AMERICA LATINA Y LOS CLASICOS
Por Carlos José Reyes
La fecha del descubrimiento de América,
a finales del Siglo XV, coincide con varios acontecimientos que
van a influir de un modo decisivo a lo largo de su historia. La
publicación de la Gramática de Antonio
de Nebrija, en el mismo año de 1492, la expulsión
de moros y judíos de España, el desarrollo de la Contrareforma,
unos años más tarde, y la expansión en el arte
(incluido el teatro), del clasicismo y el barroco, van a configurar
referentes e imaginarios que no se limitarán a los turbulentos
años de la Conquista o a la paz monacal (aparente) en la
Colonia, sino que servirán de modelo y paradigma durante
la configuración de las jóvenes repúblicas,
tras la independencia, a lo largo del siglo XIX, y servirán
como recurso dramatúrgico para las nuevas corrientes, en
el teatro moderno de gran parte de los países de América
Latina.
Vamos a explicarnos: el Siglo de Oro español
se desarrolla a la par con la consolidación del Imperio Español
en América, y por lo tanto, la obra de los grandes comediógrafos
como Lope, Calderón, Tirso de Molina y muchos otros, va a
influir sobre los primeros autores del continente. Al mismo tiempo,
la temática de estos autores, clara expresión del
Renacimiento, está imbuida de alusiones y citas de la antigüedad
clásica, su mitología y los grupos de historias que
dieron la temática, situaciones y conflictos a la tragedia
y comedia clásicas.
Un poco más tarde, el Clasicismo francés,
en especial en la obra de Jean Racine, tomó los temas y personajes
de un modo literal, para plantear los grandes problemas de la época,
el Amor, la Familia y el Estado, con los mismos personajes de la
Tragedia antigua, aunque con un tratamiento acorde con las formas
de pensamiento de la monarquía absoluta francesa de la época
de los Luises, en el Siglo XVII. De este modo, Racine escribe sobre
Fedra, Ifigenia, Andrómaca, Hipólito y La Tebaida,
así como algunos temas bíblicos, tratados al estilo
de la tragedia antigua. Algo semejante lleva a cabo en Italia Vittorio
Alfieri, con sus tragedias Polinice, Agamenón
y Orestes, Alcestes Segundo y otras, así
como varias tragedias de corte romano, como Brutus Primus,
Brutus Secondo y Sophonisba, inspiradas en los textos
de Tito Livio y otros autores.
La diferencia más grande en el tratamiento
de la temática y los personajes se da en el espacio escénico,
ya que la Tragedia Griega del siglo V a.C. se representó
en los amplios escenarios al aire libre, pero al mismo tiempo, el
edificio de la Skené (escena), el Proskenium (Proscenio o
escenario) y el círculo de la Orchestra, planteaban unas
relaciones precisas entre la escena y el público. Al ser
un teatro narrativo, los acontecimientos más terribles y
crueles (recibieron el nombre de trágicos por añadidura)
tenían lugar fuera de escena, al interior del palacio, o
sea, tras los muros de la fachada del edificio de la Skené.
Las muertes, suicidios, crímenes o violaciones eran contadas
por criados, mensajeros o adivinos, pero nunca vistas por el público
en forma directa. Estos hechos se dejaban para la intimidad de la
vida privada, mientras que al espacio público sólo
llegaba la terrible noticia, con el consecuente comentario crítico
y dramático realizado por el Coro. Los sucesos, extraídos
del mito, como afirma Aristóteles en su Poética, y
nunca inventados por los poetas trágicos, eran conocidos
por el público (como la Pasión de Cristo en el Misterio
Medieval). Pero a la vez, la encarnación de los grandes arquetipos
y su mirada crítica por medio de un coro que asumía
en forma simultánea el punto de vista del autor y la conciencia
de la comunidad, confería a la representación escénica
un carácter de juicio público sobre los grandes temas
del poder y el Estado, el destino y las pasiones humanas. En la
Tragedia estas pasiones no son asumidas por personajes anónimos,
que pudieran facilitar una identificación directa con el
público (error de algunos seguidores del teatro épico
brechtiano), sino por los representantes del poder omnímodo,
las familias reales, los dioses y semidioses, en otras palabras,
los modelos de dominación por medio de los cuales los poetas
trágicos planteaban sus reflexiones sobre el hombre, la sociedad,
la autoridad y el destino.
