EL DRAMATURGO Y SUS MANCHAS
Por Néstor Caballero
En
aquellos años de 1970, yo tenía el cabello largo y
la ubicación exacta a mis preguntas. Ahora, a principios
de un nuevo siglo, con el cabello corto y, según digo para
mi consuelo, atractivamente calvo, cuando ya creí tener respuestas
a la vida, el mundo me ha cambiado las preguntas.
Y es que en el década de los 70 la utopía
estaba a la vuelta de la esquina y no más bastaba un pequeño
esfuerzo de nuestra parte para que se hiciese posible.
Ustedes podrán encarcelar a los rebeldes,
pero no a la rebelión; No compremos sexo, regalemos
amor; Bolívar, estamos jodidos; El
amor engendra arrechera; Caminante no hay camino;
El sistema se hunde, haz peso y aquella fantástica
y lapidaria consigna: Paren el mundo, que me quiero bajar.
Esas eran algunas de las frases y señales
que, a manera de ingenuo salvoconducto revolucionario, podían
leerse como graffiti en los paredes de los distintos barrios de
Caracas y que brotaban adornados por flores dulces, soles místicos,
arco iris mágicos, coloreados por un paleta de candidez infantil
y realizados por algún dibujante anónimo. Es que,
en esos años, se pretendía que el arte era creación
de todos y por lo tanto no debía firmarse.
La autoría artística era una terrible
y pecaminosa desviación burguesa del mundo que pretendíamos
cambiar. Por ello el mural callejero de creador incógnito
fue lo que más proliferó, pues, al carecer éste
de exclusividad, expresaba mejor que nada lo que pretendíamos:
transformar completamente la vida, hacerla comprensible y, por último,
convertir a toda la humanidad en poetas granjeros que elaboraran
su propio pan nuestro de cada día.
En la década de los 70 las fiestas eran
decoradas colectivamente con objetos extraños, peregrinos,
insólitos, pero profundamente amorosos, donde destacaban
los túneles de papel de seda en el cual desembocaba un vapor
del hielo seco que se trenzaba al compás de improvisadas
luces de colores, titilantes como nuestros primeros amores. Era
como entrar a un universo único, nebuloso, donde la imaginación
alcanzaba altos vuelos en las volutas de las fumarolas de marihuana
que relumbraban aquí y allá.
Nuestro orbe debía ser distinto, pero por
sobre todo, el lenguaje gozaría, en su conjunto, del deber
de diferenciarnos de una forma de humanidad consumista, derrochadora,
hipócrita, cruel y enfangada de guerras que, para nosotros,
a través de las flores, de la resistencia pacífica,
de la paz y el amor, llegaría a su fin. También, por
eso, nuestro vestir distinto, sencillo, como las palabras que no
deberían ser ampulosas, sino llanas, naturales, de frases
cortas pero con un sentido de concepto popular que llevara lo humanístico
a paisajes más amplios.
No era una copia del hippismo del Norte, sino una
tentativa caribeña para canalizar la angustia que suponía
(y supone) volar en un planeta dominado por el imperialismo norteamericano
y, para colmo, al filo de la catástrofe nuclear.
Si de la cultura anglosajona partían propuestas
musicales como la de Jimmy Hendrix y Janis Joplin, aquí,
en la América Latina, vibrábamos de manera más
visceral con Atahualpa Yupanki y Violeta Parra. Fue así que
aquellas baladas de Boy Dylan las desplazábamos, con más
pasión, por las del cantor venezolano Alí Primera
o el chileno Víctor Jara. También para los Beatles
poseíamos sucedáneos tropicales como las melodías
de Los Cerebros Carcomidos de Gusanos. Los Rolling Stones participaban
de nuestras fiestas a la misma altura combativa, ácida y
armónica, que el conjunto de rock La Fragancia de los Pies.
Si existía una Joan Báez, nosotros, con orgullo juvenil
y revolucionario, poseíamos una Gloria Martí y una
Soledad Bravo.
Las fiestas no sólo eran un tiempo para
el baile, sino la ocasión para comunicarnos. Es así
que nos sentábamos al suelo y, sin proponérnoslo,
formábamos peñas literarias y hasta filosóficas
que nos hacían ver lo mucho que nos parecíamos a Demian,
el personaje de Herman Hesse, para luego escuchar los poemas de
un compañero, que nos llevaba por los parajes de A. Ginsberg,
al tanto que otro, más allá, nos trataba de hacer
entender que éramos víctimas de El miedo a la
libertad, según Erich Fromm, y, más tarde, ya
para irnos a dormir la aurora, el corolario de una desmelenada amiga,
olorosa a esencia de pino, pachulí o strawberry harekrisna,
nos aterraba pues lograba probar, con sus argumentos irrebatibles
de deslenguada consumidora de hongos alucinógenos, que todos,
al final, terminaríamos siendo los patéticos hombres
unidimensionales de los cuales hablaba Marcuse.
