La escena iberoamericana


INMIGRACIÓN Y EXILIO: ¿EN BUSCA DEL TIEMPO DE VERAS PERDIDO?
Por Beatriz Rizk

El impacto del desplazamiento del latinoamericano/a durante las últimas décadas del siglo XX, creemos, no ha tenido una verdadera repercusión o avalúo en la literatura y artes de la región. Quizás sea en el teatro, ese espejo que ha sido siempre de la sociedad en cuestión, en donde mejor se ha reflejado ese constante fluir de sus habitantes. Aún los que quieren irse y no se van, los que no pueden irse por la razón que sea, no han quedado fuera del escenario. Uno de estos inolvidables personajes, por ejemplo, se convirtió en el protagonista de la laureada obra (Primer Premio del Concurso Nacional de Dramaturgia) del colombiano Henry Díaz Vargas, “La sangre más transparente” (1992). En ella se realiza el encuentro póstumo de un joven con su padre, al que nunca conoció en vida, teniendo como trasfondo la violencia de los sangrientos eventos callejeros, de los cuales fue víctima, que estaban ocurriendo a diario en Medellín, su ciudad natal. Es el padre, llamado “el viejo” en la obra, el que nos interesa aquí; un desarraigado de la vida, aunque patéticamente arguya lo contrario, quien a pesar de todas sus intenciones no pudo salir del país para buscar una vida mejor:

EL VIEJO: (...) Por lo único que soy incompleto es por la falta de dinero, de fortuna. No más. Vea, le juro que si estoy aquí en este país de mierda es porque cuando estuve en Turbo no me pude embarcar en un buque bananero para los Estados Unidos. No quise ser un polizón. No quise morirme congelado en una bodega refrigerada. Mejor me vine para Medellín. Luego me fui a recorrer el país buscando trabajo. Eso he hecho toda mi vida... Pero no soy el Judío Errante. Soy Efrén Florez y no quiero “un amigo más” (19).

Por lo demás, el otro lado del camino, el que conduce al regreso, ha sido una de las vías más exploradas por la dramaturgia de esta época. Ya sea como reconciliación o como re-evaluación de posiciones, o simplemente como enfrentamiento, el retorno se ha convertido en un leitmotiv de las representaciones artísticas de muchos latinoamericanos/as a medida que el movimiento emigratorio, que por años fue de una sola vía, empezó a dar la media vuelta. La emigración de la “puerta giratoria”, han llamado algunos estudiosos a esta eventualidad. No cabe duda que la facilidad para viajar, en cuanto a la proliferación de los medios de transporte y un más fácil acceso, en términos económicos, para un mayor sector de la sociedad, ha hecho que el desplazarse de un lugar a otro no sea una medida terminante en la vida de mucha gente. En Puerto Rico, uno de los países más afectados por la emigración de sus habitantes, en tal forma, que casi llega a sumar la misma cantidad los que viven fuera que los que llaman a la isla su lugar de residencia, se utiliza el término “la guagua aérea” para designar el vehículo que transporta a esta población flotante.[1] Tomando como hito esta nación caribeña, se puede decir que el éxodo empezó hacia los años 30 intensificándose en los años de pos-guerra. Para 1960, empezó a devolverse una buena cantidad de gente, lo que no quiere decir que el flujo hacia el norte se hubiera interrumpido, sino que, generalmente, no eran los mismos los que iban y los que venían. Ya hacia los años 80, se empieza a registrar un movimiento de ida y vuelta de la misma gente, los que el poeta y teatrista Antonio Martorell, sabiamente para muchos, denomina “la primera y la segunda alineación” (2001).

El desplazarse al norte dejó de ser “una de las formas de suicidio colectivo que tuvo la desgracia de soñar René Marqués como pesadilla recurrente” (Matilla Rivas 1999:18), para pasar a ser una de las varias opciones de los módulos culturales que maneja el individuo contemporáneo. La referencia a la obra “La carreta” se une a la del conocido poema “La Carreta Made a U-Turn” (1979), del dramaturgo nuyorican Tato Laviera, para enfocar ese momento en el que el flujo de inmigrantes empezó a devolverse, como bien señala el citado investigador Matilla Rivas:

“Efectivamente, la carreta regresó a la Isla. En Nueva York y Estados Unidos viven casi tres millones de puertorriqueños. Los viajes de ida y vuelta, la traslación en virtud de un modus vivendi menos precario, en muchos casos patrocinado por el estado de bienestar, el constante trasiego de familiares, amigos, colegas, y de uno mismo (lo que Luis Rafael Sánchez ha llamado “la guagua aérea”), ha acelerado el proceso de dispersión y el impacto cultural y económico de la diáspora en Estados Unidos y Puerto Rico. En el tiovivo niuyorquino, la Isla continúa sirviendo de base espiritual y de recursos humanos de la puertorriqueñidad”. (21).

Como el investigador advierte, este criterio se puede aplicar al resto de la población latinoamericana que al comenzar la década de los 80 optaba por el regreso, aunque para algunos fuera temporal. En efecto, debido a la caída de los regímenes militares en varias naciones del Cono Sur, o a la mejoría de las condiciones económicas en sus respectivos países de origen, o simplemente para darle fin a la desesperanza que, para no pocos, fue el haber emigrado a otras partes del mundo, muchos latinoamericanos dieron la media vuelta.

