La escena iberoamericana. Perú


YUYACHKANI: DESPERTAR LA MEMORIA Y EL GESTO DE ISMENE
Por Vivian Martínez Tabares

Un círculo de luz ilumina una silla de madera, tumbada sobre las tablas de la escena. Un sonido de cuerdas desaparece bajo el rumor de las olas del mar. Silencio. Oscuridad. Una mujer entra corriendo por el fondo a la derecha y bordea el espacio. En sus manos trae una pequeña caja de madera que deposita delante, a la izquierda. Va hasta la silla. Habla y su voz nos sorprende por una extraña serenidad. “Hoy es el primer día de la paz...”

Es la narradora de la historia de Antígona, la hermana tierna y rebelde que no le faltó al hermano, la mujer terca y fiel que no cejó hasta sepultarlo. Es una historia que habla de argivos y que menciona a Zeus pero que se rescribió en el espacio pensando en Rayda, Gisella, Rufina, Rofelia, Soledad y en otras mujeres peruanas marcadas por las huellas de la guerra.

Miguel Rubio: En Yuyachkani el proceso de trabajo es muy importante. Pertenecemos a una generación de teatristas que en América Latina dijimos basta a la primacía del texto y que proponemos que en la escena todo vuelva a tener un lugar que armonice de amanera distinta. A lo largo de casi treinta años de historia, los espectáculos del grupo han sido un diálogo permanente con el país. Y siempre hemos entendido el hecho escénico como perecedero, efímero, con principio y final inmediatos.

El proyecto “Antígona” se crea a partir de varias fuentes: en primer lugar está la situación de guerra que vivió el Perú, y que terminó con veinticinco mil muertos, de ellos entre tres mil y cinco mil desaparecidos. La televisión estaba saturada de imágenes de madres buscando los cuerpos de sus hijos. En el mundo andino el acto de velar y enterrar el cuerpo es muy importante, y cuando el cuerpo no aparece el ritual se hace con la ropa del muerto. Por eso se dice que los condenados vagan sin descanso y que al hacerlo se le gastan los pies.

“Antígona” es también una continuidad para el Proyecto Memoria, creado con el objetivo de que nuestros montajes sensibilicen al espectador sobre las consecuencias de la época de violencia que hemos vivido, y para promover la defensa de los derechos humanos. Dentro de ese espíritu hicimos “Retorno”, en 1997, que es un espectáculo que nace de un viaje a Andahuaylas, en el que encontré gentes que venían para reconstruir un puente, y que eran como los despojos humanos de la guerra. “Retorno” habla de la problemática de las miles de personas que tuvieron que emigrar de sus comunidades de origen, de su lugar, a causa de la violencia política. Y desde “Contraelviento”, una puesta de 1989, aprendimos que el tema de la violencia nos obligaba a ir a la historia. Nos propusimos trabajar la gestualidad de la guerra a través de acciones escénicas para evitar el olvido. Y otro antecedente fue la puesta de “Adiós Ayacucho”, de 1990, que hicimos a partir de la novela de Julio Ortega, sobre la historia de un campesino que es asesinado y que no puede ser enterrado porque su cuerpo nunca está completo.

Habíamos leído “Antígona” muy jóvenes y había quedado en nosotros como un personaje contestatario, rebelde, subversivo, una persona que lleva hasta sus últimas consecuencias una idea que considera justa. Nunca nos interesó la fidelidad al texto griego original, pero esa es otra fuente fundamental. Convocamos a la casa de Yuyachkani a mujeres que habían vivido el proceso de violencia, a madres y hermanas de desaparecidos que nos daban cuenta de su historia. Ellas habían hecho de su dolor un ejercicio de denuncia, porque no pierden la esperanza de que sus parientes aparezcan, y porque tienen conciencia de cuán importante es que ellas ayuden a un aprendizaje de los derechos humanos en el Perú.

Teresa le hacía el cuento de la historia que se narra en la obra de Sófocles y ellas decían: “igualito pasó con nosotros”, sorprendidas al descubrir que la historia de Antígona se contaba dos mil quinientos años antes de Cristo. Luego cambiábamos de lugar y esas señoras contaban sus propias historias. Ellas nos entregaban sus testimonios, su gestualidad, y nosotros le dábamos una dimensión histórica que aprendíamos de su gesto.

Teresa Ralli: Hace mucho tiempo, a inicios de los años 80, vimos una exposición de fotos con imágenes muy fuertes, en blanco y negro, que hablaban de la violencia cotidiana. Nos conmovió mucho la de una mujer de luto que cruzaba bajo los arcos de la Plaza de Armas de Ayacucho. Era como una exhalación en medio de las sombras y el fuerte contraste de la luz. El crecimiento de la violencia nos hizo cada vez más conscientes de la necesidad de este proyecto.