Yo estoy claro, era la frase que compendiaba
nuestra sabiduría del universo.
Al día siguiente de esas fiestas salíamos
en racimos a la calle para solicitar colaboraciones a los transeúntes
y así poder ir al cine para ver Los siete samuráis,
de Kurosawa, que proyectaban en el ciclo japonés de la Cinemateca
Nacional.
A esa solicitud de colaboraciones peatonales para
nuestra formación cultural la llamábamos Martillar.
Si, martillábamos, ésa era la conjugación
exacta que nos llevaba a poder completar el precio del boleto para
así lograr ver la satirizante película El submarino
amarillo, o la lírica La Vía Láctea,
o la erótica Zabriski Point, o la inolvidable
Woodstock, o la comprometida Lucía,
o la desesperanzada Batalla de Argel.
Como ven, éramos selectos en lo que al cine
se refería pues exigíamos belleza, verdad y simplicidad
de medios.
Quizá por eso, porque los años 70
fue antes que nada la búsqueda de un lenguaje que nos interpretara
para así poder modificar la vida con más contundencia,
no nos interesaba el teatro.
Es que el teatro venezolano, para ese momento,
no nos decía nada que pudiese llamarnos la atención
a los que nos hacíamos nuestras propia ropa con la estampada
y carísima cortina rosada de la sala, para rabia de nuestra
madre y mortificación de nuestro padre. Era así, nuestros
padres al vernos con ese pelo largo a lo Che Guevara, con las tiritas
apaches amarradas a las muñecas a lo Billy Jack, con los
collares pemones al cuello a lo cacique Tupac Amaru, con las sandalias
de cuero que nos hacían caminar con pasos etéreos,
celestiales, crísticos, a lo Gandhi por lo menos; al observarnos
con los pantalones acampanados, de motivos sospechosamente florales
y en donde se asomaba la rayita donde la columna pierde su hermoso
nombre, nuestros padres, repito, al vernos en esos atavíos
poco varoniles, comenzaban a recelar que su hijo estaba cambiado
para el otro bando, que se había perdido esa
cosecha, que de seguro su hijo prendía empujado,
que su niño era maricón pues.
Con la misma inquietud, pero con menos paciencia,
andaba la policía nacional acosándonos en cualquiera
esquina para rolearnos y cortarnos el cabello.
Siendo, como éramos, insatisfechos de cuerpo
presente y a la búsqueda de un lenguaje que nos descifrase,
que enunciase la conspiración para una muda, para una alteración,
para un transformo, para un incendio, para un revoluciono y me rescato
o muero en el intento, siendo así la dimensión de
nuestra crisis, por supuesto que aquel teatro venezolano, aquella
dramaturgia de salón, no lograba su diálogo
con nuestros sobresaltos pues, si bien en algunas de sus temáticas
se comprometía con un cambio, éste no pasaba del salto
político logrado a base de palmaditas en el hombro y besuqueos
y tú me das y yo te doy y el mundo sigue andando.
En otras obras, el mal llamado teatro de texto,
rondaba la frivolidad o se sustentaba en tópicos como el
de la aflicción pequeño burguesa por los buenos tiempos
idos, o la zozobra familiar por el reciente descubrimiento de la
homosexualidad de alguno de sus miembros.
Aquella era una dramaturgia cuyo único lema
promulgaba: Todo debe seguir como antes.
No, ése teatro no se parecía a nosotros,
a nuestros desasosiegos y afanes. Más nos identificábamos
con el teatro de calle, espontáneo, musical y hasta en zancos,
que abordaba a los espectadores para convertirlos en actores, en
partícipes de la insurrección, del cambio rebelde.
En aquel teatro de calle, instintivo, abierto,
sincero, se trataba el tema de la incertidumbre vital, o del armamentismo
en una continente de mendicantes, o el de la represión feroz
de los regímenes militares latinoamericanos, muy en boga
en ese momento; o la desaparición de muchos jóvenes
que, deseando un cambio de sistema, subieron armados a las montañas
y fueron exterminados por otros jóvenes que, entrenados y
pagados por el stablishment, jugaban a ser soldados.
También, en la temática se manejaba
el enfrentamiento entre padres que querían ver a sus hijos
convertidos en médicos o ingenieros y, quien quitaba que,
en Papa o en Presidente de la República, antes de verlos
dedicados al arte.