En la tragedia neoclásica que se desarrolla
entre los siglos XVII y XIX, estas relaciones entre el público
y la escena cambian por completo, ya que los acontecimientos son
observados al interior del palacio, en el salón o en la alcoba,
donde tienen lugar los hechos terribles y pasionales. Se trata de
una mirada voyerista, que asalta la intimidad y rompe los muros
que guardan los viejos secretos e impiden la mirada del pueblo raso.
La invisible cuarta pared del escenario del teatro a
la Italiana cumple esa tarea de carácter simbólico.
Los límites del poder ya no son inviolables, y la conciencia
colectiva penetra en los intersticios de la alcoba, aunque puertas
y cortinas se encuentren cerradas.
Del modelo neoclásico al siglo XX, los temas
y personajes de la tragedia antigua siguen apareciendo en el teatro
occidental, como ocurre con Goethe (autor de una bella Ifigenia)
o Hoelderlin (creó una versión de Edipo,
con la mirada de su época), así como más tarde
lo hicieron el Francia Jean Cocteau (Edipo = La máquina
infernal), Jean Anouilh, (Antígona, Medea)
Jean Giraudoux (La guerra de Troya no tendrá lugar,
Edipo), y André Gide, quien también escribe
un Edipo.
Quizá sea a través de esta proliferación
de obras sobre mitos clásicos, realizadas desde el siglo
XVII, especialmente en Francia, la vía por la cual el neoclasicismo
y los personajes de la antigua tragedia llegan a América
Latina en la época de la formación de sus naciones
independientes. Los grandes temas y reflexiones sobre el Estado
y la Nación, en un tiempo en el que se redactan las constituciones
y se instauran gobiernos democráticos en medio de constantes
conmociones sociales, la alusión a los clásicos cobra
todo su sentido. Y la influencia francesa se explica, por tratarse
de la primera revolución que derroca a la Monarquía
del Antiguo Régimen, proclama los Derechos del Hombre y el
Ciudadano y a través de los enunciados de Montesquieu concibe
un Estado tripartito, con el poder dividido en Ejecutivo, Legislativo
y Judicial.
También La Orestíada,
de Esquilo, la más antigua trilogía que conocemos,
planteaba una reflexión sobre el Estado y la Justicia, cuando
tras los crímenes y luchas fratricidas de los atridas, en
el juicio a Orestes entra la autoridad del Areópago y por
lo tanto, el Consejo de los nobles o tribunal ateniense, una especie
de Cámara de los ciudadanos libres, así como la irrupción
de Atenea, la diosa de la razón, que supera la prehistoria
de violencia y lucha de clanes.
Estos grandes paradigmas del Poder, la Justicia
y la Nación han inspirado a los dramaturgos de América
Latina desde comienzos del siglo XIX hasta nuestros días.
A mediados del Siglo XIX encontramos un Edipo, de Francisco
Martínez de la Rosa (1787-1862), así como un Coriolano,
escrito en Colombia por el autor cartagenero Manuel María
Madiedo (1815-1888), en ambos casos, con una romántica preocupación
social al amparo de los clásicos.
Pero es en el siglo XX cuando prolifera en América
Latina el gusto por la tragedia antigua, en parte por los montajes
de las obras griegas o sus versiones más modernas, y sobre
todo, como recurso de muchos dramaturgos a lo largo del continente
para tratar los temas propios usando las metáforas míticas.
En la Argentina, por ejemplo, son recordados los
montajes de tragedias y comedias antiguas, realizados por algunos
de los más notables directores y actores del teatro porteño.