Pero razones para volver hay muchas y es nuestra tarea destacar aquí varias de ellas, tal como han sido representadas por la dramaturgia latinoamericana, incluyendo las que tratan de individuos no nacidos en el continente americano, sino en otros confines, como la península ibérica. Una de las obras más originales, en este sentido, es “El viento y la ceniza” (1986, 1991), de la colombiana Patricia Ariza. La pieza está ambientada en un pueblo polvoriento de la España del siglo XVI después de la conquista de América. Un conquistador, viejo y cansado, escribe sus memorias dejando hablar con voz propia a los personajes más importantes que compartieron su itinerario por la vida y en los, por lo menos, dos cruces del oceáno Atlántico en pos del tesoro de El Dorado y de las glorias prometidas por la madre patria. Los primeros que salen a relucir son los padres, quienes lo empujaron en un principio a partir vendiendo lo poco que tenían para subvencionar su viaje. Sus ideas, dando rienda suelta a la imaginación de lo que el Nuevo Mundo representaba para algunos en aquella época, tal como quedaron expresadas en varias de las crónicas de la Conquista,[2] tienen todavía el poder mágico de asombrarnos :

PADRE: Vete a la Indias, hijo... En sus mares se encuentran perlas del grueso de una nuez y en sus cerros esmeraldas del tamaño de una manzana. Hay ciudades techadas con bóvedas de plata, donde el agua se bebe en cántaros de ágata y los niños juegan con aros de turquesa. (1991:83)

Podemos imaginarnos la decepción del progenitor, muchos años después, cuando en vez de pepitas de oro el hijo vuelve con más deudas que antes y cargado de costales llenos de sueños rotos. Como el famoso coronel que no tenía quien le escribiera, estos conquistadores trashumantes resumían sus vidas en la península a la espera de menguas pensiones que tampoco llegarían. Otro personaje imprescindible para completar el cuadro familiar es Josefina, la novia, quien quedó a la espera de su prometido envejeciendo a la par con su vestido de boda. En realidad, está presente físicamente en casi toda la obra aunque ausente, pues es evidente que perdió el juicio mucho tiempo antes del regreso del protagonista. Por otra parte, es un personaje mítico-literario que se mueve entre la homérica Penélope, haciendo y deshaciendo su ajuar en espera del hombre que le “devuelva su honor”, y la isabelina Ofelia, presa de su inocencia mancillada, musitando cánticos en otros dialectos, mientras deambula por el escenario.

Ampliando el círculo de esta sociedad, no pueden faltar los estereotipos y así se dan cita aquí el sacerdote, instrumento clave para la colonización de los aborígenes; el indiano, siervo del conquistador y más bien un producto de su memoria que un personaje de carne y hueso; el coro de ancianos “marañones” del pueblo, que doblan como marineros en sus travesías oceánicas; y, por último, la insoslayable reina. Una reina, igualmente envejecida, al frente de un imperio en el que “ya no se pone el sol”, quien está más que dispuesta a seguirle juicio al conquistador por haber fallado en su intento de llenar las arcas del exiguo tesoro nacional y a devolverlo por donde vino para que termine de cumplir su cometido. No hay duda que la mirada de la autora, a 500 años de los sucesos que está llevando a la escena, es una que trata de llenar huecos entre tantas líneas escritas por lado y lado. Es, sin duda, el mito de la conquista revivido de lo que se trata aquí, sólo que al revés, en el que el Conquistador, con mayúscula, está siendo juzgado por partida doble: en la obra, por la reina, y en la pos-historia de la contemporaneidad. Y si en la primera, es condenado a regresar; en la segunda, está ciertamente siendo exonerado, cual víctima de su época y, sobre todo, de la incomprensión hacia ese Nuevo Mundo que se abría ante sus ojos y los de sus congéneres, como bien sugieren las prologuistas de la obra, M. M. Jaramillo y N. Eidelberg:

“Viento y ceniza” es la estéril cosecha de América que empobreció a los participantes del evento. Conquistadores y conquistados, vencedores y vencidos, perdieron en esta epopeya de heroísmo y de mezquindad. La escenografía de la pieza recrea el mundo de los sueños y de las alucinaciones que impidieron ver y confrontar la realidad americana”. (1991:82)

Por la misma vena de los regresos al terruño, a la jerarquía paterna y a la confrontación, tanto de ideologías como de modos de vivir, que ya separan a más de una generación, se insertan no pocas obras de la dramaturgia contemporánea latinoamericana. La obra “Retorno” (1996), del grupo Yuyachkani del Perú, es una de ellas. Dos hombres se encuentran en un cruce de caminos desolado, cuyos únicos elementos visibles son una cruz enorme de madera que se levanta en uno de los costados y un montón de piedras en el suelo. Aparentemente, hace tiempo que están allí a la espera no se sabe de qué, ni de quién. Las primeras frases de la pieza, musitadas por uno de los individuos: “Muchas veces he estado en este camino... a lo lejos todavía tengo el recuerdo... ahora sólo la vida va a saber si este camino va o viene...”, nos da la pauta de la ambigüedad del contexto en que se afianza la acción de la obra. Tampoco hace falta cavilar mucho para reconocer la huella de “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett. De manera similar al mano a mano entre el Estragón y el Vladimir beckettianos, estos dos hombres juegan, se debaten, defecan, espantan a la “muerte” con carajos, bien pronunciados, y se desesperan. Mas si la simbología cristiana estaba evocada en la obra del autor irlandés, aquí, con la cruz literalmente a cuestas, es bastante obvia, aunque las alusiones al “padre” que les enseñó “a caminar”, pero “no a esperar”, se pueden asociar tanto a la esencia superior divina como a la carnal de sus progenitores y hasta a la mitología local de la que se nutren obras anteriores del grupo, como “Encuentro de zorros”, para aquellos que conocen su trayectoria.