Pero había un asunto que era tesitura principal
ya que formaba parte de nuestras preguntas y angustias cotidianas.
No entendíamos, por ejemplo, y aún no lo entiendo,
el por qué el mundo, las grandes potencias, se gastaban y
se gastan infinitas cantidades de dinero por llegar a otros planetas
cuando no habíamos resuelto problemas elementales como el
hambre en los pueblos más desposeídos de la Tierra.
También nos alarmaba que, día a día, las fábricas
ensuciaban las aguas y hacían más irrespirable el
aire del planeta. Eso que ahora llaman la ecología nos preocupaba
de una manera existencial, pues intuíamos que el futuro,
gracias al progreso, sería para todos espantoso.
Claro, también debo confesar que eran temas
tratados desmañadamente, sin rigor artístico, boceteados,
en fin, panfletarios. Pero a nuestro favor quiero agregar que no
obstante su carencia estética, captaban un gran público
que se detenía a vernos. Quizá el público se
paraba a mirarnos por el tratamiento bufonesco, divertido, humorístico,
con el cual abordábamos nuestras pretendidas obras de teatro.
El objetivo de este teatro era levantisco, para
incitar a las personas a protestar ante el gobierno por la política
de injusticia y opresión que estaban sustentando. Las cosas
no han cambiado mucho a favor de la justicia desde entonces, claro.
Con nuestro teatro de calle queríamos que la gente, las personas,
no el espectador, percibieran su reflejo a manera de retrato grotesco,
desesperanzado. No nos interesaba el espectador, sino la gente,
las personas, el individuo. No creíamos en esa forma de capitalismo
que llaman la taquilla.
Pero aquel teatro, con escenografía dada
por la propia calle, cuyo único vestuario era un ceñido
pantalón negro y un maquillaje a base de blancos y lágrima,
remedo de Marcel Marceu, llegaba más al joven espectador
de los años 70 que la pomposa dramaturgia de los autores
consagrados.
Luego de la función y la colecta a sombrerito
limpio (nadie escapa del sistema) para poder comprar nuestra marihuana
que se repartiría socialistamente, al punto de las tres fumadas
correspondiente a un colectivo teatral comunistamente hablando,
nos creíamos listos para de nuevo tratar de cambiar el mundo
y empezar a ensayar otra propuesta teatral incendiaria y provocadora.
Era un teatro de estrenos diarios, sin mucho ensayo,
porque al fin y al cabo era una sociedad teatralizada.
También nos interesaba el hecho escénico
de las nuevas propuestas religiosas como la de Los Niños
de Dios, donde en las salas de los apartamentos se improvisaba un
pequeño escenario y se profetizaba para la humanidad un porvenir
enloquecedor, espeluznante, apocalíptico.
Dado la insatisfacción producida por el
mundo en los adolescentes de ese momento, las tramas, en el teatro
de las sectas religiosas, buscaban principalmente la captación
de nuevos miembros. El rock, con esencia cristiana, tenía
un lugar preponderante en sus puestas.
No está demás decir que, Los Niños
de Dios, vivían en comunas donde la oración era respondida
rápida y responsablemente por Dios a la hora de procurarse
el alimento diario y el vestir.
Otra secta donde el teatro y la música se
utilizaban para cautivar a los jóvenes insatisfechos, fue
la de los Hare Krishnas y su misticismo de inciensos a lo oriental,
su militancia en la no violencia, su castidad, y su obligatorio
vegetarianismo que comulgaba con sus promesas trascendentales de
no causar dolor o muerte a ningún ser vivo.
Ambas sectas eran duchas, como nosotros los teatristas
de calle, en el arte del martilleo en plazas y avenidas.
Confieso que me acerqué y conviví
un tiempo con Los Niños de Dios, no tanto por llenar ese
vacío propio de los diecisiete años, sino porque ahí,
en esa comuna que tenía como líder internacional al
profeta Moisés David, estaba viviendo Sulay, actriz, amiga
de la infancia, y la carajita más comprometida y volada del
vecindario. Yo, como todos los muchachos en el barrio, estaba enamorado
de ella, por supuesto.
Hare Krishnas creo que fuimos todos los que pretendíamos
ser artistas para aquel momento, pero por razones financieras fundamentalmente
pues los que defendimos a capa y espada nuestros sacrosantos principios
de paz y amor, ejercitando el venerable derecho a no ir al liceo
y mucho menos trabajar para que colapsara más rápido
el orden establecido, nos tropezábamos con la contra propuesta
familiar que, en versión paterna del Fondo Monetario Internacional,
nos negaba para siempre la mesada y nos lanzaba a la calle para
que nos devorase de una vez por todas el sistema capitalista de
mierda. Brecha generacional, se llamaba eso.