A mí me daba vueltas desde hacía mucho tiempo la idea de una Antígona famélica, con el pelo corto, que construía su propia cárcel en el escenario con ladrillos de tierra. Era una idea que se me aparecía mientras creaba otros espectáculos. La imagen era a la vez una pregunta: ¿por qué quiero hacer esa obra? Empecé a trabajar sola y me preguntaba por qué esa experiencia no era como otras, en que participaban otros compañeros. Me di cuenta de que yo como actriz en una soledad absoluta estaba enfrentando una historia en que una mujer atravesaba una soledad absoluta.

Esa mujer fue creciendo en la escena con un perfil de fragilidad. Siempre Antígona se ha visto como una mujer fuerte, que va a ser muy firme en todas sus acciones hasta el final. La nuestra es muy frágil, hasta en la voz, y está completamente sola, ni siguiera su hermana la ayuda, mucho menos el gobierno, menos aun la sociedad. Y esa soledad está presente en todos mis cuadernos de trabajo a lo largo del proceso de creación, hasta en el último que llevo conmigo.

Cuando conversamos con las mujeres, con las madres, esposas y hermanas de desaparecidos, descubrimos que eran seres de todas las edades, y en todas se repetía el testimonio acerca de cómo su vida había cambiado totalmente con la desaparición de cada ser querido. Había una mujer, Rayda Cóndor, que antes era una señora que cada día se levantaba, iba al mercado, cocinaba, alguna que otra vez veía las noticias por la televisión, y que en estas circunstancias se convirtió en una líder del grupo. Tuvo que aprender a leer, fue a la escuela, y mientras me lo contaba yo percibía cómo su fragilidad era increíble, aunque ella era muy fuerte en su acción. Todas esas historias alimentaron nuestra puesta en escena.

Pensé en otras mujeres que hemos conocido en nuestros viajes. Y vi que existe la idea de que la mujer que lucha tiene que ser fuerte. Por otro lado, en la historia de Yuyachkani las mujeres tenemos una historia y tenemos una apariencia de guerreras. Y cuando nos enfrentamos a un proceso de trabajo solas, cuando hicimos “La primera cena”, en 1996, para mirar hacia nosotras mismas en el contexto de la sociedad peruana, de algún modo nos cuestionamos ese comportamiento a que nos veíamos obligadas en el trabajo del grupo.

Miguel Rubio: Otra fuente es el momento concreto en que el tema de la violencia comienza a tocar en nuestras puertas. Justo frente a la casa de Teresa, en una calle muy tranquila, es tomada la embajada de Japón por el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y aquello de repente se convierte en un lugar muy agitado. La realidad se mezclaba con la ficción de un modo alucinante. Desde su piso, tirada en el suelo con su hijo para protegerse de los disparos, Teresa podía oír las bombas a muy poca distancia y, al mismo tiempo, verlo todo por la televisión. Hubo una intervención que barrió con todos los combatientes del MRTA y con un oficial del gobierno. El oficial fue enterrado con honores pero aún no se sabe dónde están los cuerpos de los guerrilleros.

Pensamos mucho en cómo hacer para que una intención se convierta en texto escénico; cuáles pasos hacen que esa idea sea un texto espectacular. Teresa nos sentó y nos contó una historia, como luego haría con las mujeres parientes de desaparecidos. Y yo le dije que esa era la forma: “Tú vas a dar una conferencia y vas a hacer un trabajo de fronteras.” Los lenguajes teatrales están en crisis, pensé. Teresa me miró incrédula. Y gracias a eso, me esforcé más porque me di cuenta que aparentemente había elegido hacer lo más fácil.

Otra fuente fue entrar al espacio y buscar intenciones diferentes que nos ayudaran a asediar el tema.

Una idea que valoramos fue presentar una locutora de radio que recibía por un hilo las noticias y salía alucinada, con un mundo afuera y otro adentro. Luego invitamos al poeta José Watanabe, a quien conocíamos a través de su libro “Cosas del cuerpo”, a trabajar con nosotros. Habíamos escogido su libro de poemas para nuestros talleres experimentales y trabajando con ellos nos habíamos identificado mucho con su escritura. Cuando lo llamamos, teníamos fragmentos del montaje y las intenciones muy claras, pero no teníamos un texto. Le mostramos a Watanabe el material que habíamos elaborado y él empezó a anotar fichas mirando hacer a Teresa. El poeta comenzó a escribir, a hacer apuntes. Por primera vez hizo teatro: a partir de veinticuatro fichas que tomó, escribió veinticuatro poemas. Por un lado se construía un lenguaje, estructurado de acciones, gestos, voz, y por el otro el texto, en una versión muy hermosa, generando cosas diferentes.