Estos náufragos, en plena sierra, que miran a los aires a ver si viene alguna misión a rescatarlos, también se sienten “condenados”, aunque tienen plena conciencia de que por el infierno ya pasaron y lograron escapar del mismo. Por otra parte, a diferencia de la citada obra europea, el contexto histórico/social de la pieza se establece de manera real, sobre todo, cuando uno de los personajes cargando una cruz sobre sus espaldas recorre un camino que tiene poco que ver con el Gólgota, como él mismo advierte:

“Campanas danzando
un manto sangrando
un campo de veras
alguien que va y viene
hombres caminando
una mujer que huye con una gallina a cuestas
una ventana que se abre
una puerta que se cierra
un vidrio que se rompe
helicópteros causando remolinos
cruces en todos los caminos
una piedra que se rompe
perros que ladran
dos ficus que conversan
un retablo gigante
dos sauces que cantan
un pájaro que vuela”.

Es el camino de los desplazados por la guerra que, de hecho, en esos momentos, estaban regresando a sus comunidades amparados por programas oficiales. “Migración a la inversa”, nos dice M. Muguercia, “promovida por el gobierno con pragmatismo, sin tomar en cuenta el trastorno cultural que este movimiento de reconstitución conlleva” (1998:63).

Al final de la obra, en vez de seguir esperando indefinidamente con renovada fe, hay un intento de subversión de métodos: los personajes tumban la cruz, le echan agua y finalmente le prenden fuego. Pero no hay desasosiego en esta renuncia simbólica a lo que ha sido el soporte tradicional espiritual de las masas oprimidas, desde que el cristianismo hizo su aparición en el continente latinoamericano, sino un llamado de aliento hacia la iniciativa individual, como lo demuestran las últimas palabras de uno de estos sobrevivientes: “qué importa saber si vamos o venimos ...sino qué vamos a hacer cuando lleguemos...”

Otra pieza que indaga dolorosamente en el sino de estos desplazados telúricos es “Voz de tierra que llama” (1992,2001) de Eduardo Valentín Muñoz. El sentimiento de culpa, de estar pagando por algo no definido que los ha convertido en “pasajeros en el camino” empujándolos fuera de su sierra, hacia las arenas áridas del litoral, “estas pampas/ donde el sol se tragó toda el agua,/ dejando la sal que quema hasta los sueños”, permea toda la obra. Algunas de las voces que dialogan en este coro poético, con entonaciones propias del quechua bastante definidas, como la de un Wawacha que, según lo explica un glosario al final de la obra, es el “espíritu de un niño que murió sin bautizo o sin reconocimiento de su Padre” (138), o la de una mujer, también espíritu, que “está lamentado su muerte” por “en tierra ajena no poder descansar en paz”, se unen a las de los campesinos, de carne y hueso, personificados en otra mujer “wanka” que ansía regresar a su Mamapacha (Madre Tierra) de donde la arrancaron con los suyos sin contemplaciones. Cuando finalmente llega, el espectáculo no puede ser más desolador:

“Como paloma
ha volado la vida,
como utu
hkuro,
la muerte
entró en todos los corazones.
Ahora ya no hay nada.
Piedra sobre piedra está el pueblo.
Espinos han crecido
por todas partes”. (138)

No obstante, como en la obra anterior, la pieza termina con un tono positivo pues después de hacerle ofrendas a la Mamapacha para desagraviarla por haberse marchado, la mujer le pide que la acepte de nuevo, prometiendo volver a sembrar para vencer a la muerte. Según L. Ramos-García, la obra ilustra esa “dimensión fundamental del arte escénico [que] es la de ser o convertirse en memoria festiva o ritual de lo vivencial, con capacidad para evocar un universo temático y subtextual que haga de la sociedad una categoría transformable” (2001:123). No cabe duda que esta es una de las instancias en las que más profundamente se evoca ese mundo andino lleno de voces que quedan vivas, a pesar de su lejanía o de su misma muerte, como demuestran sus ritos comunitarios permaneciendo para siempre en los vericuetos de una memoria colectiva milenaria.

Dentro de este mismo contexto del Perú contemporáneo aunque desde el polo opuesto de la escala social, pasamos a otra clase de regresos, no menos reales: el de las ideologías que separan y enfrentan a dos generaciones, como en la obra “El día de la luna” (1996,1999), de Eduardo Adrianzén Herrán. El entorno social de la obra, de hecho, representa a una clase media acomodada que empieza a producir yuppies, al parecer desmedidamente, hacia la última década del siglo XX, como describe el mismo autor a su protagonista Roberto, de 28 años (306). En un punto árido, “cerca de la localidad de Huarmey, en la costa de Ancash”, el día en que llegó a la luna “el Apolo XI y está comunicándose con la Tierra”, se produce el encuentro fortuito de Roberto, ejecutivo de una compañía de teléfonos celulares, y su padre Gabriel, de 51 años, a quien no ve desde que era niño cuando, supuestamente, partió a Alemania a una gira musical y ya no regresó más. Unas cuantas escenas más adelante nos enteramos que Gabriel nunca salió del Perú, que se exilió dentro del mismo país, voluntariamente, para distanciarse de su entorno particular, debido a su compromiso político con la izquierda y sus intereses de entonces contrarios a su familia “pequeño-burguesa”. Ahora, de regreso de la vida y de las ideologías, convive con una joven de 25 años, a la que evidentemente usa, mientras ocupa sus días pintando, cocinando y atendiendo clientes en un albergue de segunda categoría a donde, por haberse varado en el camino, llega Roberto.