Para contrarrestar esa permanente deuda externa
que teníamos con nuestros padres, nos íbamos al templo
y pegábamos un centenar de brincos en honor a Krishna y éramos
capaces hasta de memorizar fragmentos enteros del Baghavaguita,
sólo por participar de los opíparos almuerzos vegetarianos
que ofrecía gratuitamente la secta a los militantes, simpatizantes
y amigos de Prauphada. Creíamos que con esas visitas al templo
Harekrishna no cedíamos un ápice al capitalismo mundial
y, de paso, evitábamos que nuestro ego, ubicado en ese época
todo el tiempo en el estómago, sucumbiera de hambre.
Es por esos tiempos cuando se corre el rumor de
que hay un sitio de total libertad para todos aquellos jóvenes
que desearan crear.
Es así que, si mal no recuerdo, los pintores
Freddy Pereira (con sus rayitas morbosas), Milton Becerra (con sus
estructuras a lo Calder), Campos Biscardi (con sus nubes dalinianas),
Filiberto Cuevas (con sus fetos retorcidos y con cascos de corredor
de automóviles), el poeta Mario el Malo (con sus desparpajos
vallejianos), el músico Pablo García (con su saxo
jazzeando el dolor de los tiempos), la actriz Antonieta Colón
(con el talento y belleza de su negritud), el titiritero Germán
Ramos (con los polichinelas de su colombianidad), y yo (con los
bolsillos repletos de mis ingenuos diálogos callejeros) nos
fuimos a un casa llamada Arte de Venezuela cuyo líder indiscutible
era el director y dramaturgo Levi Rossell.
Llegamos ilusionados en la creencia de haber encontrado
un Shangri La artístico para todos.
Ahí pude ver y ser cautivado por las leyendas
y mitos nacionales que escenificaba la dramaturgia de Ida Gramcko
en piezas como María Lionza, Belem Silveira,
La loma del ángel.
En ese escenario juvenil de Arte de Venezuela,
fui subyugado por el esmaltado lenguaje dramatúrgico de Elizabeth
Schón con piezas como La aldea o como lo es Intervalo,
una de la más vibrantes y metafóricas del teatro venezolano.
Y ahí también se atavió Guillermo
Dávila con el Cristo de Godspeld, y creo que
también, desde ese momento, comenzó su pacto de eterna
juventud, pues tal como se vio hace treinta años se ve hoy
y muy bien podría interpretar el mismo personaje de aquel
musical que remedaba lo que queríamos escribir.
Pero hubo un obstáculo para desarrollar
nuestras congojas creativas: la forma de producción. El sistema
para desarrollar el hecho escénico, era vertical. Es decir,
el director proponía la obra y resolvía escénicamente
el discurso.
El teatro, en nuestra necesidad, era un hecho participativo,
colegiado por sus integrantes. Todos iban conformando el texto,
todos dirigían, todos actuaban y proponían resoluciones
escénicas.
Como ello no fue posible dado los preceptos para
la creación en Arte de Venezuela, cargué con mis inéditos
coloquios hacia otro teatro: El Triángulo.
Ese agrupación había logrado realizar
una pieza, de creación colectiva, que tenía la capacidad
de montarse no sólo en la calle y convocar un público
que la atendía en su discurso político, sino que también
se presentaba, a sala llena, en el Aula Magna de la Universidad
Central de Venezuela, generando, al terminar la representación,
apasionadas discusiones sobre Teatro y Sociedad; Arte Para Quién;
Política, Insurgencia Armada y Teatro de Calle. Esa obra
de teatro resumía lo que mi escena estaba buscando. Ella
se llamó Búfalo Bill en Credudilandia
y era dirigida por el maestro de actuación Luis Márquez
Páez.
En Bufalo Bill en Credudilandia, desparpajo,
humor, música y un desbordante talento actoral, nos hablaba,
con una visión actual, dinámica, patibularia, de la
represión en América Latina. A través de cuatro
payasos venidos a menos, como expulsados de la historia latinoamericana,
la obra nos golpeaba y nos perseguía en su compromiso ético,
estético.
En ese grupo de teatro quise estar. En él,
Luis Márquez Páez, Gilberto Pinto, Pedro Riera y el
verticalmente comprometido con una izquierda combatiente, el dramaturgo
y pintor César Rengifo, eran los dirigentes teóricos
de otra utopía: El teatro como generador de conciencia de
clase.