Tal es el caso del montaje de Edipo Rey, de Sófocles,
efectuado por el Teatro del Pueblo, a mediados del siglo XX. También,
el Nuevo Teatro Independiente llevó a escena la Medea
de Anouilh. Inda Ledesma montó la Medea de Eurípides,
como actriz y directora; el Teatro San Martín montó
Las Troyanas, de Eurípides-Sartre, y Rodolfo
Graziano, con el Teatro Cervantes, llevó a escena Edipo
Rey y Edipo en Colono, de Sófocles, así
como la Medea, de Eurípides. Por su parte, Villanueva
Cosse escenificó la comedia de Aristófanes Lisístrata,
que de algún modo nos trae a la mente, mutatis mutandis,
la presencia activa de las Madres de Plaza de Mayo frente a la arrogancia
del poder ejercida por las dictaduras militares.
En cuanto a la creación, mencionamos, entre
otras, las obras: La peste viene de Melos, de Osvaldo
Dragún; Proserpina y el extranjero, de Omar del
Carlo, Antígona Vélez, de Leopoldo Marechal,
quien también escribió Las tres caras de Venus
y el ensayo titulado Autopsia de Creso, que plantean
alusiones al mundo antiguo. En tiempos más recientes se destaca
la Antígona Furiosa, de Griselda Gambaro, llevada
a escena por Laura Yusem.
También en Brasil se han representado los
clásicos y escrito obras o efectuado traducciones de los
textos antiguos. Es el caso de La Orestíada traducida
en verso por Coelho de Carvalho en 1916, y la presentación
de Antígona y Edipo Rey de Sófocles,
el mismo año.
El TBC (Teatro brasileño de comedia) presentó
en 1951 la Antígona de Sófocles, durante
la dictadura de Getulio Vargas y en 1955 se presentó la Antígona
de Jean Anouilh, un año después del suicidio del dictador.
Estos montajes, por lo tanto, no pueden dejar de relacionarse con
la situación política que vivía el país
por aquellos años.
El dramaturgo Nelson Rodríguez, uno de los
más importantes autores brasileños del Siglo XX escribió
una obra titulada Señora de los ahogados, que
viene a ser una lectura moderna de La Orestíada
desde la óptica de A Electra le sienta bien el luto,
de Eugenio O´Neill.
En Colombia, el montaje realizado en 1960 por el
TEC de Cali, bajo la dirección de Enrique Buenaventura, frente
a las gradas del Capitolio Nacional (¡Manes de Julio César!),
del Edipo Rey de Sófocles, contó con la
actuación de los actores argentinos Pedro Martínez,
en el papel de Edipo, y Fanny Mikey, en el de Yocasta. Se trató
de un montaje notable, concebido como un medio de educar a un amplio
público popular.
También La Orestíada
ha sido presentada en diversas oportunidades. La primera, en 1970,
dirigida por Santiago García y en versión del autor
de estas líneas, y la segunda, presentada en 1999 por el
Teatro Libre de Bogotá bajo la dirección de Ricardo
Camacho. En forma más reciente, el grupo Mapa Teatro, dirigido
por Rolf y Heidi Abderhalden, presentó un espectáculo
titulado Oresteia Machine, una visión de la tragedia
de Sófocles al modo de Heinner Müller, realizada en
los sótanos de la Biblioteca Nacional en Bogotá. En
esta versión, más que los textos clásicos,
se extrajeron los conflictos y los mitos principales, como motivación
inicial de una mirada del grupo sobre el horror de la violencia
contemporánea.
En cuanto a las obras escritas por autores colombianos
mencionamos Orestes, de Antonio Montaña, de 1961,
y Aspasia, cortesana de Mileto, la amante de Pericles,
escrita por el comediógrafo Luis Enrique Osorio, cuyas demás
obras están enmarcadas en un espíritu vernáculo
y costumbrista.
En Cuba se destaca la comedia Electra Garrigó,
de Virgilio Piñera, escrita en 1954, concebida como una burla
a la tragedia griega. Su humor satírico y su irreverencia
llevaron a un director teatral de la época a decir: Esto
es un escupitajo al Olimpo.
Algunos años más tarde, quizá
en los umbrales de la revolución, José Triana, el
autor de La noche de los asesinos, escribió su
obra: Medea en el espejo. Una Medea intimista,
al modo de Racine, pero también de Jean Genet.
