medio de amenazas subrepticias
de abandono y subsecuente pobreza, manejaba la situación
con guantes de hierro. El tema de la familia en cuyo seno se lucha
eternamente por el poder, por tener el control sobre los demás,
se da en otras obras de Wolff, como Kindergarten (1977),
Álamos en la azotea (1981) y Háblame
de Laura (1986). Según J. Bixler, Hay que notar
en estos tres dramas que aunque la forma dramática varía
de una forma a otra, el enfoque es básicamente el mismo:
un pequeño grupo de personajes, normalmente de la misma familia
y de una edad avanzada, que luchan por conservar la dignidad, el
orgullo y el control (Bixler 2000:51). Ahora, la diferencia
es que aquí hay una nueva generación que sube a la
escena desechando a la anterior, obviamente encarnada por el abuelo,
representando, sin duda, el incuestionable afianzamiento del neoliberalismo
de corte triunfalista que hacía su entrada triunfal en América
Latina, vía Chile, en esos momentos.
Así que metáfora de la situación
social y económica que atravesaba el país en ese momento,
sin duda; pero, también, una versión más del
desencuentro, llamado por algunos el desexilio, que,
al decir de Mario Benedetti, puede ser tan duro como el exilio
(1982, cit. por Boyle 1992:149). Su rechazo a aceptar los valores
pragmáticos de la sociedad norteamericana, durante su estadía
en el país del norte, se ve, irónica y despiadadamente,
desvirtuado por una sociedad que aunque él considera como
propia trata de imitar conscientemente los peores defectos de la
otra. Al hablarle, a su otra hermana Trini, de su futuro esposo,
aprendiz de yuppie, le increpa:
¡Pero, para suerte de él, las
cosas van cambiando! ¡El chileno de hoy se está volviendo
práctico también, y realista! ¡Abrió
una ventana a los Estados Unidos, y está recibiendo de allá
todas sus fetideces, y le están oliendo a perfume! ¡Hoy
el chileno está aprendiendo a parecerse al americano, y eso
le alegra el corazón! (Cit. por Boyle 152-3)
Y en ese mundo de valores cambiantes, esa encrucijada
histórica que dominó las últimas décadas
del siglo, los Josés de este mundo, ya parecen no tener un
sitio discernible. La infertilidad de la hermana mayor que, de manera
obvia, el marido asocia con las convicciones éticas de José,
representando éstas los valores morales cristianos de antaño,
es como una indicación de un futuro abortado en tales circunstancias.
En este sentido, José es el intruso, como señala
la citada crítica C. Boyle, que pone en evidencia, una vez
más, aunque en diferente contexto y con otras palabras, la
brecha inseparable entre los dominados de siempre (el mundo de sus
hermanas) y los que dominan en el momento presente; entre los que
no poseen nada y los nuevos técnicos neoliberales que parecen
acapararlo todo. Aquí manda el que se la puede. ¡Soy
egoista, y qué fue!, le espeta el cuñado, a
lo que José responde lacónicamente: Ya había
oído discursos parecidos pero en inglés (Wolff,
cit. por Bravo Elizondo 1981:67). Y obviamente, José, como
todos sabemos, estorba en este nuevo orden de las cosas.
Al final, tiene que hacer mutis del escenario y, tememos, del mundo
en que vive. Es, por demás, evidente la buena dosis de mesianismo
de este nuevo Jesucristo de fin de siglo, que también se
despoja de sus bienes, y predica amor y caridad entre los suyos,
sólo que éste, el nuestro, no ha dado señales
de resucitar. Sin embargo, y a pesar del derrotismo de la obra,
que contrasta en general con la producción de Wolf
hasta el momento, según el investigador J. A. Piña,
hay un equilibrio entre la dimensión social pues hay
crítica a determinados comportamientos en el Chile de hoy,
y el aspecto individual ya que la actitud de un personaje
y su ansia de honestidad moverán las aguas del drama
(1981:64).