Teresa Ralli: Siempre hemos tratado de investigar cómo se interrelacionan los distintos lenguajes en la escena, y en “Antígona” indagamos mucho más en el conocimiento de la palabra. Watanabe supo dialogar con Sófocles desde su universo personal y su lenguaje poético posee muchas imágenes, está en comunión con mi trabajo con el cuerpo, lo que nos ayudó muchísimo a encontrar soluciones sin cargar el espacio. Sus textos son como un bisturí que nos abre por dentro a cada uno de estos personajes.

Los ojos enormes, expresivos, de la actriz hablan de ojos jóvenes que sólo saben mirar con amargura. “¿Qué ha sucedido en mi patria...?” El control de la energía es llevado hasta los límites, con una minuciosidad que sobrecoge y a veces hiela, porque la actriz conoce a fondo el material con que trabaja, cada parte de su cuerpo y el tipo de intensidad que debe desplegar ante el espectador. La gestualidad fluye en una lógica de lo no natural perfectamente estructurada, en la que el gesto revela la apropiación plena de fuentes –las danzas tradicionales, artes marciales, el teatro oriental--, y el movimiento explora la multidimensionalidad del espacio de la escena, aprovecha el estímulo de la música, juega con el ritmo, eleva su voz desde la oscuridad.

Miguel Rubio: Hay que considerar también el trabajo de la actriz con los recursos de su cultura de grupo. La pregunta de un espectador en Puerto Rico, que después de ver a Teresa actuar me preguntó qué yo hacía, me hizo replantearme mi papel. La parte que me toca son proyectos de un proceso inconcluso. Como director, como el ojo que está fuera, reacciono a los estímulos de la actriz sobre la materia que propone pero sin imposiciones. Y siempre insisto en cómo no está estudiado el trabajo del actor danzante en situación de representación.

Mientras montábamos la obra Teresa estaba trabajando con un maestro japonés sobre el teatro Noh y en un momento proponía la entrada de una danza con un abanico. Me interesaba esa calidad de energía –poner a un actor en acción siempre es trabajar calidades de energía--, y los fragmentos de aquella danza original están reprocesados en el montaje como calidades de energía.

La silla de madera, que fue un elemento que trabajamos en “Hasta cuándo corazón”, una puesta de 1994 sobre unos vecinos que se enfrentan a la amenaza de ser desalojados, fue también un elemento referencial importante. Teresa tiene un vínculo especial con esa silla desde hace mucho tiempo. Y empezó a trabajar con ella como un personaje, a darle un uso múltiple en la escena, a convertirla en parte de la escritura. El proceso fue como de ir limpiando, botando cosas, para quedarnos con lo esencial: una silla de madera. Porque no buscamos impactar sino hacer que el espectáculo encuentre los elementos que le sean orgánicos.

Trabajamos mucho con nuestra experiencia de vida y en el escenario todo confluye. En Cuba, un país que queremos mucho, conocimos a una persona iniciada en la religión que vivía fuera de La Habana. Nos pidió un coco, media botella de ron, unos cigarros y un pañuelo blanco. Yo quería una limpieza, no una iniciación, y ella me dio un lápiz y me dijo: “apunta todo lo que te diga el negro”. Yo no la entendí. Al golpear dos piedras entró en una especie de trance. Y esa señora conectada a los espíritus es una presencia con la que hemos vivido desde entonces, también en este espectáculo. Cuando Teresa golpea está conectada con esa espiritualidad que llevamos con nosotros.

En los primeros años de Yuyachkani yo no hubiera imaginado poder crear un espacio para esta dimensión espiritual. El espectador no tiene por qué saberlo, no necesita conocer la historia personal que está debajo, pero sí lo siente como verdadero.

Teresa Ralli: En “Antígona” teníamos la tentación de hacer cosas explícitas. En un momento en que aún no teníamos el texto de Watanabe jugábamos con la convención de la periodista que describía la situación de Tebas con un lenguaje contemporáneo y lo que describía era a Fujimori hablando. Poco a poco nos dimos cuenta de cuán poderosa es la historia que está contenida en la obra, que nos estaba hablando de lo que significaba ser consecuente de verdad. Nuestro público no tiene por qué ser el que perdió a alguien. Nos interesa el que no perdió a nadie y hacerle comprender que cuando no hizo nada, eso también pudo pasarle a él.