A pesar de mis resabios hippies y no obstante su
temible formación marxista leninista guevarista, sin concesiones
en pro de una revolución política armada, estos maestros
me abrieron las puertas de su teatro para dejar que formalizara
mi propuesta escénicas. De ellos, muchos jóvenes,
recibimos talleres de Expresión Corporal, Voz, Dicción,
Estructura Literaria del Drama y, por supuesto, Materialismo Histórico
y Dialéctico.
Fue Luis Márquez Páez quien organizó
un Taller Para la Creación Colectiva, donde con una metodología
de filigrana se abordó el tema de la Guerra Federal de Venezuela
de los años 1860 al 62. Para ello se formaron equipos que
estudiaban y exponían, tanto a nivel teórico como
escénico, los aspectos políticos, militares, económicos,
sociales, diálogos y costumbres de ese período, con
el fin último de engranar un gran espectáculo épico.
Entretanto nos entregábamos a ese proyecto de creación
colectiva, la dramaturgia, la escena venezolana, fue cambiando en
lo que nos resultó un salto vertiginoso y que comulgaba con
el espectador que deseábamos. Vimos como en Las torres
y el viento de César Rengifo, llevada a escena bajo
la dirección de Germán Lesters , se apreciaba la madurez
de un discurso que abordaba a la Venezuela desde 1914, pasando por
los años 60, y en donde la violencia guerrillera y gubernamental
se jugaron, a sangre y fuego, el país que desembocaría
en las crisis de 1980. Era una obra donde la estructura era básicamente
cinematográfica, innovadora, veloz, viva.
Por otra parte, Isaac Chocrón, nos llegaba
con la Revolución, obra en donde el humor y decadencia
de una forma de marginalidad, la homosexual, paseaban sus carencias
en un país sin memoria.
Gilberto Pinto y la alienación que conduce
a la locura, la existencia sin asideros en un inseguro mundo donde
pendía la guerra atómica como amenaza, nos hacía
partícipes de su Hombre de la rata.
Rodolfo Santana, visionario de la literatura dramática,
experimentaba con el Grupo de Teatro de la Universidad del Zulia,
las infinitas posibilidades del lenguaje en espacios que escapaban
de las salas de teatro convencionales. Con su Gran Circo del
Sur nos obligaba a caminar y participar -a manera de voyeristas-
en las diferentes problemáticas que nos afectaban en común:
la desmemoria; la desnacionalización de afectos y costumbres;
la alineación; la indiferencia hacia la ferocidad del militarismo
caudillista; para terminar, público y actores, perseguidos,
acosados y reprimidos por causa de nuestra propia indiferencia hacia
los fenómenos políticos latinoamericanos.
En José Gabriel Núñez, la
escena se transformaba en recipiente agobiante para sus Peces
del acuario, donde sobrevivía la demagogia del más
fuerte.
El director Carlos Giménez, a quien ya lo
habíamos visto con el musical juvenil Tú país
está feliz, daba con la primera clave de su discurso
espacial de enfrentamiento al poder, en la versión de la
novela de Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente.
Tubos, rectángulos, y una inmensa mesa de billar donde se
jugaba, a manera de bolos y con muñecos, nuestra existencia
como continente.
Nos sorprendió José Ignacio Cabrujas
con su Acto Cultural de la Sociedad Louis Pasteur, donde
no sabíamos cuándo comenzaban los actores a transformarse
en personajes y mucho menos cuándo, nosotros espectadores,
en actores de un acto político esperpéntico, sainetero,
que nos condenaba desde la conquista hasta nuestros días.
En Acto Cultural, Cabrujas nos cautivó con algazara,
mordacidad e imaginería, en una alegre mascarada donde todos
éramos cómplices.
Un muchacho, venido de la provincia, nos abofeteaba
con un tema preocupante, la tortura. El desconocimiento a los derechos
humanos se expresaba en un texto cuyo juego dramático nos
espeluznaba cuando se doblegaba al contendiente político
sólo con la brevedad de una orden. Bastaba que quien detentaba
el poder, un militar, hablase, para que el torturado, el perseguido
político, sin ser tocado, sufriese los más dolorosos
suplicios. Era la palabra como maceración, como fuete para
el ablandamiento de las ideologías, era la palabra colgada
al dolor como zarpazo, azote y traumatismo. La palabra, ese bien
último para expresar la grandeza del hombre, se convertía
entonces en tortura e iniquidad, para estremecernos en nuestros
valores estéticos, esa era la admonición que se desprendía
de la obra Resistencia de Edilio Peña.
Por su parte, Ugo Ulive, con la exigencia de su
puesta de Corazón solitario, de Franz Xaver Kroetz,
obligó, sólo a treinta y seis espectadores, a fisgonear
el desmoronamiento de un ser tan abandonado que ni sombra poseía.
