PANORAMA
DESDE EL PUENTE
Por Bruno Bert
Tiempo
de diversificación y coexistencia. Pensé que esos
síntomas, tan propios de la segunda mitad de la década
pasada serían superados en los albores del siglo con la recuperación
y resignificación de ciertos teatros que habían entrado
en crisis unos años antes. Pero no, aquí continuamos,
apuntando hacia todos los horizontes estéticos y conceptuales
sin decidirnos a direccionar las fuerzas creativas hacia un determinado
objetivo prioritario.
Signo de esto, por ejemplo, es el interés
por los clásicos, tanto griegos como españoles. En
las últimas dos temporadas vimos, apoyados por el gobierno
del Distrito Federal, a variadas puestas de la trilogía trágica
griega. No aparecieron las comedias, y el ciclo que las comprendía,
incluyendo al helenismo y los latinos, que pensaba lanzarse a principios
de este año, naufragó junto con la drástica
reducción presupuestaria y la sonada renuncia de Alejandro
Aura a la dirección del Instituto de Cultura de nuestra ciudad.
Igual quedé con un buen recuerdo de una Ifigenia entre
los Tauros, bajo la mano de José Luis Calvo Martínez;
de una singular puesta del maestro Solé de un Edipo
Rey, más un cierto asombro por el interés que
el público demostró por casi todas estas producciones.
Y este apoyo del Estado provocó saludables
contagios en otras instituciones y también en grupos independientes,
por lo que durante dos años estuvimos codeándonos
de manera inusual con Antígonas, Medeas y Clitemnestras,
algunas para memorar y otras destinadas el olvido inmediato, pero
como un referente de interés en cuanto conjunto.
Lo mismo pasó con los españoles bajo
la punta de lanza del 400 aniversario del nacimiento de Calderón,
sólo que aquí la memoria no tiene mucho campo en que
complacerse. Todavía hoy continuamos con los homenajes, y
tras él corren también Tirsos y hasta Molieres, aunque
por el dramaturgo francés suele existir un interés
permanente, minoritario pero sostenido, en nuestros directores en
casi todas las temporadas.
Entonces, abundancia de clásicos que no
implica un calculado interés por ellos, sino más bien
un estado de confusión ante lo cual se tiende a recurrir
a los orígenes como punto de inflexión hacia otras
alternativas posteriores. No está mal después de todo,
porque la otra vertiente podría ser un descontrolado crecimiento
de las producciones más digestivas del teatro comercial.
Y el brote existió, sin duda, con la implantación
de nueva sangre, dinero y estrategias en ese renglón, a través
de la aparición de compañías como Ocesa o Argos,
por ejemplo, hace más o menos un lustro.
Sin embargo, el ritmo avasallante con que nacieron, tendiente a
imponer nuevos criterios para el teatro "masivo" y clasemediero
se aquietó en estos pocos años, y si bien ganaron
cierto terreno en esa área, sobre las estructuras tradicionales
de la producción privada, ya muy decaídas y obsoletas,
no llegaron a imponer cambios verdaderamente significativos en el
público.
Claro que este último, en líneas
generales, se ha fugado de manera bastante clara de las salas. Sobre
todo de aquellas que no presentaban verdaderas alternativas y sólo
apenan a la rutina de lenguajes y de ideas en cualquier género
que sea. Y de esto da testimonio no sólo la pública
preocupación de creadores, productores e instituciones, sino
también estudios bien documentados como el que ha publicado
hace pocos meses la antropóloga Lucina Jiménez, hoy
directora del Centro Nacional de las Artes, con Teatro y públicos,
el lado oscuro de la sala. De allí la necesidad de
generar nuevas estrategias para crear públicos alternos con
un tipo de obras que salga de los habituales presupuestos del teatro
convencional.