En Perú el público que ha visto la obra termina quebrado, pero al mismo tiempo es como que ha pasado por una limpieza. Cuando pusimos la obra en la isla de Vieques, en medio de las acciones de protesta de los puertorriqueños para sacar de allí a la marina estadounidense fue muy diferente.

A lo largo del proceso de trabajo yo discutí mucho con Miguel qué significa enterrar. Para nosotros enterrar no es una metáfora del olvido, no significa esconder un cuerpo sino ponerlo en un lugar específico e identificarlo con un nombre para no olvidarlo. Por eso el que no está enterrado es NN, es nadie. Para nuestra sociedad y nuestra cultura ese es un gesto muy importante, que las cosas sean llamadas por su nombre. La herida está abierta y no nos lleva a levantarnos y a sufrir, pero hay que estar conscientes de que está abierta.

Miguel Rubio: El procesamiento de la culpa fue otro elemento fundamental. En el Perú tenemos un problema que no está resuelto con los veinticinco mil muertos y con los gestos que no supimos hacer a tiempo. Entonces “Antígona” es también un acto de limpieza. Más que Antígonas, en el Perú ha habido Ismenes, con el gesto que no se pudo hacer en el momento necesario.

Mucha gente ha tomado interés por la obra porque Yuyachkani, con ese nombre quechua, decide hacer la obra de un griego. El tema de “Antígona” tiene una vigencia total, mucho más para nuestro país, en el que hubo una dictadura que hizo todo lo posible por perpetuarse en el poder por vías fraudulentas. El tema de los derechos humanos tiene extrema actualidad en el Perú, y hay que ponerlo sobre la mesa también de manera preventiva, por lo que pueda avecinarse. Hacer política pasa por hacer conciencia ciudadana, por gestos mucho más pequeños de lo que uno imagina.

Existieron otros gestos: Los jóvenes artistas plásticos salieron a la calle a lavar la bandera peruana en la Plaza Mayor de Lima, justo frente al Palacio, con jabón y batea, y la pusieron en un gran tendedero. Se hizo una acción de repudio frente a la Oficina Nacional de Procesamiento Electoral y se le enterró simbólicamente frente al Palacio de Justicia. La representación teatral permite comparar los referentes. El día que se intervino la embajada de Japón vimos a Fujimori sobre una camioneta dando cuentas de la situación y llorando. Era la ficción de una distancia.

Supuestamente abordamos un tema que pasó, del que no se quiere hablar. Y es muy importante para nosotros insistir en la memoria desde otras posibilidades. Quizás si hubiéramos hecho esta obra en los años 80 hubiera hecho más énfasis en el personaje de Antígona; la del 2000 lo hace en Ismene, porque hay muchas Ismenes entre nosotros.

Teresa Ralli redescubre a una mujer de cabellos cortos con el rostro desnudo, que entra y sale ante nosotros en la corporeidad de seis personajes cuidadosamente diferenciados, narra, acciona, se desdobla y se multiplica a partir de recursos mínimos: un vestuario de género crudo, dúctil, que maneja con precisión para ser el tirano de potente voz que determina la no tumba, el ultraje, siempre cubierto y en contrastante rigidez con el “esquivado y ágil, cuerpo de Creonte” que describe la narradora, el que sólo entiende del amor del hijo la apetencia por el placer de una mujer; el ciego Tiresias encapuchado a nivel del piso, en prodigio de artificio vocal, con su cuerpo alerta como un enorme ojo; o la muchacha de corazón ardiente y sensual plasticidad, nacida “para amar, no para compartir odios”, la que lo arriesga todo por cumplir la ley de su amor filial, y se vuelve dura piedra, maldición o “la ola rara que se estrella y muere en el interior de esta cueva”, condenada por la piedad.

La silla de madera es parapeto, sostén, cuerpo insepulto, trono fatídico. La pequeña caja reservará un instante sublime, cuando la arena caiga sobre la máscara estrellada en pedazos y el efectismo de una lluvia interminable que difumina el rostro dolido de la mujer que narra, es superado por la belleza del acto.

El rostro quebrado del hermano carga de culpa la inacción de ese ser que narra y sólo ahora se nos ha descubierto, Ismene: “Yo soy la hermana que fue maniatada por el miedo”, la que recordará cada día con vergüenza el gesto de la otra, marcado en la memoria entre el sonido del agua que regresa.

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