De esa mirada, escondida, desde lo alto, presenciaríamos
un suicidio.
Sí, de repente, la escena nacional había
comenzado a parecerse a nosotros.
La creación colectiva sobre la Guerra Federal,
para mi dolor, no llegó a concretarse porque el dueño
de la casa donde funcionaba alquilado el teatro El Triángulo,
pidió la desocupación inmediata de la misma. Es así
que entre buscar un local y la mudanza, no sólo de enseres,
sino de sueños, ese proyecto se fue perdiendo, dejándolo
para un mejor momento, para un mañana que nunca llegó,
pues el grupo se deshizo y cada quien tomó su propio camino.
Con tanto material histórico estudiado,
analizado, me puse a pensar en escribir sobre ese período
nacional con todo el rigor del caso. De aquellos estudios de la
historia de la guerra federal venezolana, de los análisis
de sus causas y efectos, nació mi primera obra: El
Rey de los Araguatos. Esta fue estrenada en el Nuevo Grupo,
bajo la dirección de otro joven, ya no visto más por
la escena venezolana, llamado Luis Español.
Pero he aquí que al finalizar la temporada,
no más sonó el último aplauso, se me acercó
una joven a la que no reconocí al principio. Se me acercó
con una tarjeta de invitación, decorada con motivos psicodélicos,
en la que me invitaba a una fiesta para recordar a todos aquellos
que una vez fueron hippies. La observé y reconocí
la mirada de una niña de doce años, que, flautita
de madera en mano, nos acompañaba a manera de mascota en
nuestros desasosiegos hippies por cambiar al mundo. Ya era 1980.
Una década se había ido para siempre.
Entonces sentí que mi cabello, largo hasta
los hombros, no era contraseña de protesta sino síntoma
de dejadez, de desaliño; miré mis sandalias de cuero
y ya estaban gastadas, y tuve frío, y temor por los caminos
que faltaban por andar; vi mi pantalón acampanado, y sus
flores eran de un color cansado y ya no eran símbolo de nada.
Me ordeñé tímido la barba
y miré por la ventana y no me sentí ridículo,
sino incierto. Lloré. Afuera todo había cambiado.
Afuera, una nueva juventud, para quien de seguro yo era ya un anciano,
pugnaba por expresar sus ansiedades. Había muerto una época
y quise captarla antes de que se me disolviera en el recuerdo y
escribí, a manera de caricia: Con una pequeña
ayuda de mis amigos.
Creo que, desde ese momento en la que la escribí,
soy lo que dicen algunos de mis amigos por ahí, un dramaturgo.
Revelo que son cada vez menos mis amigos y es por eso que me afano,
día tras día, por conservarlos y que sigan estimándome
y considerándome un dramaturgo.
En este nuevo siglo, creo, así también,
que he madurado en mis pretensiones artísticas y por ello
estoy consciente que la única manera de ser inmortal en la
literatura es llamarse anónimo. Por ello me concentro en
que estos poquísimos amigos que me quedan se diviertan cada
vez más con lo que escribo.
Mis amigos leen mis ejercicios dramáticos
antes de que alguna agrupación tenga a bien el riesgo de
representarlos. En esa lectura, estoy ojo avizor a sus manoteos,
aspavientos, chasquidos, castañetazos, enfurruñamientos
y hasta de sus toses con las que algunos piadosamente colorean y
encamisan su fastidio.
El montaje es otra cosa. Un poco de buena suerte,
mucho de paciencia y un enconado sentido de nación es necesario,
porque es bien difícil ser dramaturgo en un país que
gracias a la globalización, a la estulticia y corrupción
de los políticos nacionales, el asunto que nos persigue diariamente
es la supervivencia. ¿Cómo sobrevivimos a mañana,
o hasta mañana? Esa es la pregunta. Pero sigamos hablando
de arte, de dramaturgia.
Ya en la representación, ya medida en calidad
total, el tiempo y centimetraje de los bostezos de mis amigos, creo
entonces en ese actor que, con gran nobleza, se comprometió
en memorizar y decir mis textos. Entiendo de la fatiga del actor,
entiendo de su buena fe por entregarse todo. Pero, por sobre todo,
me coloco al lado de ese espectador que tuvo la formidable y peligrosa
idea de salir de su hogar para ver representado mi texto, no obstante
los secuestros express, el asalto a mano armada, el asesinato por
parte de algún delincuente que se fastidiaba. Entonces me
digo, por favor, ese pobre hombre que hoy en día arriesgó
hasta su vida por llegar al teatro, no se merece esto, debo escribir
mejor.