El encuentro, de manera predecible, es violento, lleno de recriminaciones por lado y lado; la reconciliación, aunque sugerida por uno y otro, no se produce. El padre, a pesar de los años de ausencia, pretende ejercer autoridad sobre el hijo y, al no lograrlo, apela a su conmiseración haciéndose pasar por víctima del cáncer para que lo escuche. El hijo, por su parte, como bien advierte el investigador J. Castro Urioste, “vende teléfonos pero no puede hablar” (2000). El encuentro es tan árido y seco como la superficie de la luna, desprovista aquí de todo romanticismo. Sin embargo, Gabriel, quien se siente como un “oso panda en vías de extinción”, no es ciego para ver los efectos nefastos que el neoliberalismo, defendido por Roberto a capa y espada, está teniendo en la sociedad del momento:

GABRIEL: Tus amigos terminarán de cagar el país. Les dejarán a sus hijos un pasaje a Miami, un juego de Nintendo y chau.
ROBERTO: No tengo la culpa que me salgan bien las cosas.
GABRIEL: ¿A quiénes le salen bien? A los que tienen departamento en Miraflores y piden pizzas por teléfono, como tú. Qué importa si en el camino mueren de hambre millones de cholos. No son dueños de un canal o de un periódico. No protestan.
ROBERTO: La gente que no sabe nada de economía sólo ve los efectos y no las causas. Me niego a discutirlo.
GABRIEL: Oh sÍ: ya sé que están así por no haber entendido hace cien años las maravillas del libre mercado. Por suerte ya se saneó la economía. Cholo: no importa que tu hijo haya muerto de cólera, que tu hija esté raquítica, que tu mujer tenga tuberculosis y que hayas perdido el trabajo porque, ¿sabes? Es para sanear la economía! Ah ya, menos mal señor economista! Qué poco patriota soy. Y yo creyendo que me querían joder. (321)

Casi está por demás decir que Roberto califica este discurso de “panfletario”, y “demagógico”, además de parecerle una “visión simplista del mundo”, haciendo eco a las posiciones pos-partidos de derecha/izquierda que llenan las páginas de tantos matutinos latinoamericanos con una miríada de discursos retóricos por partes iguales.

Otra interesante pieza de teatro que enfoca este enfrentamiento es “Viagem a Forli” (1993), del popular autor brasileño Mauro Rassi, estrenada en el Teatro Copacabana de la ciudad de Río de Janeiro. En vez de enfrentar a dos generaciones concretamente, el autor coloca a un mismo personaje en dos etapas de su vida: uno, el Juliano “viejo”, representa el pasado y está ubicado sicológicamente en los tumultuosos años 60, durante los cuales como disidente político no tuvo más remedio que exiliarse a París; y, el otro, el Juliano “joven”, de regreso de sus compromisos políticos, es ahora un vanidoso, como exitoso, dramaturgo. Paradójicamente, en el momento presente de la obra, el primero tiene 20 años y el segundo 40. La acción sucede en Europa, a fines del otoño, cuando Juliano se encamina a Forli, en Italia, a visitar a su abuela quien regresó a su tierra natal después de haber vivido toda su vida en el Brasil. El viaje de los dos Julianos se hace en automóvil acompañados por una pareja, Victoria y Alberto, dos profesores de mediana edad en camino, a su vez, a una conferencia en Rosenheim sobre la “sobrevivencia”. Esta pareja cumple varias funciones: en principio, sirve de catalizador para dar rienda suelta a una crítica sobre la doble moral y la hipocresía de los tiempos desde, que según el protagonista, Victoria subió al trono de Inglaterra y junto a su consorte, Alberto, “hizo retroceder el mundo docientos años en cien!” (255). Pero también representa a los progenitores de Juliano “joven” el que, en los años 60, se vio prácticamente “obligado” a hacer la revolución, a sus expensas, pues para que muchos jóvenes, por obvias razones en esa época y en cualquier otra, pudieran darse ese lujo tenían que ser subvencionados hasta llegar incluso a la explotación inmisericorde, como es el caso en la obra, de sus padres. Por último, Victoria, todavía atractiva, será el blanco de la pasión tardía del “joven” Juliano y, en cierto modo, su guía y bastión espiritual hasta el final de este viaje exterior hacia Forli e interior hacia sí mismo.

Siguiendo la premisa del conocido refrán francés, “Plus ça change, plus c’est la même chose”, el autor juega con diferentes lugares y momentos históricos: España durante la guerra civil; Viena en los años 38, en vísperas de ser anexada por la Alemania nazista; París en medio de los disturbios estudiantiles del 68; en fin, sitios en donde se han vivido situaciones de represión colectiva similares al entorno que se creó durante la toma de poder del sector militar en el Brasil. El militarismo siempre aparece como un fantasma que puede regresar, dejando abierta la posibilidad del fin de una democracia que todavía se percibe como bastante frágil. En cuanto al debate, o más bien las pataletas de los dos Julianos, fuera de hacerse evidente esa nostalgia bien posmodernista por la “historia”, por los tiempos en los que se podía contar con la historia, la que lleva implícita, no pocas veces, una resignación ante la caída de los “grandes discursos modernistas” (incluido en primera fila el marxismo), se le une el conservadurismo, aparentemente triunfalista de la época, personalizado de nuevo en Victoria, esta vez trayéndonos a la memoria a otra inglesa, la imprescindible Margaret Thatcher:

JULIANO JOVEN: Tínhamos sonhos, tanta esperança! Eu sabia exatamente o que devia fazer para transformar o mundo! Só não fazia porque era coverde. E agora? Quais são os valores pelos quais vale a pena lutar?
ALBERTO: Há vinte e cinco anos atrás podíamos estar em barricadas opostas, como você diz; mas hoje estamos todos à deriva.
JULIANO JOVEN: O mundo antigamente era tão mais cristalino. Havia a direita, a esquerda, o certo, o errado; tudo muito definido. (Sorri, amargo) Que irônico, eu aqui falando: No meu tempo como se fosse um conservador se lamentando.
VITORIA: (Irritada) Que é que você entende por conservador? Conservador, pra mim, é o que mantém ais coisas funcionando. E bem! (292)[3]