Ante los acontecimientos que han repercutido en
el país austral desde la fecha de la obra, especialmente
el desprestigio y caída del pensamiento marxista en el mundo
occidental, José, es una de esas obras que merece
una re-lectura por su alcance profético, su predeterminismo
conductista ahora siendo revisado y, sobre todo, su mensaje profundamente
humanista, como señala P. Bravo-Elizondo:
Es su convencimiento que a través
de estos valores, la cordialidad, el afecto, el compartir dolores
y alegrías, repartir ternura, el hombre se engrandece y se
aleja más de las bestias. Estas cualidades, el chileno las
están olvidando poco a poco. En el fondo es una lucha contra
la enajenación del hombre, contra su embrutecimiento.
(1981: 68)
Wolff no es el único en denunciar los cambios
que se estaban operando en su país natal, el también
veterano dramaturgo chileno Sergio Vodanovic lo hace en El
gordo y el flaco (1992, 1995). Andrés, el protagonista,
regresa al país austral después de un largo exilio
en San José, Costa Rica, a deshacer la casa de sus padres.
Guiado por los sentidos: el olor de un jabón, el sonido de
una canción, la vista de la sala de estar, Andrés
regresa a su pasado, por medio de flashbacks, a momentos intensos
en los que fue esencial la comunicación con seres que estuvieron
cerca a su vida. Pero toda esta carga emocional no alivia el brutal
contraste del fracaso de sus ideas, sueños y utopías
por las que luchó, se sumió en la clandestinidad y
ulteriormente salió del país, con la realidad escueta
y no reversible del Chile del presente, encarnada en la familia
de su hermana Beatriz, y su cuñado Esteban, íntimo
amigo de su infancia, a quien él llama afectuosamente el
gordo (Andrés mismo es el flaco del binomio).
Así, del Chile en el que un día fue posible la realización
del ideal socialista, herencia al parecer ya agobiante del padre
intelectual, pasamos al de los celulares, de los Shopping Centers,
de los Apart Hotel, que es en lo que Beatriz y Esteban pretenden
convertir la casa solariega de su infancia. Andrés, en un
principio, se niega a aceptar la realidad, apoyándose en
una carta que le dejó el padre antes de morir, y pretende
convertir la casa en un centro de talleres para la enseñanza
del socialismo, como deseaba su progenitor. Sin embargo, poco a
poco, a medida que toca puertas y encuentra oídos sordos,
se da cuenta de que no le queda más remedio que dar su brazo
a torcer, regresar a San José, y dar vía libre a sus
familiares para el negocio del Apart Hotel. No hay maniqueísmo
alguno en la caracterización de estos personajes; hay desgarramiento
interior, por lado y lado, al comprender ellos que muy posiblemente
tanta pérdida de tiempo, de seres queridos, de vidas truncadas,
fue en vano ante el avance inexorable de la modernidad, de la globalización,
de la que tal parece ya ninguna sociedad puede sustraerse. De paso,
afortunada o desafortunadamente, como bien se da cuenta Andrés,
fueron Pinochet y sus esbirros quienes por la fuerza la adelantaron.
¿Y qué pasó con todos esos sueños e
ideales?: Una borrachera colectiva, sugiere Esteban:
ANDRES: Gordo... Dime... Dime tú que siempre
tuviste la cabeza más fría que yo... ¿Cómo?
Cómo es posible que ahora nos digan que toda nuestra vida...
Todo lo que hicimos no vale nada... ¿En qué estaba
toda la juventud de mi tiempo? ¿Hueveando?
ESTEBAN: Hay veces cuando miro hacia atrás, cuando recuerdo...
¿Sabes tú lo que llego a pensar? Que fue una borrachera
colectiva y que ahora, como todos los curados, estamos con la resaca...
A uno los pescó más fuerte, otros lograron despejarse
a tiempo... Pero todos todavía estamos sufriendo la gran
resaca de una gran borrachera... (1995:97)
Sin embargo, no todo se perdió ()o si?);
al final, al frente de un grupo de obreros, gritando ¡huelga!,
¡huelga!, está Juan Esteban, hijo del matrimonio
y sobrino de Andrés, quien entusiasmado con las ideas del
tío promete seguir sus pasos, ante el evidente desagrado
de sus padres, y con las consecuencias esperadas. Unos carabineros
lo arrestan llevándoselo a rastras.