He ahí que vuelvo sobre la obra y sin misericordia
hago evaporar diálogos por vagos y enjutos, concibo desaparecer
monólogos que creí descollantes, perdurables, por
ser sólo balbuceos sobones, intolerables y áridos.
Con estas tronchas a mis parlamentos que soñé inmarchitables,
ecuménicos, magistrales, y que al final fueron arrojados
de su Olimpo por un gran sonoro bostezo multitudinario de la sala,
de seguro pierdo uno de mis amigos sesudos, cerebrales, eruditos
en todo lo que se refiere al teatro isabelino. Pues bien, asumo
con humildad el insulto de ese amigo al cambiarse de calle cuando
me ve llegar y, con respeto, acato cuando en algunas de sus exposiciones,
en la escuelas de arte, al referirse a teatro señala: Es
que Néstor Caballero no se parece a Shakespeare, ni en el
modo de evacuar.
Pero qué le voy a hacer, no puedo argumentarle
lo monumental de su rasero. Es que en mi dramaturgia sólo
atino a proferir frases comunes y corrientes, donde, a lo sumo,
escucharán que uno de mis personajes expresa que opúsculo
es un mal de las posaderas, o que era tan bestial en sus pasiones
que cuando suspiraba todo el mundo pensaba que rebuznaba, o que
ese señor macho, vernáculo, diputado, es tan corrupto
que cobra quince y último un bono de maternidad.
Pero ese amigo crítico, profesor universitario,
académico sin escena conocida, tan arrogante en su pretensión
de pedirle a los dramaturgos nacionales que alcancen la categoría
de clásicos universales, ese amigo tan solemne, tan académico,
tan tieso al hablar que parece que nació para estatua, no
puede percibir que pulsamos parecernos un poquito al país,
que deseamos interpretarlo, que necesitamos descifrarlo hasta en
los ángulos más inelegantes y prosaicos de su cotidianidad.
Y es que quiero eso. Anhelo que ese público
y yo nos encontremos en el gesto de jocosidad que antecede, o va
a la par, con nuestra tragedia particular. Creo que somos un país
triste que ríe y baila sus desaciertos. Nuestra profundidad
radica ahí, en que en medio del velorio se destaca el mejor
cuenta chistes, el de las chirigotas más pesadas, el de las
lindezas más divertidas, y me temo que hasta el muerto que
es velado, para sus adentros, también se ríe y aplaude.
En estas tierras nos vamos rumbeando, a contra
ritmo de salsa, nuestros deslices políticos; al son de un
merengue apanpinchao, ingurgitamos nuestras pifias en materia de
políticas sociales y económicas. Y qué le vamos
a hacer, maestro Shakespeare, si hoy en día, en estas latitudes,
nos preocupa más un comer o no comer, he ahí
el dilema. Pero, querido Guille, a falta de pan, buenas son
agudezas y solidario con ese espectador que baila en un solo ladrillo
sus aflicciones, me precipito a compartir el mendrugo de mi dramaturgia.
Ahí se cuece mi texto, maestro, ahí, o el espectador
lo devora como un manjar esperado o lo escupe negándome su
aplauso. Venga, maese Shakespeare, acérquese, tómese
con nosotros un ron purito y a fondo blanco dejemos la botella vacía
en medio de la calle. Ahora, respetable maestro de las letras inglesas,
ahora, con la lengua trabada por la rasca, hablaremos. Le contaré
de mi admiración por usted, por la precisión, por
la síntesis, le aplaudiré aquello de describir el
amanecer con el breve parlamento de Canta el gallo, clarín
de la mañana. Pero también lo empalagaré,
lo jorobaré, lo fregaré, como se dice en estas tierras,
contándole que Susanita Ponds, el nostálgico invertido
de mi más reciente obra Misters Juramento, al
recordar al cantante popular Julio Jaramillo sostiene: Putas,
maricas, lesbianas, despechados, travestis, malheridos de amor,
a todos aquellos que perdimos porque amamos, mi mundo es el de los
caídos, de ahí vengo. Es así, maestro
Shakespeare, se lo aseguro. Usted me lo enseñó, ¿acaso
no predicó que los comediantes somos la memoria de nuestro
tiempo?
Pues es ésa mi memoria, es eso lo que persigo.
Voy detrás de ese espectador cuyo amor se deshace en un jaboncito
roído sobre un lavamanos de burdel. Hoy, él es mi
angustia, mi tope, y a veces mi bloqueo creativo. Quiero llegarle
contundente, quiero que mi texto se espejee en él, quiero
el destello de su desasosiego, quiero que avance raudo y veloz por
esa calle oscura de mi telón arriba y no cambie de acera,
sino que se acerque y en vez de un análisis de estructura
literaria del drama, intestino y abismal, me abrace y me diga un
leal: ¡Que vaina tan buena, pana burda, Caballero.