En el Chile actual, el dramaturgo y psiquiatra
Marco Antonio de la Parra escribió su obra La puta
madre o la Orestíada chilena, tragedia contemporánea
concebida en la estructura de la tragedia antigua. En ella, una
nueva Casandra recibe el don de ver el futuro y al tratar de salvar
a su familia por este medio, lo único que hace es destruirla.
Antes, Marco Antonio de la Parra había escrito
en 1996 su obra Telémaco sub-Europa presentada
en España bajo la dirección de Guillermo Heras.
En Guatemala fue presentada en 1950 la tragedia
Los Persas, de Esquilo, y el dramaturgo Manuel José
Arce, autor de la comedia política Delito, condena
y ejecución de una gallina, escribió en 1959
su obra Orestes y el profeta.
El propio México, marcado por un teatro
de estirpe nacionalista, no ha dejado de incursionar en las referencias
a la tragedia clásica. Tal es el caso de las obras Olímpica,
de Héctor Azar (1964), Teseo y Medusa,
de Emilio Carballido, Los argonautas de Sergio Magaña,
o Alcestes, de Rodolfo Usigli.
Más allá de las piezas mencionadas,
existe todo un repertorio de tragedias escritas en América
Latina, casi siempre con propósitos sociales, para examinar
el tema del poder. Además de las Antígonas, existen
otras piezas del ciclo tebano, como las dedicadas a Edipo en Bolivia,
durante las primeras décadas del Siglo XX: El Edipo
Rey de Gregorio Reinolds, de 1924 y el Edipo Hilakata,
del mismo año, una versión indígena de la obra
de Sófocles, escrita por Julio Ibarguen.
En el caso de Bolivia podemos citar otros dos casos
dicientes, el uno, a principios de siglo y el otro a su final. La
Prometheida, de Franz Tamayo, de 1917, y la versión
de La Ilíada de Homero, realizada por César
Brie con el Teatro de los Andes, y presentada el año pasado
en el Festival Iberoamericano de Cádiz. Sin duda, en este
último caso tanto la versión escénica como
su puesta en escena constituyen un caso notable de simbiosis cultural
y de lectura crítica del más antiguo texto mítico
de Occidente. Poema épico que por su temática y alcances
se convirtió en el paradigma universal de la guerra. De aquella
guerra de Troya, que por lo que se ha descubierto aconteció
once siglos antes del nacimiento de Cristo, se derivaron infinidad
de personajes, historias y relatos que flotan sobre el imaginario
colectivo de nuestros pueblos, traídos de viva voz en los
cuentos de los abuelos o en las muchas referencias, traducciones
y adaptaciones, las más antiguas de las cuales son las propias
tragedias griegas, La Orestíada, pero también
las que se escribieron sobre Tiestes, Agamenón, Orestes,
Helena de Troya, Ulises, Ayax y muchos otros.
En esta Ilíada del altiplano
boliviano se conjugan los mitos helénicos y las imágenes,
voces y sonidos del antiguo imperio incaico y otras voces telúricas
de la sierra. Las batallas son verdaderas danzas guerreras, realizadas
con una notable economía de medios. La versión de
Brie recoge lo fundamental del poema épico, desde la ira
de Aquiles hasta su muerte, destacando de un modo preferencial el
dolor de las madres y las viudas al ver cómo son masacrados
sus hijos y esposos en el campo de batalla. Hécuba y Andrómaca
son también las Juanas que siguen a los soldados en las guerras
locales, pero también son las Madres de Plaza de Mayo en
Argentina y otras tantas madres de desaparecidos que claman por
sus hombres en un grito que parece no tener fin.
El tema de Antígona, la desgraciada hija
de Edipo, ha sido una constante en América Latina, tanto
en múltiples montajes realizados en distintos países,
como en relación con adaptaciones, traducciones, variaciones
y obras originales.
En este caso particular, el tema del enfrentamiento
con el poder se plantea de un modo radical en la mayor parte de
las obras, así sea a partir de la tragedia original de Sófocles,
o de las versiones de Anouilh o Brecht. En estos casos, Antígona
representa de algún modo a la población civil desarmada,
y la lucha popular contra la arrogancia del poder. De ahí
que en muchos de los montajes, Creonte se muestre caricaturizado
y vestido con traje militar, mientras Antígona se presenta
como una heroína sublimada.