Un poco más adelante en el tiempo, esta
visión de la sociedad chilena, desequilibrante para algunos
y agobiadora para otros, que parece estar construyéndose
sobre los escombros del Chile que quedó atrás, nos
la ofrece Marco Antonio de la Parra en El continente negro
(1994,1995). Desde un principio, en las didascalias, el autor lo
establece metafóricamente: Un espacio único
que une varios espacios. Parece un edificio en medio de una remodelación,
entre demolido y reconstruido. Sobre las paredes de lo que fue el
segundo piso se ven los empapelados, los azulejos, de una casa que
ya no existe. Abajo hay puerta y pasillos. Ventanas. Los personajes
entran y salen (17). La comunicación entre estos seres
que van y vienen, dejan recados desde aeropuertos, deambulan en
el escenario con maletas en la mano, es precaria y se hace casi
siempre a través del teléfono, de micrófonos,
detrás de puertas cerradas. Parece que mientras más
medios de comunicación inventa la gente, menos habla. Una
docena de personajes se debate, tratando de recuperar inútilmente
relaciones perdidas, relaciones rotas, postergadas, traicionadas.
De vez en cuando se escucha tanto el contestador de un Alberto,
anunciando que está fuera del país, como llamadas
telefónicas que interrumpen reclamando, infructuosamente,
a una Mónica que nadie conoce. La vorágine de estas
vidas se puntualiza por el escepticismo a ultranza que ya parece
ser una característica de los tiempos, aunque, al final,
el hombre en medio de sus dudas termina, irredimiblemente, traicionándose:
CLAUDIO: Pues no te cases de nuevo. Nunca. Acuérdate
de mí. El amor es un fraude. El mundo se termina. El año
2000 ¡Pum! Todo al diablo. No hay ni siquiera que acostarse
se acabó el sexo. No hay ni siquiera que pensar en eso. Ni
cazado meterse en la cama. Hay que emborracharse y morir. Morir
lo más rápido posible. No hay esperanza. No hay Dios
ni partido comunista ni Santa Teresa que valga, ¿me entiendes?
No hay amor en este mundo. ¿Me entiendes? Todo lo único
que quieren es ganar plata. ¿Y qué es la plata? El
odio, la plata es el odio. Va a venir una guerra feroz, de todos
contra todos, blancos contra negros, hombres contra mujeres, viejos
contra jóvenes, todos. Y se acabó....(Pausa.) ¿Tú
crees que sea bueno que la llame de nuevo? (36)
En la última escena, un metro entra en una
estación en cuyo borde se tambalea Natalia, uno de los personajes.
El tren pasa, se da luz y está el andén vacío...,
al tiempo que suena un teléfono público. Por lo menos
ahora, las Anas Kareninas de este siglo, cuyo paralelismo con el
personaje es obvio, aunque en nuestro caso Natalia no dejó
marido e hijos por otro hombre, sino por la posibilidad de triunfar
en la farándula, ya no tienen que suicidarse como en el pasado,
se van... de viaje pues ya, en este caso, ni siquiera se puede hablar
de exilio.
Para finalizar traeremos aquí una de las
obras más singulares que haya tratado el tema del exilio
en América Latina: Nuestra Señora de las Nubes
(Segundo ejercicio sobre el exilio) (1998), del argentino,
residente en Ecuador, Arístides Vargas, director del conocido
grupo Malayerba. La pieza, como señala el sub-título,
es un tratado sobre el exilio que va surgiendo de los encuentros
fortuitos entre Bruna y Oscar, dos ciudadanos de Nuestra Señora
de las Nubes, en cruces de caminos indeterminados. A través
de ellos se pasa revista y se le da forma a la historia de su pueblo
que, de manera épica, parte desde el momento en que la hija
se amancebó con el padre, a falta de cualquier otro pretendiente.
De ellos descendieron todos los Vásconez, los Molinas, los
Gallos, los Bravos, los Duques, etc., emparentados, aunque al pasar
los años ya son enemigos y distantes. Aquí tienen
cabida todos los exiliados: desde los que salieron por razones políticas
obvias; los que huyen de la pobreza, según Vargas, una
forma política más sutil de persecución;
hasta los que se fugan por pillos, última modalidad que está
cobrando auge en América Latina:
OSCAR: Pero ahora no se persigue por hacer poemas.