La identidad cultural, por otra parte, de estos brasileños, segunda generación de italianos inmigrantes, es otro punto álgido en las discusiones de los personajes. Según Juliano Joven, la familia “se quedó tan híbrida” que perdió totalmente su identidad... reduciendo su afiliación a la tierra de sus antepasados a la primera frase de la canción “Torna a Sorrento”: “Vede o mare quant=è bello/ Spira tantu sentimento... y el resto es lá-lá-lá-lá....” (246). Y ahora, se queja, “todo es lá-lá-lá...” De ahí su viaje a Forli. Sin embargo, de nuevo, Victoria cuestiona la validez de premisas tales como “italo-brasileiro” o “brasileiro-brasileiro”, como se identifica Juliano Joven: “Seu corpo pode ser brasileiro; mas não é uma idiotice confinar o espíritu às fronteiras geográficas de um país?” (“Su cuerpo puede ser brasileño; pero, ¿no es una idiotez confinar el espíritu a las fronteras geográficas de un país?”) (244). Al final del viaje, estos personajes dan un paso más allá que los de la mencionada obra “Retorno”; si no se puede saber lo que se va a hacer cuando se llegue, por lo menos aquí, tienen la certeza de que “nunca se puede llegar a donde ya se está” (308).

De Chile nos llega una rica dramaturgia que se ha ocupado de estos regresos. “José” (1980), del chileno Egon Wolff, es una de las primeras en abordar el tema. El protagonista de la pieza, después de haber pasado siete años en el exilio en la ciudad de Chicago, regresa a su patria. En vez de tratar de cumplir a cabalidad el consabido “sueño americano”, José se entregó a la soledad, desprendiéndose de sus pertenencias, y esperando el ansiado regreso al calor “cristiano” de su hogar. Una vez efectuado el mismo, lo que encontró fue a una familia en vías de la desintegración: el abuelo abandonado en un ancianato cual objeto descartable y el resto de la familia dominada por un rico empresario sin escrúpulos, casado con su hermana, quien, por medio de amenazas subrepticias de abandono y subsecuente pobreza, manejaba la situación con guantes de hierro. El tema de la familia en cuyo seno se lucha eternamente por el poder, por tener el control sobre los demás, se da en otras obras de Wolff, como “Kindergarten” (1977), “Álamos en la azotea” (1981) y “Háblame de Laura” (1986). Según J. Bixler, “Hay que notar en estos tres dramas que aunque la forma dramática varía de una forma a otra, el enfoque es básicamente el mismo: un pequeño grupo de personajes, normalmente de la misma familia y de una edad avanzada, que luchan por conservar la dignidad, el orgullo y el control” (Bixler 2000:51). Ahora, la diferencia es que aquí hay una nueva generación que sube a la escena desechando a la anterior, obviamente encarnada por el abuelo, representando, sin duda, el incuestionable afianzamiento del neoliberalismo de corte triunfalista que hacía su entrada triunfal en América Latina, vía Chile, en esos momentos.

Así que metáfora de la situación social y económica que atravesaba el país en ese momento, sin duda; pero, también, una versión más del desencuentro, llamado por algunos el “desexilio”, que, al decir de Mario Benedetti, puede ser “tan duro como el exilio” (1982, cit. por Boyle 1992:149). Su rechazo a aceptar los valores pragmáticos de la sociedad norteamericana, durante su estadía en el país del norte, se ve, irónica y despiadadamente, desvirtuado por una sociedad que aunque él considera como propia trata de imitar conscientemente los peores defectos de la otra. Al hablarle, a su otra hermana Trini, de su futuro esposo, aprendiz de yuppie, le increpa:

“¡Pero, para suerte de él, las cosas van cambiando! ¡El chileno de hoy se está volviendo práctico también, y realista! ¡Abrió una ventana a los Estados Unidos, y está recibiendo de allá todas sus fetideces, y le están oliendo a perfume! ¡Hoy el chileno está aprendiendo a parecerse al americano, y eso le alegra el corazón!” (Cit. por Boyle 152-3)

Y en ese mundo de valores cambiantes, esa encrucijada histórica que dominó las últimas décadas del siglo, los Josés de este mundo, ya parecen no tener un sitio discernible. La infertilidad de la hermana mayor que, de manera obvia, el marido asocia con las convicciones éticas de José, representando éstas los valores morales cristianos de “antaño”, es como una indicación de un futuro abortado en tales circunstancias. En este sentido, José es el “intruso”, como señala la citada crítica C. Boyle, que pone en evidencia, una vez más, aunque en diferente contexto y con otras palabras, la brecha inseparable entre los dominados de siempre (el mundo de sus hermanas) y los que dominan en el momento presente; entre los que no poseen nada y los nuevos técnicos neoliberales que parecen acapararlo todo. “Aquí manda el que se la puede. ¡Soy egoista, y qué fue!”, le espeta el cuñado, a lo que José responde lacónicamente: “Ya había oído discursos parecidos pero en inglés” (Wolff, cit. por Bravo Elizondo 1981:67). Y obviamente, José, como todos sabemos, estorba en este “nuevo orden de las cosas”. Al final, tiene que hacer mutis del escenario y, tememos, del mundo en que vive. Es, por demás, evidente la buena dosis de mesianismo de este nuevo Jesucristo de fin de siglo, que también se despoja de sus bienes, y predica amor y caridad entre los suyos, sólo que éste, el nuestro, no ha dado señales de resucitar. Sin embargo, y a pesar del derrotismo de la obra, “que contrasta en general con la producción de Wolf” hasta el momento, según el investigador J. A. Piña, hay un equilibrio entre “la dimensión social pues hay crítica a determinados comportamientos en el Chile de hoy”, y “el aspecto individual ya que la actitud de un personaje y su ansia de honestidad moverán las aguas del drama” (1981:64).