Caso interesante lo constituyó el montaje
de Antígona, de Sófocles, según
la versión de Brecht y la adaptación de Enrique Buenaventura,
realizado por un grupo escolar de la ciudad de Buga, en Colombia,
bajo la dirección de Alvaro Arcos. Esta puesta en escena
se llevó a cabo a mediados de los años 60, en un momento
más tranquilo que el que se vive en el presente, aunque desde
luego, quedaban residuos de la violencia que se vivió en
el Valle del Cauca desde 1948. El aspecto más polémico
y transgresor lo constituyó un desnudo de Antígona
frente a Creonte, como una metáfora de su rebeldía
ante las órdenes y doble moral del poder dominante. Tal recurso
trajo como consecuencia la prohibición de la pieza y la cancelación
del contrato al director, lo cual vino a significar, por medio de
la rígida censura, que los conflictos del mito y la representación
teatral saltaban del escenario a la realidad y del siglo V a.C.
al presente, y la represión se ejercía no sólo
sobre los personajes de la antigüedad clásica, de manera
simbólica, sino sobre las personas vivas, aquí y ahora,
revelando una vez más la vigencia y beligerancia de los clásicos.
La sombra de Antígona y el mito originario
del cadáver insepulto puede observarse también en
la obra La Siempreviva, de Miguel Torres, presentada
por el Teatro El Local de Bogotá, para referirse a una desaparecida
tras el ataque y destrucción del Palacio de Justicia en Bogotá,
en noviembre de 1985. Al no hallarse el cadáver y por lo
tanto, no poder realizar la ceremonia del entierro con su correspondiente
duelo, el drama permanece vivo y la autoridad se deshace en su impotente
silencio, al no dar ninguna respuesta satisfactoria sobre la joven
desaparecida.
En Antígona Furiosa, de Griselda
Gambaro, la acción se desarrolla alrededor de la mesa de
un café en el presente, y los personajes aparecen como reencarnaciones
de los mitos, en una drástica elipsis entre el mundo antiguo
en el Mediterráneo y el presente urbano en el Río
de la Plata.
Antígona viene de la muerte: del mito y
de la historia. Se suelta el nudo que la ahorcaba y regresa, para
revivir los aspectos principales de su drama: el conflicto con el
poder (masculino) de Creonte y la falta de apoyo (femenino) de su
propia hermana Ismena. Su retorno de las brumas de un pasado literario
nos recuerdan la forma como se evoca una historia por medio de fantasmas
del pasado, en el clásico teatro Noh japonés. En efecto,
la pretensión del naturalismo de convertir al teatro en una
realidad perceptible, es vista en ambos casos como un imposible.
Por el contrario, son fantasmas, sombras, evocaciones, ficciones
de la escena, lo que aparece frente a nuestros ojos y recrea vivencias
de tiempos muy remotos, de los cuales ya no quedan ni el aliento
ni el aroma, sino tan sólo un recuerdo guardado en viejos
anaqueles. La magia de la analogía revive estas vejeces y
las provee de nuevos contenidos.
Esta Antígona también tiene el fervor
y las pulsaciones de una joven universitaria de hoy, frente a las
carcasas metálicas y vacías que representan a los
poderes dictatoriales. Enfrentamiento polarizado entre Antígona
y Creonte, pero también entre la arrogancia del poder masculino
y la insurgencia femenina, conflicto de género que sólo
se vislumbra como tal en los tiempos presentes.
Dicen que Eteocles y Polinices debían
repartirse el mando un año cada uno. Pero el poder tiene
un sabor dulce. Se pega como miel a la mosca. Eteocles no quiso
compartirlo.
Síntesis precisa de la contienda entre hermanos,
la guerra entre los hijos del desgraciado Edipo. Ambos mueren en
la lucha, y mientras el uno recibe los homenajes del poder por haber
defendido la ciudad, al otro se le condena a permanecer insepulto,
por haberla atacado. Antígona no puede permanecer indiferente
a este drama:
¡Cadáveres! ¡Cadáveres!
¡Piso muertos! ¡Me rodean los muertos! Me acarician,
me abrazan... Me piden... ¿Qué?