BRUNA: Ahora nadie se exila por motivos políticos, se exilian
porque hicieron un desfalco, o porque robaron. (Manuscrito, sin
publicar)
En este sentido, hay dos exilios claros y patentes:
OSCAR: Yo creo que hay dos tipos de exilios: el
exilio vacacional con vista al mar, reservado para gerentes, ministros
y ex presidentes, y el exilio de los que no tienen relojes, o sea,
nosotros. También creo que hay dos tipos de dignidad: la
dignidad de los dignos y la dignidad de los que no somos dignos
de dignidad porque no tenemos relojes, o sea, nosotros.
Pero también hay otro exilio que, creemos,
tiene prioridad, por encima de los mencionados, en la obra de Vargas
y es el del olvido. Ya en piezas anteriores suyas había aparecido
el tema como en Jardín de pulpos (1993,1997),
un ejercicio mental cuya acción ocurre íntegramente
en la memoria del protagonista. Vargas, en un momento dado, comentó
que..
Jardín de pulpos es una obra
contra el olvido, que aquellos que desaparecieron imaginando un
mundo más justo no sean reducidos a la crónica policial
de una época, para que vivan en el jardín de las utopías,
felices para siempre. (1997:14) (ver Rizk 2001, cap. I).
En Nuestra Señora... es obvio
que vuelve a las andadas, hurgando con profundidad a la manera proustiana,
para sacar a flote momentos, fragmentos con los cuales reconstruir
una película, una vida, algo con
que sostenerse y asombrarse cuando ya uno
no se acuerda ni de los nombres de las cosas que antes le fueron
queridas...
BRUNA: El exilio comienza cuando comenzamos a matar
las cosas que amamos, pero no las matamos de una vez, tal vez en
años. Es como si el tiempo nos pusiera un cuchillo en las
manos y con él matáramos los instantes en los cuales
alguna vez fuimos dichosos, no lo hacemos con saña porque
no creo que el tiempo actúe con saña sobre nuestros
pobres recuerdos, lo hacemos con la misma suavidad con que estos
recuerdos se hacen presencia y con la misma violencia que produce
el después, el no me acuerdo, el cómo se llamaba.
En esta búsqueda criolla del tiempo
perdido, es importante, como en Jardín de pulpos,
rememorar a los que cayeron, para que equivocados o no, no hayan
muerto en vano. Ya, parece, poco importa, desde nuestra época
de las pos-ideologías, si tenían razón o teníamos
razón, o tenían razón los otros, y Vargas no
teme entrar en el mundo de las conjeturas. (Supongamos que
otros equivocados recogen nuestras equivocaciones y por equivocación,
hacen un mundo mejor, dice Federico, a lo que responde Alicia,
su interlocutora, Supongamos... que no es así y que
nos ahogamos en nuestras equivocaciones.)
Ahora, fuera de ser un ejercicio sobre el
exilio es otro sobre la retórica, sobre el lenguaje
popular, los piropos de la calle, los lugares comunes, los trabalenguas
o juegos de palabras; en fin, la riqueza de un lenguaje que se regodea
en sí mismo en manos de un escritor experimentado. Llevada
a la escena, esa rica vena literaria y popular, unida a la magistral
actuación de María del Rosario (Charo) Francés,
acompañada del mismo autor, en los diversos papeles de la
obra, en el montaje que presenciamos (Festival de Teatro Hispano
de Miami 6/2000), hace que la obra nunca caiga en la denuncia escueta,
o el panfletismo camuflado. El siguiente diálogo, con el
que queremos terminar este ensayo, nos da la pauta sobre ese juego
constante entre lo serio y lo cómico, la denuncia y la broma,
los claroscuros tan característicos del modo de ser de muchos
latinoamericanos, de los que Vargas saca tan buen partido:
OSCAR: ¿Y por qué la expulsaron del
país?
BRUNA: Porque un día dije que las señoras de mi pueblo
no tienen tetas sino tazas de porcelana china donde los caballeros
con levita beben capuchinos sin leche, y que no tienen sexo sino
abanicos con dientes de cocodrilo.
