Nuestro adiós al amigo de todos

LA SILENCIOSA PARTIDA DE OMAR GRASSO
Por Olga Cosentino

Ultimamente, siempre estaba yéndose. Se iba como se fue ahora: casi sin avisar. Porque nadie sabía que Omar Grasso peleaba desde hacía más de seis años con la leucemia que terminó con su vida en una clínica porteña, la madrugada del miércoles. Se ve que las cargas más pesadas eligió transportarlas solo. Como el dolor por la falta de horizontes para su carrera de director teatral argentino, que supo estrenar en los últimos tiempos con enorme éxito en España, que paseó por Europa muchos de sus trabajos y que cada vez que regresaba a Buenos Aires se enfrentaba con la realidad amarga de que aquí sobran directores. Como sobran actores, autores, taxistas, costureras, médicos, periodistas o maestros. Entonces, claro, se subía otra vez al avión. O al aliscafo.

Su última aventura lo llevó a Montevideo, donde en 2000 dirigió la Escuela de Arte Dramático. Pero al finalizar el año académico renunció. "No estaba rindiendo como pretendía" explicó, aunque el ambiente teatral uruguayo lo reconoce como uno de sus maestros.

"Me gusta Buenos Aires...", había insinuado esperanzado, una mañana, en el Tortoni, donde solía encontrarse a charlar con amigos y gente del ambiente. Pero las ganas no bastaban para un hombre que llegaba a los 60 con proyectos a realizar y se encontraba con un país que expulsa a los de 20. Había, sí, una idea, todavía verde, de dirigir una obra de Marguerite Duras con Juan Carlos Gené y Verónica Oddó. Pero había que remar contra muchos obstáculos para que apareciese la sala y el dinero de la producción. Y volvió a España en los primeros meses de 2001. Allá había disfrutado, en el 98 y el 99, montando dos aplaudidas versiones de clásicos grecolatinos en el Teatro Clásico de Mérida: “El eunuco”, de Terencio, y “Los asesinos”, en cuya dramaturgia reunió textos de Eurípides, Esquilo y Shakespeare. Pero otras calladas frustraciones y la leucemia, que acaso avanzaba prepotente, decidieron el regreso. Aunque de su enfermedad nadie supo hasta hace un mes, cuando tuvo que internarse.

Amigo de muchos amigos, Omar Grasso supo cultivarlos donde fuera. Los andaluces de Cádiz (en cuyo Festival Iberoamericano participó) se deslumbraban escuchándolo. Grasso conservaba la dicción perfecta y la voz de barítono de cuando trabajó en la radio uruguaya. Pero, además, desplegaba en su charla una seducción que debía tanto a la elegancia en la construcción de las frases como a cierta y algo anticuada cultura de hombre de mundo. Todos hacían silencio para escucharlo en las mesas redondas de los congresos académicos o en las cuadradas de los bares donde era fácil, con él, dejarse sorprender por madrugadas de cualquier latitud.

Había empezado su trashumancia teatrera de muy joven. Tenía 18 cuando bajó a Buenos Aires desde su Rosario natal y enseguida cruzó a Montevideo. Allí se quedó otros 18 aprendiendo y trabajando en la Comedia Nacional del Uruguay, en el legendario Circular y en El Galpón. Con una beca del gobierno francés viajó a París, donde estudió con Jean-Louis Barrault y Roger Planchon. Estuvo también en Inglaterra. Regresó en el 76. Cuando muchos se tenían que ir Grasso empezó una lucha silenciosa y porfiadamente arriesgada contra la oscuridad siniestra que se instaló en la Argentina. Dirigió una treintena de obras —muchas en el Teatro San Martín— de autores clásicos rioplatenses y universales: “Mustafá” y “Mateo”, de Armando Discepolo; “Don Juan”, de Molière; “El jardín de los cerezos”, de Chéjov; “La muerte de un viajante”, de Arthur Miller. En 1981, su puesta de “Hamlet”, protagonizada por Alfredo Alcón, se atrevió con una lectura cargada de referencias a la muerte como instrumento de los poderosos, que eludió la censura sólo porque el poder de facto no encontró cómo acusar a Shakespeare de guerrillero o comunista. El mismo año estrenó “Príncipe azul”, de Eugenio Griffero — su lírico aporte a Teatro Abierto—. En 1982 obtuvo el premio Molière por “Simón, caballero de Indias”. En el 85 estrenó “Yepeto”, también de Cossa, que estuvo cinco temporadas en cartel; en el 88 consiguió otro éxito con “El partener”, de Mauricio Kartun. Entre otras, en 1990 y con menos fortuna, estrenó su propia obra, “Las luces, a lo lejos”. Pero ya el discurso humanista latente en su estética no alcanzaba. La crisis económica, social y cultural lo enfrentó con la constatación de que el telón baja, a veces, sin que la función haya comenzado. Estaba acostumbrado a dar pelea, pero había aprendido a hacerlo cuando, por delante, los sueños eran hermosos y parecían alcanzables. Ya no. Y empezó a irse. Con el pudor y la elegancia de siempre.

Diario Clarín
2 de junio de 2001

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