Ya no se trata sólo de un muerto, sino de
muchos. Muertos y desaparecidos, en las confrontaciones. Aquí
se inicia el juicio de la historia a los tiranos. A las dictaduras.
No sólo a un remoto pasado. También al más
próximo, muchos de cuyos agentes aún viven, tratando
de evadir sus responsabilidades.
Antígona se atreve a desafiar el poder.
Es la guerra polarizada. Ismena busca un diálogo, una conciliación.
Quiere que cese el enfrentamiento. Pero en la obra de Griselda Gambaro,
como en la de Sófocles, Antígona llega hasta las últimas
consecuencias, aún en contra de sí misma, asumiendo
el sacrificio personal:
No conocí noche de bodas, cantos nupciales.
Virgen voy. Mi desposorio será con la muerte.
Como en el juicio contra Sócrates, Antígona
no acepta el perdón innoble y muere. Y Griselda Gambaro remata
su pieza con otra evocación a los clásicos, en este
caso, el Hamlet de Shakespeare:
¡El silencio es el resto!.
Otra visión de Antígona nos la proporciona
el monólogo presentado por el grupo Yuyachkani, del Perú,
bajo la dirección de Miguel Rubio, en el Festival de Cádiz
del año 2000. Se trata de un texto creado por el poeta José
Watanabe y representado por la actriz titular del grupo, Teresa
Ralli.
El monólogo presenta la reencarnación
de los distintos personajes, Antígona, Creonte, Ismena y
Hemon, el hijo de Creonte y prometido de Antígona. El relato
va narrando la historia, aunque sólo al final nos damos cuenta
de que se trata del punto de vista de Ismena, la hermana de Antígona,
que busca otras alternativas diferentes a la confrontación
radical. Ismena es, a su modo, la población civil que no
está directamente involucrada en un conflicto, y que no ha
tomado partido en la contienda, pero que a la postre resulta víctima
de la confrontación.
Las muertes de esta historia vienen a mí
no para que haga oficio de contar desgracias ajenas.
Vienen a mí, y tan vivamente, porque son mi propia
Desgracia:
Yo soy la hermana que fue maniatada por el miedo.
Temor y temblor, dice Griselda Gambaro,
parafraseando una obra del filósofo danés Søren
Kierkegaard. Un miedo que lleva a poblaciones enteras al abandono
de sus hogares y pueblos en medio de la guerra. Son los desplazados
del conflicto, como ocurre hoy en Colombia frente a la confrontación
bélica. Ismena no puede tomar partido por la guerra. Busca
otra salida, ya que el temor la paraliza:
¿Qué ha sucedido en mi patria
para que ojos tan jóvenes miren con tanta amargura?.
Ismena apunta a la reflexión. Analiza el
poder, sin exponerse a un desafío que podría llevarla
a la muerte. Pero también percibe el fin del poder que ha
caído en la trampa de su propio ejercicio:
El palacio tiene ahora un profundo silencio
de mausoleo
y desde allí nos gobierna un cadáver que respira,
un rey
atormentado
que velozmente se hace viejo.
Tal evocación no puede por menos de traernos
a la mente a un Pinochet enfermo, arrastrando las piernas y mirando
con ojos apagados, mientras ve cómo se acerca la muerte y
él trata de evadir a quienes lo juzgan. Una imagen que de
tragedia llega a convertirse en comedia grotesca.
Esta constante referencia a los mitos griegos y
a sus tragedias, por parte de los dramaturgos y directores teatrales
de América Latina muestran una de las formas como se viaja
a las raíces y paradigmas del teatro universal, buscando
una interpretación propia, una referencia directa, en la
medida en que los clásicos abordaron desde los primeros días
de la expresión escénica, los temas esenciales del
hombre: su lucha contra la muerte y el destino y el arduo proceso
que significa la lucha por la libertad en un mundo de opresión,
para encontrar formas de convivencia social que logren compaginar
el deseo y la razón, la justicia y la dignidad del ser humano,
valores escasos en la ardua historia de América Latina, que
aún permanecen en gran parte, si no en todos los países,
como un sueño por realizar.
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