OSCAR: ¿Usted dijo eso?
BRUNA: SÍ, y que los militares de mi pueblo son tantos que
para las fechas patrias se paran en la calle y la calle parece que
no se hubiese afeitado en tres días.
OSCAR: ¿Usted dijo eso?
BRUNA: SÍ, también dije que en mi pueblo los corruptos
denuncian a los corruptos y está bien porque ellos sÍ
saben de lo que están hablando.
OSCAR: Con razón la echaron, usted hizo encolerizar a las
fuerzas vivas.
BRUNA: Ellos nos agredieron primero.
OSCAR: ¿Cómo así?
BRUNA: Confundieron el país con un avión.
OSCAR: ¿No me diga?
BRUNA: Primero dijeron que había que apretarse los cinturones,
nosotros lo hicimos, después dijeron que eran épocas
turbulentas, nosotros le creímos, luego dijeron que en caso
de asfixia económica, una mascarilla caería automáticamente.
Ninguna de estas cosas sirvió para nada, el país se
vino a pique y nunca encontramos la caja negra.
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Notas:
[1] La guagua aérea es el nombre de un popular
cuento escrito por Luis Rafael Sánchez, sobre este fenómeno
migratorio de dos vías, llevado a la pantalla, a su vez,
por Luis Molina Casanova en 1993. Volver
[2] Como todos sabemos, en no pocas ocasiones,
estos conquistadores y aprendices de conquistadores, se dejaron
llevar por su imaginación y elaboraron páginas dignas
de los mejores romances de caballería, tan de boga en su
época, con los que han sido justamente comparadas (Alvar
1992). Siguiendo el esquema del género, cuyo paradigma ejemplar
es el Amadis de Gaula (1508), los cronistas elaboraron sus historias
alrededor de la jornada que tenían que cumplir para lograr
el cometido a que se empeñaban ellos mismos, o a que los
hacían menester, como señalan los investigadores R.
Jara y N. Spadaccini: AThe model is clear as those romances follow
the loose pattern of the quest: the character embarks on a journey
in order to accomplish some goal that may involve meeting a challenge,
obeying a royal command, seeking gold, finding El Dorado or the
fountain of Eternal Youth, punishing the Indians for their idolatry,
or, perhaps, championing their cause against the Spaniards= abuses.
On this journey he finds numerous adventures, many of them apparently
unrelated to the original quest, except a posteriori, when reason
imposes scrutiny, selection, and organization to illustrate a new
goal and thus justify the telling.@ (El modelo está claro,
así como en los romances siguen el patrón deshilvanado
de la búsqueda: el personaje emprende una jornada para cumplir
algún propósito que puede involucrar el salir al encuentro
de un reto, obedecer una orden real, buscar oro, encontrar El Dorado
o la fuente de la Eterna Juventud, castigar a los indios por su
idolatría, o, quizás, ser los paladines de su causa
en contra de los abusos de los españoles. En este viaje él
[el conquistador] encuentra numerosas aventuras, muchas de ellas
aparentemente poco relacionadas con la búsqueda inicial,
excepto a posteriori, cuando la razón impone escrutinio,
selección, y organización para ilustrar un propósito
nuevo y así justificar la historia.) (1992:8). Volver
[3] AJuliano Joven: ¡!Teníamos sueños,
tanta esperanza! (Yo sabía exactamente lo que debía
hacer para transformar el mundo! Sólo que no lo hacía
porque era cobarde. ¿Y ahora? ¿Cuáles son los
valores por los que vale la pena luchar?
Alberto: Hace veinticinco años podíamos
estar en "barricadas" opuestas, como tú dices;
pero ahora estamos todos a la deriva.
Juliano Joven: El mundo antes era mucho más
cristalino. Había una derecha, una izquierda, cierto o errado,
todo era mucho más definido (Sonrie, amargado) Que irónico,
yo aquí hablando: "En mi tiempo..." como si fuera
un conservador lamentándose.
Vitória: (Irritada) ¿Qué quieres
decir por un "conservador"? Conservador, para mi, es quien
mantiene las cosas funcionando. ¡Y bien!" (292)
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