A ese espectador lo tendré como mi nuevo
amigo, como aquel que se sudó a mi lado, palmo a palmo, un
angustioso ceremonial de los tiempos actuales. Pero un ceremonial
muy mío, que me viene desde antiguo, desde mi infancia, en
donde era sagaz para responder los cuestionarios escritos de la
escuela primaria. Era en esos exámenes alumno veinte puntos.
Pero llegaba el momento cruel, chocarrero, en que todos los alumnos
en son de burla, con miradita fachosa me ojeaban, pues un leve tartamudeo
era mi respuesta en las pruebas orales. Me perdía en mi timidez
hasta los cero cinco puntos que amenazaban con hacerme repetir de
grado, ya que los profesores llegaron a la conclusión de
que me copiaba los exámenes escritos.
No era sí, por favor, créanme, maestros,
maestras, profesores de mi infancia, por favor, créanme recordados
condiscípulos, no, no era así, se los juro. El asunto
era que al estar de pie, ante ese primer auditorio de mi niñez,
me enmudecía.
Ahora que lo pienso, estimo que fue en esos trágicos
momentos infantiles que comencé a convertirme en dramaturgo,
puesto que los maestros, creyendo que en los exámenes yo
birlaba su atención, su vigilancia, colocaban mi pupitre
con cara a la pared. Rápidamente contestaba el cuestionario
y de tanto esperar que los demás terminaran, las descubrí.
Sí, ahí estaban ellas, esplendorosas, llamándome,
incitándome. Ahí estaban para mí solo las agraciadas
manchas de la pared. Unas manchas en forma de globos, otras como
molde de nubes, las de allá en horma de senos inquietantes
como los de mi profesora de francés. Y me perdía mirando
otra mancha que era un hombrecillo arrodillado, o acompañaba
a otras manchas que eran cien hombres gordos volando de cabeza.
Aquella mancha es una bailarina que danza en un pie, aquella otra
es una señora alta que se alborota el cabello con los dedos.
Ay, no, no puede ser. Aquella mancha está gritando porque
es una vaca que le quitaron el becerro para sacrificarlo. Esa, esa
mancha, esa que está ahí, que se derrite. No, esa
no, esa, la de abajo, la que me llama para que la mire, sí,
creo que esa mancha en un sol que canta y que esa otra mancha es
un gallo verde y está llamando a la mancha que es la bailarina
que danza en un pie para ir juntas a rescatar la mancha becerro
antes de que llegue al matadero. Pero la mancha gallo verde tiene
miedo de ir a salvarla y de inmediato las cien manchas hombres gordos
volando de cabeza se orinan sobre la mancha matarife que ya tenía
el cuchillo arriba y rescatan a la mancha becerro y todas las manchas
de la pared festejan, aplaudiendo. Pasado el susto, la mancha con
los senos fabulosos, como los de mi profesora de francés,
a quien llamábamos Madame Tetón, me mira. ¡Ay!¡Que
mancha tan bonita, que senos tan redondos los de mi profesora mancha
de francés! Ay, que profesora de francés tan catirita,
tan alta, que mancha tan enamorada de mí y que viene a darme
un beso. ¡Ay, ay, ay! Ahí despertaba por los tres coscorrones
del profesor de historia en mi cabeza, para que así me despertara,
para que así no soñara tanto.
Sí, creo que ahí comenzó todo,
que ahí se inició mi dramaturgia. Al no poder hablar,
al sólo valerme de la escritura para descoser el mundo, preludié
ser la voz de muchas manchas. Hoy, a mis cincuenta años,
ellas han crecido y, algunas veces, fantaseo que tienen la forma
de las angustias de aquellos que enmudecen, porque sufren de mi
misma timidez, de mi incapacidad para responder pruebas orales sobre
nuestro futuro. Si mi mancha puede captar sus manchas, disolverse
entre ellas, interpretarse, descubrirse, mejorarse, jugar con otras
manchas, unirse a ellas para que se haga justicia, haber sido un
dramaturgo valió la pena.
Ser dramaturgo ha sido un acto de testarudez, porque
no obstante los coscorrones en la cabeza que me dio ese profesor,
no obstante los tolondros, zurridos y puntapiés con los que
estatutariamente me festeja la vida, les confieso que aún
lo hago, que aún sueño, que aún juego con esas
manchas que ahora se llaman personajes.
Qué compromiso tan grande, ¿no lo
creen?, ser dramaturgo, crear desde una mancha un universo.
|