Y a ese nivel el Instituto Nacional de Bellas Artes
está promoviendo un complejo y audaz programa que significa
una especial mirada al teatro de calle, a su profesionalización,
a la creación de grupos de esa índole en provincia
y a la generación de un nuevo Festival Internacional de Teatro
de Calle que tendría su primer sesión a mediados del
año venidero con presencias de gran vuelo procedentes de
Asia, Europa y América, conviviendo en situaciones que alternarían
la espectacularidad con el intercambio y la pedagogía. Algo
donde la imaginación genera formas que verdaderamente tienen
que ver con el estímulo de nuevas tendencias estéticas,
conceptuales y de organización y producción colectivas.
Esto comenzaría a partir de octubre con un pequeño
Encuentro de creadores de esta especialidad del Distrito Federal
en los espacios abiertos de la Unidad Cultural del Bosque, tendiente
también a la revitalización de ese ámbito que
alberga tantos teatros pero que es tan poco hospitalario en sus
espacios externos. Algo para tener en cuenta y hacer su seguimiento.
Pero bueno, también dentro de los teatros
nacen alternativas. Por el momento son atípicas y se resuelven
en nombres, jóvenes todos ellos, que van indicándonos
una geografía diversa, una tierra nueva y sumamente seductora.
Me refiero claramente a gente como Claudio Valdés Curi, por
ejemplo, creador muy parco en sus entregas, que tanto éxito
tuviera con su último trabajo: De monstruos y prodigios,
historia de los "castrati". Un material deslumbrante que
no solamente generó gran interés local sino que ha
sido llevado a varios festivales internacionales con el mismo suceso.
O Ricardo Díaz, otro director con muy poca producción,
que hiciera este año una extraordinaria versión libérrima
de La vida es sueño (El veneno que duerme) en
el Centro de la Imagen, deambulando actores y públicos entre
salas de exposición, con una luz apenas de linternas y un
discurso sobre la guerra y la violencia de suma pertinencia y gran
rigor formal. O los textos de Gerardo Mancebo del Castillo Trejo,
aún inéditos muchos de ellos después de la
muerte tempranísima de su autor en octubre pasado a los 28
años. ¿Quién no recuerda Las tremendas
aventuras de la Capitana Gazpacho o Geografía?
De él se montó este año La noche en que
raptaron a Epifanía, la obra que dejó inconclusa
y completó un amigo, pero quedan otras, con la urgencia de
lo que justo hoy es la palabra que detona las imágenes que
corresponden a nuestra contemporaneidad. Sobre todo en lo referente
al público joven, que con tanta fuerza lo seguía.
Y también están los trabajos de Mauricio García
Lozano (no por nada director de La Capitana...), tal
vez más "clásico" en sus posturas formales,
pero con un indudable talento para proponer. E Israel Cortés,
con su "circo de cámara", que ha estrenado hace
apenas unas semanas Salón de belleza, una muy
cruda vinculación entre la homosexualidad, la muerte y la
soledad con un fuerte compromiso formal...
Y por supuesto hay más, bastantes más.
Directores, escritores, coreógrafos como Raúl Parrao
por ejemplo, que hace una danza-teatro de muy alta calidad, y también
escenógrafos e iluminadores que a veces intercambian roles
con los primeros y construyen sus propios discursos escénicos.
Pero todo esto funciona como islas, casi aisladas en su hacer unas
de otras. Con discursos que no logran construir un modelo propositivo
sino apenas territorios de la palabra individual. Desconfiados de
todo aquello que esté apenas un poco más allá,
desinteresados de cualquier modelo político o estético.
Es decir que desde este puente entre dos tiempos
que no terminamos de cruzar, dejando atrás a lo ya muerto,
se ve esa diversificación y coexistencia que mencionábamos
al principio. La densidad varía. Hay puntos de alta calidad
y también largos espacios de chatura o de estructuras expresivas
que agonizan. Es difícil predecir a partir de estos signos
cual será el teatro mexicano a una distancia mayor de dos
o tres años. Pero tal vez el síntoma más interesante
es justamente una tendencia a la mutación, al cambio, a la
transformación de espacios, de maneras, de preocupaciones
en el lenguaje, de incorporaciones de estímulos. El movimiento
es signo de vida, por lo que podemos alegrarnos porque la quietud
y el cansancio no han llegado. Lo demás es trabajar.
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