Ante los acontecimientos que han repercutido en el país austral desde la fecha de la obra, especialmente el desprestigio y caída del pensamiento marxista en el mundo occidental, “José”, es una de esas obras que merece una re-lectura por su alcance profético, su predeterminismo conductista ahora siendo revisado y, sobre todo, su mensaje profundamente humanista, como señala P. Bravo-Elizondo:

“Es su convencimiento que a través de estos valores, la cordialidad, el afecto, el compartir dolores y alegrías, repartir ternura, el hombre se engrandece y se aleja más de las bestias. Estas cualidades, el chileno las están olvidando poco a poco. En el fondo es una lucha contra la enajenación del hombre, contra su embrutecimiento”. (1981: 68)

Wolff no es el único en denunciar los cambios que se estaban operando en su país natal, el también veterano dramaturgo chileno Sergio Vodanovic lo hace en “El gordo y el flaco” (1992, 1995). Andrés, el protagonista, regresa al país austral después de un largo exilio en San José, Costa Rica, a deshacer la casa de sus padres. Guiado por los sentidos: el olor de un jabón, el sonido de una canción, la vista de la sala de estar, Andrés regresa a su pasado, por medio de flashbacks, a momentos intensos en los que fue esencial la comunicación con seres que estuvieron cerca a su vida. Pero toda esta carga emocional no alivia el brutal contraste del fracaso de sus “ideas, sueños y utopías” por las que luchó, se sumió en la clandestinidad y ulteriormente salió del país, con la realidad escueta y no reversible del Chile del presente, encarnada en la familia de su hermana Beatriz, y su cuñado Esteban, íntimo amigo de su infancia, a quien él llama afectuosamente “el gordo” (Andrés mismo es “el flaco” del binomio). Así, del Chile en el que un día fue posible la realización del ideal socialista, herencia al parecer ya agobiante del padre intelectual, pasamos al de los celulares, de los Shopping Centers, de los Apart Hotel, que es en lo que Beatriz y Esteban pretenden convertir la casa solariega de su infancia. Andrés, en un principio, se niega a aceptar la realidad, apoyándose en una carta que le dejó el padre antes de morir, y pretende convertir la casa en un centro de talleres para la enseñanza del socialismo, como deseaba su progenitor. Sin embargo, poco a poco, a medida que toca puertas y encuentra oídos sordos, se da cuenta de que no le queda más remedio que dar su brazo a torcer, regresar a San José, y dar vía libre a sus familiares para el negocio del Apart Hotel. No hay maniqueísmo alguno en la caracterización de estos personajes; hay desgarramiento interior, por lado y lado, al comprender ellos que muy posiblemente tanta pérdida de tiempo, de seres queridos, de vidas truncadas, fue en vano ante el avance inexorable de la modernidad, de la globalización, de la que tal parece ya ninguna sociedad puede sustraerse. De paso, afortunada o desafortunadamente, como bien se da cuenta Andrés, fueron Pinochet y sus esbirros quienes por la fuerza la adelantaron. ¿Y qué pasó con todos esos sueños e ideales?: “Una borrachera colectiva”, sugiere Esteban:

ANDRES: Gordo... Dime... Dime tú que siempre tuviste la cabeza más fría que yo... ¿Cómo? Cómo es posible que ahora nos digan que toda nuestra vida... Todo lo que hicimos no vale nada... ¿En qué estaba toda la juventud de mi tiempo? ¿Hueveando?
ESTEBAN: Hay veces cuando miro hacia atrás, cuando recuerdo... ¿Sabes tú lo que llego a pensar? Que fue una borrachera colectiva y que ahora, como todos los curados, estamos con la resaca... A uno los pescó más fuerte, otros lograron despejarse a tiempo... Pero todos todavía estamos sufriendo la gran resaca de una gran borrachera... (1995:97)

Sin embargo, no todo se perdió ()o si?); al final, al frente de un grupo de obreros, gritando “¡huelga!, ¡huelga!”, está Juan Esteban, hijo del matrimonio y sobrino de Andrés, quien entusiasmado con las ideas del tío promete seguir sus pasos, ante el evidente desagrado de sus padres, y con las consecuencias esperadas. Unos carabineros lo arrestan llevándoselo a rastras.

Un poco más adelante en el tiempo, esta visión de la sociedad chilena, desequilibrante para algunos y agobiadora para otros, que parece estar construyéndose sobre los escombros del Chile que quedó atrás, nos la ofrece Marco Antonio de la Parra en “El continente negro” (1994,1995). Desde un principio, en las didascalias, el autor lo establece metafóricamente: “Un espacio único que une varios espacios. Parece un edificio en medio de una remodelación, entre demolido y reconstruido. Sobre las paredes de lo que fue el segundo piso se ven los empapelados, los azulejos, de una casa que ya no existe. Abajo hay puerta y pasillos. Ventanas. Los personajes entran y salen” (17). La comunicación entre estos seres que van y vienen, dejan recados desde aeropuertos, deambulan en el escenario con maletas en la mano, es precaria y se hace casi siempre a través del teléfono, de micrófonos, detrás de puertas cerradas. Parece que mientras más medios de comunicación inventa la gente, menos habla. Una docena de personajes se debate, tratando de recuperar inútilmente relaciones perdidas, relaciones rotas, postergadas, traicionadas. De vez en cuando se escucha tanto el contestador de un Alberto, anunciando que está fuera del país, como llamadas telefónicas que interrumpen reclamando, infructuosamente, a una Mónica que nadie conoce. La vorágine de estas vidas se puntualiza por el escepticismo a ultranza que ya parece ser una característica de los tiempos, aunque, al final, el hombre en medio de sus dudas termina, irredimiblemente, traicionándose:

CLAUDIO: Pues no te cases de nuevo. Nunca. Acuérdate de mí. El amor es un fraude. El mundo se termina. El año 2000 ¡Pum! Todo al diablo. No hay ni siquiera que acostarse se acabó el sexo. No hay ni siquiera que pensar en eso. Ni cazado meterse en la cama. Hay que emborracharse y morir. Morir lo más rápido posible. No hay esperanza. No hay Dios ni partido comunista ni Santa Teresa que valga, ¿me entiendes? No hay amor en este mundo. ¿Me entiendes? Todo lo único que quieren es ganar plata. ¿Y qué es la plata? El odio, la plata es el odio. Va a venir una guerra feroz, de todos contra todos, blancos contra negros, hombres contra mujeres, viejos contra jóvenes, todos. Y se acabó....(Pausa.) ¿Tú crees que sea bueno que la llame de nuevo? (36)

En la última escena, un metro entra en una estación en cuyo borde se tambalea Natalia, uno de los personajes. El tren pasa, “se da luz y está el andén vacío...”, al tiempo que suena un teléfono público. Por lo menos ahora, las Anas Kareninas de este siglo, cuyo paralelismo con el personaje es obvio, aunque en nuestro caso Natalia no dejó marido e hijos por otro hombre, sino por la posibilidad de triunfar en la farándula, ya no tienen que suicidarse como en el pasado, se van... de viaje pues ya, en este caso, ni siquiera se puede hablar de exilio.

Para finalizar traeremos aquí una de las obras más singulares que haya tratado el tema del exilio en América Latina: “Nuestra Señora de las Nubes (Segundo ejercicio sobre el exilio)” (1998), del argentino, residente en Ecuador, Arístides Vargas, director del conocido grupo Malayerba. La pieza, como señala el sub-título, es un tratado sobre el exilio que va surgiendo de los encuentros fortuitos entre Bruna y Oscar, dos ciudadanos de Nuestra Señora de las Nubes, en cruces de caminos indeterminados. A través de ellos se pasa revista y se le da forma a la historia de su pueblo que, de manera épica, parte desde el momento en que la hija se amancebó con el padre, a falta de cualquier otro pretendiente. De ellos descendieron todos los Vásconez, los Molinas, los Gallos, los Bravos, los Duques, etc., emparentados, aunque al pasar los años ya son enemigos y distantes. Aquí tienen cabida todos los exiliados: desde los que salieron por razones políticas obvias; los que huyen de la pobreza, según Vargas, “una forma política más sutil de persecución”; hasta los que se fugan por pillos, última modalidad que está cobrando auge en América Latina:

OSCAR: Pero ahora no se persigue por hacer poemas.
BRUNA: Ahora nadie se exila por motivos políticos, se exilian porque hicieron un desfalco, o porque robaron. (Manuscrito, sin publicar)

En este sentido, hay dos exilios claros y patentes:

OSCAR: Yo creo que hay dos tipos de exilios: el exilio vacacional con vista al mar, reservado para gerentes, ministros y ex presidentes, y el exilio de los que no tienen relojes, o sea, nosotros. También creo que hay dos tipos de dignidad: la dignidad de los dignos y la dignidad de los que no somos dignos de dignidad porque no tenemos relojes, o sea, nosotros.

Pero también hay otro exilio que, creemos, tiene prioridad, por encima de los mencionados, en la obra de Vargas y es el del olvido. Ya en piezas anteriores suyas había aparecido el tema como en “Jardín de pulpos” (1993,1997), un ejercicio mental cuya acción ocurre íntegramente en la memoria del protagonista. Vargas, en un momento dado, comentó que..

“Jardín de pulpos” es una obra contra el olvido, que aquellos que desaparecieron imaginando un mundo más justo no sean reducidos a la crónica policial de una época, para que vivan en el jardín de las utopías, felices para siempre”. (1997:14) (ver Rizk 2001, cap. I).

En “Nuestra Señora...” es obvio que vuelve a las andadas, hurgando con profundidad a la manera proustiana, para sacar a flote momentos, fragmentos con los cuales reconstruir una “película”, “una vida”, algo con que “sostenerse” y “asombrarse” cuando ya uno no se acuerda ni de los nombres de las cosas que antes le fueron queridas...

BRUNA: El exilio comienza cuando comenzamos a matar las cosas que amamos, pero no las matamos de una vez, tal vez en años. Es como si el tiempo nos pusiera un cuchillo en las manos y con él matáramos los instantes en los cuales alguna vez fuimos dichosos, no lo hacemos con saña porque no creo que el tiempo actúe con saña sobre nuestros pobres recuerdos, lo hacemos con la misma suavidad con que estos recuerdos se hacen presencia y con la misma violencia que produce el después, el no me acuerdo, el cómo se llamaba.

En esta “búsqueda criolla del tiempo perdido”, es importante, como en “Jardín de pulpos”, rememorar a los que cayeron, para que equivocados o no, no hayan muerto en vano. Ya, parece, poco importa, desde nuestra época de las pos-ideologías, si tenían razón o teníamos razón, o tenían razón los otros, y Vargas no teme entrar en el mundo de las conjeturas. (“Supongamos que otros equivocados recogen nuestras equivocaciones y por equivocación, hacen un mundo mejor”, dice Federico, a lo que responde Alicia, su interlocutora, “Supongamos... que no es así y que nos ahogamos en nuestras equivocaciones”.)

Ahora, fuera de ser un “ejercicio sobre el exilio” es otro sobre la retórica, sobre el lenguaje popular, los piropos de la calle, los lugares comunes, los trabalenguas o juegos de palabras; en fin, la riqueza de un lenguaje que se regodea en sí mismo en manos de un escritor experimentado. Llevada a la escena, esa rica vena literaria y popular, unida a la magistral actuación de María del Rosario (Charo) Francés, acompañada del mismo autor, en los diversos papeles de la obra, en el montaje que presenciamos (Festival de Teatro Hispano de Miami 6/2000), hace que la obra nunca caiga en la denuncia escueta, o el panfletismo camuflado. El siguiente diálogo, con el que queremos terminar este ensayo, nos da la pauta sobre ese juego constante entre lo serio y lo cómico, la denuncia y la broma, los claroscuros tan característicos del modo de ser de muchos latinoamericanos, de los que Vargas saca tan buen partido:

OSCAR: ¿Y por qué la expulsaron del país?
BRUNA: Porque un día dije que las señoras de mi pueblo no tienen tetas sino tazas de porcelana china donde los caballeros con levita beben capuchinos sin leche, y que no tienen sexo sino abanicos con dientes de cocodrilo.
OSCAR: ¿Usted dijo eso?
BRUNA: SÍ, y que los militares de mi pueblo son tantos que para las fechas patrias se paran en la calle y la calle parece que no se hubiese afeitado en tres días.
OSCAR: ¿Usted dijo eso?
BRUNA: SÍ, también dije que en mi pueblo los corruptos denuncian a los corruptos y está bien porque ellos sÍ saben de lo que están hablando.
OSCAR: Con razón la echaron, usted hizo encolerizar a las fuerzas vivas.
BRUNA: Ellos nos agredieron primero.
OSCAR: ¿Cómo así?
BRUNA: Confundieron el país con un avión.
OSCAR: ¿No me diga?
BRUNA: Primero dijeron que había que apretarse los cinturones, nosotros lo hicimos, después dijeron que eran épocas turbulentas, nosotros le creímos, luego dijeron que en caso de asfixia económica, una mascarilla caería automáticamente. Ninguna de estas cosas sirvió para nada, el país se vino a pique y nunca encontramos la caja negra.


BIBLIOGRAFIA

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Notas:

[1] La guagua aérea es el nombre de un popular cuento escrito por Luis Rafael Sánchez, sobre este fenómeno migratorio de dos vías, llevado a la pantalla, a su vez, por Luis Molina Casanova en 1993. Volver

[2] Como todos sabemos, en no pocas ocasiones, estos conquistadores y aprendices de conquistadores, se dejaron llevar por su imaginación y elaboraron páginas dignas de los mejores romances de caballería, tan de boga en su época, con los que han sido justamente comparadas (Alvar 1992). Siguiendo el esquema del género, cuyo paradigma ejemplar es el Amadis de Gaula (1508), los cronistas elaboraron sus historias alrededor de la jornada que tenían que cumplir para lograr el cometido a que se empeñaban ellos mismos, o a que los hacían menester, como señalan los investigadores R. Jara y N. Spadaccini: AThe model is clear as those romances follow the loose pattern of the quest: the character embarks on a journey in order to accomplish some goal that may involve meeting a challenge, obeying a royal command, seeking gold, finding El Dorado or the fountain of Eternal Youth, punishing the Indians for their idolatry, or, perhaps, championing their cause against the Spaniards= abuses. On this journey he finds numerous adventures, many of them apparently unrelated to the original quest, except a posteriori, when reason imposes scrutiny, selection, and organization to illustrate a new goal and thus justify the telling.@ (El modelo está claro, así como en los romances siguen el patrón deshilvanado de la búsqueda: el personaje emprende una jornada para cumplir algún propósito que puede involucrar el salir al encuentro de un reto, obedecer una orden real, buscar oro, encontrar El Dorado o la fuente de la Eterna Juventud, castigar a los indios por su idolatría, o, quizás, ser los paladines de su causa en contra de los abusos de los españoles. En este viaje él [el conquistador] encuentra numerosas aventuras, muchas de ellas aparentemente poco relacionadas con la búsqueda inicial, excepto a posteriori, cuando la razón impone escrutinio, selección, y organización para ilustrar un propósito nuevo y así justificar la historia.) (1992:8). Volver

[3] AJuliano Joven: ¡!Teníamos sueños, tanta esperanza! (Yo sabía exactamente lo que debía hacer para transformar el mundo! Sólo que no lo hacía porque era cobarde. ¿Y ahora? ¿Cuáles son los valores por los que vale la pena luchar?

Alberto: Hace veinticinco años podíamos estar en "barricadas" opuestas, como tú dices; pero ahora estamos todos a la deriva.

Juliano Joven: El mundo antes era mucho más cristalino. Había una derecha, una izquierda, cierto o errado, todo era mucho más definido (Sonrie, amargado) Que irónico, yo aquí hablando: "En mi tiempo..." como si fuera un conservador lamentándose.

Vitória: (Irritada) ¿Qué quieres decir por un "conservador"? Conservador, para mi, es quien mantiene las cosas funcionando. ¡Y bien!" (292)

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